En el exterior del juzgado había varios Ford, Chevy y Chrysler estacionados en batería junto a carros tirados por muías y caballos.
Una ligera nevada lo había cubierto casi todo con una capa blanca, pero nadie le prestaba atención. Todo el mundo había entrado rápidamente en el juzgado.
En la sala nunca se habían reunido tantas almas. Los asientos del hemiciclo principal estaban llenos. Incluso había gente de pie en la parte trasera y en la galería de la segunda planta había una aglomeración de hasta cinco personas por fila. Había hombres de ciudad con traje y corbata, mujeres con el vestido de ir a misa y sombreros en forma de caja con velos y flores falsas o con frutas colgando. A su lado se sentaban granjeros con petos limpios y sombreros de fieltro en la mano, con las mascadas de tabaco en la mano. Sus mujeres se situaron detrás de ellos con vestidos de bolsas Chop hasta los tobillos y gafas de montura metálica en sus rostros cansados y arrugados. Miraban alrededor emocionadas, como si se hallaran en un tris de ser testigos de la entrada de una reina.
Los niños estaban apretujados aquí y allá entre los adultos como el mortero entre ladrillos. Para ver mejor, un muchacho se subió a la barandilla de una galería y se agarró a una columna. Un hombre le obligó a bajar y le reprendió con dureza diciéndole que aquello era un tribunal de justicia y que debía comportarse y no hacer payasadas. El muchacho se marchó caminando penosamente. Entonces el hombre se subió a la barandilla para ver mejor.
Cotton, Lou y Oz subían las escaleras del juzgado cuando un muchacho bien vestido con americana, pantalones de sport y zapatos negros relucientes se acercó corriendo a ellos.
– Mi papá afirma que perjudicáis a todo el pueblo por una mujer -dijo-. Asegura que los del gas han de venir como sea. -Miró a Cotton como si el abogado hubiera escupido a su madre y luego se hubiera reído.
– ¿Ah, sí? -replicó Cotton-. Respeto la opinión de tu padre, pero no la comparto. Dile que si más tarde quiere hablar del tema en persona, no tengo ningún problema en hacerlo. -Miró alrededor y vio a un hombre que con toda seguridad era el padre del muchacho, porque se parecía a éste y había estado observándolos, y que apartaba la mirada rápidamente. Señaló con la cabeza hacia todos los coches y carros y añadió-: Será mejor que tú y tu padre entréis y consigáis un sitio. Parece que hoy la cosa está concurrida.
Cuando entraron en la sala Cotton se quedó asombrado al ver la gran afluencia de público. El trabajo más duro de las granjas había concluido y la gente tenía tiempo. Para los habitantes del pueblo se trataba de un espectáculo accesible que prometía fuegos artificiales a un precio asequible. Parecía que no estaban dispuestos a perderse ni una sola artimaña legal, ni un solo juego semántico. Para mucha gente probablemente se tratara del momento más emocionante de su vida. Qué triste, pensó Cotton.
No obstante, era consciente de que había mucho en juego. Un lugar en decadencia una vez más que quizá se revitalizara gracias a una compañía poderosa. Y lo único que tenía para contrarrestarla era una anciana postrada en la cama que parecía haber perdido la conciencia. Además, había dos niños angustiados que habían depositado su confianza en él, y, tumbada en otra cama, una mujer de la que quizá se enamorara si llegaba a despertar. «Dios mío, ¿cómo voy a sobrevivir a todo esto?», se preguntó.
– Buscad un sitio -dijo Cotton a los niños-. Y permaneced en silencio.
Lou le dio un beso en la mejilla.
– Buena suerte. -Cruzó los dedos por él. Un granjero que conocían les hizo sitio en una de las filas de asientos.
Cotton subió por el pasillo saludando con la cabeza a los conocidos que había entre el público. En el centro de la primera fila se encontraban Miller y Wheeler.
Goode estaba en la mesa del abogado y, cuando miró en torno y vio a un público que parecía ansioso por presenciar la lucha, adoptó una expresión de felicidad similar a la de un hombre hambriento en una cena de iglesia.
– ¿Está preparado para enfrentarse a esto? -preguntó Goode.
– Tan preparado como usted -respondió Cotton animosamente.
Goode soltó una risita.
– Con los debidos respetos, lo dudo.
Fred, el alguacil, apareció y pronunció las palabras oficiales; todos se pusieron en pie y entonces se reunió el tribunal del honorable Henry J. Atkins.
– Que entre el jurado -indicó el juez a Fred.
El jurado entró en la sala en fila. Cotton observó a los miembros uno por uno y no dio crédito cuando advirtió que George Davis estaba entre los elegidos.
– ¡Señoría, George Davis no se encontraba entre los miembros del jurado elegidos! ¡Tiene intereses personales en el resultado de este caso! -bramó.
Atkins se inclinó hacia delante.
– Cotton, ya sabe que nos ha costado mucho formar el jurado. Tuve que prescindir de Leroy Jenkins porque su mujer enfermó, y a Garcie Burns su mula le propinó una
fuerte coz. Ya sé que no es la persona más querida de la zona, pero George Davis tiene tanto derecho a formar parte del jurado como cualquier otro. Escuche, George, ¿adoptará una actitud justa y abierta en este caso?
