26

Cotton apareció con Diamond al cabo de una semana y dio unas pequeñas banderas americanas a Lou, Oz y Eugene. También trajo una lata de veinte litros de gasolina, que vació en el depósito del Hudson.

– No cabemos todos en el Olds -explicó-. Y me hice cargo de un problema de propiedades que tuvo Leroy Meekins, el encargado de la gasolinera Esso. Sin embargo, a Leroy no le gusta pagar en efectivo, por lo que puede decirse que ahora mismo estoy bien surtido de productos derivados del petróleo.

Con Eugene al volante, los cinco bajaron a Dickens a ver el desfile. Louisa se quedó para cuidar de Amanda, pero prometieron traerle algún regalito.

Comieron muchos perritos calientes con un montón de mostaza y catsup, y algodones de azúcar y refrescos suficientes para que los niños tuvieran que ir a los baños públicos con mucha frecuencia. Había concursos de habilidad en las casetas instaladas por todas partes, y Oz arrasó en todas las que había que lanzar algo para derribar lo que fuera. Lou le compró un bonito sombrero a Louisa y dejó que Oz lo llevara en una bolsa de papel.

El pueblo estaba adornado con banderolas de color rojo, blanco y azul y tanto los habitantes de la localidad como los de las montañas iban agolpándose a ambos lados de la calle a medida que bajaban las carrozas. Estas barcazas de tierra iban tiradas por caballos, muías o carros y representaban los momentos estelares de la historia de América, la cual, para la inmensa mayoría de los virginianos, se había producido en el estado de Virginia. En una de esas carrozas había un grupo de niños, que representaban las treces colonias originales; uno de ellos llevaba los colores de Virginia, que eran mucho mayores que las banderas de otros niños y además vestía el traje más vistoso. Un regimiento de veteranos de guerra condecorados de la zona desfilaba al lado, incluidos varios hombres delgados y con una barba bien larga que afirmaban haber servido tanto con el honorable Bobby Lee como con el sumamente beato Stonewall Jackson.

Una de las carrozas, patrocinada por Southern Valley, estaba dedicada a la extracción del carbón y tiraba de ella un camión Chevrolet adaptado y pintado de color dorado. No había ningún minero con la cara negra y la espalda inclinada a la vista, sino que, en pleno centro de la barcaza, sobre una plataforma elevada que simulaba un volquete para el carbón, había una hermosa joven rubia, con un cutis perfecto y la dentadura blanquísima, llevando una banda que rezaba «MISS CARBÓN BITUMINOSO 1940» y saludando con la mano de forma tan mecánica como una muñeca de cuerda. Incluso el más duro de entendederas de entre los miembros del público habría sido capaz de advertir la relación implícita entre los trozos de roca negra y el recipiente dorado que tiraba de los mismos. Y los hombres jóvenes y viejos recibieron a la belleza que desfilaba con la típica reacción de vítores y silbidos. De pie al lado de Lou había una mujer vieja y jorobada que le dijo que su esposo y sus tres hijos trabajaban en las minas. Observó a la reina de la belleza con una mirada de desdén y luego comentó que probablemente aquella joven no hubiera estado cerca de una mina en toda su vida y que sería incapaz de reconocer un trozo de carbón en el mismísimo infierno.

Los mandamases del pueblo pronunciaron discursos grandilocuentes que motivaron los aplausos entusiastas del público. El alcalde pontificó desde un escenario improvisado, arropado por hombres sonrientes y con ropa cara que, según le explicó Cotton a Lou, eran directivos de Southern Valley. El alcalde era joven y dinámico, tenía el pelo lacio y brillante, lucía un buen traje y una cadena y un reloj modernos, aparte de transmitir un entusiasmo inagotable con su radiante sonrisa y sus manos alzadas al cielo, como si estuviera preparado para abalanzarse sobre cualquier arco iris que intentara escapársele de las manos.

