Una mañana Louisa se compadeció de ellos y les dio un sábado libre para que hicieran lo que quisieran. Hacía buen día; la brisa soplaba del oeste, el cielo estaba despejado y las ramas de los árboles, rebosantes de verde, se mecían con suavidad. Diamond Jeb vinieron a buscarlos, porque el primero decía que en el bosque había un lugar especial que quería enseñarles, así que allá fueron.
Apenas había cambiado de aspecto: el mismo pantalón con peto, la misma camisa y los mismos pies descalzos. Lou pensó que seguramente tendría las plantas de los pies tan encallecidas como cascos de caballo, ya que le vio correr por encima de rocas puntiagudas, maderas e incluso por un matorral espinoso y, sin embargo, no apreció que le sangraran y su rostro tampoco denotó gesto alguno de dolor. Llevaba una gorra manchada de aceite hundida hasta las cejas. Lou le preguntó si era de su padre, pero recibió un gruñido por toda respuesta.
Llegaron hasta un roble alto que se elevaba en un claro o, al menos, donde la maleza estaba cortada. Lou vio que había varios trozos de madera serrada clavados en el tronco del árbol, formando una escalera tosca. Diamond apoyó un pie en el primer escalón y comenzó a trepar.
– ¿Adónde vas? -preguntó Lou mientras Oz sujetaba con fuerza a Jeb, que parecía deseoso de seguir a su dueño.
– A ver a Dios -repuso Diamond al tiempo que señalaba hacia lo alto. Lou y Oz miraron hacia el cielo.
Más arriba vieron varias tablas de madera de pino colocadas en dos de las enormes ramas del roble, formando una especie de plataforma. Sobre una de las ramas más sólidas y resistentes había una lona tendida cuyos laterales estaban sujetos mediante cuerdas a los pinos, formando así una especie de tosca tienda de campaña. Si bien era cierto que prometía diversión, aquel refugio se encontraba a bastante altura del suelo.
Diamond, que se movía con soltura, ya había trepado las tres cuartas partes.
– Venga, vamos -dijo.
Lou, que habría preferido morir de la manera más horrible imaginable antes que admitir que existía algo fuera de su alcance, puso una mano y un pie en sendos escalones.
– Quédate abajo si quieres, Oz -dijo-. No tardaremos mucho. -Comenzó a subir.
– Aquí tengo mis cosas -dijo Diamond para tentarles. Había llegado arriba y sus pies descalzos asomaban por el borde.
Oz, con toda ceremonia, se escupió en las manos, se agarró con fuerza a un trozo de madera y trepó tras su hermana. Se sentaron con las piernas cruzadas sobre las tablas de madera de pino, que formaban un cuadrado de dos metros por dos, con el techo de lona arrojando una sombra agradable, y Diamond les mostró sus pertenencias. Primero, una punta de flecha de sílex que, según les dijo, tenía un millón de años y le había sido entregada en sueños. Luego, de una mohosa bolsa de tela, extrajo el esqueleto de un pequeño pájaro que no se veía desde los tiempos en que Dios creara el universo.
– Quieres decir que se ha extinguido.
– No, quiero decir que ya no está por aquí.
A Oz le llamó la atención un cilindro hueco de metal que tenía un fragmento de cristal encajado en uno de los extremos. Miró a través del mismo y, aunque todo se veía aumentado, el cristal estaba tan sucio y rayado que comenzó a dolerle la cabeza.
– Puedes ver a alguien a varios kilómetros de distancia -aseguró Diamond al tiempo que abarcaba con un ademán la totalidad de su reino-. Enemigo o amigo. -A continuación les enseñó una bala disparada por un fusil U.S. Springfield de 1861.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Lou.
– Porque mi bisabuelo se la dio a mi abuelo y mi abuelo a mí antes de morir. Mi bisabuelo luchó por la Unión, ya sabéis.
– ¡Oh! -exclamó Oz.
– Sí, pusieron su cuadro en la pared y todo, eso hicieron. Pero nunca apuntaba a alguien que fuera desarmado. No es justo.
– Eso es admirable -dijo Lou.
– Mirad esto -dijo Diamond. De una pequeña caja de madera extrajo un trozo de carbón y se lo pasó a Lou-. ¿Qué os parece? -preguntó. Lou observó la piedra: estaba cubierta de esquirlas y era rugosa.
– Es un trozo de carbón -aventuró al tiempo que se la devolvía y se limpiaba la mano en el pantalón.
– No, no es sólo eso. Mirad, hay un diamante dentro. Un diamante, como yo.
Oz se movió lentamente y sostuvo la roca.
– ¡Oh, oh! -fue cuanto logró articular.
– ¿Un diamante? -dijo Lou-. ¿Cómo lo sabes?
