Eugene guiaba el carro tirado por las muías. Oz, Lou y Diamond iban en la parte trasera, sentados sobre sacos de semillas y otras provisiones que habían comprado en McKenzie's Mercantile con el dinero de la venta de los huevos y algunos dólares que Lou se había guardado después de hacer sus compras en Dickens.
El trayecto les condujo cerca de un afluente de caudal considerable del río McCloud, y Lou se sorprendió al ver varios automóviles y carromatos cerca de la orilla llana y herbosa. La gente estaba dispersa al lado del río, y vio a algunas personas metidas en el agua pardusca. En aquel preciso instante un hombre con la camisa arremangada estaba sumergiendo a una joven en el agua.
– Vamos a echar un vistazo -propuso Diamond.
Eugene hizo detener a las muías y los tres niños se apearon del carro. Lou volvió la vista hacia Eugene, quien no hizo ademán de moverse.
– ¿Tú no vienes?
– Vayan ustedes, señorita Lou, yo me quedaré aquí, descansando.
Lou frunció el ceño ante la respuesta, pero se unió a los demás.
Diamond se había abierto camino entre una multitud de curiosos y observaba algo con ansiedad. Cuando Lou y Oz se acercaron a él y vieron lo que era, los dos dieron un respingo.
Una anciana, tocada con lo que parecía un turbante hecho con trapos y vestida con sábanas prendidas con alfileres y ceñidas en torno a la cintura, se movía describiendo pequeños círculos mientras entonaba un cántico incomprensible, como si estuviera ebria, loca o fuera una fanática de una religión desconocida. Junto a ella había un hombre vestido con una camiseta y unos pantalones holgados, que sostenía un cigarrillo entre los labios. Con las manos cogía sendas serpientes, que permanecían rígidas, inmóviles.
– ¿Son venenosas? -le susurró Lou a Diamond.
– ¡Por supuesto! Son peores que las peores víboras.
Oz, encogido de miedo, tenía la mirada clavada en los reptiles y parecía dispuesto a echar a correr en dirección a los árboles en cuanto las viera balancearse. Lou se dio cuenta, y cuando las serpientes comenzaron a moverse, agarró a Oz de la mano y lo apartó de allí. Diamond los siguió a regañadientes, hasta que estuvieron a solas.
– ¿Qué están haciendo con esas serpientes, Diamond? -preguntó Lou.
– Ahuyentando los malos espíritus, para que el agua sea buena para los hundimientos. -Los miró-. ¿A vosotros os han hundido?
– Querrás decir si nos han bautizado-puntualizó Lou-. Nos bautizaron en una iglesia católica. Y el cura se limita a rociarte la cabeza con un poco de agua. -Miró el río del que emergía la mujer, que en ese momento escupía agua-. No intenta ahogarte.
– ¿Catódica? Ésa no la he oído nunca. ¿Es nueva?
Lou estuvo a punto de echarse a reír.
– No mucho. Nuestra madre es católica, A papá nunca le importó demasiado la religión. Tienen sus propios colegios. Oz y yo fuimos a uno en Nueva York. Aprendes cosas como los sacramentos, el credo, el rosario y el padrenuestro. Y te enseñan cuáles son los pecados mortales y los veniales. Y haces la primera confesión, la primera comunión y luego la confirmación.
– Sí -corroboró Oz- y cuando te estás muriendo te dan… ¿cómo se llama eso, Lou?
– El sacramento de la extremaunción. Los últimos ritos.
– Para no pudrirse en el infierno -informó Oz a Diamond.
Diamond se mostró verdaderamente sorprendido.
– Jo, ¿quién iba a decir que creer en Dios daba tanto trabajo? Probablemente aquí arriba no haya catódicos por eso. Te carga demasiado la cabeza. -Dirigió la mirada al grupo que estaba cerca del río-. Éstos son baptistas primitivos. Tienen algunas creencias extrañas. Como que no puedes cortarte el pelo y las mujeres no pueden maquillarse. Además, tienen otras ideas curiosas sobre ir al infierno y tal. La gente que incumple las normas no es demasiado feliz. Viven y mueren de acuerdo con las Escrituras. Probablemente no sean tan especiales como vosotros los catódicos, pero por aquí tienen bastantes seguidores. -Bostezó y se desperezó-. ¿Veis?, por eso yo no voy a la iglesia. Dondequiera que esté, me imagino que tengo una iglesia. Si quiero hablar con Dios, pues digo: ¿Qué tal, Dios?, y charlamos un rato.
Lou se lo quedó mirando, absolutamente estupefacta ante aquella emanación de sabiduría eclesiástica del profesor de religión Diamond Skinner, que de repente exclamó:
– ¡Mirad eso!
Todos observaron a Eugene mientras bajaba a la orilla y hablaba con alguien, que a su vez llamaba al predicador que estaba en el río, mientras hacía salir a una de sus últimas «víctimas».
