15

Lou se levantó muy temprano y se dirigió a la habitación de su madre, donde observó durante unos minutos el acompasado subir y bajar del pecho de Amanda. Sentada al borde de la cama, Lou apartó las mantas y frotó y movió los brazos de su madre. Luego le dio masaje durante largo rato en las piernas tal y como le habían enseñado los médicos de Nueva York. Lou estaba a punto de terminar cuando advirtió que Louisa la observaba desde el umbral.

– Tenemos que conseguir que se sienta cómoda -explicó Lou.

Cubrió a su madre y se encaminó hacia la cocina. Louisa la siguió.

Lou puso un hervidor a calentar.

– Puedo hacerlo yo, cielo -dijo Louisa.

– Ya está. -Lou añadió copos de avena al agua y mantequilla. Se llevó el tazón al dormitorio de su madre y, con sumo cuidado, le dio de comer. Amanda comió y bebió de buena gana, si bien sólo podía ingerir alimentos blandos. Louisa se sentó a su lado, y Lou señaló los ferrotipos de la pared-. ¿Quiénes son?

– Mis padres. La que está con ellos soy yo de pequeña. También algunos pacientes de mi madre. Fue la primera vez que me sacaron una foto. Me gustaba, pero a mamá le daba

miedo. -Indicó otro ferrotipo-. Ese de ahí es mi hermano Robert. Está muerto. Todos lo están.

– Tus padres y hermano eran altos.

– Lo llevamos en la sangre. Es curioso cómo se heredan esas cosas. Tu padre medía un metro ochenta a los catorce años. Yo sigo siendo alta, pero no tanto como antes. Tú también serás alta.

Lou limpió el tazón y la cuchara y luego ayudó a Louisa a preparar el desayuno para los demás. Eugene estaba en el establo, y las dos oyeron a Oz moviéndose en la habitación.

– Tengo que enseñar a Oz cómo mover los brazos y las piernas de mamá. Y también puede darle de comer.

– Perfecto. -Louisa puso la mano en el hombro de Lou-. Y bien, ¿leíste alguna de las cartas?

– No quería perder a mis padres, pero así ha sido. Ahora tengo que ocuparme de Oz. Y tengo que mirar hacia el futuro, no hacia el pasado -replicó Lou al tiempo que la miraba. Añadió con firmeza-: Tal vez no lo comprendas pero es lo que debo hacer.

Tras las tareas matutinas Eugene llevó a Lou y a Oz a la escuela en el carro tirado por la mula, después de lo cual regresó a la granja para seguir trabajando. Lou y Oz llevaban los libros gastados y varias valiosas hojas de papel entre las páginas de éstos, dentro de unas viejas mochilas de arpillera. Ambos tenían sendos lápices de mina gruesos; Louisa les había dicho que les sacaran punta sólo cuando fuese estrictamente necesario y que lo hicieran con un cuchillo afilado. Los libros eran los mismos que había utilizado su padre, y Lou apretaba los suyos contra el pecho como si fueran un regalo de Jesucristo. También llevaban un cubo abollado con varios trozos de pan de maíz, un pequeño tarro de mermelada de manzana y una jarrita de leche para almorzar.

La escuela Big Spruce era de construcción reciente. Se había construido con fondos del New Deal, cuando la Gran Depresión, para sustituir el edificio de troncos que había ocupado el mismo lugar durante casi ochenta años. La escuela era de madera blanca con ventanas en un lateral y se asentaba sobre bloques de hormigón. Al igual que la granja de Louisa, el tejado no tenía tejas de madera sino varias planchas largas clavadas de tal modo que formaban secciones traslapadas. En la escuela había una puerta con un pequeño saliente. Una chimenea de ladrillos se alzaba sobre el tejado en forma de «A».

A la escuela solía acudir, un día cualquiera, la mitad de los estudiantes que debían hacerlo, si bien esa cantidad podía considerarse más bien elevada si se comparaba con las del pasado. En la montaña el trabajo en el campo siempre se imponía a los estudios.

En el centro del sucio patio crecía un nogal con el tronco agrietado. Había unos cincuenta niños jugando fuera de la escuela, cuyas edades oscilaban entre la de Oz y la de Lou. La mayoría vestía pantalón con peto, aunque varias niñas llevaban vestidos floreados hechos con bolsas Chop, que eran sacos de comida de cuarenta y cinco kilos para perros. Las bolsas eran bonitas y resistentes, y las niñas se sentían especiales cuando llevaban el «conjunto Chop». Algunos niños iban descalzos y otros con lo que habían sido zapatos pero que ahora parecían una especie de sandalias. Los había que llevaban sombrero de paja, mientras que otros iban con la cabeza descubierta; entre los mayores, varios ya se habían pasado al sombrero de fieltro, sin duda heredado de sus padres. Unas cuantas chicas iban con trenzas, otras llevaban el pelo liso y algunas con rizos.

A juicio de Lou, los niños los recibieron con cara de pocos amigos.

