Como lecturas para su madre Lou no escogió libros sino periódicos Grit y algunos ejemplares del Saturday Evening Post que habían conseguido en el campamento maderero. Lou se apoyaba en la pared del dormitorio de su madre sosteniendo el periódico o la revista delante de ella y le leía sobre economía, catástrofes del mundo, la guerra expansionista de Hitler en Europa, política, arte, cine y las últimas noticias sobre libros y escritores, lo cual hizo que Lou se diera cuenta del tiempo que hacía que no había leído un libro. El curso empezaba dentro de poco; aun así había ido con Sue a Big Spruce hacía unos días y había sacado en préstamo algo para leer para ella y Oz de la «biblioteca pública», con el permiso de Estelle McCoy, por supuesto.
Louisa había enseñado a Eugene a leer cuando era pequeño, por lo que Lou también cogió un libro para él. Le preocupaba no tener un momento para leerlo, pero finalmente lo encontró por las noches; a la luz de la lámpara, se humedecía el pulgar y pasaba las páginas absorto en la lectura. En otras ocasiones Lou le ayudaba con las palabras mientras labraban los campos para prepararlos para el cercano invierno, o cuando ordeñaban las vacas junto a la lámpara de queroseno. Lou repasaba con él las revistas, y Eugene disfrutaba especialmente diciendo «Rooosevelt, presidente Rooosevelt», nombre que aparecía con frecuencia en las páginas del Grit o del Post. Las vacas lo miraban extrañadas cuando decía «Rooosevelt» como si pensaran que en realidad les estaba mugiendo. Lou se quedó boquiabierta cuando Eugene le preguntó por qué a alguien se le ocurría llamar a su hijo «presidente».
– ¿Has pensado alguna vez en vivir en otro sitio? -le preguntó Lou una mañana mientras ordeñaban.
– La montaña es lo único que he visto, pero sé que en el mundo hay muchas más cosas.
– Algún día podría llevarte a la ciudad. Hay edificios tan altos que para subir arriba de todo se necesita un ascensor. -Al ver que él la miraba con cara de curiosidad, añadió-: Es una especie de coche que te sube y te baja.
– ¿Un coche, como el Hudson?
– No; es más bien como una habitación pequeña en la que estás de pie.
A Eugene le pareció interesante, pero dijo que lo más probable era que se quedara labrando la tierra.
– Quiero casarme, formar una familia y educar bien a mis hijos.
– Serás un buen padre -comentó Lou.
– Usted también será una buena madre -dijo él con una sonrisa-. Se nota por el modo en que trata a su hermano y todo eso.
Lou lo miró y dijo:
– Mi madre era una madre fantástica.
Lou intentó recordar si se lo había dicho alguna vez. Lou sabía que había pasado la mayor parte de su vida adorando a su padre. Le parecía una idea turbadora, ya que ahora no podía remediarse.
Una semana después de su visita a la biblioteca de la escuela, Lou acababa de leerle a Amanda cuando salió al establo sola. Subió al pajar y se sentó en el hueco de las puertas dobles a contemplar el valle que se extendía a sus pies. Después de reflexionar sobre el futuro sombrío de su madre, dirigió sus pensamientos a la pérdida de Diamond. Había intentado no pensar más en ello, pero se dio cuenta de que nunca lo conseguía.
El funeral de Diamond había sido una ceremonia curiosa. La gente había aparecido procedente de granjas y casas que Lou ni siquiera sabía que existían, y todas esas personas fueron a casa de Louisa a lomos de caballo o de mula, a pie y en tractor, e incluso en un Packard abollado y sin puertas. La gente desfiló con bandejas de comida apetitosa y jarras de sidra. No avistó clérigo alguno, sino que un grupo de personas se levantó y con voz queda presentó sus condolencias a los amigos del fallecido. El ataúd de cedro se colocó en el salón, con la tapa bien clavada, porque nadie deseaba ver los estragos que la dinamita había causado en Diamond Skinner.
Lou no estaba segura de que todos los tipos mayores fueran amigos de Diamond, pero supuso que debían de haber sido amigos de su padre. De hecho había oído a un anciano llamado Buford Rose, casi sin dientes y con una abundante cabellera blanca, murmurar sobre la triste ironía de que tanto el padre como el hijo hubieran muerto en la dichosa mina.