Davis llevaba la ropa de ir a misa y presentaba un aspecto respetable.
– Sí, señor -respondió educadamente y, mirando alrededor, añadió-: Todos saben que las tierras de Louisa están junto a las mías. Nos llevamos bien. -Sonrió y enseñó una dentadura deteriorada.
– Estoy seguro de que el señor Davis será un buen miembro del jurado, señoría -dijo Goode-. No hay objeción por mi parte.
Cotton miró a Atkins y la extraña expresión que observó en el rostro éste le hizo preguntarse si no ocurriría algo anormal.
Lou se sentía furiosa por lo ocurrido. Aquello no era justo. Tenía ganas de ponerse en pie y protestar, pero por primera vez en su vida se sentía demasiado cohibida para hacerlo. Al fin y al cabo se encontraba en un tribunal de justicia.
– ¡Es mentira! -bramó una voz. Todas las cabezas se volvieron en su dirección.
Lou miró a su lado y vio a Oz de pie en el asiento, con lo cual se elevaba por encima de las cabezas de todos los presentes. Sus ojos despedían chispas, y estaba señalando directamente con el dedo a George Davis.
– ¡Es mentira! -volvió a exclamar con una voz tan profunda que ni siquiera Lou habría podido reconocerla-. Odia a Louisa. No es justo que esté aquí.
Cotton se había quedado igual de boquiabierto que el resto de los presentes. Recorrió la sala con la mirada. El juez Atkins observaba al niño, no demasiado contento. Goode estaba a punto de ponerse en pie. La mirada de Davis despedía tal fiereza que Cotton se alegró de que no tuviera ninguna pistola a mano. Cotton se acercó corriendo a Oz e hizo bajar al niño.
– Parece ser que la familia Cardinal es propensa a los estallidos en público -dijo Atkins con voz resonante-. Esto no se puede aceptar, Cotton.
– Lo sé, señor juez. Lo sé.
– ¡No es justo! ¡Ese hombre es un mentiroso! -gritó Oz.
Lou estaba asustada.
– Oz, por favor, ya vale -le dijo.
– No, no vale, Lou -replicó Oz-. Ese hombre es odioso. Mata de hambre a su familia. ¡Es malvado!
– Cotton, saque a ese niño de la sala -rugió el juez-. Inmediatamente.
Cotton se llevó a Oz seguido de cerca por Lou.
Se sentaron en la fría escalinata del juzgado. Oz no lloraba. Se limitó a golpearse los delgados muslos con sus pequeños puños. Lou notó que las lágrimas le corrían por las mejillas mientras lo observaba. Cotton rodeó al niño con el brazo.
– No es justo, Cotton -dijo Oz-. No es justo. -Siguió golpeándose las piernas.
– Lo sé, hijo. Lo sé. Pero todo irá bien. El hecho de que George Davis esté en ese jurado quizá nos beneficie.
Oz dejó de darse golpes.
– ¿Cómo es posible?
– Bueno, es uno de los misterios de la ley, Oz, pero tendrás que confiar en mí. Supongo que seguís queriendo asistir al juicio. -Los dos respondieron que así era.
Cotton miró alrededor y vio a Howard Walker, el ayudante del sheriff, junto a la puerta.
– Howard, aquí hace demasiado frío para que estos niños estén esperando. Si te garantizo que no habrá más escenas, ¿se te ocurre alguna forma de que vuelvan a entrar? Es que yo tengo que darme prisa. Ya me entiendes.
Walker sonrió y se agarró la cartuchera.
– Niños, venid conmigo. Dejemos que Cotton ponga en práctica su vieja magia.
– Gracias, Howard -dijo Cotton-, aunque si nos ayudas quizá pierdas popularidad en este pueblo.
– Mi hermano y mi padre murieron en esas minas. Southern Valley puede irse al carajo. Ahora entra ahí y demuéstrales lo buen abogado que eres.
Después de que Cotton entrara, Walker llevó a Lou y a Oz por una puerta trasera y los instaló discretamente en una galería reservada para los visitantes especiales, después de que Oz le prometiera que no volvería a gritar.
Lou miró a su hermano y le susurró.
– Oz, has sido muy valiente haciendo eso. Yo no me he atrevido.
El sonrió. Entonces ella se dio cuenta de que le faltaba algo.
– ¿Dónde está el osito que te traje? -preguntó.
– Lo he tirado, Lou, soy demasiado mayor para los ositos y para chuparme el pulgar.
Lou observó a su hermano y de repente se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Se le llenaron los ojos de lágrimas, porque súbitamente se imaginó a su hermano alto y fuerte y sin necesidad de que ella lo protegiese.
Abajo en la sala Cotton y Goode estaban enfrascados en una acalorada discusión con el juez Atkins.
– Escuche, Cotton -dijo Atkins-, no voy a hacer caso omiso de lo que está diciendo sobre George Davis y su objeción quedará registrada, pero Louisa ayudó a venir al mundo a cuatro de los miembros del jurado y el Estado no puso ninguna objeción al respecto. -Miró a Goode-. Señor Goode, ¿tendría la amabilidad de disculparnos unos minutos?