– Porque me lo dijo el hombre que me la dio. Y no me pidió nada a cambio y eso que ni siquiera sabía que me llamaba Diamond. Para que veas -añadió indignado al ver la expresión incrédula de Lou. Le quitó el trozo de carbón a Oz-. Todos los días le arranco un trocito. Y llegará el día en que le daré un golpecito y ahí estará, el diamante más grande y bonito del mundo.
Oz miró la piedra con la reverencia que solía reservarse para los adultos y la iglesia.
– ¿Y qué harás entonces?
Diamond se encogió de hombros.
– No lo sé. Puede que nada. Puede que lo deje aquí. Puede que te lo dé. ¿Te gusta?
– Si ahí hay un diamante podrías venderlo por un montón de dinero -dijo Lou.
Diamond se frotó la nariz.
– No necesito dinero. En la montaña tengo todo lo que necesito.
– ¿Alguna vez te has marchado de la montaña? -preguntó Lou.
Diamond la miró de hito en hito, visiblemente ofendido.
– ¿Qué pasa, es que crees que soy un paleto? He ido muchas veces hasta McKenzie's, cerca del río. Y a Tremont.
Lou miró en dirección a los bosques que estaban más abajo.
– ¿Y a Dickens?
– ¿Dickens? -Diamond estuvo a punto de caerse del árbol-. Se tarda un día en llegar. Además, ¿para qué demonios querría alguien ir allí?
– Porque es diferente de esto. Porque estoy cansada de la tierra y las mulas y el estiércol y de cargar agua -afirmó Lou. Se dio unas palmaditas en el bolsillo-. Y porque tengo veinte dólares que me traje de Nueva York que me están quemando las manos -añadió mirándole fijamente.
La mención de semejante suma dejó pasmado a Diamond, quien no obstante pareció comprender las posibilidades que ofrecería.
– Demasiado lejos para ir a pie -dijo mientras toqueteaba el trozo de carbón como si intentara que surgiese el diamante de su interior.
– Entonces no vayamos a pie -replicó Lou.
Diamond la miró.
– Tremont está más cerca.
– No, Dickens. Quiero ir a Dickens.
– Podríamos ir en taxi -sugirió Oz.
– Si llegamos al puente de McKenzie's -conjeturó Lou- entonces es posible que alguien nos lleve hasta Dickens. ¿Cuánto se tarda en llegar a pie al puente?
Diamond caviló al respecto.
– Bueno, por carretera cuatro horas largas. Es lo que se tarda en bajar, luego hay que volver. La verdad es que es una forma bastante cansada de pasar el día libre.
– ¿Hay otro camino que no sea por carretera?
– ¿De verdad quieres ir allá abajo? -preguntó Diamond.
Lou respiró hondo.
– Sí, Diamond -respondió.
– Bueno, entonces vámonos. Conozco un atajo. Llegaremos en un santiamén.
Desde la época de la formación de las montañas el agua había continuado erosionando la piedra caliza, creando entre ellas barrancos de cientos de metros de profundidad. La línea de cordilleras se desplazaba a su lado mientras caminaban. El barranco al que llegaron era ancho y aparentemente infranqueable, pero Diamond los condujo hasta un árbol. Los álamos amarillos eran tan gigantescos que se medían con un calibrador que calculaba en metros y no en centímetros. Muchos eran más gruesos que la altura de un hombre y alcanzaban los cuarenta y cinco metros de altura. Un solo álamo proporcionaría una cantidad de madera desorbitada. Un ejemplar en buenas condiciones hacía de puente sobre el barranco.
– Por aquí se ataja mucho -informó Diamond.
Oz se asomó al borde y no vio sino rocas y agua al final de una larga caída y retrocedió como una vaca atemorizada. Lou también parecía vacilante. Sin embargo, Diamond se dirigió hacia el tronco con paso decidido.
– No pasa nada -dijo-. Es grueso y ancho. Mecachis, se puede cruzar con los ojos cerrados. Venga, vamos. -Pasó al otro lado sin siquiera mirar hacia abajo. Jeb le siguió corriendo-. Venga, vamos -los apremió al llegar a tierra firme.
Lou puso un pie sobre el álamo pero no dio paso alguno.
– No mires abajo. Es fácil -gritó Diamond desde el otro lado del abismo.
Lou se volvió hacia su hermano.
– Quédate aquí, Oz. Yo lo comprobaré.
Lou apretó los puños y comenzó a caminar sobre el tronco. No apartó la mirada de Diamond ni por un instante y, al poco, llegó al otro lado. Los dos miraron a Oz, quien no hizo ademán de dirigirse hacia el tronco y clavó la mirada en la tierra.
– Sigue, Diamond. Me vuelvo con Oz -dijo Lou.
– No, no. ¿No has dicho que querías ir a la ciudad? Bueno, maldita sea, pues entonces vamos a la ciudad.
– No pienso ir sin Oz.
– No te preocupes.
