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Mientras miraba por la ventanilla del tren pensó que nunca había sentido gran cosa por Nueva York. Era cierto que durante su infancia había disfrutado de su ecléctica oferta y había visitado museos, zoológicos y cines. Se había elevado por encima del mundo en la terraza de observación del Empire State Building, había gritado y se había reído de las payasadas de los ciudadanos atrapados en la dicha o el martirio, había contemplado momentos de una gran intimidad emocional y había presenciado muestras apasionadas de protesta pública. Muchas de esas caminatas las había hecho con su padre, quien en numerosas ocasiones le había dicho que ser escritor no era un mero trabajo sino un estilo de vida completamente absorbente. La misión de un escritor, le había explicado, era la misión de la vida, tanto en sus momentos de gloria como en su compleja fragilidad. Lou había tenido conocimiento de los resultados de tales observaciones y, del mismo modo, los escritores con más talento de la época le habían cautivado con sus reflexiones en la intimidad del modesto apartamento de dos dormitorios sin ascensor de los Cardinal en Brooklyn.

Su madre les había llevado a ella y a Oz a todos los distritos municipales de la ciudad y, así, gradualmente, les había sumergido en los distintos niveles sociales y económicos

de la civilización urbana, ya que Amanda Cardinal era una mujer muy culta que sentía una curiosidad extrema por esa clase de cosas. Los niños habían recibido una educación completa que había hecho que Lou respetara y siempre mostrara curiosidad por los otros seres humanos.

No obstante, la ciudad nunca había logrado entusiasmarla. Por el contrario, ir a Virginia sí que le ilusionaba. A pesar de haber vivido en Nueva York durante la mayor parte de su vida adulta, donde se hallaba rodeado de una enorme fuente de material para novelar que otros escritores habían elegido con gran éxito crítico y económico, Jack Cardinal había preferido ambientar todas sus novelas en el lugar al que el tren conducía a su familia en aquel momento: las montañas de Virginia que se elevaban en el dedo de la bota topográfica que formaba dicho estado. Puesto que su padre había considerado que aquel lugar era digno de su vida laboral a Lou le había costado poco decidir adónde iría.

Se hizo a un lado para que Oz también mirara por la ventanilla. Si la esperanza y el miedo pudieran condensarse en una sola emoción y reflejarse en un rostro, entonces sería en el de Oz. Parecía que Oz Cardinal se echaría a reír en cualquier momento o caería muerto de miedo. Sin embargo, por su rostro sólo se deslizaban lágrimas.

– Desde aquí parece más pequeña -comentó al tiempo que inclinaba la cabeza hacia la ciudad de luces artificiales y bloques de hormigón que se desvanecía rápidamente.

Lou asintió.

– Pero espera a ver las montañas de Virginia. Son enormes, siempre lo son, da igual cómo las mires.

– ¿Cómo lo sabes? Nunca las has visto.

– Por supuesto que las he visto. En los libros.

– ¿Parecen tan grandes sobre el papel?

Si Lou no lo hubiera sabido habría creído que Oz se estaba haciendo el listo, pero era consciente de que su hermano no poseía ni un ápice de maldad.

– Créeme, Oz, son grandísimas. También he leído sobre ellas en los libros de papá.

– No te has leído todos los libros de papá. Decía que todavía no eras lo bastante mayor.

– Bueno, he leído uno, y papá me leyó partes de los otros.

– ¿Hablaste con esa mujer?

– ¿Con Louisa Mae? No, pero quienes le escribieron dijeron que quería que viniéramos.

Oz caviló al respecto.

– Supongo que eso es bueno.

– Sí, lo es.

– ¿Se parece a papá?

Lou no supo qué contestar.

– Nunca he visto una foto suya.

La respuesta inquietó a Oz.

– ¿Crees que es mala y su aspecto nos asustará? En ese caso ¿podríamos regresar a casa?

– Virginia es ahora nuestra casa, Oz. -Lou le sonrió-. Su aspecto no nos asustará. Y no será mala. Si lo fuera, nunca habría aceptado cuidarnos.

– Pero las brujas a veces lo hacen, Lou. ¿Te acuerdas de Hansel y Gretel? Te engañan, porque quieren comerte. Todas lo hacen. Lo sé; yo también he leído libros.

– Mientras esté allí no te molestará ninguna bruja. -Le sujetó el brazo con firmeza, mostrándole su poderío, y Oz finalmente se relajó y miró a los otros ocupantes del compartimiento del tren.

Los amigos de Jack y Amanda Cardinal habían costeado el viaje y no liabían reparado en gastos a la hora de enviar a los niños a su nueva vida. De ahí que les acompañara una enfermera que se quedaría un tiempo razonable con ellos en Virginia para ocuparse de Amanda.

Por desgracia la enfermera contratada se había encomendado a sí misma la misión de imponer una disciplina férrea, como si los niños fuesen unos caprichosos, y de supervisar la salud de Amanda. Como era de esperar, ella y Lou no habían congeniado. Lou y Oz observaban a la enfermera, alta y huesuda, atender a la paciente.

– ¿Podemos estar un rato con ella? -preguntó Oz finalmente con un hilo de voz.

Para él, la enfermera era en parte una víbora y en parte un demonio como los de los cuentos y le asustaba más allá de lo imaginable. Oz creía que, en cualquier momento, la mano de la mujer se convertiría en un cuchillo y que él sería el blanco del mismo. La idea de que su bisabuela tuviera ciertos rasgos de bruja no procedía única y exclusivamente del desventurado cuento de Hansel y Gretel. Oz estaba convencido de que la enfermera se negaría, pero, sorprendentemente, accedió.