El abogado pareció sorprenderse.
– Señoría, ¿un contacto ex parte con el abogado defensor? En Richmond no hacemos esas cosas.
– Pues entonces menos mal que no estamos en Richmond. Venga, retírese un momento, por favor. -Atkins movió la mano como si estuviera espantando moscas y Goode se retiró a su mesa a regañadientes-. Cotton -dijo Atkins-, ni usted ni yo ignoramos que hay muchos intereses en juego en este caso, y ambos sabemos por qué: dinero. Louisa está en el hospital y la mayoría de la gente piensa que no va a recuperarse. Y, por otro lado, tenemos el dinero de Southern Valley tentando a todo el mundo.
Cotton asintió.
– ¿Significa eso que en su opinión el jurado irá contra nosotros a pesar de la base jurídica de la causa?
– Pues, no sabría decirle, pero si pierde…
– Entonces el hecho de que George Davis sea miembro del jurado me ofrece motivos para solicitar una apelación -concluyó Cotton.
A Atkins le satisfizo que Cotton captara la estrategia con tamaña rapidez.
– Pues no se me había ocurrido. Me alegro de que a usted sí. Bueno, que empiece el espectáculo.
Cotton regresó a su mesa mientras Atkins daba un golpe con el mazo.
– Este jurado queda constituido. Tomen asiento.
Los miembros del jurado se sentaron todos a la vez.
Atkins los miró detenidamente uno por uno antes de posar la vista en Davis y dijo:
– Una puntualización antes de empezar. Hace treinta y cuatro años que soy juez aquí y nunca ha habido nada parecido a una manipulación por parte del jurado en mi sala. Y nunca va a haberla porque, en caso de que se produjera, las personas que lo propiciaran pensarían que la vida que han pasado en las minas de carbón es una fiesta de cumpleaños en comparación con lo que les haría. -Lanzó otra mirada a Davis, dedicó las mismas invectivas visuales tanto a Goode como a Miller y añadió-: Señor abogado del Estado, puede llamar a su primer testigo.
– El Estado llama al doctor Luther Ross -anunció Goode.
El corpulento doctor Ross se levantó y se acercó al estrado. Poseía la circunspección que gusta a los abogados, aunque por lo demás no era más que un mentiroso bien pagado.
Fred le hizo pronunciar el juramento.
– Levante la mano derecha, coloque la izquierda sobre la Biblia. ¿Jura solemnemente decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
Antes de instalarse en el banco de testigos, Ross juró que, por supuesto, diría la verdad y nada más que la verdad.
Fred se retiró y Goode se acercó al estrado.
– Doctor Ross, ¿sería tan amable de poner al jurado al corriente de su excelente trayectoria profesional? -Goode pronunciaba las palabras al más puro estilo sureño.
– Soy el director del centro psiquiátrico de Roanoke. He impartido cursos sobre evaluación mental en la facultad de Medicina de Richmond y en la Universidad de Virginia. Personalmente he tratado más de dos mil casos como éste.
– Ahora estoy seguro de que el señor Longfellow y este tribunal convendrán en que es usted un verdadero experto en su campo. De hecho, quizá sea el mejor experto de su especialidad, y me atrevería a decir que este jurado no se merece menos.
– ¡Protesto, señoría! -exclamó Cotton-. No creo que haya pruebas de que el señor Goode sea experto en valorar expertos.
– Se acepta la protesta, Cotton -dijo Atkins-. Continúe, señor Goode.
– Señor Ross -dijo Goode al tiempo que lanzaba una mirada de soslayo a Cotton-, ¿ha tenido la oportunidad de examinar a Louisa Mae Cardinal?
– Así es.
– ¿Y cuál es su opinión experta sobre sus capacidades mentales?
Ross dio un manotazo al marco del estrado con una de sus manos fofas.
– No está capacitada mentalmente. De hecho, soy de la opinión de que habría que internarla.
Se oyó un fuerte murmullo procedente del público y Atkins golpeó el mazo con impaciencia.
– Orden en la sala -dijo.
– ¿Internada? -prosiguió Goode-. Vaya, vaya. Esto sí que es grave. Entonces, ¿considera que no está en condiciones de ocuparse de sus asuntos? Para vender sus tierras, por ejemplo.
– Bajo ningún concepto. Sería fácil que alguien se aprovechara de ella. La pobre mujer ni siquiera puede firmar. Probablemente ni siquiera se acuerde de su nombre. -Miró al jurado con expresión autoritaria-. Hay que internarla -repitió.
Goode planteó una serie de preguntas cuidadosamente formuladas y para cada una de ellas recibió la respuesta deseada: según el doctor Luther Ross, Louisa Mae estaba, sin lugar a dudas, mentalmente incapacitada.
– No tengo más preguntas -dijo finalmente Goode.
– ¿Señor Longfellow? -preguntó Atkins-. Supongo que querrá aprovechar su turno.
Cotton se levantó, se quitó las gafas y se acercó al banco de los testigos.
– Doctor Ross, ¿dice que ha examinado a más de dos mil personas? -inquirió.
– Correcto -respondió Ross, ufano.
– Y de esas dos mil personas, ¿cuántas dictaminó que estaban incapacitadas?
