El curso escolar había llegado a su fin y en la granja había comenzado el trabajo duro. Louisa se levantaba todos los días bien temprano, antes incluso de que amaneciera, y despertaba a Lou. La chica realizaba sus tareas así como las de Oz por haberse peleado con Billy, y luego pasaban el resto del día trabajando en los campos. Tomaban un almuerzo sencillo y bebían agua fría del manantial bajo la sombra de un magnolio, sin hablar demasiado y sintiendo la ropa húmeda por el sudor. Durante los descansos Oz lanzaba piedras tan lejos que los otros sonreían y le aplaudían. Estaba creciendo y los músculos de los brazos y hombros comenzaban a marcársele; el trabajo estaba convirtiéndolo en un muchacho fuerte y esbelto, al igual que a su hermana. Al igual que a todos los que luchaban por sobrevivir en aquellas montañas.
Hacía tanto calor que Oz sólo llevaba el pantalón con peto, sin camisa ni zapatos. Lou también iba descalza, pero llevaba una vieja camiseta de algodón. El sol era más intenso en las alturas, y cada día que pasaba su pelo estaba más rubio y su piel más morena.
Louisa no paraba de enseñarles cosas: les explicó que las judías trepadoras, que crecen por los tallos del maíz y tienen hebras, deben pelarse o, de lo contrario, podrían asfixiarse. Y que podrían cultivar la mayoría de las semillas, excepto la avena, que requería maquinaria para trillarla, maquinaria que los granjeros de las montañas nunca tendrían. Y cómo lavar la ropa empleando la tabla de lavar y el jabón necesario, hecho de lejía y grasa de cerdo, aunque no mucha, manteniendo caliente el fuego, enjuagando la ropa de la forma adecuada y añadiendo azulete al tercer aclarado para que quedara bien limpia. Y luego, por la noche y a la luz de la lumbre, cómo zurcir con aguja e hilo. Louisa también les dijo cuándo sería el mejor momento para que Lou y Oz aprendieran las artes de herrar a las muías y enguatar.
Finalmente, Louisa encontró tiempo para enseñarles a montar a Sue, la yegua. Eugene los subiría por turnos a la yegua y montarían a pelo, sin una manta siquiera.
– ¿Dónde está la montura? -inquirió Lou-. ¿Y los estribos?
– Tu trasero te servirá de montura. Y las piernas de estribos -repuso Louisa.
Lou montó sobre Sue y Louisa se quedó junto al animal.
– Ahora, Lou, sostén las riendas con la mano derecha como te he enseñado -dijo Louisa-. Sue te llevará un rato pero tienes que hacerle saber quién manda.
Lou agitó las riendas, espoleó a la yegua, a quien solían darle con mucha más fuerza, pero Sue se mantuvo inmóvil, como si estuviera dormida.
– Mira que eres tonta -le dijo Lou a la yegua.
– Eugene -gritó Louisa en dirección al campo-. Ven a darme un empujoncito, por favor, cielo.
Eugene llegó renqueando y ayudó a Louisa a subir sobre la yegua, detrás de Lou, y sujetó las riendas.
– Veamos, el problema no es que Sue sea tonta, sino que tienes que hablarle en su idioma. Cuando quieras que ande dale un golpe en el costado y sujeta las riendas. Eso significa «vamos». Cuando quieras que gire, en vez de tirar de las riendas muévelas con suavidad. Para que se detenga tienes que dar un pequeño tirón hacia atrás, así.
Lou siguió las indicaciones de Louisa y Sue se puso al paso. Lou movió las riendas hacia la izquierda y la yegua le hizo caso. Tiró de las riendas hacia atrás con rapidez y Sue se detuvo.
Lou sonrió de oreja a oreja.
– Eh, miradme. Ya sé montar.
Cotton asomó la cabeza por la ventana del dormitorio de Amanda y observó. Luego contempló el hermoso cielo y después a Amanda.
A los pocos minutos la puerta de la entrada se abrió y Cotton sacó a Amanda y la colocó en la mecedora, junto a una pared de pasionarias que estaban en plena floración.
Oz, que estaba montado sobre Sue con su hermana, miró hacia la casa, vio a su madre y estuvo a punto de caerse de la yegua.
– Eh, mamá, mírame. ¡Soy un vaquero!
Louisa se quedó junto a la yegua, mirando hacia donde estaba Amanda. Finalmente, Lou también miró, pero ver a su madre fuera de la casa no pareció entusiasmarle demasiado. Cotton dirigió la mirada de la hija a la madre y tuvo que admitir que Amanda parecía fuera de lugar bajo el sol, con los ojos cerrados y sin que la brisa le agitara los cabellos, como si los elementos se hubieran conjurado en su contra. Cotton la llevó de nuevo al dormitorio.