Diamond volvió corriendo por el puente de álamo tras decirle a Jeb que no se moviera. Hizo que Oz se le subiera a la espalda y Lou vio, no sin admiración, cómo cruzaba el puente cargado con Oz.
– Qué fuerte eres, Diamond -declaró Oz al tiempo que se deslizaba con cuidado hasta el suelo con un suspiro de alivio.
– Vaya, eso no es nada. Un oso me persiguió una vez por ese árbol y llevaba a Jeb y un saco de harina a la espalda. Y era de noche. Y llovía tanto que parecía que Dios estaba berreando. No veía nada. Estuve a punto de caerme dos veces.
– Vaya, santo Dios -dijo Oz.
Lou disimuló una sonrisa.
– ¿Qué le pasó al oso? -preguntó, como si aquello realmente le fascinara.
– Me perdió de vista, se cayó al agua y nunca más volvió a molestarme -respondió.
– Vamos a la ciudad -dijo Lou mientras le tiraba del brazo- antes de que el oso regrese.
Atravesaron otro puente similar, hecho de cuerda y listones de cedro. Diamond les contó que los piratas, los colonos y luego los refugiados confederados habían hecho aquel viejo puente y lo habían reparado en varias ocasiones. Les explicó que sabía dónde estaban enterrados pero que había jurado mantener el secreto a una persona que no pensaba nombrar.
Descendieron por unas laderas tan empinadas que tenían que sujetarse de los árboles, los matojos y los unos de los otros para no caer de cabeza. Lou se detenía de vez en cuando para contemplar el paisaje mientras se agarraba con fuerza de algún árbol joven. Resultaba emocionante bajar por aquel terreno empinado y disfrutar del vasto panorama. Cuando la inclinación disminuyó y Oz comenzó a cansarse, Lou y Diamond se turnaron para llevarlo.
Al pie de la montaña toparon con otro obstáculo. Había un tren que transportaba carbón, de al menos cien vagones; estaba detenido y obstaculizaba el paso. A diferencia de los vagones de los trenes de pasajeros, éstos estaban demasiado juntos para permitir pasar entre ellos. Diamond cogió una piedra y la arrojó contra uno de los vagones. Golpeó el nombre estampado en el mismo: Southern Valley Coal and Gas.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Lou-. ¿Trepamos? -Observó los vagones cargados y los escasos asideros y se preguntó si sería posible.
– Qué va -replicó Diamond-. Por debajo. -Se metió la gorra en el bolsillo, se tumbó boca abajo y se deslizó entre las ruedas de los vagones. Lou y Oz lo siguieron de inmediato, al igual que Jeb. Emergieron por el otro lado y se sacudieron el polvo.
– El año pasado un chico murió cortado por la mitad haciendo lo mismo -informó Diamond-. El tren arrancó cuando aún estaba debajo. Bueno, yo no lo vi, pero he oído decir que el espectáculo no fue nada agradable.
– ¿Por qué no nos lo has dicho antes de que nos arrastráramos por debajo? -preguntó Lou, asombrada.
– Porque si os lo hubiera dicho no habrías pasado, ¿a qué no?
En la carretera principal un camión Ramsey Candy se detuvo y les llevó en dirección a Dickens. El conductor, regordete y de uniforme, les dio una chocolatina Blue Banner a cada uno.
– Corred la voz -les dijo-. Son de primera.
– Sin duda -convino Diamond al tiempo que mordía la chocolatina. La masticó lenta y metódicamente, como si fuera un entendido en chocolates buenos probando una remesa nueva-. Si me da otra haré correr la voz el doble de rápido, señor.
Tras un trayecto largo y repleto de baches, el camión les dejó en el centro de Dickens. Diamond tocó el asfalto con los pies descalzos y, acto seguido, comenzó a apoyarse en un pie y luego en otro, alternando.
– ¡Qué raro! -exclamó-. No me gusta.
– Diamond, estoy segura de que caminarías sobre clavos sin rechistar -comentó Lou mientras miraba alrededor. Dickens no era ni un bache en la carretera comparado con lo que Lou estaba acostumbrada a ver, pero tras pasar un tiempo en la montaña le parecía que era la metrópoli más sofisticada que había visto en su vida. Aquel sábado por la mañana las aceras estaban repletas de personas, si bien algunas también caminaban por la calzada. La mayoría vestía bien, pero resultaba fácil identificar a los mineros ya que se avanzaban pesadamente, encorvados, y tosían sin cesar.
En la calle habían colgado una pancarta enorme que rezaba «EL CARBÓN ES EL REY» en letras tan negras como el mineral. Debajo de una viga que sobresalía de uno de los edificios a la cual se había atado la pancarta se encontraba una oficina de la Southern Valley Coal and Gas. Había una hilera de hombres entrando y otra saliendo, todos muy sonrientes y aferrándose unos al dinero en metálico y los otros a la promesa de un buen trabajo.