Ross se mostró extrañado; estaba claro que no se esperaba esa pregunta.
– Humm…, pues… no sabría decir; es difícil recordar todos los casos.
Cotton lanzó una mirada al jurado y se acercó hacia el mismo.
– No, no es tan difícil. Sólo tiene que decirlo. Permítame que le ayude. ¿Un ciento por ciento? ¿Un cincuenta por ciento?
– Un ciento por ciento no.
– ¿Un cincuenta por ciento?
– Tampoco.
– ¿Un ochenta? ¿Un noventa? ¿Un noventa y cinco?
Ross reflexionó por un instante.
– El noventa y cinco por ciento creo que sería el porcentaje correcto.
– De acuerdo. Veamos, creo que eso supondría mil novecientas personas de dos mil. Eso es mucha gente loca, doctor Ross.
El público rió y Atkins dio un golpe con el mazo, aunque no consiguió disimular una débil sonrisa.
Ross lo miró.
– Yo digo lo que veo, abogado.
– Doctor Ross, ¿a cuántos afectados de apoplejía ha examinado para determinar que estaban mentalmente incapacitados?
– Pues, así de pronto no recuerdo ninguno.
Cotton caminó a un lado y a otro delante del testigo, que mantenía la vista fija en él mientras unos gotas de sudor aparecían en su frente.
– Supongo que la mayoría de sus pacientes padece alguna enfermedad mental. En el caso que nos ocupa tenemos a una víctima de apoplejía cuya incapacidad física puede dar a entender que no está mentalmente capacitada, aunque pueda estarlo. -Cotton buscó entre el público con la mirada y vio a Lou en la galería-. Me refiero a que el hecho de que una persona no pueda hablar o moverse no implica que no comprenda lo que ocurre a su alrededor. Es perfectamente posible que vea, escuche y lo entienda todo. ¡Todo! -Se dio la vuelta y miró al testigo-. Y con el tiempo es posible que se recupere plenamente.
– La mujer que vi no tiene posibilidades de recuperarse.
– ¿Es usted un especialista en víctimas de apoplejía? -preguntó Cotton.
– No, pero…
– Entonces me gustaría que el juez indicara al jurado que desestime esta declaración.
Atkins se volvió hacia los miembros del jurado.
– Ordeno que no se tenga en cuenta el hecho de que el doctor Ross haya dicho que la señora Cardinal no se recuperará, porque no cabe duda que está incapacitado para testificar al respecto.
Atkins y Ross cambiaron miradas a causa de las palabras que había escogido el juez, mientras que Cotton se llevó una mano a la boca para disimular su sonrisa.
– Doctor Ross -continuó Cotton-, realmente no puede decirnos que hoy, mañana o pasado mañana Louisa Mae Cardinal no vaya a ser perfectamente capaz de ocuparse de sus asuntos, ¿verdad?
– La mujer que examiné…
– Por favor, responda a la pregunta.
– No.
– ¿No, qué? -inquirió Cotton en tono amable.
Ross, frustrado, cruzó los brazos.
– No, no puedo asegurar que la señora Cardinal no se recupere hoy, mañana o pasado mañana.
Goode se puso en pie con gran esfuerzo.
– Señoría, veo a dónde quiere llegar el abogado, y creo que tengo una propuesta. En las circunstancias actuales el testimonio del doctor Ross es que la señora Cardinal está incapacitada. Si mejora, lo cual todos esperamos, entonces el custodio nombrado por el tribunal cesará en sus funciones y a partir de ese momento ella podrá ocuparse de sus asuntos.
– Para entonces ya no le quedarán tierras -apuntó Cotton.
Goode aprovechó esa oportunidad.
– En ese caso -dijo- no cabe duda que la señora Cardinal podrá consolarse con el medio millón de dólares que Southern Valley ha ofrecido por sus tierras.
El público emitió un grito de asombro conjunto ante la mención de semejante cantidad. Un hombre estuvo a punto de caer por encima de la barandilla de la galería antes de que sus vecinos lo agarraran. Tanto los niños ricos como los pobres se miraron entre sí con los ojos desorbitados. Sus respectivos padres hicieron exactamente lo mismo. Los miembros del jurado también se miraron mutuamente con clara expresión de sorpresa. Sin embargo, George Davis permaneció mirando al frente, sin dejar traslucir ningún tipo de emoción.
Goode se apresuró a continuar.
– Al igual que otras personas cuando la compañía les haga ofertas similares.
Cotton miró alrededor y decidió que habría preferido dedicarse a cualquier otra cosa que a su profesión. Vio tanto a los habitantes de las montañas como a los del pueblo observándolo boquiabiertos: era el hombre que les impedía hacerse con una verdadera fortuna. No obstante, a pesar de cargar ese peso sobre los hombros, dijo:
– Señor juez, con esa declaración es como si acabara de sobornar al jurado. Deseo que el juicio se declare nulo. Mi clienta no puede recibir un trato justo si toda esta gente cuenta los dólares de Southern Valley.
Goode miró al jurado con una sonrisa.
– Retiro la declaración -dijo-. Lo siento, señor Longfellow. No pretendía perjudicarle.
Atkins se echó hacia atrás en el asiento.