– El carbón es el rey -anunció el alcalde por un micrófono de sonido metálico que era casi tan grande como su cabeza-. Y entre la guerra que se está fraguando al otro lado del Atlántico y los poderosos Estados Unidos de América construyendo barcos, armas y tanques a un ritmo febril, la demanda de las plantas de laminación de acero harán que el coque, nuestro buen coque de Virginia, suba como la espuma. La prosperidad está aquí en abundancia, y aquí se quedará. No sólo nuestros hijos vivirán el glorioso sueño americano, sino también sus hijos. Y todo será gracias al buen trabajo de gente como la de Southern Valley y su implacable voluntad de extraer el negro mineral que conduce a este pueblo a la grandeza. Tened por seguro, amigos, que nos convertiremos en la Nueva York del sur. Un día, algunos mirarán atrás y dirán: «¿Quién iba a imaginar la suerte excepcional que el destino depararía a la gente de Dickens, Virginia?» Pero vosotros ya lo sabéis porque os lo estoy diciendo ahora mismo. ¡Un viva por Southern Valley y Dickens, Virginia!

El eufórico alcalde lanzó su canotié al aire. La multitud se unió a él en los vítores y más sombreros fueron catapultados por encima de las cabezas. Aunque Diamond, Lou, Oz, Eugene y Cotton también aplaudieron y los niños se miraron los unos a los otros sonriendo, Lou advirtió que la expresión de Cotton no era precisamente de optimismo.

Al caer la noche contemplaron una exhibición de fuegos artificiales que dio color a la noche, y luego el grupo subió al Hudson y se marchó del pueblo. Acababan de pasar por delante del juzgado cuando Lou preguntó a Cotton sobre el discurso del alcalde y su reacción poco entusiasta ante el mismo.

– Bueno, ya he visto a este pueblo prosperar y luego decaer -declaró-, y suele ocurrir cuando los políticos y los empresarios están más entusiasmados. De modo que no sé. Quizás esta vez sea distinto, pero no estoy seguro.

Lou reflexionó al respecto mientras el fragor de la celebración iba quedando atrás. Llegó un momento en que se apagaron por completo y los reemplazó el ulular del viento a través de las rocas y los árboles, mientras regresaban a la montaña.

No había llovido demasiado, pero Louisa todavía no estaba preocupada, si bien rezaba todas las noches para que se abrieran los cielos y bramaran con fuerza y durante un buen rato. Estaban desherbando el maizal, hacía calor y las moscas y mosquitos resultaban especialmente molestos. Lou escarbó la tierra como si algo no estuviera bien.

– Ya hemos plantado las semillas. ¿No pueden crecer solas?

– Hay muchas cosas que van mal en la agricultura, y un par de ellas suele ocurrir siempre -respondió Louisa-. Y el trabajo no se acaba nunca, Lou. Aquí las cosas son así.

Lou se colocó el azadón al hombro.

– Lo único que digo es que más vale que este maíz sepa bien.

– Lo que produzca este maizal -explicó Louisa- será para los animales.

Lou estuvo a punto de soltar la azada.

– ¿Estamos haciendo todo esto para alimentar a los animales?

– Trabajan duro para nosotros; debemos hacer lo mismo por ellos. También tienen que comer.

– Sí, Lou -intervino Oz mientras atacaba la tierra con golpes vigorosos-. ¿Cómo van a engordar los cerdos si no comen?

Trabajaron en las colinas de maíz, codo con codo bajo un sol de justicia. El chirrido de los grillos les llegaba desde todas partes. Lou dejó de lado la azada por un instante y observó a Cotton conduciendo hasta la casa y bajarse del coche.

– El hecho de que Cotton venga todos los días y lea a mamá hace que Oz piense que va a mejorar -le comentó a Louisa, en voz baja para que su hermano no la oyera.

Louisa cavó con la azada alrededor de un montoncillo con la energía de una persona joven y la destreza de una mayor.

– Tienes razón, es terrible que Cotton deba ayudar a tu mamá.

– No lo decía en ese sentido. Cotton me cae bien.

Louisa se detuvo y se apoyó en la azada.

– No me extraña, porque Cotton es una de las mejores personas que conozco. Me ha ayudado en muchos momentos difíciles desde que llegó aquí. No sólo asesorándome como abogado, sino doblando la espalda. Cuando Eugene se hizo daño en la pierna, vino aquí todos los días durante un mes para trabajar el campo cuando podría haber estado en Dickens ganando dinero. Ayuda a tu madre porque quiere que mejore. Quiere que pueda volver a abrazaros a ti y a Oz.

