Cuando se abrió la puerta de la sala del tribunal, Cotton entró con aire resuelto. Goode, Miller y Wheeler ya se encontraban allí. Junto a ese triunvirato, el grueso de la población de la montaña y del pueblo parecía haber conseguido caber en dicha sala. El medio millón de dólares que estaba en juego había despertado sentimientos que habían permanecido adormecidos durante muchos años. Incluso un anciano caballero al que le faltaba el brazo derecho y desde hacía tiempo afirmaba ser el soldado de la Confederación más viejo superviviente de la guerra de Secesión había acudido a presenciar el asalto final de esta batalla legal. Entró con paso decidido, luciendo una barba blanca como la nieve que le llegaba a la cintura y vestido con el uniforme marrón claro de los soldados confederados. Quienes estaban sentados en la primera fila le hicieron sitio como muestra de respeto.
El día era frío y húmedo, si bien las montañas se habían cansado de la lluvia y finalmente las nubes se habían marchado a otra parte. La acumulación de calor corporal se respiraba en el ambiente y la humedad era lo suficientemente elevada como para empañar las ventanas. No obstante, los cuerpos de todos los espectadores estaban tensos contra los del vecino, contra el asiento o la pared.
– Supongo que ha llegado el momento de poner punto final a este espectáculo -comentó Goode a Cotton con cierta afabilidad. Sin embargo, lo que Cotton vio fue un hombre con la expresión satisfecha de un asesino profesional a punto de soplar el humo de su revólver último modelo y luego guiñar un ojo al cadáver tendido en la calle.
– Creo que no ha hecho más que empezar -respondió Cotton con contundencia.
En cuanto se anunció la entrada del juez y el jurado ocupó la tribuna, Cotton se puso en pie.
– Señoría, querría hacerle una oferta al Estado.
– ¿Una oferta? ¿A qué se refiere, Cotton? -preguntó Atkins.
– Todos sabemos por qué nos encontramos aquí. No se trata de decidir si Louisa Mae Cardinal está capacitada o no. El gas es la cuestión.
Goode se puso en pie con cierta torpeza.
– El Estado tiene un gran interés en ver que los asuntos de la señora Cardinal…
– El único asunto que tiene entre manos la señora Cardinal -lo interrumpió Cotton- es decidir si vende sus tierras.
Atkins estaba intrigado.
– ¿Cuál es su oferta?
– Estoy dispuesto a reconocer que la señora Cardinal está incapacitada mentalmente.
Goode sonrió.
– Bueno, algo es algo.
– Pero a cambio quiero que se juzgue si Southern Valley es la compañía adecuada para adquirir sus tierras.
Goode se mostró sorprendido.
– Cielos, es una de las empresas más importantes del estado.
– No me refiero al dinero -dijo Cotton-. Hablo de ética.
– ¡Señoría! -exclamó Goode con indignación.
– Acérquense al estrado -indicó Atkins.
Cotton y Goode se aproximaron al juez.
– Señor juez, hay una buena cantidad de jurisprudencia en Virginia en la que se especifica claramente que a quien comete un agravio se le impedirá aprovecharse del mismo.
– Eso son tonterías -declaró Goode.
Cotton se acercó más a su adversario.
– Si no accede a dejarme hacer, Goode, tengo mi propio experto que pondrá en entredicho todo lo que ha declarado el doctor Ross. Y si pierdo, apelaré. Llegaré hasta el Tribunal Supremo de ser necesario. Para cuando su cliente consiga ese gas, todos nosotros ya estaremos muertos.
– Pero yo soy abogado del Estado. Carezco de autoridad para representar a una empresa privada.
– La declaración más irónica que he oído en mi vida -dijo Cotton-. Pero renuncio a las objeciones y me comprometo a acatar el dictamen de este jurado, aunque esté formado por gente tan penosa como George Davis.
Goode estaba mirando a Miller en busca de alguna indicación, de modo que Cotton le dio el empujón que le faltaba.
– Vamos Goode, vaya a hablar con su cliente y deje de perder el tiempo.
Con una expresión de corderillo, Goode se alejó y mantuvo una acalorada discusión con Miller, que no dejaba de mirar a Cotton. Al final asintió y Goode regresó al estrado.
– No hay objeciones.
El juez asintió.
– Adelante, Cotton.