Los hombres, vestidos con terno y sombrero flexible de fieltro, arrojaban monedas de plata a los niños que esperaban impacientes en la calle. El concesionario de automóviles vendía más que nunca y las tiendas estaban repletas de artículos de calidad y de personas deseosas de comprarlos. Resultaba evidente que la prosperidad se había apoderado de aquel pueblo situado al pie de la montaña. En el ambiente se respiraba felicidad y energía, lo que provocó que Lou añorara la ciudad.
– ¿Cómo es que tus padres nunca te han traído aquí? -le preguntó a Diamond mientras caminaban.
– Porque nunca han tenido motivos para venir aquí -respondió él.
Se metió las manos en los bolsillos y observó un poste telefónico cuyos cables se introducían en un edificio. Luego vio saliendo de una tienda a un hombre encorvado con traje y a un niño con pantalones de deporte negros y una camisa de vestir que llevaba una enorme bolsa de papel llena. Los dos se encaminaron hacia uno de los coches aparcados junto a los bordillos de la calle y el hombre abrió la puerta. El niño miró a Diamond y le preguntó de dónde era.
– ¿Cómo sabes que no soy de aquí? -preguntó Diamond mientras lo miraba fijamente.
El chico observó el rostro y las prendas sucias de Diamond, sus pies descalzos y el cabello alborotado, luego subió al coche y cerró la puerta.
Continuaron caminando y pasaron por delante de la gasolinera Esso con los surtidores idénticos y un hombre sonriente con el uniforme de la empresa y rígido como la estatua del indio de los estancos. Luego escudriñaron a través del
cristal de una tienda Rexall, donde se liquidaba «todo lo que hay en el escaparate». Las dos docenas de artículos variados costaban unos tres dólares cada uno.
– No lo entiendo. Todo eso lo puede hacer uno mismo. No pienso comprarlo -dijo Diamond tras percatarse de que Lou tenía la tentación de entrar y comprar cuanto había en el escaparate.
– Diamond, hemos venido a gastarnos el dinero. Diviértete.
– Me estoy divirtiendo -repuso él frunciendo el entrecejo-. No me digas que no me estoy divirtiendo.
Pasaron junto al Dominion Café y sus letreros de Chero Coke y «SE VENDEN HELADOS», y entonces Lou se detuvo.
– Entremos -dijo.
Lou sujetó la puerta con fuerza, la abrió, lo cual hizo tintinear una campana, y entró. Oz la siguió. Diamond, se quedó fuera el tiempo suficiente para expresar su desagrado y luego se apresuró a entrar.
El local olía a café, humo de leña y tartas de fruta. Del techo colgaban paraguas a la venta. Había un banco junto a una de las paredes y tres taburetes atornillados al suelo con asientos verdes y acolchados frente a un mostrador que llegaba a la altura de la cintura. En las vitrinas había recipientes de cristal llenos de caramelos. Había también una sencilla máquina de helados y batidos y a través de unas puertas de cantina oyeron el ruido de platos y les llegó el- aroma de la comida cocinada. En un rincón había una estufa panzuda y la tubería para el humo, sujeta por un cable, atravesaba una de las paredes.
Un hombre con camisa blanca, mangas recogidas hasta el codo, corbata pequeña y delantal entró procedente de la cocina y se instaló detrás del mostrador. Tenía un rostro agradable y el cabello peinado con raya al medio, cubierto con abundante brillantina.
Los miró como si fueran una brigada del ejército de la Unión enviada por orden directa del general Grant para humillar un poco más a las buenas gentes de Virginia. Retrocedió un paso cuando los vio avanzar hacia él. Lou se sentó en uno de los taburetes y miró la carta escrita en cursiva en una pizarra. El hombre retrocedió un poco más. Deslizó la mano y los nudillos golpearon una vitrina colocada en la pared. La frase «NO SE FÍA» estaba escrita con gruesos trazos blancos en el cristal.
Lou, en respuesta a un gesto tan poco sutil, extrajo cinco billetes de un dólar y los alineó en el mostrador. El hombre vio el dinero y sonrió, dejando entrever un diente de oro. Acto seguido, Oz se sentó en otro taburete, se inclinó sobre el mostrador y olió los maravillosos aromas que llegaban a través de las puertas de bar. Diamond se quedó atrás, como si quisiera estar lo más cerca posible de la puerta por si tenían que salir corriendo.
– ¿Cuánto cuesta un trozo de tarta? -preguntó Lou.
– Cinco centavos -respondió el hombre sin apartar la mirada de los cinco dólares.
– ¿Y la tarta entera?
– Cincuenta centavos.
– Entonces con el dinero que tengo podría comprar diez tartas, ¿no?
– ¿Diez tartas? -exclamó Diamond-. ¡Toma ya!
– Exacto -se apresuró a responder el hombre-. Y también podemos hacértelas. -Miró a Diamond, de arriba abajo y preguntó-: ¿Va con vosotros?