El predicador se acercó a la orilla, habló con Eugene durante un minuto o dos y luego lo condujo hasta el agua, lo sumergió por completo y pronunció unas palabras. El hombre mantuvo a Eugene sumergido tanto tiempo que Lou y Oz empezaron a preocuparse. Pero cuando Eugene emergió, sonrió, dio las gracias al hombre y regresó al carro. Diamond echó a correr hacia el predicador, que miraba alrededor en busca de otros candidatos a la inmersión divina.
Lou y Oz se acercaron sigilosamente mientras Diamond entraba en el agua con el hombre sagrado y se sumergía también por completo. Al final emergió a la superficie, habló con el hombre unos minutos, se introdujo algo en el bolsillo y, totalmente empapado y sonriente, se unió a ellos y se dirigieron todos juntos al carro.
– ¿Nunca te habían bautizado? -preguntó Lou.
– ¡Jo! -exclamó Diamond, sacudiéndose el agua del pelo, cuyo remolino se había quedado exactamente igual-, es la novena vez que me sumerjo.
– ¡Se supone que debes hacerlo sólo una vez, Diamond!
– Pues, no veo nada de malo en repetir. Tengo intención de hacerlo cien veces. Así iré directo al cielo.
– No se trata de eso -señaló Lou.
– Sí que se trata de eso -replicó él-. Lo pone en la Biblia. Cada vez que te sumerges significa que Dios manda un ángel para cuidar de ti. Supongo que ahora debo de tener todo un regimiento de ángeles a mi disposición.
– Eso no está en la Biblia -insistió Lou.
– A lo mejor deberías volver a leerla.
– ¿En qué parte está? Dímelo.
– Al principio. -Diamond llamó a Jeb con un silbido, corrió hasta llegar al carro y subió a él-. Eh, Eugene -dijo-, ya te contaré la próxima vez que haya hundimiento. Podemos ir a nadar juntos.
– ¿Nunca te habían bautizado, Eugene? -le preguntó Lou.
Eugene negó con la cabeza.
– Pero aquí sentado me han entrado ganas de hacerlo. Supongo que ya era hora.
– Me sorprende que Louisa nunca hiciera que os bautizaran.
– La señora Louisa cree en Dios de todo corazón, pero no va mucho a la iglesia. Dice que la forma que algunos tipos tienen de llevar los asuntos de ésta hace que no quieras saber nada de Dios.
Cuando el carro empezó a avanzar, Diamond se sacó del bolsillo un frasco pequeño con un tapón de rosca metálico.
– ¡Eh, Oz, mira lo que me ha dado el predicador! Agua bendita, de hundimiento. -Se la pasó al niño, que la observó detenidamente-. He pensado que podrías ponerle un poco a tu madre de vez en cuando. Seguro que la ayudaría.
Lou estaba a punto de protestar cuando recibió la sorpresa de su vida. Oz le devolvió el frasco a Diamond y dijo con voz queda, antes de apartar la mirada.
– No, gracias.
– ¿Estás seguro? -inquirió el muchacho.
Oz respondió que estaba completamente seguro, por lo que Diamond inclinó el frasco y vertió el agua bendita. Lou y Oz intercambiaron una mirada y la tristeza que denotaba el rostro de éste volvió a sorprenderla. Lou alzó la vista al cielo porque imaginó que su hermano había perdido la esperanza, que el final del mundo no debía de estar lejos. Volvió la espalda a los que iban en el carro y fingió admirar las montañas.
Atardecía. Cotton acababa de leerle a Amanda y resultaba obvio que experimentaba una sensación de frustración cada vez mayor.
Lou miraba por la ventana encaramada a un cubo vuelto del revés.
Cotton observó a la mujer.
– Amanda, sé que me oyes. Tienes dos hijos que te necesitan de verdad. Debes levantarte de esta cama. Aunque sólo sea por ellos. -Guardó silencio, como si quisiera elegir las palabras con cuidado-. Por favor, Amanda. Daría todo lo que puedo llegar a tener en la vida si te levantaras ahora mismo.
Transcurrieron unos momentos angustiosos y Lou contuvo la respiración mientras la mujer seguía inmóvil. Cotton acabó inclinando la cabeza con gesto de desesperación. Cuando más tarde Cotton salió de la casa y se subió al coche para marcharse, Lou se apresuró a llevarle una cesta de comida.
– De tanto leer debes de tener apetito.
– Pues gracias, Lou. -Dejó la cesta de comida en el asiento del acompañante y añadió-: Louisa me ha dicho que eres escritora. ¿Sobre qué te gusta escribir?
– Mi padre escribió sobre este lugar, pero a mí no se me ocurre nada -respondió la muchacha.
Cotton dirigió la mirada hacia las montañas.