Lou había bajado al hospital en el Hudson con Eugene y Oz se había quedado en la casa. Había dicho que no quería saber nada más de juzgados y leyes. La esposa de Buford Rose se ofreció a cuidar de Oz y de su madre. Lou se sentó en la silla a observar a Louisa, en espera de que se produjera el milagro. En la austera habitación hacía frío, por lo que no parecía muy adecuada para la recuperación de nadie, pero Lou no confiaba en que la medicina hiciera mejorar el estado de la mujer. Había depositado su esperanza en un montón de ladrillos viejos en un prado cubierto de hierba y en un paquete de cartas que era muy probable que contuvieran las últimas palabras de su madre.
Lou se levantó y se acercó a la ventana. Desde allí veía el cine donde todavía seguían proyectando El mago de Oz. Sin embargo, Lou había perdido a su querido Espantapájaros y el León Cobarde ya no tenía miedo. ¿Y el Hombre de Hojalata? ¿Ella había encontrado su corazón? Tal vez nunca lo hubiera perdido.
Lou se volvió y observó a su bisabuela. La muchacha se puso tensa cuando Louisa abrió los ojos y la miró. Notó una fuerte sensación de reconocimiento, un atisbo de sonrisa y las esperanzas de Lou remontaron el vuelo. Como si no sólo sus nombres sino sus espíritus fueran idénticos, una lágrima rodó por las mejillas de las dos Louisas. Lou se acercó a ella, le tomó la mano y se la besó.
– Te quiero, Louisa -dijo, con el corazón a punto de partírsele, pues no recordaba haberle dicho esas palabras con anterioridad. Louisa movió los labios y, aunque Lou no oyó las palabras, leyó claramente en los labios de su bisabuela lo que le decía: «Te quiero, Louisa.»
Acto seguido, Louisa cerró los ojos lentamente y no volvió a abrirlos y Lou se preguntó si su milagro había consistido sólo en aquello.
– Señorita Lou, nos reclaman en el juzgado.
La muchacha se volvió y vio a Eugene en el vano de la puerta.
– El señor Cotton quiere que los dos subamos al estrado.
Lou soltó despacio la mano de Louisa, se volvió y se marchó.
Al cabo de un minuto, Louisa abrió los ojos de nuevo.
Miró alrededor. Adoptó una expresión temerosa por un par de segundos, pero luego se tranquilizó. Intentó incorporarse, confusa al principio al ver que el lado izquierdo de su cuerpo no respondía. Mantuvo la vista fija en la ventana de la habitación mientras se esforzaba por moverse. Fue progresando centímetro a centímetro hasta que logró estar medio sentada, sin apartar los ojos de la ventana. Respiraba pesadamente porque había agotado casi todas sus energías después de ese mínimo esfuerzo. No obstante, se recostó en la almohada y sonrió, porque más allá de la gran ventana veía su montaña con claridad. El paisaje le resultaba muy hermoso, aunque el invierno lo había despojado de gran parte de su color. No obstante, el año próximo sin duda regresaría. Como siempre. Como el familiar que nunca te deja del todo. Así era la montaña. Dejó la mirada fija en la familiar elevación de piedra y árboles y, en ese instante, Louisa Mae Cardinal se quedó inmóvil por completo.
En la sala del tribunal, Cotton, que se encontraba frente al estrado, elevó la voz y anunció:
– Llamo a la señorita Louisa Mae Cardinal.
Se oyó un grito ahogado procedente del público. Entonces la puerta se abrió y aparecieron Lou y Eugene. Miller y Goode adoptaron de nuevo una expresión de desprecio al comprobar que no era más que la niña. Eugene tomó asiento mientras Lou subía al banco de los testigos.
Fred se aproximó a ella.
– Levante la mano derecha, coloque la izquierda sobre la Biblia. ¿Jura decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?
– Lo juro -repuso ella con voz queda. Miró alrededor y vio que todo el mundo estaba pendiente de ella. Cotton le sonrió para tranquilizarla. Sin que nadie le viera, le enseñó que tenía los dedos cruzados para que le trajera suerte.
– Vamos a ver, Lou, lo que tengo que preguntarte va a resultar doloroso pero necesito que respondas a mis preguntas, ¿de acuerdo?
– De acuerdo.
– El día que murió Jimmy Skinner, tú estabas con él, ¿verdad?
Miller y Goode intercambiaron miradas de preocupación y este último se levantó.
– Señoría, ¿qué tiene que ver esto con el caso que nos ocupa?
– El Estado acordó dejarme presentar mi teoría -apuntó Cotton.
– Protesta denegada -dijo el juez-, pero no se tome todo el día.
Cotton se volvió hacia Lou.
