6

La estación de tren de Rainwater Ridge no era más que un cobertizo de madera de pino con una única ventana cubierta de telarañas y una abertura para una puerta en la que no había puerta alguna. Una valla separaba estos restos de clavos y tablones de la vía férrea. El viento se abría paso con ferocidad por entre las rocas y los árboles raquíticos; estos últimos y los rostros de las pocas personas que pasaban por allí daban fe de su inclemente poderío.

Lou y Oz vieron cómo introducían a su madre en una vieja ambulancia. Mientras la enfermera subía al vehículo les miró con ceño, visiblemente enfadada por el enfrentamiento del día anterior.

Cuando cerraron las puertas del vehículo, Lou sacó el collar con el cuarzo del bolsillo de su abrigo y se lo entregó a Oz.

– Entré en su compartimiento antes de que se levantara. Todavía lo tenía en el bolsillo.

Oz sonrió, se guardó el preciado objeto y luego se puso de puntillas para besar a su hermana en la mejilla. Los dos se quedaron junto al equipaje, esperando a Louisa Mae Cardinal.

Se habían lavado y peinado a conciencia; Lou se había esmerado con Oz. Lucían sus mejores ropas, las cuales apenas lograban ocultar el desbocado latir de su corazón. Transcurrido un minuto sintieron una presencia a sus espaldas.

El hombre negro era joven y, acorde con la geografía del lugar, de facciones duras. Era alto y de hombros anchos, pecho poderoso, brazos gruesos, cintura ni estrecha ni débil y piernas largas, aunque en una tenía una protuberancia en el lugar en que la pantorrilla y la rodilla se unían. El color de su piel era marrón rojizo y resultaba agradable a la vista. Se estaba mirando los pies, lo cual hizo que Lou los observara. Las viejas botas de trabajo eran tan grandes que un recién nacido habría dormido en ellas y le habría sobrado espacio. El peto de sus pantalones estaba tan desgastado como las botas, pero limpio o, al menos, tan limpio como la tierra y el viento lo permitían en un lugar como aquél. Lou le tendió la mano, pero él no se la tomó.

Recogió el equipaje en un abrir y cerrar de ojos y luego indicó la carretera con un movimiento de la cabeza. Lou interpretó aquello como un «hola», «vamos» y «ya os diré cómo me llamo» en un único y veloz gesto. El hombre comenzó a caminar renqueando, por lo que advirtieron que cojeaba de la pierna en la que tenía la protuberancia. Lou y Oz se miraron y le siguieron. Oz sujetó el osito y la mano de Lou con fuerza. No cabe duda de que, si hubiera podido, habría arrastrado el tren tras ellos para, llegado el caso, huir en él.

El alargado sedán Hudson era del color de un pepinillo, y viejo, pero estaba limpio por dentro. El radiador, descubierto, parecía una lápida, y le faltaban los dos guardabarros delanteros y el cristal de la luna posterior. Lou y Oz se sentaron en el asiento trasero y el hombre puso el coche en marcha. Manejaba la palanca de cambios con gran soltura y las marchas no chirriaron ni una vez.

Tras contemplar el lamentable estado de la estación Lou no confiaba en que el resto del lugar fuese muy civilizado. Sin embargo, al cabo de veinte minutos llegaron a un pueblo de dimensiones considerables, si bien aquel exiguo grupo de edificaciones apenas habría formado una triste manzana en Nueva York.

Un letrero anunciaba que entraban en el municipio de Dickens, Virginia. La calle principal constaba de dos carriles y estaba asfaltada. A los lados había construcciones de madera y ladrillo bien conservadas. Uno de los edificios era de cinco plantas y el cartel de «hay habitaciones» indicaba que se trataba de un hotel con precios módicos. Había muchos coches, sobre todo voluminosos Ford y Chrysler, y camiones enormes de distintas marcas, cubiertos de barro. Estaban aparcados frente a los edificios siguiendo la inclinación de la carretera.