– De hecho, tu padre fue uno de los motivos por los que vine aquí. Cuando estaba estudiando Derecho en la Universidad de Virginia leí su primera novela, y me sorprendieron tanto su poder como su belleza. Y luego leí un artículo en el periódico sobre él. Hablaba de cómo le habían inspirado las montañas. Pensé que venir aquí también me resultaría beneficioso. Recorrí todos estos lugares con una libreta y un lápiz, con el deseo de que frases hermosas se apoderaran de mí para poder plasmarlas sobre el papel. -Sonrió con expresión de nostalgia-. Pero no me ocurrió.
– A mí tampoco -dijo Lou con voz queda.
– Bueno, al parecer la gente se pasa la mayor parte de la vida persiguiendo algo. Quizás eso forme parte de la naturaleza humana. -Cotton señaló el camino-. ¿Ves esa vieja cabaña de ahí? -Lou vio una cabaña de troncos embarrada y medio derruida que ya no utilizaban-. Louisa me habló de una historia que escribió tu padre cuando era pequeño.
Trataba sobre una familia que sobrevivió un invierno aquí, en esa cabaña. Sin leña, sin comida.
– ¿Cómo lo consiguieron?
– Creían en cosas.
– ¿En qué? ¿En el pozo de los deseos? -preguntó con escepticismo.
– No, creían el uno en el otro y consiguieron una especie de milagro. Algunos dicen que la realidad supera a la ficción. Creo que eso significa que lo que una persona es capaz de imaginar existe, en algún lugar. ¿No te parece una posibilidad maravillosa?
– No sé si mi imaginación da para tanto, Cotton. Ni siquiera sé si escribir se me da bien. Lo que escribo no parece tener mucha vida.
– Sigue intentándolo, quizá te lleves una sorpresa. Y ten por seguro, Lou, que los milagros existen. Que tú y Oz vinierais aquí y conocierais a Louisa ha sido un milagro.
Lou se sentó en el borde de la cama esa noche y comenzó a leer las cartas de su madre. Cuando Oz entró, las escondió rápidamente bajo la almohada.
– ¿Puedo dormir contigo? -preguntó el niño-. Tengo miedo de estar en mi cuarto. Estoy seguro de que he visto a un gnomo en el rincón.
– Ven aquí -dijo Lou.
Oz se sentó a su lado. De repente, parecía preocupado.
– Cuando te cases, ¿a la cama de quién iré cuando tenga miedo, Lou?
– Un día serás más alto que yo, y entonces seré yo quien recurra a ti cuando tenga miedo.
– ¿Cómo lo sabes?
– Porque ése es el trato que hace Dios con las hermanas mayores y sus hermanos pequeños.
– ¿Yo más alto que tú? ¿De veras?
– Mira los zapatones que llevas. Si sigues creciendo a ese ritmo, serás más alto que Eugene.
Oz se acurrucó entre las mantas, feliz. Entonces vio las cartas debajo de la almohada.
– ¿Qué es esto?
– Unas cartas que mamá escribió hace mucho tiempo -repuso Lou con voz queda.
– ¿Y qué pone en ellas?
– No lo sé, no las he leído.
– ¿Me las leerás?
– Ahora es tarde y estoy cansada, Oz.
– Por favor, Lou. Por favor.
Se lo veía tan apenado que Lou tomó una carta, dio más mecha a la lámpara de queroseno que estaba en la mesita de noche para que diera más luz y dijo:
– Bueno, pero sólo una.
Oz se puso cómodo mientras Lou empezaba a leer.
– «Querida Louisa, espero que estés bien. Por nuestra parte lo estamos. Oz se ha recuperado de la difteria y ya duerme toda la noche…»
Oz dio un respingo.
– ¡Ése soy yo! ¡Mamá escribía sobre mí! -Hizo una pausa y adoptó una expresión de desconcierto-. ¿Qué es la difteria?
– Será mejor que no lo sepas. Bueno, ¿quieres que siga leyendo o no? -Oz se recostó en la cama mientras su hermana retomaba la lectura-. «Lou quedó en primera posición tanto en el concurso de ortografía como en la carrera de cincuenta metros lisos del primero de mayo. ¡Y también corrían chicos! Llegará lejos, Louisa. He visto una foto tuya que tenía Jack y os parecéis muchísimo. Los dos crecen tan rápido… que me asusta. Lou se parece a su padre. Tiene una mente despierta, y me temo que debo de parecerle un poco aburrida. Esa idea me impide dormir por las noches. La quiero tanto. Intento hacer lo posible por ella. Y aun así, bueno, ya sabes, un padre y su hija… La próxima vez te cuento más. Y te mando fotos. Todo mi amor, Amanda. P.S.: Mi sueño es llevar a los niños a la montaña para que por fin puedan conocerte. Espero que ese sueño se convierta en realidad algún día.»
– Es una carta bonita. Buenas noches, Lou -dijo Oz.
Cuando su hermano se durmió, Lou cogió otra carta lentamente.