El reloj que había sobre la repisa de la chimenea acababa de marcar la medianoche cuando las piedrecitas golpearon la ventana de la habitación de Lou. Aquel sonido repentino la hizo despertar. Lou se acercó a la ventana y miró hacia el exterior, pero al principio no vio nada. Luego atisbo a quien la llamaba y abrió la ventana.
– ¿Qué se supone que estás haciendo, Diamond?
– Vengo a buscarte -repuso el chico, que estaba de pie junto a su fiel perro.
– ¿Para qué?
A modo de respuesta, el chico señaló la luna. Resplandecía más que nunca. Se veía con tanta nitidez que Lou apreció las manchas oscuras de su superficie.
– Puedo ver la luna sola, muchas gracias -dijo.
Diamond sonrió.
– No, no es sólo eso. Ve a buscar a Oz. Venga, nos lo pasaremos bien. Ya verás.
Lou parecía insegura.
– ¿Está muy lejos?
– No. No tendrás miedo a la oscuridad, ¿no?
– Espera aquí -dijo Lou, y cerró la ventana.
poco después Lou y Oz estaban vestidos y habían salido sigilosamente de la casa al encuentro de Diamond y Jeb.
Lou bostezó.
– Espero que valga la pena, Diamond, o te arrepentirás de habernos despertado.
Se dirigieron hacia el sur a buen ritmo. Diamond habló durante todo el camino, pero se negó a revelarles adónde iban. Finalmente, Lou desistió y observó los pies descalzos de Diamond trepar con facilidad por piedras puntiagudas. Lou y Oz llevaban zapatos.
– Diamond, ¿nunca tienes frío en los pies, nunca te duelen? -preguntó cuando se detuvieron en un montículo para recuperar el aliento.
– Cuando nieve, entonces puede ser que me veáis algo en los pies, pero sólo si hay tres metros de nieve o más. Venga, vamos.
Partieron de nuevo y al cabo de veinte minutos Lou y Oz oyeron un torrente de agua. Un minuto después Diamond levantó una mano y se detuvieron.
– Ahora tenemos que ir despacio -dijo.
Le siguieron de cerca mientras avanzaban por unas rocas cada vez más resbaladizas; el sonido del torrente de agua parecía proceder de todas partes a la vez, como si un maremoto estuviera a punto de engullirlos. Lou, nerviosa, agarró con fuerza la mano de Oz, quien debía de estar aterrorizado. Dejaron atrás un grupo de abedules imponentes y sauces llorones repletos de agua y Lou y Oz alzaron la vista, maravillados.
La cascada tenía casi treinta metros de altura. Surgía de un montón de piedras calizas desgastadas y caía en picado hasta un estanque natural de agua espumosa que luego discurría hacia la oscuridad. Entonces Lou cayó en la cuenta de lo que Diamond había querido decir con lo de la luna. Resplandecía tanto, y la cascada y el estanque estaban tan perfectamente situados, que el trío se vio rodeado de una luz tan intensa que parecía que se hubiera hecho de día.
Retrocedieron un poco hasta un lugar desde el que seguían dominándolo todo, pero el sonido del torrente no era tan fuerte y así no tenían necesidad de hablar a voz en cuello.
– Es el principal afluente del río McCloud -dijo Diamond-, y el más elevado.
– Es como si nevara hacia arriba -comentó Lou mientras, atónita, se sentaba sobre una piedra cubierta de musgo.
De hecho, con el agua espumosa salpicando hacia lo alto y la luz intensa parecía, en efecto, que la nieve regresaba al cielo. En uno de los extremos del estanque el agua brillaba aún más. Se dirigieron hacia aquel lugar.
– Aquí es donde Dios tocó la tierra -dijo Diamond con aire de gravedad.
Lou se inclinó hacia delante y observó el lugar atentamente. Se volvió hacia Diamond y anunció:
– Fósforo.
– ¿Qué? -preguntó Diamond.
– Creo que es fósforo. Lo aprendí en la escuela.
– Repite esa palabra -pidió Diamond.
Lou así lo hizo, y Diamond la pronunció una y otra vez hasta que acabó surgiendo con absoluta naturalidad de su boca. Declaró que era una palabra solemne y agradable pero que, de todos modos, era algo que Dios había tocado, y Lou no tuvo el valor de llevarle la contraria.
Oz se agachó e introdujo la mano en el agua, pero la sacó de inmediato y se estremeció.