Vieron tiendas, restaurantes y un almacén con la puerta abierta con cientos de cajas de azúcar Domino, servilletas Quick, Post Toasties y copos de avena Quaker en el interior. Había también un concesionario de automóviles con coches relucientes en el escaparate y, al lado, una gasolinera Esso con surtidores idénticos y un hombre uniformado y sonriente que estaba llenando el depósito de un sedán La Salle abollado, mientras un Nash de dos puertas esperaba su turno. Un enorme tapón de Coca-Cola colgaba frente a una cafetería, y en la pared de una ferretería habían colocado un cartel de pilas Eveready. En uno de los lados de la calle estaban los postes, de madera de álamo, de la electricidad y del teléfono, de los cuales surgían unos cables negros que llegaban hasta las casas. Otra tienda anunciaba la venta de pianos y órganos en metálico, a buenos precios. Había un cine en una esquina y una lavandería en otra. Las farolas de gas se alzaban en las aceras como si fueran enormes cerillas encendidas.

Las aceras estaban repletas de personas. Había desde mujeres bien vestidas y elegantemente peinadas tocadas con sombreros modestos, hasta hombres mugrientos y encorvados que, pensó Lou, probablemente se dejaban la vida en las minas de carbón sobre las que tanto había leído.

Mientras avanzaban pasaron por delante del edificio más grande e importante del lugar. Era de ladrillo rojo con un impresionante pórtico de dos plantas, sostenido por columnas jónicas y con un tejado de zinc inclinado pintado de negro y coronado por una torre del reloj de ladrillo. Las banderas de Virginia y Estados Unidos ondeaban en la brisa. Sin embargo, el distinguido edificio descansaba sobre unos feos cimientos de hormigón. A Lou esta curiosa mezcla le parecía como ir con unos buenos pantalones y unas botas sucias. Sobre las columnas se leía: «Juzgado.» Entonces dejaron atrás Dickens.

Lou se recostó en el asiento, perpleja. En las historias de su padre abundaban las montañas salvajes, con su vida primitiva, donde los cazadores se ponían de cuclillas junto a las fogatas de palmetas y cocinaban la caza y bebían café amargo, donde los granjeros se levantaban al alba y trabajaban la tierra hasta caer rendidos, donde los mineros excavaban la tierra y acababan muriendo de neumoconiosis y los leñadores arrasaban los bosques con hachas y sierras. Para sobrevivir en las alturas eran necesarios un ingenio rápido, un excelente conocimiento de la tierra y una espalda poderosa. Un lugar como Dickens, con carreteras asfaltadas, hotel, letreros de Coca-Cola y pianos a la venta a buen precio, no tenía por qué estar allí. Sin embargo, Lou, de repente, se percató de que el período sobre el que su padre había escrito había acabado hacía unos veinte años.

Suspiró; todo, incluso las montañas y sus habitantes, cambiaba. Lou supuso entonces que su bisabuela viviría en un barrio normal y corriente repleto de vecinos normales y corrientes. Tal vez tuviera un gato y los sábados fuera a la peluquería, que sin duda olería a sustancias químicas y humo de cigarrillos. Lou y Oz beberían refrescos de naranja en el porche delantero, asistirían a la iglesia los domingos y saludarían a los vecinos mientras iban en coche y la vida no sería tan diferente de la de Nueva York. Si bien eso no tenía nada de malo, Lou había esperado un mundo salvaje e imponente.

Aquélla no era la vida que su padre había experimentado y sobre la que había escrito, de ahí que estuviera visiblemente desilusionada.

El coche avanzó varios kilómetros más rodeado de árboles, montañas elevadas y valles profundos, y entonces Lou vio otro letrero. El pueblo se llamaba Tremont. Pensó que seguramente sería ése. Tremont era unas tres veces más pequeño que Dickens. Había unos quince coches aparcados frente a las tiendas, parecidas a las de Dickens, sólo que no había edificios de varias plantas ni juzgado y el asfalto había dado paso al macadán y la gravilla. Lou vio a algún jinete y, al poco, salieron de Tremont y prosiguieron el ascenso. Lou supuso que su bisabuela viviría en las afueras de Tremont.