– No va a conseguir que el juicio se declare nulo, Cotton, porque, ¿adónde va a ir con este asunto? Creo que todos los habitantes de ochenta kilómetros a la redonda están sentados en la sala de este tribunal y el juzgado más cercano está a un día de viaje en tren. Además, el juez titular no es ni la mitad de amable que yo. -Se volvió hacia el jurado-. Escuchen, caballeros, deben pasar por alto la declaración del señor Goode sobre la oferta de compra de las tierras de la señora Cardinal. No debería haberlo dicho y han de olvidarlo. ¡Y hablo en serio!
A continuación Atkins miró a Goode.
– Tengo entendido que goza de buena reputación -dijo-, y odiaría ser quien tenga que empañarla. Pero si vuelve a echar mano de recursos como ése, tengo una preciosa cárcel en este edificio donde podrá cumplir condena por desacato y hasta es probable que se me olvide que está dentro de ella. ¿Entendido?
– Sí, señoría -afirmó Goode con voz mansa.
– Cotton, ¿tiene alguna pregunta más para el doctor Ross?
– No, señor juez -respondió Cotton antes de regresar a su asiento.
Goode llamó al estrado a Travis Barnes y, aunque fue lo más benévolo posible, con sus hábiles artimañas el pronóstico del buen doctor con respecto a Louisa fue bastante sombrío. Al final, Goode le mostró una fotografía.
– ¿Es ésta su paciente, Louisa Mae Cardinal?
Barnes observó la foto.
– Sí.
– Pido permiso para mostrarla al jurado.
– Adelante, pero rápido -dijo Atkins.
Goode dejó caer una copia de la instantánea delante de Cotton, quien ni siquiera la miró, sino que la partió en dos y la arrojó a la escupidera situada junto a su mesa mientras Goode hacía desfilar el original ante los rostros del jurado.
A tenor de los chasquidos de lengua, los comentarios apagados y los movimientos de cabeza, la fotografía tuvo el efecto esperado. El único a quien no pareció afectarle fue George Davis. Tuvo la foto entre las manos durante más tiempo que el resto y a Cotton le pareció que intentaba por todos los medios ocultar su goce. Una vez hecho el daño, Goode tomó asiento.
– Travis -dijo Cotton cuando se levantó y se acercó a su amigo-, ¿ha tratado alguna vez a Louisa Cardinal a causa de alguna dolencia antes del reciente ataque?
– Sí, un par de veces.
– ¿Nos puede explicar de qué se trató?
– Hace unos diez años la mordió una serpiente cascabel. Ella misma mató a la serpiente con un azadón y luego bajó de la montaña a caballo para verme. Cuando llegó tenía el brazo tan hinchado que parecía una pierna. Se puso muy enferma, tuvo la fiebre más alta que he visto en mi vida. Permaneció semiinconsciente varios días. Pero se recuperó, justo cuando ya lo dábamos todo por perdido. Luchó como una mula, como una verdadera mula.
– ¿Y la otra vez?
– Una pulmonía. Fue durante el invierno de hace cuatro años, cuando cayó más nieve que en el Polo Sur. Se acuerdan, ¿no? -preguntó al público que llenaba la sala y todos asintieron con la cabeza-. No había forma de subir o bajar de la montaña. No recibí la noticia hasta al cabo de cuatro días. Subí a la granja y la traté cuando la tormenta terminó pero ya había pasado lo peor ella sola. Una persona joven se habría muerto incluso medicándose y ella que ya tenía más de setenta años no tomó nada, le bastaron sus ganas de vivir. Nunca he visto nada igual.
Cotton se acercó al jurado.
– Así pues, parece ser una mujer de espíritu indomable. Un espíritu incapaz de ser conquistado.
– Protesto, señoría -dijo Goode-. ¿Se trata de una pregunta o de un pronunciamiento divino por su parte, señor Longfellow?
– Espero que ambas cosas, señor Goode.
– Bueno, digámoslo de otro modo -puntualizó Barnes-, si fuera un apostador, no apostaría contra esta mujer.
Cotton dirigió una mirada al jurado.
– Yo tampoco. No tengo más preguntas.
– Señor Goode, ¿quién es su siguiente testigo? -preguntó Atkins.
El abogado del Estado se incorporó y recorrió la sala con la mirada. Escudriñó el recinto hasta que llegó a la galería y posó la vista en Lou y Oz, antes de centrarse exclusivamente en el niño.
– Jovencito, ¿por qué no baja aquí y nos habla?
Cotton se había puesto en pie.
– Señoría, no veo motivos para…
– Señor juez -lo interrumpió Goode-, los niños son quienes van a tener un tutor y por tanto considero razonable saber la opinión de uno de ellos. Y para lo pequeño que es tiene una voz poderosa, ya que todos los presentes en la sala la han oído con claridad e insistencia.
Se oyeron risas ahogadas entre el público, y Atkins golpeó con el mazo mientras reflexionaba por un instante en la petición.
– Voy a permitírselo -dijo al fin-, pero recuerde que no es más que un niño.
– Por supuesto, señoría.