– Siempre está así de fría -informó Diamond-, incluso el día más caluroso del año. -Miró alrededor, sonriendo-. Pero es bonito, ¿a que sí?
– Gracias por traernos -dijo Lou.
– Aquí traigo a todos mis amigos -explicó afablemente Diamond, y luego miró hacia el cielo-. Eh, ¿conocéis las estrellas?
– Algunas -respondió Lou-. La Osa Mayor y Pegaso.
– Nunca he oído hablar de ésas. -Diamond señaló hacia
la zona septentrional-. Inclinad un poco la cabeza y veréis la que yo llamo «el oso al que le falta una pierna». Y más allá la «chimenea de piedra». Y allí -señaló hacia el sur- está «Jesús sentado junto a Dios», sólo que Dios no está porque se ha ido a hacer buenas obras. Porque es Dios. Pero se ve la silla. -Los miró-. ¿La veis?
Oz contestó que las veía todas como si fuera de día, aunque fuera de noche. Lou vaciló, preguntándose si sería mejor o no que Diamond aprendiera el nombre correcto de las constelaciones. Finalmente, sonrió.
– Conoces muchas más estrellas que nosotros. Ahora que las has señalado las veo todas.
Diamond esbozó una sonrisa.
– Bueno, aquí en la montaña estamos mucho más cerca que en la ciudad. No os preocupéis, os las enseñaré bien.
Estuvieron una hora allí y entonces Lou pensó que había llegado el momento de regresar.
Estaban a mitad de camino cuando Jeb comenzó a gruñir y a trazar círculos en la hierba, mostrando los dientes.
– ¿Qué le pasa? -preguntó Lou.
– Ha olido algo -respondió Diamond-. Hay muchos bichos por aquí. No le hagáis caso.
De repente, Jeb comenzó a correr y a aullar con ferocidad.
– ¡Jeb! -le gritó Diamond-. Vuelve ahora mismo.
El perro no se detuvo y, finalmente, supieron por qué: un oso negro avanzaba a grandes zancadas por el prado.
– Maldita sea, Jeb, deja al oso tranquilo -le ordenó Diamond, y echó a correr tras el perro. Lou y Oz lo imitaron, pero el oso y el perro eran más rápidos que ellos. Finalmente, Diamond se detuvo, jadeando, y Lou y Oz continuaron corriendo hasta darle alcance, tras lo cual se desplomaron, con los pulmones a punto de estallar.
Diamond se golpeó la palma de una mano con el puño de la otra.
– Maldito perro -masculló.
– ¿El oso le hará daño? -preguntó Oz, preocupado.
– No, qué va. Jeb seguramente lo arrinconará y luego se cansará y volverá a casa. -Sin embargo, no parecía muy convencido-. Venga, vamos.
Caminaron con brío durante varios minutos hasta que Diamond aflojó el paso, miró alrededor y levantó la mano para que se detuvieran. Se volvió, se llevó un dedo a los labios y les hizo señas para que le siguieran agachados. Avanzaron unos diez metros y entonces Diamond se tumbó boca abajo y Lou y Oz hicieron otro tanto. Se arrastraron y al cabo de unos instantes llegaron a una pequeña hondonada. Estaba rodeada de árboles y maleza y las ramas y las enredaderas que colgaban formaban un techo natural, pero los rayos de la luna se abrían paso por distintos puntos, iluminando aquel lugar.
– ¿Qué pasa? -preguntó Lou.
– ¡Chist! -susurró Diamond. Se llevó la mano a la oreja para oír mejor y añadió-: El hombre está en el alambique.
Lou volvió a mirar y entonces vio el voluminoso aparato con la enorme panza metálica, las tuberías de cobre y las patas de madera. Varios tarros que serían llenados de whisky de maíz descansaban en unas tablas colocadas sobre un montón de piedras. Una lámpara de queroseno encendida colgaba de un poste fino clavado en el suelo húmedo. Del alambique salía vapor. Oyeron ruidos.
Lou se estremeció al ver a George Davis dejando caer al suelo una bolsa de arpillera de unos cien kilos junto al alambique. Se le veía concentrado en el trabajo y, al parecer, no les había oído. Lou miró a Oz, que temblaba tanto que temió que George Davis sintiera los temblores en el suelo. Lou le dio un tirón a Diamond y le señaló el lugar por el que habían venido. Diamond asintió y comenzaron a retroceder lentamente. Lou volvió la vista, pero Davis había desaparecido de la destilería clandestina. Se quedó inmóvil. De pronto estuvo en un tris de gritar porque oyó que alguien o algo los seguía y temió lo peor.