Enterraron a Diamond cerca de las tumbas de sus padres, aunque ya hacía tiempo que éstas se confundían con la tierra. Varias personas leyeron fragmentos de la Biblia y se derramaron ríos de lágrimas. Oz se colocó en el centro de todos ellos y anunció con gran atrevimiento que su amigo, tantas veces bautizado, era una bendición del cielo. Louisa depositó un ramo de flores sobre el túmulo, retrocedió e intentó hablar, pero fue incapaz de hacerlo.
Cotton dedicó un hermoso panegírico a su joven amigo y recitó unos ejemplos de un cuentacuentos al que dijo admirar profundamente: Jimmy Diamond Skinner.
– A su manera -dijo Cotton-, avergonzaría a muchos de los mejores escritores de relatos del mundo.
Lou pronunció unas palabras en voz baja, aunque en realidad las dirigió a su amigo enterrado bajo la tierra recién removida, que despedía un olor dulce que a ella le producía náuseas. Sin embargo, Lou sabía que él no estaba bajo esos tablones de cedro. Había ido a un lugar más elevado incluso que las montañas. Había vuelto con su padre y estaba viendo a su madre por primera vez. Seguro que era feliz. Lou alzó la mano al cielo y se despidió una vez más de una persona que había llegado a significar muchísimo para ella y que se había marchado para siempre.
Pocos días después del entierro, Lou y Oz se habían aventurado a entrar en la cabaña del árbol de Diamond y se repartieron sus pertenencias. Lou dijo que sin duda el muchacho querría que Oz se quedara con el esqueleto del pájaro, la bala de la guerra de Secesión, la punta de flecha de sílex y el rudimentario telescopio.
– Pero ¿tú qué te quedas? -preguntó Oz, mientras examinaba los trofeos que acababa de heredar.
Lou recogió la caja de madera y extrajo el trozo de carbón que supuestamente contenía el diamante. Se encargaría personalmente de desgastarlo hasta que apareciera el centro brillante, y entonces lo enterraría con Diamond. Cuando notó el pequeño trozo de madera en el suelo de la parte trasera de la cabaña, se dio cuenta de lo que era incluso antes de recogerlo. Se trataba de una pieza a medio tallar. Estaba cortada en un trozo de nogal en forma de corazón, en un lado estaba tallada la letra L y en el otro una D casi terminada. Diamond Skinner sí conocía sus iniciales. Lou se guardó la madera y el trozo de carbón, bajó del árbol y no dejó de correr hasta llegar a su casa.
Naturalmente, adoptaron al fiel Jeb, que parecía estar a gusto con ellos, si bien a veces se deprimía y echaba de menos a su amo. No obstante, a él también parecían gustarle las excursiones que Lou y Oz hacían hasta la tumba de Diamond, y el perro, siguiendo las misteriosas costumbres de sus congéneres, se ponía a ladrar y a dar vueltas cuando se acercaban a ella. Lou y Oz esparcían hojas caídas sobre el montículo y se sentaban a hablar con Diamond y el uno con el otro y volvían a relatar las cosas graciosas que el muchacho había dicho o hecho, las cuales no eran precisamente pocas. Luego se enjugaban las lágrimas y regresaban a casa, con el profundo convencimiento de que el alma de su amigo deambulaba con libertad en su querida montaña, con el cabello igual de erizado, la sonrisa igual de amplia y los pies igual de descalzos. Diamond Skinner no había tenido posesiones materiales, y aun así era la persona más feliz que Lou había conocido en toda su vida. Sin duda él y Dios iban a llevarse a las mil maravillas.
Se prepararon para el invierno afilando los enseres con el afilador y las limas, limpiando los compartimientos y esparciendo el estiércol por los campos arados. Sin embargo, Louisa se había equivocado porque a Lou nunca llegó a gustarle el olor a estiércol. Estabularon el ganado, lo alimentaron y abrevaron, ordeñaron las vacas e hicieron otras tareas, que a esas alturas ya les parecían tan naturales como respirar. Llevaron jarras de leche y mantequilla, y tarros de conservas en vinagre y salmuera, y chucrut y alubias enlatadas a la lechería parcialmente subterránea, que tenía gruesas paredes de troncos, pintados de cualquier manera y agrietados, y con rellenos de papel donde se había caído el barro. Además, hicieron las reparaciones pertinentes en la granja.
Empezó el curso y, fiel a las palabras de su padre, Billy Davis no regresó a la escuela. En ningún momento se habló de su ausencia, como si el muchacho no hubiera existido. Sin embargo, Lou se acordaba de él de vez en cuando y deseaba que las cosas le fueran bien.