– ¿Estabas en la entrada de la mina cuando se produjo la explosión?
– Sí.
– ¿Podrías describirnos qué ocurrió?
Lou tragó saliva y se le empañaron los ojos.
– Eugene puso la dinamita y salió. Estábamos esperándole para marcharnos. Diamond, es decir Jimmy, entró corriendo en la mina para buscar a Jeb, su perro, que había entrado a cazar una ardilla. Eugene siguió a Jimmy al interior. Yo estaba de pie frente a la entrada cuando estalló la dinamita.
– ¿Fue una explosión fuerte?
– La más fuerte que he oído en mi vida.
– ¿Sabrías decirme si oíste dos explosiones?
La muchacha adoptó una expresión de sorpresa.
– No, no lo sé.
– Es probable que no. ¿Qué sucedió a continuación?
– Entonces salió una enorme ráfaga de aire y humo que me derribó.
– Debió de ser muy fuerte.
– Sí, fue muy fuerte.
– Gracias, Lou. No tengo más preguntas.
– ¿Señor Goode?-dijo Atkins.
– No tengo preguntas, señoría. A diferencia del señor Longfellow no voy a hacer perder el valioso tiempo del jurado.
– Llamo a declarar a Eugene Randall -dijo Cotton.
Eugene, nervioso, se situó en el estrado. Tenía el sombrero que Lou le había dado bien cogido entre las manos. Todas las miradas estaban fijas en él.
– Vamos a ver, Eugene, fuiste a la mina a buscar carbón el día que Jimmy Skinner murió, ¿verdad?
– Sí, señor.
– ¿Utilizas dinamita para extraer el carbón?
– Sí, como la mayoría de la gente. El carbón calienta bien. Mucho mejor que la leña.
– ¿ Cuántas veces calculas que has usado dinamita en esa mina?
Eugene reflexionó al respecto.
– A lo largo de los años, treinta veces o más.
– Creo que eso te convierte en un experto.
Eugene sonrió ante esa designación.
– Supongo.
– ¿Cómo utilizas la dinamita exactamente?
– Pues pongo un cartucho de dinamita en un agujero de la pared rocosa, lo tapo, tiendo la mecha y la enciendo con la llama del farol.
– ¿Qué haces a continuación?
– Ese pozo se curva en un par de sitios, por lo que a veces doblo una esquina si no he puesto demasiada dinamita. Otras veces espero fuera. Ahora los ruidos empiezan a afectarme los oídos. Y la explosión levanta mucho polvo, y éste es malo.
– No lo dudo. De hecho, el día en cuestión, saliste, ¿no es así?
– Sí, señor.
– Y luego entraste a buscar a Jimmy, pero no lo encontraste.
– Sí, señor -respondió Eugene bajando la mirada.
– ¿Era la primera vez que ibas a la mina desde hacía tiempo?
– Sí, señor. Desde principios de año. El invierno pasado no fue tan malo.
– De acuerdo. Cuando se produjo la explosión, ¿dónde estabas?
– Unos veinticinco metros, dentro. No en la primera curva. Ahora tengo la pierna mala, ya no puedo moverme rápido.
– ¿Qué te ocurrió cuando se produjo la explosión?
– Me lanzó a tres metros. Golpeé contra la pared. Creí que me había matado. Pero no solté el farol. No sé cómo lo conseguí.
– Dios mío, ¿tres metros? ¿A un hombre tan corpulento como tú? ¿Recuerdas dónde habías puesto la carga de dinamita?
– Nunca se me olvidará, señor Cotton. Pasada la segunda curva. A noventa metros hacia el interior. Allí había una buena veta de carbón.
Cotton fingió sentirse sorprendido.
– Hay algo que no entiendo, Eugene. Has dicho que a veces, cuando explotaba la dinamita, te quedabas en la mina, y nunca habías resultado herido. Y en" cambio en este caso, ¿cómo es que estabas a más de sesenta metros de la carga de dinamita, pasadas no una sino dos curvas del pozo, y aun así la explosión te arrojó tres metros por el aire? Si hubieras estado un poco más cerca, probablemente te habría matado. ¿Cómo se explica?
Eugene también se mostró desconcertado.
– No lo sé, señor Cotton. Pero le aseguro que ocurrió.
– Te creo. Ya has oído declarar a Lou que la onda expansiva la derribó cuando estaba en el exterior de la mina. Las veces que tú esperaste fuera de la mina, ¿te ocurrió eso en alguna ocasión al explotar la dinamita?
Eugene ya negaba con la cabeza antes de que Cotton terminara la frase.