Primero vio al oso y luego a Jeb. Aquél arrinconó al perro, que salió disparado, golpeó el poste del cual colgaba la lámpara y lo derribó. La lámpara cayó al suelo y se rompió. El oso arremetió a toda velocidad contra la destilería y el metal cedió bajo los noventa kilos del oso, se rompió y las tuberías de cobre se soltaron. Diamond corrió en dirección a la hondonada, gritando al perro.
– ¡Jeb, eres un estúpido!
– ¡Diamond! -gritó Lou mientras saltaba y veía al hombre dirigirse hacia su amigo.
– ¡Qué demonios! -Davis había emergido de la oscuridad, escopeta en mano.
– ¡Cuidado, Diamond! -volvió a gritar Lou.
El oso rugió, el perro ladró, Diamond chilló y Davis apuntó con la escopeta y maldijo. Disparó dos veces y el oso, el perro y el chico salieron corriendo como alma que lleva el diablo. Lou se agachó mientras los perdigones se abrían paso a través de las hojas y acababan incrustándose en la corteza.
– ¡Corre, Oz, corre! -le gritó Lou.
Oz se incorporó de un salto y echó a correr, pero estaba tan confundido que en lugar de alejarse de la hondonada se precipitó hacia la misma. Davis estaba cargando el arma cuando Oz se abalanzó sobre él. El chico se percató del error demasiado tarde, y Davis le sujetó por el cuello dé la camisa. Lou corrió hacia ellos.
– ¡Diamond! -volvió a gritar-. ¡Ayuda!
Davis había inmovilizado a Oz con una mano, mientras con la otra intentaba cargar el arma.
– ¡Maldito seas! -bramó Davis a un Oz aterrorizado.
Lou le golpeó con los puños, pero no logró hacerle daño ya que George Davis, aunque bajo, era duro como un ladrillo.
– ¡Suéltelo! -chilló Lou-. ¡Suéltelo!
Davis soltó a Oz, pero entonces golpeó de lleno a Lou, que cayó al suelo sangrando por la boca. Sin embargo, Davis no había visto a Diamond. El chico levantó el poste caído, lo balanceó y golpeó a Davis en las piernas, tras lo cual se desplomó. Entonces Diamond le propinó un buen golpe en la cabeza a Davis con el poste. Lou agarró a Oz y Diamond, a su vez, a Lou; los tres estaban a más de cincuenta metros de la hondonada cuando Davis se incorporó hecho una furia. A los pocos segundos oyeron otro disparo de escopeta, pero para entonces ya estaban fuera del alcance de ésta.
Se percataron de que alguien o algo los seguía, de modo que aceleraron el paso. Entonces Diamond se volvió y les dijo que no se preocuparan, que era Jeb. Regresaron corriendo a la granja y se desplomaron en el porche delantero, sin aliento y estremeciéndose tanto por el cansancio como por el miedo.
Cuando se incorporaron Lou pensó en echar a correr de nuevo porque vio a Louisa con el camisón y una lámpara de queroseno en la mano. Quería saber dónde habían estado. Diamond intentó explicárselo pero Louisa le dijo que se callara en un tono tan cortante que Diamond se quedó mudo.
– La verdad, Lou -ordenó Louisa.
Lou se la contó, incluyendo el encuentro casi mortal con George Davis.
– Pero la culpa no fue nuestra -aclaró Lou-. El oso…
– Vete al establo, Diamond. Y llévate ese maldito perro -espetó Louisa.
– Sí, señora -dijo Diamond, tras lo cual se escabulló con Jeb.
Louisa se volvió hacia sus nietos. Lou se dio cuenta de que estaba temblando.
– Oz, a la cama. Ahora mismo.
El chico miró a su hermana y luego se fue corriendo. Lou y Louisa se quedaron solas. Lou nunca se había sentido tan nerviosa como en esos momentos.
– Esta noche tu hermano y tú podríais haber muerto.
– Pero, Louisa, no fue culpa nuestra. Verás…
– ¡Sí ha sido vuestra culpa! -exclamó Louisa con dureza, y entonces Lou sintió los ojos arrasados en lágrimas-. No te traje a esta montaña para que murieras a manos de George Davis, niña. Que te fueras sola ya habría sido de lo más insensato, pero que te llevaras a tu hermanito ha sido el colmo. ¡Me avergüenzo de ti!
Lou inclinó la cabeza.