Un niño se adelantó. Lou lo reconoció de inmediato: era el que iba colgando del tractor que habían visto el primer día. Debía de ser el hijo de George Davis, el loco que los había amenazado con la escopeta en el bosque. Lou se preguntó si el hijo también estaría loco.

– ¿Qué pasa, es que no sabéis caminar, que Ni Hablar tuvo que traeros? -dijo el muchacho.

– Se llama Eugene -espetó Lou en la cara del chico-. ¿Alguien sabría decirme dónde están las clases de segundo y sexto?

– Claro -respondió el mismo chico al tiempo que indicaba con la mano-. Las dos están por ahí.

Lou y Oz se volvieron y vieron la entrada del excusado exterior de madera que estaba detrás de la escuela.

– Pero sólo son para los norteños -añadió el chico con una sonrisa maliciosa.

Todos los niños comenzaron a gritar y a reír, y Oz, nervioso, se arrimó a su hermana. Ésta observó el excusado exterior por unos instantes y luego volvió a mirar al chico.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó.

– Billy Davis -respondió él, orgulloso.

– ¿Siempre eres tan perspicaz, Billy Davis?

Billy frunció el entrecejo.

– ¿Qué significa eso? ¿Me estás insultando, o qué?

– ¿Acaso tú no acabas de insultarnos?

– Sólo he dicho la verdad. El norteño es norteño de por vida, y venir aquí no cambiará las cosas.

El grupo de niños expresó en voz alta su conformidad y Lou y Oz se vieron rodeados por el enemigo. Afortunadamente, la campana de la escuela les salvó y los niños corrieron hacia la puerta. Lou y Oz se miraron y luego siguieron al grupo.

– Me parece que no les caemos bien -musitó Oz.

– Me parece que me da lo mismo -repuso su hermana.

Al cabo de un instante se enteraron de que sólo había una clase que servía para todos los cursos, y que los estudiantes se dividían en grupos según las edades. Había tantas maestras como clases: una. Se llamaba Estelle McCoy y cobraba ochocientos dólares anuales. Era el único trabajo que había tenido y llevaba casi cuarenta años desempeñándolo, lo que explicaba que sus cabellos fueran más blancos que castaño desvaído.

En las tres paredes había sendas pizarras de gran tamaño. En un rincón había una estufa panzuda, de la cual surgía una tubería que llegaba al techo. Una elaborada librería de arce, que parecía fuera de lugar en aquel sencillo lugar, ocupaba otro de los rincones. Tenía puertas de cristal, y Lou vio que contenía varios libros. A su lado, un letrero escrito a mano rezaba: «Biblioteca.»

Estelle McCoy estaba frente a ellos, con las mejillas sonrosadas, una sonrisa de oreja a oreja y con físico regordete cubierto con un brillante vestido floreado.

– Hoy tengo el placer de presentaros a dos alumnos nuevos: Louisa Mae Cardinal y su hermano, Oscar. Louisa Mae y Oscar, ¿seríais tan amables de poneros de pie?

Como si fuera alguien acostumbrado a hacer una reverencia ante el mínimo atisbo de autoridad, Oz se incorporó de un salto. Sin embargo, clavó la mirada en el suelo, desplazando el peso del cuerpo de un pie al otro, como si no pudiera aguantarse las ganas de orinar.

A pesar de la petición de la profesora, Lou se quedó sentada.

– Louisa Mae -repitió Estelle McCoy-, levántate para que te vean, cielo.

– Me llamo Lou.

La sonrisa de Estelle McCoy perdió cierta intensidad.

– Sí…, esto…, su padre fue un escritor muy famoso, Jack Cardinal.

Entonces Billy Davis intervino.

– ¿No se murió? Eso es lo que dicen.

Lou fulminó a Billy con la mirada; el niño hizo una mueca.

La profesora parecía nerviosa.

– Billy, por favor. Esto… Como iba diciendo, era famoso y yo fui maestra suya. Espero, con toda la humildad del mundo, haber ejercido alguna influencia en su evolución como escritor. Se dice que los primeros años de formación son los más importantes. Bueno, ¿sabíais que el señor Jack Cardinal dedicó uno de sus libros al presidente de Estados Unidos en Washington?

Lou miró alrededor y se percató de que aquello no significaba nada para los niños de la montaña. De hecho, mencionar la capital de la nación yanqui no era precisamente lo más inteligente. A Lou no le enojó que no mostraran respeto por los logros de su padre sino que, por el contrario, se compadeció de su ignorancia.

Estelle McCoy no estaba preparada para aquel largo silencio.

– Esto…, bueno, bienvenidos, Louisa Mae y Oscar. Estoy segura de que honraréis a vuestro padre aquí, en su… alma mater.

Entonces, en el preciso instante en que Oz se sentaba, con la cabeza gacha y los ojos entornados, Lou se puso de pie. Parecía como si Oz temiese lo que su hermana estaba a punto de hacer. Oz sabía que Lou no se amilanaba ante nada. Para Lou no había término medio: o los dos cañones de la escopeta en la cara o seguir viviendo.