– No, ellos van conmigo -dijo Diamond al tiempo que se dirigía sin prisa hacia el mostrador enganchando con los pulgares los tirantes del peto.
Oz observó otro letrero que había en la pared:
«SÓLO SE SIRVE A BLANCOS» -leyó en voz alta y luego, turbado, miró al hombre-. Bueno, nosotros somos rubios y Diamond es pelirrojo. ¿Significa eso que sólo sirven tarta a los viejos?
El hombre miró a Oz como si a éste le pasara «algo» en la cabeza, se metió un palillo entre los dientes y observó a Diamond.
– ¿De dónde eres, chico? ¿De la montaña?
– No, de la luna. -Diamond se inclinó hacia delante y sonrió de forma exagerada-. ¿Quieres ver mis dientes verdes?
Como si estuviera blandiendo una espada minúscula, el hombre agitó el palillo delante de la cara del chico.
– De modo que nos ha salido listillo. Pues ya puedes marcharte de aquí ahora mismo. Venga, andando. ¡Regresa a la montaña a la que perteneces y quédate allí!
En lugar de obedecer, Diamond se puso de puntillas, cogió uno de los paraguas que colgaban del techo y lo abrió.
El hombre salió de detrás del mostrador.
– No hagas eso. Da mala suerte.
– Vaya, pues ya lo he hecho. A lo mejor una roca cae rodando por la ladera de la montaña y te aplasta.
Antes de que el hombre le alcanzara, Diamond arrojó el paraguas abierto, el cual cayó sobre la máquina de soda e hizo que un chorro saliera disparado y manchara de marrón una de las vitrinas.
– ¡Eh! -gritó el hombre, pero Diamond ya se había marchado corriendo.
Lou se apresuró a recoger el dinero y se dispuso a abandonar el local seguida por su hermano.
– ¿Adónde vais? -preguntó el hombre.
– He decidido que no me apetece la tarta -respondió Lou afablemente, y salió del local.
– ¡Paletos! -le oyeron gritar.
Alcanzaron a Diamond y los tres se echaron a reír, los habitantes de Dickens pasaban por su lado y los miraban con curiosidad.
– Me alegro de que os lo estéis pasando tan bien -dijo una voz.
Se volvieron y vieron a Cotton, vestido con chaleco, corbata y abrigo, con el maletín en la mano y expresión alborozada.
– Cotton -dijo Lou-. ¿Qué haces aquí?
Cotton señaló hacia el otro lado de la calle y dijo:
– Pues resulta que trabajo aquí, Lou.
Los tres miraron hacia el lugar que había indicado. El juzgado se elevaba ante ellos, los bonitos ladrillos sobre el feo hormigón.
– Vaya, ¿qué hacéis por aquí? -preguntó.
– Louisa nos ha dado el día libre. Hemos estado trabajando duro -respondió Lou.
Cotton asintió.
– Ya lo creo.
Lou observó el bullicio que les rodeaba.
– Cuando vi este lugar por primera vez me sorprendí. Parece muy próspero.
Cotton miró en torno.
– Bueno, las apariencias engañan. Lo que sucede en esta parte del Estado es que nos dedicamos a una industria hasta que agotamos los recursos por completo. Primero fue la madera y ahora la mayoría de los trabajos depende del carbón. La gran parte de los negocios de por aquí depende de las personas que invierten dólares en la industria minera. Si eso desaparece este lugar dejará de parecer próspero. Un castillo de naipes se desmorona rápidamente. Quién sabe, es probable que dentro de cinco años Dickens ni siquiera exista. -Se volvió hacia Diamond y sonrió-. Pero los de la montaña seguirán aquí. Siempre logran arreglárselas. -Miró nuevamente a su alrededor-. Os diré algo: tengo que hacer varias cosas en el juzgado; hoy no hay ninguna sesión pero siempre hay algo de trabajo. Podríamos quedar allí dentro de dos horas y luego estaría encantado de invitaros a comer.
– ¿Dónde? -preguntó Lou.
– En un sitio que creo os gustará, Lou. Se llama New York Restaurant. Abre las veinticuatro horas y se puede desayunar, almorzar o cenar a cualquier hora del día o de la noche. Claro que en Dickens no hay muchas personas que estén levantadas después de las nueve de la noche, pero supongo que resulta alentador pensar que es posible tomar huevos revueltos, sémola de maíz y beicon a medianoche.
– Dos horas -repitió Oz-, pero no tenemos forma de saber qué hora es.
– Bueno, en el juzgado hay una torre del reloj, pero suele atrasarse. Mira, Oz, toma. -Cotton extrajo su reloj de bolsillo y se lo dio-. Úsalo y cuídalo. Es un regalo de mi padre.
– ¿Te lo regaló cuando decidiste venir aquí? -inquirió Lou.