– Lo siento. Lo siento de veras.
Louisa se mantuvo firme.
– Nunca le he levantado la mano a un niño, aunque más de una vez me han agotado la paciencia. Pero si vuelves a hacer algo parecido, te daré una paliza que nunca olvidarás. ¿Entiendes?
Lou asintió en silencio.
– Venga, a la cama -ordenó Louisa-. Y no se hable más del asunto.
A la mañana siguiente George Davis llegó en un carro tirado por dos muías. Louisa salió para plantarle cara, con las manos a la espalda.
Davis escupió en el suelo, junto a la rueda del carro.
– Esos mocosos causaron destrozos en mi propiedad. Vengo a que se me pague.
– Quieres decir que destrozaron tu alambique.
Lou y Oz salieron y miraron a Davis de hito en hito.
– ¡Demonios! -bramó-. ¡Malditos críos!
Louisa se encaminó hacia Davis.
– Si piensas hablar así será mejor que salgas de mi propiedad. ¡Ya mismo!
– ¡Quiero mi dinero! ¡Y quiero que reciban su merecido por lo que hicieron!
– Vete a buscar al sheriff y enséñale lo que le hicieron a tu destilería y entonces él me dirá qué hacer.
Davis le clavó la mirada en silencio, con la fusta para las muías apretada en una mano.
– Sabes que no puedo hacerlo.
– Entonces ya sabes cuál es el camino para salir de mis tierras, George.
– ¿Y si incendio la granja?
Eugene salió con un palo largo en la mano.
Davis sostuvo en alto la fusta.
– Ni Hablar, quédate bien quietecito antes de que te haga probar mi látigo como le hicieron a tu abuelo. -Davis comenzó a descender del carro-. Vaya, quizá lo haga de todos modos. ¡Quizá lo haga con todos vosotros!
Louisa sacó el rifle de detrás de la espalda y apuntó a George Davis. El hombre se detuvo en cuanto vio la boca del largo cañón del Winchester.
– Vete de mis tierras -masculló Louisa mientras amartillaba el arma y se llevaba la culata hacia el hombro con el dedo en el gatillo-, antes de que pierda la paciencia y tú un poco de sangre.
– Te pagaré, George Davis -gritó Diamond al tiempo que salía del establo, seguido de Jeb.
– La maldita cabeza todavía me da vueltas por culpa del golpe que me diste, muchacho -dijo Davis, iracundo.
– Tienes suerte, porque podría haberte pegado mucho más fuerte si hubiera querido.
– ¡No te hagas el listillo conmigo! -bramó Davis.
– ¿Quieres el dinero o no? -dijo Diamond.
– ¿Qué es lo que tienes? No tienes nada.
Diamond introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una moneda.
– Esto es lo que tengo. Un dólar de plata.
– ¡Un dólar! Rompiste la destilería. ¿Crees que un maldito dólar la arreglará? ¡Idiota!
– Lo heredé de mi bisabuelo. Tiene cien años. Un hombre en Tremont me dijo que me daría veinte dólares a cambio.
Los ojos de Davis se encendieron al oír aquello.
– Déjame verlo.
– No. Lo tomas o lo dejas. Te digo la verdad. Veinte dólares. El hombre se llama Monroe Darcy. Tiene una tienda en Tremont. Lo conoces.
Davis permaneció en silencio durante unos instantes.
– Dámelo -insistió.
– ¡No se lo des, Diamond! -gritó Lou.
– Tengo que saldar una deuda -dijo Diamond. Se dirigió hacia el carro con paso despreocupado. Cuando Davis alargó la mano para recibir la moneda, el muchacho la retiró-. Óyeme bien, George Davis, así estamos en paz. Jura que si te la doy no vendrás más por aquí a molestar a la señora Louisa.
Davis parecía dispuesto a golpear a Diamond con la fusta, pero dijo:
– Lo juro. ¡Dámelo, venga!
Diamond le tiró la moneda a Davis, que la atrapó, la observó de cerca, la mordió y se la metió en el bolsillo.
– Ahora lárgate, George -dijo Louisa.
Davis la fulminó con la mirada.
– La próxima vez no fallaré con la escopeta.
El carro y las muías dieron la vuelta y Davis desapareció en una nube de polvo. Lou miró a Louisa de hito en hito, que siguió apuntando a Davis hasta que se desvaneció por completo.
– ¿Le habrías disparado de verdad? -inquirió Lou.
Louisa desmontó el rifle y entró en la casa sin responder a la pregunta.