Lou agarró a Oz de la mano y los dos bajaron lentamente las escaleras y pasaron junto a todas las filas, con todas las miradas clavadas sobre ellos. Oz puso la mano sobre la Biblia y pronunció el juramento mientras Lou regresaba a su asiento. Oz se encaramó a la silla; parecía tan pequeño e indefenso que Cotton se compadeció de él, sobre todo cuando Goode se le aproximó.
– Veamos, señor Oscar Cardinal -empezó.
– Me llamo Oz y mi hermana se llama Lou. No la llame Louisa Mae porque se enfadará y le dará un puñetazo.
Goode sonrió.
– No te preocupes por eso. De modo que sois Oz y Lou. -Se apoyó contra la barandilla del estrado-. Ya sabes que a la sala le apena muchísimo saber que vuestra madre está muy enferma.
– Se pondrá bien.
– ¿ Ah, sí? ¿Eso es lo que dicen los médicos?
Oz mantuvo la vista alzada hacia Lou hasta que Goode le tocó la mejilla y le obligó a mirarle.
– Hijo, aquí en el estrado tienes que decir la verdad. No puedes mirar a tu hermana mayor para que te dé la respuesta. Has jurado por Dios que dirías la verdad.
– Yo siempre digo la verdad. ¡Se lo juro!
– Buen chico. Entonces, ¿los médicos dicen que tu madre se pondrá bien?
– No, dicen que no están seguros.
– Entonces, ¿cómo sabes que se recuperará?
– Porque… porque pedí un deseo. En el pozo de los deseos.
– ¿En el pozo de los deseos? -repitió Goode con una expresión dedicada al jurado que claramente mostraba lo que opinaba sobre esa respuesta-. ¿Por aquí hay un pozo de los deseos? Ya me gustaría a mí que tuviéramos uno en Richmond.
El público rió y Oz se sonrojó y sé encogió en el asiento.
– Hay un pozo de los deseos -insistió-. Mi amigo Diamond Skinner nos lo enseñó. Pides un deseo, das lo más importante que tengas y el deseo se cumple.
– Suena bien. ¿Dices que pediste un deseo?
– Sí, señor.
– Y diste lo más importante que tenías. ¿Qué era?
Oz miró nervioso alrededor.
– La verdad, Oz -lo conminó Goode-. Recuerda lo que prometiste por Dios, hijo.
Oz respiró hondo.
– Mi osito. Di mi osito.
Se oyeron varias risas ahogadas de los presentes hasta que todos vieron la lágrima solitaria que se deslizaba por el rostro del niño, y entonces dejaron de reírse.
– ¿Tu deseo se ha cumplido? -preguntó Goode.
Oz negó con la cabeza.
– No.
– ¿Hace tiempo que lo pediste?
– Sí -respondió Oz en voz baja.
– Y tu mamá todavía está muy enferma, ¿verdad?
Oz inclinó la cabeza.
– Sí -respondió con un hilo de voz.
Goode se metió las manos en los bolsillos.
– Bueno, es triste, pero las cosas no se convierten en realidad sólo porque las deseemos. La vida no es así. Veamos, sabes que tu bisabuela está muy enferma, ¿verdad?
– Sí, señor.
– ¿También has pedido un deseo por ella?
Cotton se puso en pie.
– Goode, déjelo ya.
– Bueno, bueno. Oz, sabes que no podéis vivir solos, ¿verdad? Si tu bisabuela no se recupera, según estipula la ley, tendréis que vivir en casa de un adulto. O ir a un orfanato. Supongo que no querrás ir a un viejo orfanato, ¿no?
Cotton volvió a ponerse en pie.
– ¿Orfanato? ¿Desde cuándo se contempla esa posibilidad?
– Si la tierra de la señora Cardinal no se vende y ella no experimenta una recuperación milagrosa como hizo cuando la mordió una serpiente y enfermó de pulmonía, los niños tendrán que ir a algún lugar. A no ser que dispongan de un dinero cuya existencia ignoro, irán a un orfanato, porque ahí es donde van los niños que no tienen parientes que puedan cuidar de ellos u otras personas respetables que estén dispuestas a adoptarlos.
– Pueden venir a vivir conmigo -dijo Cotton.
Goode miró alrededor con una sonrisa en los labios.
– ¿Con usted? ¿Un hombre soltero? ¿El abogado de un pueblo en plena decadencia? Sería la última persona del planeta a quien un tribunal adjudicaría a estos niños.
– Goode se volvió hacia Oz-. ¿No te gustaría vivir en tu casa con alguien que se preocupe por tu bienestar?
– No sé.
– Claro que te gustaría. Los orfanatos no son el mejor lugar del mundo. Algunos niños permanecen en ellos para siempre.
– Señoría -intervino Cotton-, ¿tiene esto algún propósito aparte del de aterrorizar al testigo?
– Precisamente iba a preguntárselo al señor Goode -declaró Atkins.
Sin embargo, fue Oz quien habló entonces.
– ¿Lou también puede venir? No me refiero al orfanato, sino al otro sitio.
– Por supuesto, hijo, por supuesto -se apresuró a contestar Goode-. No se separa a los hermanos. Pero en los orfanatos no existe esa garantía -añadió con voz queda-. Entonces, ¿esta solución te convendría?