– Eso mismo. Me dijo que tendría mucho tiempo libre y supongo que quería que siempre supiese qué hora era. -Se llevó una mano al ala del sombrero a modo de saludo-. Dos horas -repitió, y se alejó caminando.
– ¿Qué haremos durante las dos horas? -preguntó Diamond.
Lou miró a su alrededor y los ojos se le encendieron.
– Vamos -dijo y comenzó a correr-. Ha llegado la hora de que vea una peli, señor Diamond.
Durante casi dos horas estuvieron en un lugar bien remoto de Dickens, Virginia, los montes Apalaches y las preocupaciones de la vida diaria. Se sumergieron en la impresionante tierra de El mago de Oz, que gozaba de gran éxito en los cines de la zona. Cuando salieron, Diamond los acribilló a preguntas sobre cómo era posible lo que acababan de ver.
– ¿Es obra de Dios? -les preguntó en más de una ocasión en voz baja.
– Vamos o llegaremos tarde -apremió Lou al tiempo que señalaba el juzgado.
Cruzaron la calle corriendo y subieron los anchos escalones del juzgado. Un ayudante del sheriff, uniformado y con un bigote poblado, los detuvo.
– ¿Adónde creéis que vais?
– Tranquilo, Howard, vienen a verme -dijo Cotton saliendo por la puerta-. Puede que algún día sean abogados. Vienen a visitar los tribunales de justicia.
– Dios no lo quiera, Cotton, no necesitamos más abogados buenos -dijo Howard sonriendo y luego se retiró.
– ¿Os habéis divertido? -preguntó Cotton.
– Acabo de ver un león, un maldito espantapájaros y un hombre de hojalata en una pared enorme -dijo Diamond-, y todavía no sé cómo lo han hecho.
– ¿Queréis ver dónde trabajo cada día? -instó Cotton.
Los tres gritaron que sí. Antes de entrar Oz le devolvió el reloj de bolsillo a Cotton con aire de solemnidad.
– Gracias por cuidarlo, Oz.
– Han pasado dos horas justas -dijo el pequeño.
– La puntualidad es una virtud -dijo el abogado.
Entraron en el juzgado y Jeb se quedó fuera, esperándolos. El amplio pasillo estaba repleto de puertas a ambos lados, y sobre las mismas colgaban placas de latón que anunciaban «REGISTRO MATRIMONIAL», «RECAUDACIÓN DE IMPUESTOS», «NACIMIENTOS Y DEFUNCIONES», «ABOGADO DEL ESTADO», etcétera. Cotton les explicó cada una de las funciones y luego les mostró la sala del tribunal, tras lo cual Diamond dijo que nunca había visto un sitio que fuera tan grande como aquél. Cotton les presentó a Fred, el funcionario del juzgado, que acababa de salir de otra dependencia cuando habían entrado. Les informó que el juez Atkins se había ido a almorzar.
En las paredes había retratos de hombres canos vestidos con togas negras. Los niños pasaron las manos por la madera labrada y, por turnos, se sentaron en el estrado y en la tribuna del jurado. Diamond quiso sentarse en la silla del juez pero ni Cotton ni Fred creyeron que fuera buena idea. Diamond, aprovechando los momentos en que no le miraban, se sentó de todas maneras y luego se marchó, henchido como un gallito, hasta que Lou, que había visto la infracción, le dio un golpe en las costillas y le bajó los humos.
Salieron del juzgado y se encaminaron al siguiente edificio, que albergaba varios despachos pequeños, entre los que se encontraba el de Cotton. Era una estancia grande con un suelo de roble que crujía y estanterías en tres de las paredes sobre las que descansaban libros de Derecho gastados, cajas de testamentos y escrituras, y un bonito ejemplar de los Estatutos de Virginia. Un enorme escritorio de nogal, repleto de documentos y con un teléfono, ocupaba el centro de la habitación. Había un viejo cajón que hacía las veces de papelera y, en un rincón, un perchero. De éste no colgaba sombrero alguno, y en el lugar en que debían estar los paraguas sólo se veía una vieja caña de pescar. Cotton dejó que Diamond marcara un número en el teléfono y hablara con Shirley, la operadora. El chico estuvo a punto de morirse del susto cuando oyó una voz áspera al otro lado de la línea.
Cotton les enseñó a continuación el apartamento en que vivía, ubicado en la parte superior del mismo edificio. Tenía una cocina pequeña, repleta de verduras en conserva, tarros de melaza y pan y encurtidos, sacos de patatas, mantas y faroles, entre muchos otros objetos.
– ¿De dónde has sacado todo eso? -preguntó Lou.
– La gente no siempre cuenta con dinero. A veces pagan las facturas con lo que tienen. -Abrió una nevera pequeña y les enseñó trozos de pollo, ternera y beicon. No puedo ponerlo en el banco, pero de lo que no cabe duda es de que sabe mucho mejor que el dinero.