– Con la poca dinamita que yo uso es imposible que haya una explosión semejante. Sólo cojo carbón para llenar un cubo. Uso más dinamita en invierno cuando bajo la rastra y las muías, pero ni siquiera entonces la explosión sería tan fuerte. ¡Estamos hablando de noventa metros y de pasar dos curvas!
– Tú encontraste el cadáver de Jimmy. ¿Estaba cubierto de piedras y rocas? ¿Se había derrumbado la mina?
– No, señor. Pero sabía que estaba muerto. No tenía el farol, ¿sabe? En esa mina sin luz no se sabe dónde está la salida. La vista juega malas pasadas. Probablemente ni siquiera viera a Jeb pasar por su lado camino de la salida.
– ¿Puedes decirnos exactamente dónde encontraste a Jimmy?
– A otros cuarenta metros hacia dentro. Pasada la primera curva, pero no la segunda.
Granjeros y comerciantes estaban codo con codo presenciando el interrogatorio de Cotton. Miller, que se toqueteaba el sombrero, se inclinó hacia delante y le susurró algo al oído a Goode. Éste asintió, miró a Eugene, sonrió y volvió a asentir.
– Bueno, supongamos -continuó Cotton- que Jimmy estuviera cerca de la carga de dinamita cuando estalló. Podría haber lanzado su cuerpo muy lejos, ¿verdad?
– Si estaba cerca, seguro.
– Pero su cadáver estaba más allá de la segunda curva…
Goode se puso en pie.
– Eso es fácil de explicar. La explosión de la dinamita pudo lanzar al muchacho más allá de la segunda curva.
Cotton miró al jurado.
– No alcanzo a entender cómo un cuerpo lanzado por
los aires puede sortear una curva de noventa grados y seguir volando antes de caer. A no ser que el señor Goode sostenga que Jimmy Skinner tuviera la capacidad de volar.
Se oyeron varias risas entre el público. Atkins se retrepó en el asiento pero no golpeó con el mazo para pedir orden en la sala.
– Prosiga, Cotton. Esto se está poniendo interesante.
– Eugene, ¿recuerdas haberte sentido mal cuando estabas en la mina aquel día?
Eugene caviló al respecto.
– Es difícil de recordar. Quizás un poco de dolor de cabeza.
– De acuerdo. Según tu opinión de experto, ¿es posible que la explosión de dinamita por sí sola hiciera que el cuerpo de Jimmy Skinner acabara donde acabó?
Eugene lanzó una mirada al jurado y se tomó su tiempo para mirar a sus miembros uno por uno.
– ¡No, señor!
– Gracias, Eugene. No deseo formular más preguntas.
Goode se acercó y colocó las palmas de la mano en el banco de los testigos y se inclinó hacia Eugene.
– Muchacho, vives en casa de la señora Cardinal, ¿verdad?
Eugene se echó hacia atrás en el asiento con la mirada fija en el abogado.
– Sí, señor.
Goode dedicó una mirada mordaz al jurado.
– ¿Un hombre de color y una mujer blanca en la misma casa?
Cotton se puso en pie antes de que Goode terminara la pregunta.
– Señoría, no puede permitirle ese tipo de preguntas.
– Señor Goode -intervino Atkins-, de Richmond para abajo quizá formulen ese tipo de preguntas, pero no las voy a permitir en mi sala. Si tiene algo que preguntar al hombre sobre este caso, hágalo o de lo contrario permanezca sentado.
Y según consta en mis notas, se llama señor Eugene Randall, no «muchacho».
– De acuerdo, señoría. -Goode se aclaró la garganta, dio un paso atrás y se introdujo las manos en los bolsillos-. Veamos, señor Eugene Randall, según su opinión de experto ha dicho que estaba a unos sesenta metros de la carga y que el señor Skinner se encontraba aproximadamente a la mitad de esa distancia de la dinamita. ¿Recuerda haber dicho esto?
– No, señor. He dicho que estaba a unos veinticinco metros en el interior de la mina, por lo que estaba a unos sesenta metros de la carga. Y he dicho que encontré a Diamond a unos cuarenta metros de donde yo me encontraba. Eso significa que él estaba a unos treinta metros de donde puse la dinamita. No tengo forma de decirle a qué distancia salió disparado.
– De acuerdo, de acuerdo. ¿Ha ido a la escuela alguna vez, señor Randall?
– No.
– ¿Nunca?
– No, señor.