Lou no respondió a ese comentario, y volvió a concentrarse en la azada, pero golpeaba en vez de cortar. Louisa volvió a enseñarle cómo se hacía y la muchacha aprendió la técnica adecuada rápidamente.

Trabajaron un rato más en silencio, hasta que Louisa se enderezó y se frotó la espalda.

– El cuerpo me pide un poco de descanso, pero también querrá comer cuando llegue el invierno.

Lou contempló la campiña. El cielo parecía pintado de un azul intenso y daba la impresión de que los árboles llenaban todos los huecos con un verde seductor.

– ¿Cómo es que papá nunca volvió? -preguntó Lou con voz queda.

– No existe ninguna ley que diga que una persona tiene que volver a su casa -repuso.

– Pero escribió sobre eso en sus libros. Yo sé que le gustaba este lugar.

Louisa miró a la muchacha y dijo:

– Vamos a beber algo frío.

Le dijo a Oz que descansara un poco, que ellas irían en busca de un poco de agua. El chico soltó la azada de inmediato, cogió unas piedras y empezó a lanzarlas y a gritar con cada lanzamiento, de una forma que sólo los niños parecían poder hacerlo. Últimamente le había dado por colocar una lata encima de un poste y luego lanzarle piedras hasta hacerla caer. Se le daba tan bien que le bastaba con un solo lanzamiento fuerte para conseguir que la lata volase por los aires.

Lo dejaron entreteniéndose de ese modo y se fueron al cobertizo del arroyo, que estaba en una de las vertientes de la ladera situada bajo la casa y que recibía la sombra de un roble inclinado, varios fresnos y unos rododendros gigantes. Al lado de esta especie de cabaña se hallaba el tocón de un álamo, del que sobresalía el extremo de un panal, rodeado de un enjambre de abejas.

Cogieron tazas metálicas de unos ganchos que había en la pared y las sumergieron en el agua antes de sentarse a beber en el exterior. Louisa recogió las hojas verdes de un tártago que crecía cerca del cobertizo del arroyo y entonces vieron las hermosas flores violetas que aquél ocultaba.

– Uno de los pequeños secretos de Dios -explicó.

Lou estaba ahí sentada con la taza entre las rodillas, mirando y escuchando a su bisabuela bajo la apacible sombra mientras Louisa señalaba otras cosas interesantes.

– Ahí hay una oropéndola. Ya no se ven muchas, no sé por qué. -Señaló otro pájaro posado en la rama de un arce-. Es un chotacabras. No me preguntes de dónde ha salido ese nombre porque no lo sé. -Hizo una pausa, se le ensombreció el semblante y prosiguió en un tono grave-: La madre de tu padre nunca fue feliz aquí. Era del valle de Shenandoah. Mi hijo Jake la conoció en un concurso de baile de esos en los que el premio es un pastel. Se casaron demasiado rápido y se instalaron aquí en una especie de cabaña. Pero yo sé que a ella le gustaba más la ciudad. El valle era un sitio atrasado para ella. Dios mío, estas montañas debían de parecerle la prehistoria a la pobre chica. Pero tenía a tu padre, y los años siguientes sufrimos la peor sequía que he visto en mi vida. Cuanto menos llovía, más duro trabajábamos. Mi hijo pronto perdió lo que tenía y se vinieron a vivir con nosotros. Seguía sin llover. Perdimos los animales, perdimos casi todo lo que teníamos. -Louisa apretó las manos y luego las abrió-. Pero conseguimos salir adelante. Y entonces llegaron las lluvias y mejoró nuestra situación. Sin embargo, cuando tu padre tenía siete años su madre se hartó de esta vida y se marchó. Nunca se había preocupado por aprender a cuidar de la granja ni tampoco a cocinar, así que de todos modos a Jack no le resultaba de gran ayuda.

– Pero ¿Jack no quiso irse con ella?