Oz vaciló e intentó mirar a Lou, pero Goode actuó con rapidez y le bloqueó la vista.
– Supongo -dijo finalmente Oz.
Cotton dirigió la mirada a la galería. Lou estaba de pie, agarrada con fuerza a la barandilla, contemplando a su hermano con expresión angustiada.
Goode se acercó al jurado y se restregó los ojos con ademán exagerado.
– Buen chico. No tengo más preguntas.
– ¿Cotton? -preguntó Atkins.
Goode se sentó y Cotton hizo ademán de levantarse pero se quedó a medias, agarrado al borde de la mesa mientras contemplaba a un niño desmoronado en el gran estrado,
un niño pequeño que, como Cotton bien sabía, sólo quería levantarse y volver junto a su hermana, porque estaba profundamente asustado de tantos orfanatos, abogados gordos que pronunciaban palabras rimbombantes y formulaban preguntas comprometidas y salas enormes llenas de desconocidos que lo miraban fijamente.
– No tengo preguntas -dijo Cotton con voz queda y Oz volvió corriendo junto a su hermana.
Después de que comparecieran otros testigos, los cuales declararon que Louisa era totalmente incapaz de tomar una decisión consciente, y teniendo en cuenta que Cotton sólo fue capaz de rebatir pequeños argumentos de su testimonio, se levantó la sesión para el resto de la jornada y Cotton y los niños salieron de la sala. En el exterior, Goode y Miller los pararon.
– Está presentando buenos argumentos, señor Longfellow -dijo Goode-, pero todos sabemos cómo va a terminar. ¿Qué le parece si acabamos con esto ahora mismo? Ahorraremos problemas a la gente. -Miró a Lou y a Oz. Empezó a acariciarle la cabeza a éste pero el niño le dedicó una mirada tan feroz que lo obligó a retirarla antes de arrepentirse.
– Mire, Longfellow -dijo Miller al tiempo que extraía un trozo de papel del bolsillo-, tengo aquí un cheque por medio millón de dólares. Lo único que tiene que hacer es poner fin a este juicio sin sentido y será suyo.
Cotton miró a Oz y a Lou.
– Lo dejo en manos de los niños, Miller. Haré lo que ellos digan.
Miller se agachó y dedicó una sonrisa a Lou y a Oz.
– Este dinero será para vosotros. Podréis comprar lo que queráis. Vivir en una casa con un buen coche y gente que cuide de vosotros. Una buena vida. ¿Qué decís, niños?
– Ya tenemos una casa -respondió Lou.
– ¿Y vuestra madre? Las personas en su estado necesitan muchos cuidados y no son baratos. -Goode le enseñó el talón a la niña-. Esto soluciona todos tus problemas. -Volvió la mirada hacia Oz-. Y así estaréis lejos, muy lejos, de esos desagradables orfanatos. Tú quieres estar con tu hermana, ¿verdad?
– Quédese con su dinero -dijo Oz-, porque ni lo necesitamos ni lo queremos. ¡Y Lou y yo siempre estaremos juntos! ¡En un orfanato o en otro sitio! -Tomó a su hermana de la mano y se marcharon.
Cotton miró a los hombres cuando se incorporaron y Miller se introdujo enfadado el cheque en el bolsillo.
– Todos deberíamos aprender de la sabiduría de estos niños -sentenció Cotton antes de marcharse también.
De regreso en la granja, Cotton habló del caso con Lou y Oz.
– Me temo que a no ser que Louisa aparezca por su propio pie en esa sala mañana, va a perder las tierras. -Los miró a los dos-. Pero quiero que sepáis que pase lo que pase, estaré con vosotros. Me ocuparé de vosotros. No os preocupéis. Nunca iréis a un orfanato. Y nunca os separarán. Lo juro.
Lou y Oz abrazaron a Cotton tan fuerte como pudieron antes de que se marchara para prepararse para el día final del juicio. Quizá su último día en aquellas montañas.
Lou preparó la cena para Oz y Eugene y luego fue a darle de comer a su madre. Después de eso se sentó frente al fuego para cavilar sobre la situación. Aunque hacía mucho frío, sacó a Sue del establo y llevó a la yegua hasta la loma que había tras la casa. Rezó delante de cada tumba y se detuvo especialmente ante la más pequeña, la de Annie. Si hubiera vivido, Annie habría sido su tía abuela. Lou deseó con todas sus fuerzas haber sabido cómo era aquella niñita, y le dolió que fuera imposible. Las estrellas brillaban con claridad y Lou miró a su alrededor, hacia las montañas teñidas de blanco; el brillo del hielo en las ramas resultaba casi mágico al multiplicarse como en aquel momento. La tierra no podía ayudar a Lou en aquellos momentos, pero había algo que sí podía hacer por sí sola. Sabía que tenía que haberlo hecho hacía tiempo. Sin embargo, cuando un error no se corregía seguía siendo un error.
Cabalgó de vuelta con Sue, cerró al animal en el establo y entró en la habitación de su madre. Se sentó en la cama, tomó la mano de Amanda y no se movió durante algún tiempo. Al final, Lou se inclinó y le dio un beso en la mejilla, mientras las lágrimas empezaban a correrle por el rostro.