– Entonces nunca ha estudiado matemáticas, no ha aprendido a sumar y a restar. Y está aquí testificando bajo juramento sobre todas estas distancias exactas.
– Sí.
– ¿Cómo es posible que un hombre de color sin estudios, que nunca ha sumado uno más uno bajo la mirada de un maestro, diga estas cosas? ¿Por qué debería creerle este honorable jurado cuando habla de todas estas cifras?
Eugene no apartó ni un solo momento la vista de Goode.
– Me sé los números muy bien -dijo-. Sé sumar y restar. La señora Louisa me enseñó. Y yo soy muy mañoso con el clavo y la sierra. He ayudado a mucha gente de la montaña a levantar sus establos. Para ser carpintero hay que saber de números. Si cortas una tabla de un metro para rellenar un hueco de un metro y medio, ¿cómo te va a salir bien?
Volvieron a oírse risas en la sala y, de nuevo, Atkins no puso orden.
– Bien -dijo Goode-, de modo que sabe cortar tablones. Pero en una mina muy oscura y con recovecos, ¿cómo puede estar tan seguro de lo que dice? Vamos, señor Randall, cuéntenos. -Goode miró al jurado mientras lo decía, con un atisbo de sonrisa en los labios.
– Porque está marcado en la pared -respondió Eugene.
Goode lo miró de hito en hito.
– ¿Cómo dice?
– He marcado las paredes de esa mina con cal en tramos de tres metros a lo largo de ciento veinte metros. Mucha gente lo hace. Cuando haces volar una mina más vale saber cuánto tienes que alejarte para salir. Lo hice porque tengo la pierna mala. Y así recuerdo dónde están las vetas de carbón buenas. Si se agachara en la mina con un farol ahora mismo, señor abogado, vería las marcas claras como la luz del sol. Así que puede escribir lo que he dicho como si fuera la palabra del Señor.
Cotton lanzó una mirada a Goode. A sus ojos, el abogado del Estado adoptó la misma expresión que si acabaran de informarle de que en el cielo no admitían a los miembros del colegio de abogados.
– ¿Alguna pregunta más? -dijo Atkins a Goode. El abogado no respondió, sino que se limitó a regresar a su mesa y desplomarse en la silla.
– Señor Randall -dijo Atkins-, hemos terminado, y este tribunal quiere agradecerle su testimonio de experto.
Eugene se levantó y regresó a su asiento. Desde la galería Lou observó que su cojera apenas resultaba perceptible.
A continuación Cotton llamó a Travis Barnes al estrado.
– Doctor Barnes, a petición mía ha examinado los archivos correspondientes a la muerte de Jimmy Skinner, ¿verdad? Incluida una fotografía tomada en el exterior de la mina.
– Sí, así es.
– ¿Puede explicarnos la causa de la muerte?
– Graves heridas en el cuerpo y en la cabeza.
– ¿En qué estado quedó su cuerpo?
– Estaba literalmente desgarrado.
– ¿Ha atendido alguna vez a un herido por explosión de dinamita?
– ¿En una zona minera? Desde luego.
– Ya ha oído el testimonio de Eugene. En su opinión, dadas las circunstancias, ¿pudo la carga de dinamita haber causado las heridas que presentaba Jimmy Skinner?
Goode no se molestó en levantarse para elevar su protesta.
– Está pidiendo una especulación por parte del testigo -dijo con brusquedad.
– Señor juez, creo que el doctor Barnes está perfectamente capacitado para responder a esa pregunta -dijo Cotton.
Atkins asintió y dijo:
– Adelante, Travis.
Travis observó a Goode con expresión de desprecio.
– Sé perfectamente el tipo de cargas de dinamita que usa la gente de aquí para extraer un cubo de carbón. A esa distancia de la carga y después de una curva, es imposible que la dinamita causara las heridas que vi en ese muchacho. Me cuesta creer que nadie se lo planteara hasta ahora.
– Supongo que si una persona entra en una mina y explota la dinamita, la gente se limita a creer que eso es lo que la mató. ¿Había visto esa clase de heridas con anterioridad?
– Sí. Una explosión en una planta manufacturera. Mató a una docena de hombres. Quedaron literalmente desgarrados. Igual que Jimmy.
– ¿Cuál fue la causa de aquella explosión?
– Una fuga de gas natural.
Cotton se volvió y miró a Hugh Miller de hito en hito.
– Señor Goode, a no ser que usted quiera interrogar al testigo, llamo al señor Judd Wheeler al estrado.
Goode, que se sintió traicionado, miró a Miller.
– No tengo preguntas.