Ningún letrero anunciaba el siguiente lugar al que llegaron, y el escaso número de edificios y los pocos habitantes no parecían suficientes para justificar un nombre. La carretera era de tierra y el Hudson se balanceaba sobre el terreno irregular. Lou vio una oficina de correos vacía y a su lado una pila inclinada de tableros sin letrero alguno y unos escalones podridos. Finalmente, había una tienda de grandes dimensiones con el nombre «McKenzie's» escrito en la pared; cajones de azúcar, harina, sal y pimienta se apilaban en el exterior. De una de las ventanas colgaban unos pantalones con peto azules, arneses y una lámpara de queroseno. Eso era cuanto había en aquel lugar sin nombre junto a la carretera.

Mientras avanzaban por la tierra blanda pasaron por delante de hombres silenciosos de ojos hundidos y barba rala; llevaban pantalones con peto sucios, sombreros flexibles y toscos zapatos de cuero y viajaban a pie, en mula o a caballo. Una mujer de mirada ausente, expresión de abatimiento y extremidades huesudas, ataviada con una blusa de algodón a cuadros y una falda de lana artesanal fruncida en la cintura, traqueteaba en un carro tirado por dos muías. En la parte trasera del carro había varios niños subidos a unas bolsas de arpillera, llenas de semillas, que eran más grandes que ellos. Junto a la carretera había un largo tren cargado de carbón que se había detenido bajo un depósito de agua para beber y, con cada trago, escupía bocanadas de humo por la garganta. Lou vio a lo lejos, en otra montaña, un vertedero de carbón sobre pilotes de madera y otra hilera de vagones de carbón que pasaba por debajo de esa estructura como si se tratara de una hilera de hormigas obedientes.

Cruzaron un puente bastante largo. Un letrero de hojalata informaba que, unos diez metros más abajo, corría el río McCloud. El reflejo del sol naciente hacía que el agua pareciese rosada, una tortuosa lengua de varios kilómetros de longitud. Las cumbres eran de un azul grisáceo y la niebla acumulada bajo las mismas formaba una especie de pañuelo de gasa.

Puesto que parecía que no había más pueblos, Lou consideró oportuno conocer la identidad del caballero que conducía.

– ¿Cómo te llamas? -inquirió. Había conocido a muchos negros, sobre todo escritores, poetas, músicos y actores, todos ellos amigos de su padre. Sin embargo, no todos pertenecían al mundo de la cultura. Mientras visitaba la ciudad con su madre, Lou había visto a personas de color que cargaban la basura, paraban taxis, arrastraban bolsas, corrían tras los niños de otros, limpiaban las calles y las ventanas, sacaban brillo a los zapatos, cocinaban, lavaban la ropa y recibían los insultos y propinas de la clientela blanca.

El que conducía era diferente, porque, al parecer, no le gustaba hablar. En Nueva York Lou había entablado amistad con un amable anciano que tenía un trabajo humilde en el estadio de los Yankees, adonde ella y su padre se escabullían a veces para ver los partidos. El anciano, apenas un tono más oscuro que los cacahuetes que vendía, le había contado que los hombres de color hablaban por los codos todos los días de la semana salvo los domingos, que es cuando Dios y las mujeres tenían su oportunidad.

El hombre continuaba conduciendo; ni siquiera había mirado por el retrovisor después de que Lou hubiese hablado. La falta de curiosidad era algo que Lou no pensaba tolerarle.

– Mis padres me pusieron por nombre Louisa Mae Cardinal, como mi bisabuela, pero me llaman Lou a secas. Mi padre es John Jacob Cardinal; es un escritor muy famoso. Seguramente has oído hablar de él.

El hombre ni siquiera resopló o movió un dedo. Al parecer, la carretera le parecía mucho más interesante que cualquier cosa que pudiera contarle de la familia Cardinal.

– Está muerto, pero mamá no -intervino Oz, animado por el espíritu dicharachero de su hermana.

El indiscreto comentario hizo que Lou frunciera el entrecejo de inmediato, y, con la misma rapidez, Oz miró por la ventana y se dedicó a contemplar la campiña, fingiendo un gran interés.

El Hudson se detuvo abruptamente y los dos niños salieron despedidos hacia delante.