– Oh, supongo que sí, porque era una mujer muy guapa y un hombre joven siempre es un hombre joven. No es que estén precisamente hechos de piedra. Pero ella no quería que la acompañara, no sé si me entiendes, ya que él era montañés y todo eso. Y tampoco quería a su propio hijo. -Louisa sacudió la cabeza al recordar aquellos hechos dolorosos-. Y, claro, Jack nunca lo superó. Poco después, su padre murió, lo cual no mejoró en nada la situación. -Esbozó una sonrisa-. Pero tu padre era la alegría de nuestras vidas. Aun así veíamos morir un poco cada día a un hombre al que amábamos, y nos sentíamos impotentes. Dos días después de que tu padre cumpliera diez años, Jake murió. Algunos dicen que sufrió un ataque al corazón. Yo digo que más bien éste se le partió de pena. Entonces nos quedamos sólo tu padre y yo. Pasamos buenos ratos, Lou, nos queríamos mucho. Pero tu padre sufría terriblemente. -Se calló unos momentos y tomó un sorbo de agua fría-. Pero todavía me pregunto por qué no volvió ni una sola vez.

– ¿Te recuerdo a él? -preguntó Lou con voz queda.

Louisa sonrió.

– La misma pasión, la misma tozudez. También un gran corazón. Igual que como eres con tu hermano. No pasaba día sin que tu padre me hiciera reír al menos un par de veces. Cuando me levantaba y justo antes de acostarme. Decía que quería que empezara y acabara el día con una sonrisa.

– Ojalá mamá hubiera dejado que te escribiéramos. Decía que algún día, pero nunca llegó.

– Cuando recibí la primera carta fue como si me hubieran derribado con un palo. En ocasiones contestaba, pero tengo la vista muy mal. Y el papel y los sellos escasean.

Lou parecía sentirse muy violenta.

– Mamá le pidió a papá que volvieran a Virginia.

– ¿Y qué dijo tu padre? -preguntó Louisa, sorprendida.

Lou no podía decirle la verdad.

– No lo sé.

– Oh -se limitó a susurrar Louisa.

Lou se dio cuenta de que estaba empezando a enfadarse con su padre, algo que no recordaba que le hubiera ocurrido con anterioridad.

– Me cuesta creer que te dejara aquí sola.

– Yo le obligué a marcharse. La montaña no es un sitio para alguien como él. Tenía que compartir al muchacho con el mundo. Y tu padre me escribió todos esos años y me dio

dinero cuando lo necesité. Se ha portado bien conmigo. Nunca pienses mal de él por esto.

– Pero ¿no te dolió que nunca volviera?

Louisa rodeó a la niña con el brazo.

– Sí que volvió. Tengo conmigo a las tres personas que él más amaba en este mundo.

Había sido una cabalgada dura por el estrecho sendero que a menudo se perdía entre una maraña de arbustos, lo cual obligaba a Lou a desmontar y guiar a la yegua. No obstante era un trayecto agradable, porque los pájaros trinaban y el díctamo asomaba por entre las pilas de pizarra. Había pasado por cuevas secretas rodeadas de piedra de las que sobresalían sauces. Muchas de las cuevas estaban adornadas con cálices espumosos de agua de manantial. Había terrenos de casas abandonadas desde hacía tiempo, la retama crecía alrededor de los restos de las chimeneas.

Al final, siguiendo las indicaciones que Louisa le había dado, Lou llegó a la pequeña casa del claro. Echó un vistazo a la propiedad. Parecía harto probable que en otro par de años esta finca también sucumbiera al acoso de la naturaleza que la rodeaba por todas partes. Los árboles se extendían por encima del tejado que tenía casi tantos agujeros como tejas. En varias ventanas faltaba el cristal; un árbol joven crecía por una abertura del porche delantero, y había un zumaque salvaje adherido a la barandilla astillada del porche. La puerta delantera colgaba de un solo clavo; de hecho, la habían sujetado de forma que siempre permaneciera abierta. Sobre el dintel había una herradura, de la buena suerte, supuso Lou, y buena falta parecía hacerle al lugar. Los campos circundantes también estaban cubiertos de maleza. Sin embargo, el patio de tierra aparecía limpio de hierbajos e incluso había un pequeño arriate de peonías y lilas y junto a un pequeño pozo de manivela florecía una gran madreselva. Un rosal crecía a

uno de los lados de la casa. Lou había oído decir que las rosas crecían con fuerza cuando estaban desatendidas. Si eso era cierto, aquél era el rosal más descuidado que Lou había visto en su vida, ya que estaba inclinado por el peso de sus flores, de un color rojo intenso. Jeb dobló la esquina y ladró al jinete y al caballo. Cuando Diamond salió de la casa, se paró en seco y miró alrededor como si buscara un lugar donde esconderse.