Una tarde de otoño, después de cumplir con sus obligaciones, Louisa mandó a Lou y a Oz al arroyo que fluía en el lado sur de la finca para recoger las bolas de los sicomoros que abundaban en esa parte. Las bolas tenían unas espinas afiladas, pero Louisa les dijo que las utilizarían para la decoración de Navidad. Todavía faltaba mucho para las festividades, pero Lou y Oz obedecieron.
Cuando volvieron se sorprendieron al ver el coche de Cotton frente a la casa. Estaba a oscuras y abrieron la puerta con cautela, no muy seguros de lo que se encontrarían. Se hizo la luz cuando Louisa y Eugene quitaron los trapos negros de las lámparas y todos exclamaron «¡Feliz cumpleaños!». Y es que era el cumpleaños de los dos, porque Lou y Oz habían nacido el mismo día, con cinco años de diferencia, tal como Amanda había informado a Louisa en una de sus cartas. Lou pasaba a convertirse en una adolescente y Oz alcanzaba la madura edad de ocho años.
Sobre la mesa había una tarta de fresas, junto con tazas de sidra tibia. La tarta estaba adornada con dos velas, y Oz y Lou las apagaron soplando al mismo tiempo. Louisa sacó los regalos en los que había estado trabajando todo aquel tiempo con su máquina de coser Singer: un vestido hecho con varias bolsas Chop para Lou, en un bonito estampado de flores rojas y verdes y una elegante chaqueta, unos pantalones y una camisa blanca para Oz, los cuales había confeccionado con ropa que Cotton le había dado.
Eugene había tallado dos silbatos para ellos que emitían al distintos sonidos, para que pudieran comunicarse cuando estuvieran separados en los bosques o en los campos. Las montañas enviarían un eco que volvería a ellos, les dijo Louisa. Hicieron sonar el silbato, y el cosquilleo que sintieron en los labios los hizo reír.
Cotton le regaló a Lou un libro de poemas de Walt Whitman.
– Debo reconocer con humildad que este antepasado me supera en el ámbito de la poesía -dijo.
A continuación extrajo de una bolsa algo que hizo que
Oz contuviera la respiración. Los guantes de béisbol eran hermosos, estaban bien engrasados, gastados lo justo, olían a cuero de calidad, a sudor y a hierba veraniega, y sin duda contenían sueños infantiles eternos y queridos.
– Eran míos cuando era pequeño -declaró Cotton-, pero me avergüenza reconocer que, aunque no soy un abogado excepcional, soy mucho mejor abogado que jugador de béisbol. Dos guantes, uno para ti y el otro para Lou. Y para mí también, si de vez en cuando sois capaces de soportar mis pobres capacidades atléticas.
Oz dijo que se sentiría orgulloso de ello y se llevó con cariño los guantes al pecho. Luego se comieron la tarta con ganas y se bebieron la sidra. Después Oz se probó el traje, que le quedaba muy bien; al lado de Cotton parecía casi un abogado en miniatura. Louisa había tenido la prudencia de dejar unos buenos dobladillos para cuando el niño creciera, lo cual parecía ocurrir a diario. Así vestido, Oz tomó los guantes de béisbol y el silbato y fue a enseñárselos a su madre. Al cabo de unos instantes Lou oyó unos ruidos extraños procedentes del dormitorio de Amanda. Cuando fue a mirar de qué se trataba, vio a Oz subido a un taburete con una sábana sobre los hombros, el guante de béisbol en la cabeza como una corona y blandiendo un palo largo.
– Y el gran Oz el Valiente -declaraba-, que ya dejó de ser el León Cobarde, mató a todos los dragones y salvó a todas las mamás, y todos ellos vivieron felices por los siglos de los siglos en Virginia. -Se despojó de su corona de cuero engrasado e hizo una serie de reverencias-. Gracias, mis leales súbditos, todo va bien. -Se sentó junto a su madre, cogió un libro de la estantería y lo abrió por un sitio marcado con un trozo de papel-. Bueno, mamá -dijo-, ahora viene la parte que da miedo, pero, para que lo sepas, la bruja no se come a los niños.
Se acercó más a ella, pasó un brazo por su cintura y con los ojos bien abiertos empezó a leer el fragmento que supuestamente daba miedo.
Lou volvió a la cocina, se sentó a la mesa con su vestido de bolsas Chop, que también le quedaba muy bien, y leyó los conmovedores versos de Whitman bajo la luz de la lámpara de queroseno. Se hizo tan tarde que Cotton se quedó a dormir, cosa que hizo frente al fuego. Y así transcurrió otro agradable día en la montaña.