Fuera había un chico un poco mayor que Lou pero de la misma estatura. Tenía el cabello pelirrojo repleto de remolinos y unas orejas grandes muy separadas del cráneo. Llevaba una camiseta manchada y un sucio pantalón con peto que no lograba ocultar sus huesudos tobillos. Aunque no hacía calor, iba descalzo. Tenía una larga caña de pescar tallada a mano y una abollada caja con los avíos de pesca que parecía haber sido azul. Junto a él había un chucho negro con manchas cuya lengua le colgaba por fuera de la boca. El muchacho introdujo la caña y la caja por la luna trasera del Hudson y se subió al asiento delantero como si fuera suyo, seguido del perro.

– Hola, hola, Ni Hablar -dijo el desconocido al conductor, quien recibió al recién llegado con un imperceptible movimiento de la cabeza.

Lou y Oz se miraron perplejos tras oír tan extraño saludo.

Como un juguete mecánico, el muchacho volvió la cabeza y los miró fijamente. Tenía los pómulos poco marcados y cubiertos de pecas y la nariz pequeña, y sus cabellos parecían aún más rojos cuando no les daba el sol. Sus ojos eran del color de los guisantes; a Lou aquella combinación le recordaba el papel de regalo.

– Apuesto lo que sea a que sois familia de la señora Louisa -dijo alargando las palabras con una sonrisa picara y simpática.

Lou asintió lentamente.

– Soy Lou. Él es mi hermano Oz -repuso en tono cortés al tiempo que intentaba disimular su nerviosismo.

El muchacho les estrechó la mano con una sonrisa tan amplia como la de un vendedor. Sus dedos eran fuertes y estaban repletos de las marcas propias de la vida en el campo; de hecho, estaban tan cubiertos de tierra que resultaba difícil saber si tenía uñas debajo de ésta. Lou y Oz no pudieron evitar clavar los ojos en esas manos.

El muchacho debió de percatarse, porque dijo:

– Llevo buscando gusanos desde antes de la salida del sol. Una vela en una mano y la lata en la otra. Trabajo sucio, ya veis. -Hablaba con toda naturalidad, como si Lou y Oz también se hubieran pasado la vida arrodillados bajo un sol abrasador buscando cebos.

Oz se miró la mano y vio los restos de tierra que le había dejado el apretón de manos. Sonrió porque parecía como si los dos acabaran de realizar un ritual para convertirse en hermanos de sangre. ¡Un hermano! La sola idea entusiasmó a Oz.

El muchacho pelirrojo sonrió afablemente, mostrando que tenía la mayor parte de los dientes en su sitio, si bien no todos estaban rectos o blancos.

– Me llamo Jimmy Skinner -se presentó con modestia-, pero me llaman Diamond, porque mi padre dice que tengo la cabeza tan dura como un diamante. Éste es Jeb, mi perro.

Al oír su nombre Jeb asomó la cabeza por el asiento y Diamond le tiró de las orejas con suavidad. Luego miró a Oz.

– Qué nombre más divertido. Oz.

A Oz pareció preocuparle la observación de su hermano de sangre. ¿Es que acaso el ritual no serviría para nada?

– En realidad, se llama Oscar -explicó Lou-, como Oscar Wilde. Oz es un apodo, como en el Mago de…

Diamond caviló al respecto mirando el techo del Hudson, intentando recordar.

– Por aquí no hay ningún Wilde de ésos. -Se calló y volvió a reflexionar, con el ceño fruncido-. ¿Y el mago de qué exactamente?

Lou no ocultó su sorpresa.

– ¿El libro? ¿La película? ¿Judy Garland?

– ¿Los Munchkins? ¿Y el León Cobarde? -añadió Oz.

– Nunca he visto una peli. -Diamond se fijó en el osito de Oz y adoptó una expresión de reproche-. Ya eres mayorcito para eso, ¿no?

Aquello fue la gota que colmó el vaso. Oz, entristecido, se limpió la mano en el asiento y dio por anulada la solemne alianza con Diamond.

Lou se inclinó hacia delante hasta el punto de oler el aliento de Diamond.