– ¿Qué haces aquí? -acertó a decir finalmente.

Lou desmontó y se arrodilló para jugar con Jeb.

– He venido a hacerte una visita. ¿Dónde están tus padres?

– Papá trabajando, y mamá ha ido a McKenzie's.

– Diles que he pasado a saludar.

Diamond se metió las manos en los bolsillos.

– Mira, tengo cosas que hacer -murmuró.

– ¿Como qué? -preguntó Lou al tiempo que se levantaba.

– Como pescar. Eso, he de ir a pescar.

– Pues voy contigo.

– ¿Tú sabes pescar? -preguntó Diamond, ladeando la cabeza.

– En Brooklyn hay un montón de sitios donde pescar.

Se colocaron en un embarcadero improvisado construido con unas pocas tablas de roble toscamente labrado que no estaban ni siquiera clavadas entre sí, sino sujetas entre las piedras que sobresalían de la orilla del amplio arroyo. Diamond enganchó un gusano rosado en el anzuelo mientras Lou miraba con cara de asco, y le pasó la otra caña.

– Ve a lanzar el anzuelo ahí.

Lou cogió la caña y vaciló.

– ¿Necesitas ayuda?

– Puedo hacerlo sola.

– Mira, esto es una caña del sur y supongo que tú estás acostumbrada a las modernas cañas norteñas.

– Tienes razón, eso es lo que uso: caña norteña.

En su honor, Diamond no esbozó ni una sola sonrisa sino que cogió la caña, le enseñó a sujetarla y luego la lanzó con una técnica casi perfecta.

Lou observó los movimientos con atención, llevó a cabo un par de lanzamientos de práctica y luego hizo uno bastante bueno.

– Vaya, éste ha sido casi tan bueno como los míos -dijo Diamond con la debida modestia sureña.

– En un par de minutos más lo haré mejor que tú -afirmó ella con timidez.

– Todavía tienes que pescar algo -replicó Diamond animosamente.

Media hora más tarde él había pescado su tercera lubina y la acercó a la orilla mediante movimientos regulares. Lou lo miraba completamente impresionada por su habilidad, pero era una muchacha muy competitiva y duplicó sus esfuerzos para vencer a su compañero de pesca.

Al final, su caña se tensó y la arrastró hacia el agua. Con un fuerte tirón, la levantó y un grueso siluro asomó medio cuerpo fuera del agua.

– ¡Cielo santo! -exclamó Diamond al ver que el pez saltaba y volvía a sumergirse en el agua-. Es el siluro más grande que he visto en mi vida. -Hizo ademán de coger la caña.

– ¡Lo tengo, Diamond! -gritó Lou. El muchacho dio un paso atrás y observó la lucha, bastante equilibrada, entre la chica y el pez. Al principio Lou parecía ir ganando, el sedal se tensaba y luego se aflojaba, mientras Diamond le daba consejos y le dedicaba palabras de aliento. Lou resbaló y se deslizó por el inestable muelle, una de las veces estuvo a punto de caer al agua, antes de que Diamond la agarrara por el peto y la arrastrara hacia él.

Sin embargo, al final, Lou se cansó y reconoció con voz entrecortada:

– Necesito ayuda.

Tirando los dos a la vez de la caña y del sedal consiguieron arrastrar el pez hasta la orilla. Diamond se agachó, lo sacó del agua y lo dejó caer sobre los tablones, donde estuvo dando coletazos a un lado y a otro. Con lo carnoso y grueso que era, dijo que sería un buen manjar. Lou se agachó y observó orgullosa su presa, aunque la hubieran ayudado a conseguirla. Mientras miraba atentamente al pez, éste coleteó una vez más, saltó en el aire, escupió agua y entonces el anzuelo se le salió de la boca. Lou gritó y dio un respingo, chocó contra Diamond y los dos cayeron al agua. Salieron a la superficie farfullando y vieron cómo el siluro se acercaba al borde del muelle, caía al agua y desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Diamond y Lou se miraron el uno al otro por un angustioso instante y luego comenzaron a salpicarse mientras sus carcajadas resonaban en las montañas circundantes.