Había un dormitorio minúsculo con un catre de tijera, una lamparita en una pequeña mesa de noche y otra habitación más grande tan llena de libros que parecía imposible que cupieran más.
Mientras observaban las pilas de libros Cotton se quitó las gafas.
– No es de extrañar que me esté quedando ciego -dijo.
– ¿Te has leído todos los libros? -preguntó Diamond, sorprendido.
– Me declaro culpable. De hecho, muchos los he leído más de una vez.
– En una ocasión leí un libro -dijo Diamond, no sin orgullo.
– ¿Cómo se titulaba? -preguntó Lou.
– No me acuerdo bien, pero estaba lleno de dibujos. No, retiro lo dicho, he leído dos libros contando la Biblia.
– Creo que la Biblia cuenta, Diamond -dijo Cotton, sonriendo-. Ven aquí, Lou. -Cotton le enseñó una estantería repleta de volúmenes cuidadosamente ordenados; muchos de ellos eran obras de autores famosos encuadernadas en cuero-. Éste es el lugar reservado para mis escritores favoritos.
Lou observó los títulos y, acto seguido, vio todas las novelas y recopilaciones de cuentos que su padre había escrito. Cotton intentaba congraciarse pero Lou no estaba de humor para ello.
– Tengo hambre -dijo Lou-. ¿Podemos comer ya?
En el New York Restaurant no servían nada ni remotamente parecido a la oferta de Nueva York, pero la comida era buena y Diamond se tomó el primer refresco de su vida. Le gustó tanto que se bebió otros dos. Luego caminaron por la calle, saboreando caramelos de menta. Entraron en una tienda de saldos y oportunidades y Cotton les explicó que, debido a la inclinación de la tierra, las seis plantas de la tienda estaban a ras del suelo, hecho del que se había llegado a hablar en los medios de comunicación nacionales.
– Dickens destaca por los ángulos únicos que forma la tierra -dijo, riendo entre dientes.
La tienda estaba repleta de artículos de confección, herramientas y productos alimenticios. El intenso aroma del café y del tabaco parecía haberse adueñado del lugar. Varias colleras colgaban junto a unas estanterías con bobinas de hilo,
colocadas cerca de unos enormes barriles llenos de dulces. Lou compró varios pares de calcetines para ella y una navaja para Diamond, quien se mostró reacio a aceptarla hasta que Lou le dijo que, a cambio, tendría que tallarle algo. También compró un osito de peluche para Oz, y se lo dio sin decirle nada sobre el destino del otro.
Lou desapareció durante unos minutos y regresó con un regalo para Cotton. Era una lupa.
– Así podrás leer mejor todos esos libros -le dijo, sonriendo.
– Gracias, Lou. -Cotton le devolvió la sonrisa-. Así, cada vez que abra un libro, me acordaré de ti.
Lou le compró un chal a Louisa y un sombrero de paja a Eugene. Oz le pidió dinero prestado y se fue con Cotton a curiosear. Cuando volvieron llevaba un paquete envuelto en papel marrón y se negó categóricamente a revelar qué era.
Tras pasear por el pueblo, mientras Cotton les enseñaba cosas que Lou y Oz ya habían visto pero que Diamond no, entraron en el Oldsmobile de Cotton, que estaba aparcado frente al juzgado. Salieron de Dickens, Diamond y Lou apretados en el asiento trasero descubierto y Oz y Jeb en el delantero junto a Cotton. El sol comenzaba a descender y la brisa les resultaba agradable. Tenían la sensación de que no existía nada más hermoso que el sol poniéndose tras las montañas.
Pasaron por Tremont y al poco cruzaron el pequeño puente situado cerca de McKenzie's e iniciaron el ascenso. Llegaron a un cruce con la vía del tren y en lugar de proseguir por la carretera Cotton viró y condujo el Oldsmobile por las vías.
– Es mejor que por la carretera -explicó-. Ya la retomaremos después. En las estribaciones hay asfalto y macadán, pero aquí no. Las carreteras de la montaña se construyeron con manos que usaban picos y palas. La ley decía que cualquier hombre sano entre dieciséis y sesenta años tenía que ayudar a construir las carreteras durante diez días al año con sus propias herramientas y sudor. Sólo se libraban los profesores y los curas, aunque supongo que esos trabajadores rezarían de vez en cuando. Hicieron un buen trabajo, construyeron unos ciento treinta kilómetros de carretera en cuarenta años, pero viajar por la misma todavía deja el trasero dolorido.
– ¿Y si viene un tren? -preguntó Oz, preocupado.
– Entonces supongo que tendremos que apartarnos -contestó Cotton.
Finalmente, oyeron el pitido y Cotton detuvo el coche en un lugar seguro y esperó. A los pocos minutos un tren cargado hasta los topes pasó junto a ellos, como si fuera una serpiente de enormes dimensiones. Avanzaba lentamente porque en las vías había muchas curvas.