– Eso no es asunto tuyo, ¿verdad?

Diamond, escarmentado, se desplomó en el asiento delantero y dejó que Jeb le lamiera de los dedos la tierra y el jugo de las lombrices. Era como si Lou le hubiera escupido con palabras.

La ambulancia les llevaba cierta ventaja, si bien el conductor era precavido.

– Lamento que vuestra madre esté mal -dijo Diamond como si les tendiera la pipa de la paz.

– Se pondrá mejor -repuso Oz, que siempre era mucho más rápido que su hermana cuando se trataba de algo relacionado con su madre.

Lou miró por la ventana con los brazos cruzados.

– Ni Hablar -dijo Diamond-, déjame en el puente. Si cojo algo bueno lo traeré para la cena. ¿Se lo dirás a la señora Louisa?

Lou vio que Ni Hablar movía el anguloso mentón, como si dijera con la mayor de las alegrías: «De acuerdo, Diamond.»

El muchacho volvió a asomarse por encima del asiento.

– ¿Os apetece cenar pescado frito con manteca? -Su expresión denotaba esperanza, y, sin duda, sus intenciones eran buenas; sin embargo, Lou no estaba dispuesta a entablar amistad tan rápidamente.

– Claro que nos apetece -dijo-. Luego tal vez veamos una peli en este pueblucho.

Apenas las hubo pronunciado, se arrepintió de sus palabras. No sólo por el rostro decepcionado de Diamond, sino porque también había blasfemado el lugar en que su padre había crecido. Alzó la vista al cielo, esperando ver relámpagos o lluvias repentinas que cayeran como lágrimas.

– Venís de una gran ciudad, ¿no? -preguntó Diamond.

– La más grande. Nueva York -respondió Lou.

– Será mejor que no lo vayáis diciendo por aquí -le aconsejó.

Oz miró boquiabierto a su ex hermano de sangre.

– ¿Por qué no? -Déjame aquí, Ni Hablar. Vamos, Jeb.

Ni Hablar detuvo el coche. El puente estaba frente a ellos; Lou nunca había visto uno tan pequeño. Había apenas unos seis metros de tablones de madera alabeados tendidos sobre traviesas alquitranadas de dos por dos, con un arco de metal oxidado a cada lado para evitar una caída en picado a lo que parecía un arroyo con más rocas que agua. Suicidarse saltando desde el puente no parecía una opción realista. A juzgar por el exiguo caudal de agua Lou no confiaba demasiado en que cenaran pescado frito con manteca, si bien semejante manjar no le atraía especialmente.

Mientras Diamond sacaba sus bártulos de la parte trasera del Hudson, Lou, sintiéndose culpable por lo que había dicho, aunque dominada más por la curiosidad que por la culpabilidad, se echó hacia atrás y le susurró por la luna trasera:

– ¿Por qué le llamas Ni Hablar?

Diamond, que no se esperaba esa muestra de atención por parte de Lou, se animó y sonrió.

– Porque es su nombre -respondió en tono inofensivo-. Vive con la señora Louisa.

– ¿De dónde sacó ese nombre?

Diamond miró hacia el asiento delantero y fingió que buscaba algo en la caja de avíos de pesca.

– Su padre pasó por aquí cuando Ni Hablar era un bebé -explicó en voz baja-, y lo dejó en el suelo. Un tipo le dijo: «¿Vas a volver a recoger al niño?», y él replicó: «Ni hablar.» Bueno, Ni Hablar nunca ha hecho nada malo en toda su vida. De pocas personas pueden decirse lo mismo. No de los ricos, desde luego.

Diamond cogió la caja de avíos y se colgó la caña de pescar al hombro. Se encaminó hacia el puente, silbando, y Ni Hablar lo cruzó con el Hudson; la estructura de madera parecía quejarse y lamentarse cada vez que las ruedas giraban. Diamond se despidió y Oz hizo otro tanto con la mano manchada, esperando entablar una amistad duradera con Jimmy Diamond Skinner, el pescador pelirrojo de la montaña.

Lou se limitó a mirar hacia el asiento delantero, en dirección a un hombre llamado Ni Hablar.

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