Sin embargo, se limitó a decir:

– Me llamo Lou. -Volvió a sentarse.

Billy se inclinó hacia ella.

– Bienvenida a la montaña, señorita Louisa Mae.

Las clases acababan a la tres, pero los niños no se apresuraban en regresar a casa porque sabían que les esperaban tareas varias. En cambio, daban vueltas por el patio en pequeños grupos, intercambiando navajas, yo-yos tallados a mano y tabaco de mascar casero. Las chicas intercambiaban secretos de cocina y costura, y hablaban sobre los cotilleos locales y sobre los chicos. Billy Davis alzó varias veces un árbol joven que habían colocado en las ramas bajas del nogal como si fuera una pesa ante la mirada de admiración de una chica ancha de caderas y con los dientes torcidos pero de pómulos sonrosados y ojos azules.

Mientras Lou y Oz salían, Billy se apartó del árbol en que estaba apoyado y se acercó a ellos con aire despreocupado.

– Vaya, es la señorita Louisa Mae. ¿Has ido a ver al presidente? -preguntó en tono socarrón.

– Por favor, Lou, sigue caminando -rogó Oz.

– ¿Te pidió que firmaras uno de los libros de tu padre, aunque esté muerto y enterrado? -dijo Billy, en voz más alta.

Lou se detuvo. Oz, consciente de que no serviría de nada seguir suplicando, retrocedió. Lou se volvió hacia Billy.

– ¿Qué te pasa, todavía estás dolido porque los norteños os dimos una patada en el trasero, pedazo de paleto?

Los otros niños, intuyendo que habría gresca, formaron silenciosamente un círculo para evitar que la señora McCoy se diera cuenta de lo que ocurría.

– Será mejor que retires lo que acabas de decir.

Lou dejó caer la mochila.

– Será mejor que me des, si es que puedes.

– No pego a las chicas.

El comentario hizo que Lou se enfadara más de lo que lo hubiera hecho un puñetazo. Agarró a Billy por los tirantes del peto y lo arrojó al suelo, donde quedó boquiabierto, tanto por la fuerza como por la valentía de Lou. El círculo se estrechó aún más.

– Te daré una patada en el trasero si no retiras lo que has dicho -espetó Lou al tiempo que se agachaba y le hundía un dedo en el pecho.

Oz tiró de Lou a medida que el círculo se cerraba todavía más.

– Vamos, Lou, por favor, no pelees. Por favor.

Billy se levantó de un salto y se dispuso a atacar. En lugar de intentar pegar a Lou, sujetó a Oz y lo lanzó al suelo con fuerza.

– Maldito norteño apestoso.

Su mirada de triunfo fue efímera, porque Lou se la borró de un puñetazo. Billy cayó al suelo junto a Oz; la nariz le sangraba profusamente. Lou se sentó encima de Billy antes de que éste tuviese tiempo de reaccionar y lo golpeó con los puños. Billy comenzó a agitar los brazos y dar alaridos como si fuera un perro al que propinaran una paliza. Logró golpear a Lou en el labio, pero ella continuó castigándolo hasta que Billy se quedó quieto y se limitó a protegerse el rostro.

Entonces el círculo se rompió y la señora McCoy se abrió paso. Logró separar a Lou de Billy, si bien el esfuerzo la dejó casi sin aliento.

– ¡Louisa Mae! ¿Qué pensaría tu padre si te viera? -exclamó.

Lou respiraba a duras penas y todavía tenía los puños cerrados como si se dispusiera a emprenderla a puñetazos.

Estelle McCoy ayudó a Billy a ponerse en pie. El chico se tapó la cara con la manga y sollozó de forma imperceptible.

– Vamos, dile a Billy que lo sientes -instó la profesora.

Lou, a modo de respuesta, embistió y golpeó de nuevo a Billy. El niño retrocedió de un salto, como si fuera un conejo arrinconado por una serpiente dispuesta a devorarlo.

La señora McCoy sujetó con fuerza el brazo de Lou.

– Louisa Mae, estáte quieta ahora mismo y dile que lo sientes.

– Por mí como si se va al infierno.

Estelle McCoy estuvo a punto de desplomarse al oír semejante expresión en boca de la hija de un hombre famoso.

– ¡Louisa Mae! ¡Eso no se dice!

Lou se soltó y echó a correr carretera abajo.

Billy salió disparado en la dirección contraria. Estelle

McCoy se quedó con las manos vacías en medio del campo de batalla.

Oz, de quien se habían olvidado por completo durante la reyerta, se incorporó con calma, recogió del suelo la mochila de arpillera de su hermana, la sacudió para limpiarla y le dio un tirón al vestido de la profesora. Ésta le miró.

– Perdóneme, señorita -dijo Oz-, pero se llama Lou.

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