– ¿Lleva carbón? -inquirió Oz al tiempo que observaba las grandes piedras que se veían en los vagones.
Cotton negó con la cabeza.
– Es coque. Se extrae del cisco y se prepara en los hornos. Lo llevan a las plantas de laminación de acero. -Sacudió lentamente la cabeza-. Los trenes llegan vacíos y se van llenos. Carbón, coque, madera… Nunca traen nada, excepto más mano de obra.
En un ramal de la línea principal, Cotton les señaló una población minera compuesta de pequeñas casas idénticas con una vía férrea justo en el centro y una tienda de la empresa que, según les explicó Cotton, que conocía el lugar, estaba repleta de artículos. Una larga serie de edificaciones de ladrillo adosadas con forma de colmena ocupaba uno de los caminos. En todas había una puerta metálica y una chimenea cubierta de suciedad. De los cañones de las chimeneas se elevaban columnas de humo que ennegrecían más aún el cielo oscuro.
– Hornos de coque -explicó Cotton.
Vieron una casa grande frente a la cual estaba aparcado un resplandeciente y nuevo Chrysler Crown Imperial. Cotton les dijo que era la casa del encargado de la mina. Al lado había un corral con varias yeguas y un par de añojos saltando y correteando.
– Tengo que ocuparme de un asunto personal -dijo Diamond, que ya había comenzado a desabrocharse los tirantes del peto-. Demasiados refrescos. Iré detrás de esa cabaña; no tardaré nada.
Cotton detuvo el coche, Diamond se apeó y se alejó corriendo. Cotton y los niños hablaron mientras esperaban, y el abogado les explicó otros asuntos de interés.
– Ésta es una explotación hullera de Southern Valley. Se llama Clinch Número Dos. Da mucho dinero, pero el trabajo es muy duro, y tal como la empresa gestiona las tiendas los mineros acaban debiendo más a la empresa de lo que les pagan. -Cotton guardó silencio y miró pensativo en la dirección en que Diamond se había ido, con el ceño fruncido, y luego prosiguió-. Los mineros también enferman y mueren de neumoconiosis o a consecuencia de derrumbamientos, accidentes y cosas parecidas.
Se oyó un pitido y vieron emerger de la entrada de la mina a un grupo de hombres con el rostro ennegrecido y, probablemente, exhaustos. Un grupo de mujeres y niños corrió a su encuentro; todos se encaminaron hacia las casas idénticas, las fiambreras metálicas de la comida y sacando los cigarrillos y las petacas para echar un trago. Otro grupo de hombres, que parecían tan agotados como los anteriores, paró lentamente por su lado para ocupar su lugar bajo la superficie de la tierra.
– Antes había tres turnos, pero ahora sólo hay dos -informó Cotton-. El carbón se está acabando.
Diamond regresó y se subió de un salto al asiento trasero.
– ¿Estás bien, Diamond? -preguntó Cotton.
– Ahora sí -respondió el chico al tiempo que esbozaba una sonrisa y se le encendían los felinos ojos verdes.
Louisa se enfadó cuando supo que habían estado en Dickens. Cotton le explicó que no debería haber retenido a los niños tanto tiempo y que, por lo tanto, él era el culpable. Sin embargo, Louisa replicó que recordaba que su padre había hecho lo mismo y que era difícil eludir el espíritu de los antepasados, así que no pasaba nada. Louisa aceptó el chal, emocionada hasta las lágrimas, y Eugene se puso el sombrero y aseguró que era el mejor regalo que le habían hecho en toda la vida.
Tras la cena Oz se excusó y se dirigió al dormitorio de su madre. Lou, curiosa, lo siguió y se puso a espiarlo por la pequeña rendija que quedaba entre la puerta y la pared. Oz desenvolvió cuidadosamente el paquete que había comprado en el pueblo y sostuvo con firmeza un cepillo para el pelo. El rostro de Amanda transmitía serenidad, y como de costumbre, tenía los ojos cerrados. Para Lou su madre era una princesa que yacía medio moribunda, y ninguno de ellos poseía el antídoto necesario para devolverla a la vida. Oz se arrodilló en la cama y comenzó a cepillarle el pelo a Amanda y a contarle lo bien que se lo habían pasado ese día. Lou vio que le costaba utilizar el cepillo, de modo que entró para ayudarlo. Sostuvo los cabellos de su madre y le enseñó a Oz cómo debía manejar el cepillo. A Amanda le había crecido el pelo, pero todavía era corto.
Más tarde Lou se retiró a su habitación, puso a un lado los calcetines que se había comprado, se tumbó en la cama completamente vestida, pensando en el maravilloso día que habían pasado en el pueblo, y no cerró los ojos ni una vez hasta que llegó la hora de ordeñar las vacas a la mañana siguiente.