Era una brillante mañana de verano, varios días después, y Lou ya había terminado de ordeñar las vacas y salía del establo con los cubos llenos de leche. Se detuvo por completo al mirar hacia los campos bajo las primeras luces del día. Corrió tan rápido hacia la casa que la leche le salpicó los pies. Dejó los cubos en el porche y entró a toda prisa en la casa, pasó junto a Louisa y Eugene y llegó al pasillo gritando a voz en cuello. Irrumpió en el dormitorio de su madre y allí estaba Oz, cepillándole el pelo a Amanda.
Lou llegó sin resuello.
– Funciona. Está verde. Todo. La cosecha. Oz, ven a verlo.
Oz salió corriendo de la habitación tan apresuradamente que olvidó que sólo llevaba ropa interior. Lou se quedó en el centro del dormitorio, respirando a duras penas y sonriendo. Cuando se hubo calmado, se acercó a su madre, se sentó y le tomó una de las manos.
– Pensé que te gustaría saberlo. Ya ves, hemos trabajado de firme.
Lou permaneció en silencio durante un minuto, luego soltó la mano y salió de la habitación, completamente relajada.
Esa noche, en su dormitorio, al igual que muchas otras noches, Louisa apretó el pedal de la máquina de coser Singer que había comprado a plazos, por diez dólares, hacía nueve años. No pensaba decir a los niños qué estaba haciendo, y tampoco permitiría que lo adivinaran. No obstante, Lou sabía que debía de ser algo para ella y Oz, lo cual le hacía sentirse más culpable aún por la pelea con Billy Davis.
La noche siguiente, después de la cena, Oz fue a ver a su madre y Eugene a reparar unas guadañas que había en el granero. Lou lavó los platos y luego se sentó en el porche delantero junto a Louisa. Ninguna de las dos se atrevió a hablar durante unos instantes. Lou vio a dos pájaros carboneros salir volando del establo y posarse en la valla. El plumaje gris y los penachos puntiagudos eran maravillosos, pero en aquel momento a Lou no le interesaban demasiado.
– Lamento lo de la pelea -se disculpó Lou rápidamente, y acto seguido dejó escapar un suspiro de alivio.
Louisa clavó la mirada en las dos muías del corral.
– Me alegra saberlo -dijo, y se calló.
El sol comenzaba a ponerse y el cielo estaba despejado, apenas salpicado por varias nubes minúsculas. Un cuervo enorme surcaba los cielos solo, aprovechando las ráfagas de viento, como si fuera una perezosa hoja cayendo.
Lou sostuvo un poco de tierra entre las manos ahuecadas y vio un batallón de hormigas correteándole por la mano. La enredadera de madreselvas estaba en su máximo esplendor y el aire olía a rosas canela y a claveles silvestres y la pared púrpura de pasionarias ofrecía una sombra inmejorable en el porche. Las rosas trepadoras se habían enrollado en la mayoría de los postes y parecían estallidos de fuego inmóvil.
– George Davis es un hombre malo -dijo Lou.
Louisa se apoyó contra la verja del porche.
– Hace que sus hijos trabajen como muías y los trata peor que si lo fueran.
– Bueno, Billy no tenía por qué haberse portado así conmigo -dijo Lou y luego sonrió-. Pero me divertí cuando se cayó del árbol después de ver la serpiente muerta que le puse en la fiambrera.
Louisa se inclinó hacia delante y la miró con curiosidad.
– ¿Viste algo más en la fiambrera?
– ¿Algo más? ¿Como qué?
– Comida, por ejemplo.
Lou parecía confusa.
– No, la fiambrera estaba vacía.
Louisa asintió lentamente, volvió a apoyarse contra la verja y miró hacia el oeste, donde el sol comenzaba a ocultarse tras las montañas, tiñendo el cielo de rosa y rojo.
– ¿Sabes qué es lo que me parece divertido? -dijo Louisa:-. Que los niños crean que deben sentirse avergonzados porque sus padres no les dan comida, hasta el punto de llevar la fiambrera vacía a la escuela y fingir comer para que así nadie sepa que no tienen nada que llevarse a la boca. ¿Te parece divertido?
Lou negó con la cabeza, mirándose los pies.
– No.
– Sé que no os he hablado de vuestro padre. Pero estoy con vosotros y, en cierto modo, os quiero aún más que a él para compensar su pérdida, si bien sé que eso es imposible.
– Colocó la mano en el hombro de Lou e hizo que se volviera hacia ella-. Vuestro padre fue un padre excelente. Un hombre que os quería. Y sé que por eso es más difícil seguir adelante sin él, es tanto una bendición como una maldición con la que deberemos cargar hasta el fin de nuestros días. La cuestión es que Billy Davis tiene que vivir con su padre cada día. Preferiría estar en tu pellejo, y sé que Billy Davis también. Todos los días rezo por esos niños. Y tú deberías hacer lo mismo.