Lou estaba sentada delante de la chimenea mientras Diamond avivaba el fuego para que se secaran. El muchacho fue a buscar una manta vieja que a Lou le pareció que olía a Jeb, a moho o a ambos, pero le dio las gracias cuando se la puso sobre los hombros. Por dentro, la casa estaba sorprendentemente limpia y ordenada, aunque había pocos muebles y se notaba que eran de fabricación casera. En la pared Lou vio una foto vieja de Diamond con un hombre que supuso era su padre. No había ninguna fotografía que pudiera atribuir a su madre. Mientras el fuego iba tomando cuerpo, Jeb se tumbó junto a ella y empezó a perseguir unas pulgas que tenía en el pelaje.

Diamond quitó las escamas de las lubinas con destreza, las atravesó con una palmeta, de la boca a la cola, y las asó en el fuego. Acto seguido, cortó una manzana e hizo caer el jugo en el interior de la carne. Le enseñó a Lou a extraer la carne blanca y sabrosa que envolvía las pequeñas espinas. Comieron con los dedos, y les supo a gloria.

– Tu padre era muy guapo -afirmó Lou, señalando la foto.

Diamond lanzó una mirada a la fotografía.

– Sí, sí que era guapo. -Respiró hondo y miró a Lou.

– Louisa me lo contó -dijo ella.

El muchacho se levantó y atizó el fuego con un palo torcido.

– No quiero que uses trucos conmigo.

– ¿Por qué no me lo contaste?

– ¿Por qué iba a hacerlo?

– Porque somos amigos.

Esa frase pareció tranquilizar a Diamond, que volvió a sentarse.

– ¿Echas de menos a tu madre? -preguntó Lou.

– No, ¿por qué? Nunca la conocí -repuso él, y se le ensombreció el semblante-. Murió cuando yo nací.

– Lo sé, pero aun así puedes echarla de menos, aunque no la conocieras.

Él asintió, mientras se rascaba distraídamente la mejilla sucia con el pulgar.

– A menudo pienso en cómo sería mi madre. No tengo ninguna foto de ella. Mi padre me la describió varias veces, pero no es lo mismo. -Se calló, empujó con suavidad un trozo de leña con un palo y añadió-: Sobre todo me pregunto qué voz tendría y por su olor. La forma en que su cabello y sus ojos reflejarían la luz. Pero también echo de menos a mi padre, porque era un buen hombre. Me enseñó todo lo necesario. A cazar, a pescar. -La miró-. Supongo que tú también echas de menos a tu padre.

Lou se sintió incómoda. Cerró los ojos unos momentos y asintió.

– Sí, lo echo de menos.

– Eres afortunada: aún tienes a tu madre.

– No, no la tengo. No la tengo, Diamond.

– Ahora parece que está mal, pero se pondrá bien. La gente sólo desaparece cuando se la olvida. Yo no sé mucho, pero eso lo sé.

Lou quería decirle que él no lo entendía. Él había perdido a su madre, no cabía duda. Con respecto a su propia madre, Lou pisaba un terreno de arenas movedizas. Además, Lou tenía que cuidar de Oz.

Se sentaron a escuchar el crepitar del fuego mientras los árboles, los insectos, los animales y los pájaros seguían con sus vidas.

– ¿Cómo es que no vas al colegio? -preguntó Lou.

– Tengo catorce años y me va bien así.

– Dijiste que habías leído la Biblia.

– Sí, algunas personas me leen fragmentos.

– ¿Sabes firmar?

– Qué más da, aquí todo el mundo sabe quién soy. -Diamond se puso en pie, extrajo la navaja y marcó una X en la pared desnuda-. Así es como mi padre lo hizo toda su vida, y si a él le bastó, a mí también.

Lou se envolvió con la manta y contempló el baile de llamas mientras sentía que un extraño escalofrío la recorría por dentro.

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