– Pase lo que pase, siempre estaremos juntas. Te lo prometo. Siempre nos tendrás a mí y a Oz. Siempre. -Se secó las lágrimas-. Te echo mucho de menos. -Le dio otro beso-. Te quiero, mamá. -Salió corriendo de la habitación, por lo que nunca llegó a ver la lágrima solitaria que se deslizó por el rostro de su madre.
Lou estaba tumbada en la cama, sollozando en silencio, cuando Oz entró. Lou ni siquiera intentó disimular. Oz se subió a la cama y abrazó a su hermana.
– Todo irá bien, Lou, ya lo verás.
Lou se sentó, se secó la cara y lo miró.
– Supongo que lo único que necesitamos es un milagro. -Podría intentarlo de nuevo en el pozo de los deseos -propuso él.
Lou sacudió la cabeza.
– ¿Qué tenemos que dar para que se cumpla nuestro deseo? Ya lo hemos perdido todo.
Permanecieron unos minutos en silencio hasta que Oz vio la pila de cartas sobre la mesa de Lou.
– ¿Las has leído todas?
Lou asintió.
– ¿Te han gustado?-preguntó Oz.
Lou parecía volver a estar a punto de echarse a llorar.
– Son maravillosas, Oz. Papá no era el único escritor de la familia.
– ¿Por qué no me lees unas cuantas más? Por favor…
Lou acabó accediendo y Oz se puso cómodo y cerró los ojos con fuerza.
– ¿Por qué haces eso? -preguntó su hermana.
– Si cierro los ojos cuando me lees las cartas es como si mamá estuviera hablándome aquí mismo.
Lou contempló las cartas como si contuvieran oro.
– ¡Oz, eres un genio!
– ¿Ah, sí? ¿Por qué? ¿Qué he hecho?
– Acabas de encontrar nuestro milagro.
Unas nubes densas coronaban las montañas, al parecer sin intención de desplazarse hacia otro lugar a corto plazo. Lou, Oz y Jeb corrían bajo una lluvia helada. Llegaron al claro calados hasta los huesos justo delante del viejo pozo. Corrieron hasta el mismo. El osito de Oz y la foto seguían ahí, empapados y maltratados por las inclemencias del tiempo. Oz miró la fotografía y luego sonrió a su hermana. Ella se inclinó y cogió el osito para tendérselo a Oz.
– Quédate con el osito -dijo con cariño-. Aunque ya seas mayor. -Introdujo la fotografía en la bolsa que llevaba y extrajo las cartas de su interior-. Bueno, Diamond dijo que debíamos entregar lo más importante que tuviéramos en el mundo para que el pozo de los deseos funcione. No tenemos a mamá, pero tenemos algo casi tan valioso como eso: sus cartas.
Lou colocó con cuidado el paquete de cartas en el borde del pozo y lo protegió del viento con una piedra grande.
– Ahora hemos de pedir un deseo.
– ¿Que mamá vuelva?
Lou negó con la cabeza lentamente.
– Oz, tenemos que pedir que Louisa pueda ir a ese juzgado. Como dijo Cotton, es la única forma de que conserve la granja.
Oz adoptó una expresión de sorpresa.
– ¿Y qué pasa con mamá? Quizá no tengamos la posibilidad de pedir otro deseo.
Lou lo estrechó entre sus brazos.
– Después de lo que ha hecho por nosotros, le debemos esto a Louisa.
Oz asintió entristecido.
– Dilo tú.
Lou cogió a Oz de la mano y cerró los ojos, al igual que su hermano.
– Deseamos que Louisa Mae Cardinal se levante de la cama y demuestre a todo el mundo que está bien.
– Amén, Jesús -dijeron al unísono. Acto seguido, echaron a correr para alejarse lo más rápidamente posible de ese lugar, esperanzados y rezando para que sólo quedara un deseo por cumplir en aquel montón de ladrillos viejos y agua estancada.
Esa misma noche Cotton caminó por la desértica calle principal de Dickens, con las manos en los bolsillos, sintiéndose el hombre más solitario del mundo. Caía una lluvia incesante y fría, pero él era ajeno a ella. Se sentó en un banco cubierto y observó el parpadeo de las farolas de gas tras la cortina de agua. El nombre escrito en la placa de la farola se veía bien claro: «SOUTHERN VALLEY COAL AND GAS.» Un camión de carbón vacío bajó a la deriva por la calle. El tubo de escape produjo una detonación que desgarró con violencia el silencio de la noche.
Cotton observó la trayectoria del camión y se dejó caer de nuevo en el banco. Sin embargo, cuando su mirada volvió a topar con el parpadeo de la farola de gas, una idea parpadeó en su cabeza. Se incorporó, siguió el camión de carbón con la
mirada y luego volvió a mirar la farola de gas. El destello se convirtió entonces en una idea sólida. Acto seguido, Cotton Longfellow, calado hasta los huesos, dio una palmada que sonó como un portentoso trueno, pues la idea se había convertido en un milagro por derecho propio.
Al cabo de unos minutos Cotton entró en la habitación de Louisa. Se situó junto a la cama y tomó la mano de la mujer inconsciente.
– Te juro, Louisa Mae Cardinal, que no perderás tus tierras.