Wheeler, que daba muestras de nerviosismo, no dejaba de moverse en la silla mientras Cotton se le acercaba.
– ¿Es usted el geólogo jefe de Southern Valley?
– Sí.
– ¿Y encabezó el equipo que exploraba los posibles depósitos de gas natural de las tierras de la señora Cardinal?
– Sí.
– ¿Sin su permiso o conocimiento?
– Bueno, eso no lo sé…
– ¿Tenía su permiso, señor Wheeler? -exigió Cotton.
– No.
– Encontraron gas natural, ¿no es así?
– Cierto.
– Y era algo que a su empresa le interesaba sobremanera, ¿verdad?
– Bueno, el gas natural es una energía muy valiosa como combustible. Sobre todo utilizamos gas manufacturado, el llamado gas ciudad, que se obtiene a partir del carbón. Es lo que alimenta las farolas de este pueblo. Pero con el gas ciudad no se gana demasiado dinero. Además, ahora tenemos tuberías de acero de una sola pieza, lo cual nos permite enviar el gas en las tuberías a larga distancia. Por tanto, sí, estábamos muy interesados en el asunto.
– El gas natural es explosivo, ¿verdad?
– Si se utiliza correctamente…
– ¿Lo es o no lo es?
– Lo es.
– ¿Qué hicieron exactamente en esa mina?
– Hicimos mediciones y pruebas y localizamos lo que parecía ser un yacimiento de gas enorme en un interceptor no demasiado por debajo de la superficie del pozo de la mina
y a unos mil ochocientos metros en el interior de la misma. A menudo se encuentra carbón, petróleo y gas porque los tres se forman a partir de procesos naturales similares. El gas siempre está en la parte superior porque es más ligero. Hicimos una perforación y encontramos el yacimiento de gas.
– ¿El gas ascendió al pozo de la mina?
– Sí.
– ¿En qué fecha encontraron el yacimiento de gas?
Cuando Wheeler les dijo el día, Cotton se dirigió de forma directa y clara al jurado.
– ¡Una semana antes de la muerte de Jimmy Skinner! ¿Habría sido posible oler el gas?
– No, en su estado natural es incoloro e inodoro. Cuando las compañías lo procesan, le añaden un olor característico, de forma que, si se produce una fuga, la gente puede detectarlo antes de que sea demasiado tarde.
– ¿O antes de que algo lo inflame?
– Eso es.
– Si alguien hiciera explotar una carga de dinamita en el pozo de una mina en la que hubiera gas natural, ¿qué ocurriría?
– El gas explotaría -repuso Wheeler.
Cotton se colocó frente al jurado.
– Supongo que Eugene tuvo la suerte de estar lejos del lugar por donde salía el gas. Y tuvo todavía más suerte de no prender una cerilla para encender esa mecha. Pero la dinamita, al estallar, provocó la deflagración. -Se volvió hacia Wheeler-. ¿Qué tipo de deflagración? ¿Lo suficientemente fuerte para causar la muerte de Skinner del modo descrito por el doctor Barnes?
– Sí -reconoció Wheeler.
Cotton puso las manos en el borde del banco de testigos y se inclinó hacia delante.
– ¿Nunca se les ocurrió colocar carteles para indicar a la gente que ahí había gas natural?
– ¡No sabía que ahí utilizaran dinamita! Pensaba que ya nadie extraía carbón de esa vieja mina.
A Cotton le pareció ver a Wheeler lanzando una mirada de enfado a George Davis, pero no estaba seguro de ello.
– Pero si alguien hubiera entrado, se habría visto expuesto al gas. ¿No quería advertir a la gente?
– Los techos del pozo de esa mina son lo bastante altos -dijo Wheeler- y hay ventilación natural a través de la roca, de modo que la concentración de metano explosivo no sería tanta. Además, íbamos a tapar el orificio, pero estábamos esperando una maquinaria que necesitábamos. No queríamos que nadie sufriera ningún daño. Ésa es la verdad.
– Lo cierto es que no podían poner carteles de aviso porque estaban allí de forma ilegal. ¿Es eso cierto?
– Yo me limité a obedecer órdenes.
– Se esforzaron mucho en ocultar el hecho de que estaban trabajando en esa mina, ¿verdad?
– Bueno, sólo trabajábamos de noche. Todo el equipo que llevábamos lo transportábamos con nosotros.
– ¿Para que nadie supiera que habían estado allí?
– Sí.
– ¿Porque Southern Valley esperaba comprar la granja de la señora Cardinal por mucho menos dinero si ella no se enteraba de que estaba sobre un yacimiento de gas?
– ¡Protesto!-exclamó Goode.
Cotton siguió preguntando.
– Señor Wheeler, usted sabía que Jimmy Skinner murió en la explosión de esa mina. Y lo lógico es que supiera que el gas había tenido parte de culpa. ¿Por qué no contó la verdad en aquel momento?
Wheeler estrujó el sombrero con las manos.
– Me dijeron que no hablara.
– ¿Quién se lo dijo?
– El señor Hugh Miller, el vicepresidente de la compañía.
Todas las miradas se posaron sobre Miller. Cotton lo miró mientras formulaba el resto de las preguntas. -¿Tiene usted hijos, señor Wheeler? Wheeler se sorprendió pero respondió. -Tres.
– ¿Están todos bien? ¿Sanos? Wheeler bajó la cabeza antes de contestar.
– Sí.
– Es usted un hombre afortunado.
Goode estaba dirigiéndose al jurado con su declaración final.
– Hemos oído más argumentos de los necesarios para que tengan claro que Louisa Mae Cardinal está incapacitada. De hecho, su propio abogado, el señor Longfellow, lo ha reconocido. Veamos, toda esta charla sobre el gas, las explosiones y todo eso, en fin, ¿qué relación real guarda con este caso? Si Southern Valley estuvo implicada de algún modo en la muerte del señor Skinner, entonces sus familiares quizá tengan derecho a una indemnización.
– No tiene familiares -apuntó Cotton.
Goode decidió hacer caso omiso de ese comentario.
– El señor Longfellow pregunta si mi cliente es una empresa adecuada para comprar esas tierras. Señores, lo cierto es que Southern Valley tiene grandes planes para su pueblo. Buenos trabajos que les devolverán a todos la prosperidad.
– Se acercó todavía más al jurado, su mejor aliado-. La cuestión es: ¿se debería permitir a Southern Valley contribuir a la prosperidad de todos ustedes, incluida la señora Cardinal? Creo que la respuesta es obvia.
Goode se sentó. Acto seguido, Cotton se acercó al jurado. Se movió despacio, con ademán seguro pero sin prepotencia. Tenía las manos en los bolsillos y apoyó uno de sus zapatos, ya un tanto gastados, en la barandilla inferior de la tribuna del jurado. Al hablar empleó un acento más sureño que de Nueva Inglaterra y todos los miembros del jurado, excepto George Davis, se inclinaron hacia delante para no perderse ni una sola de sus palabras. Habían visto a Cotton Longfellow exasperar a quien ellos suponían debía de ser uno de los mejores abogados de la gran ciudad de Richmond. Además, había humillado a una empresa que era lo más parecido a la monarquía en un país republicano. Sin duda, ahora querían ver si el hombre era capaz de culminar su actuación.
– Permítanme, amigos, que les explique en primer lugar el aspecto legal del caso. No es ni mucho menos complicado. De hecho es como un buen perro de caza: apunta en una única dirección, recta y certera. -Extrajo una mano del bolsillo y, como un buen sabueso, apuntó directamente a Hugh Miller mientras seguía hablando-. Las acciones temerarias de Southern Valley mataron a Jimmy Skinner, amigos, no les quepa la menor duda. Southern Valley ni siquiera lo cuestiona. Estaban ilegalmente en la propiedad de Louisa Mae. No colocaron ningún aviso que indicara que la mina estaba llena de gas explosivo. Permitieron que gente inocente entrara en esa mina aun sabiendo que corrían peligro de muerte. Podría haber sido cualquiera de ustedes. Y no contaron la verdad porque sabían que habían actuado de forma incorrecta. Y ahora pretenden aprovecharse de la tragedia de la apoplejía sufrida por Louisa Mae para apropiarse de sus tierras. La ley especifica con claridad que uno no puede aprovecharse de sus delitos. Por consiguiente, si lo que hizo Southern Valley no puede considerarse un delito, entonces nada de este mundo lo sería. -Hasta este punto había hablado con voz lenta y constante. A continuación, la elevó ligeramente, pero siguió señalando a Hugh Miller-. Algún día Dios les pedirá responsabilidades por la muerte de un joven inocente. Pero su misión es que reciban hoy su castigo.
Cotton miró uno por uno a los miembros del jurado, se detuvo en George Davis y se dirigió a él directamente.
– Ahora pasemos a la parte no legal de este asunto porque creo que la gente del lugar se deja llevar por las mentiras. Southern Valley ha venido aquí ofreciendo grandes cantidades de dinero, diciendo que ellos son los salvadores de nuestro pueblo. Pero es lo mismo que dijo la compañía maderera, que iban a quedarse aquí para siempre. ¿Lo recuerdan? Entonces, ¿por qué estaban sobre raíles todos los campamentos madereros? ¿Acaso se puede ser más temporal? ¿Y dónde están ahora? Que yo sepa Kentucky no forma parte del estado de Virginia. -Lanzó una mirada a Miller-. Y las empresas mineras les dijeron lo mismo. ¿Y qué hicieron? Vinieron, se apoderaron de todo lo que necesitaban y les dejaron sin nada, excepto montañas vacías, familias afectadas de neumoconiosis y los sueños convertidos en pesadillas. Y ahora Southern Valley viene cantando la misma canción. No es más que otra aguja en la piel de la montaña. ¡Un elemento más para extraer y no dejar nada! -Se volvió y se dirigió al grueso de la sala-. Pero en este caso lo importante no es Southern Valley, el carbón o el gas, sino todos ustedes. Pueden vaciar la cima de una montaña con facilidad, extraer el gas, instalar sus sofisticadas tuberías de acero y quizá funcionen durante diez, quince o incluso veinte años. Pero luego se acabará. ¿Saben?, esas tuberías transportan el gas a otros lugares, al igual que hicieron los trenes con el carbón y el río con los troncos. Y por qué, se preguntarán. -Se tomó su tiempo para mirar alrededor-. Les diré por qué. Porque ahí está la verdadera prosperidad, amigos. Por lo menos según la definición de Southern Valley. Y todos ustedes lo saben. Estas montañas poseen lo necesario para que siga habiendo prosperidad y ellos vayan llenándose los bolsillos. Y por eso vienen aquí y se la llevan.
»Dickens, Virginia, nunca será como la ciudad de Nueva York, y permítanme que les diga que eso no tiene nada de malo. De hecho, creo que ya tenemos suficientes ciudades grandes, y cada vez quedan menos sitios como éste. Nunca se harán ricos trabajando al pie de estas montañas. Quienes se enriquecerán serán las empresas como Southern Valley, que agotan la tierra y no dan nada a cambio. ¿Quieren un salvador verdadero? Mírense a la cara. Confíen los unos en los otros. Igual que Louisa Mae ha hecho durante toda su vida en esa montaña. Los granjeros viven sujetos a los caprichos del tiempo y de la tierra. Pero, para ellos, los recursos de la montaña nunca se agotan, porque no le arrancan el alma. Y la recompensa que reciben es poder llevar una vida decente, honesta, mientras lo desean, sin el temor a que unas personas cuya única intención es conseguir montones de oro expoliando las montañas aparezcan con grandes promesas y luego se marchen cuando ya no ganen nada quedándose y, mientras tanto, destruyendo vidas inocentes.
Señaló a Lou y añadió:
– El padre de esta muchacha escribió muchas historias maravillosas sobre esta zona, y abordó las mismas cuestiones sobre la tierra y la gente que vive de ella. Con sus escritos, Jack Cardinal ha permitido que este lugar viva para siempre. Al igual que las montañas. Tuvo una maestra ejemplar, porque Louisa Mae Cardinal ha vivido su vida como deberíamos haber hecho todos nosotros. Ha ayudado a muchos de ustedes en algún momento de sus vidas y no ha pedido nada a cambio. -Cotton miró a Buford Rose y algunos de los otros granjeros que tenían los ojos clavados en él-. Y ustedes también la han ayudado cuando ha sido necesario. Saben que nunca vendería sus tierras porque éstas forman parte de su familia y no es justo que sus biznietos estén a la espera de ver qué ocurrirá con ellas. No pueden permitir que Southern Valley se apodere de la familia de esta mujer. Allá en la montaña lo único que tienen es la tierra y sus habitantes. Eso es todo. Quizá no parezca gran cosa a quienes no viven allí o a aquellos cuya única intención es destruir la piedra y los árboles. Pero tengan por seguro que lo es todo para las personas que consideran que su hogar está en las montañas.
Cotton pareció ganar en altura al lado de la tribuna del
jurado y, aunque siguió hablando con voz pausada y constante, la gran sala parecía inadecuada para contener sus palabras.
– Amigos, no hace falta ser experto en leyes para tomar la decisión adecuada en este caso. Lo único que se necesita es corazón. Dejen que Louisa Mae Cardinal conserve sus tierras.