Mientras la mujer cerraba la puerta del compartimiento, Oz miró a Lou.

– Oz, se ha ido a fumar.

– ¿Cómo sabes que fuma?

– Si las manchas de nicotina que tiene en los dedos no me hubieran bastado, el hecho de que apesta a tabaco sí lo habría hecho.

Oz se sentó junto a su madre, que estaba tumbada en la cama más baja de la litera con los brazos extendidos a los lados del cuerpo, los ojos cerrados y la respiración apenas perceptible.

– Somos nosotros, mamá, Lou y yo.

Lou pareció enfadarse.

– Oz, no te oye.

– ¡Sí que me oye! -replicó Oz con tal violencia que asustó a Lou, aun cuando estaba acostumbrada a las reacciones de su hermano. Lou se cruzó de brazos y apartó la mirada. Cuando volvió a mirar, Oz había sacado una cajita de su maleta y estaba abriéndola. Extrajo un collar que tenía una pequeña piedra de cuarzo en el extremo.

– Oz, por favor -suplicó Lou-, ¿quieres dejarlo?

Oz no le hizo caso y le puso el collar a su madre.

Amanda podía comer y beber, pero, por algún motivo incomprensible para los niños, no movía los labios para hablar y nunca abría los ojos. Eso era lo que más preocupaba a Oz y, a su vez, lo que le infundía más esperanzas. Imaginaba que algún elemento no funcionaba bien del todo, como si fuera una piedrecita en un zapato o algo que atascaba una cañería. Lo único que tenía que hacer era limpiar esa obstrucción y su madre volvería a estar con ellos.

– Mira que eres tonto, Oz. No hagas eso.

Oz se detuvo y miró a Lou.

– Tu problema es que no crees en nada, Lou.

– Y el tuyo que crees en todo.

Oz comenzó a agitar el collar a un lado y a otro. Cerró los ojos y pronunció palabras que no se entendían del todo; quizá ni siquiera él las comprendiera.

Lou intentó distraerse, pero no logró soportar aquella tontería durante mucho rato.

– Si alguien te viera pensaría que estás chiflado. ¿Y sabes qué? ¡Lo estás!

Oz interrumpió el conjuro y la miró enfadado.

– Vaya, lo has echado a perder. Para que la cura funcione se necesita un silencio absoluto.

– ¿La cura? ¿Qué cura? ¿De qué estás hablando?

– ¿Quieres que mamá se quede así?

– Bueno, si está así es culpa suya -espetó Lou-. Si no hubiera discutido con papá no habría pasado nada.

Oz la miró perplejo; incluso Lou se sorprendió a sí misma al pronunciar aquellas palabras. Sin embargo, fiel a su carácter, no pensaba retractarse.

Ninguno de los dos miró a Amanda en esos momentos, pero si lo hubieran hecho habrían advertido algo, un temblor en los párpados, lo que sugería que Amanda, de algún modo, había oído a su hija y luego se había hundido aún más en el abismo en que había caído.

Aunque la mayoría de los pasajeros no se percató, el tren peraltó hacia la izquierda a medida que la vía se alejaba de la ciudad formando una curva hacia el sur. Entonces, el brazo de Amanda se deslizó y quedó colgando junto a la cama.

Oz permaneció boquiabierto durante unos instantes. Parecía como si hubiera presenciado un milagro de dimensiones bíblicas, como si una piedra hubiera derribado a un gigante.

– ¡Mamá, mamá! -gritó y tan entusiasmado estaba que le faltó poco para tirar a Lou al suelo-. Lou, ¿has visto eso?

Sin embargo, Lou no podía hablar. Había supuesto que su madre jamás volvería a moverse. Lou comenzó a pronunciar la palabra «mamá» y entonces se abrió la puerta del compartimiento y apareció la enfermera, visiblemente contrariada. Sobre su cabeza flotaban volutas del humo de tabaco, y parecía a punto de estallar. Si a Oz no le hubiese preocupado tanto su madre es probable que se hubiera arrojado por la ventana del tren al ver a aquella mujer.

– ¿Qué pasa? -preguntó mientras se tambaleaba hacia delante debido a las sacudidas del tren, que iniciaba su recorrido por Nueva Jersey.

Oz dejó caer el collar y señaló a su madre, como si fuera un perro deseoso del reconocimiento de su amo.

– Se ha movido. Mamá ha movido el brazo. Los dos lo hemos visto, ¿no es verdad, Lou?

Sin embargo, Lou se limitaba a mirar a su madre y a Oz una y otra vez, incapaz de articular palabras.

La enfermera examinó a Amanda y se mostró más contrariada aún, como si considerara imperdonable que hubieran interrumpido el tiempo que tenía asignado para fumar. Colocó el brazo de Amanda sobre el vientre y la tapó con una manta.

– El tren ha tomado una curva. Eso es todo. -Mientras se inclinaba para ajustar la sábana vio el collar en el suelo, prueba irrefutable del plan de Oz para acelerar la recuperación de su madre.

– ¿Qué es esto? -preguntó al tiempo que se agachaba y recogía la Prueba Número Uno en su caso contra Oz.

– Estaba usándolo para ayudar a mamá. Es una especie de… -Oz miró a su hermana, nervioso-. Una especie de amuleto mágico.

– Tonterías.

– Devuélvemelo, por favor.

– Tu madre está en un estado catatónico -explicó la mujer en un tono frío y pedante pensado para infundir terror a aquellos que se mostraran inseguros y vulnerables, como era el caso de Oz-. Es poco probable que recupere la conciencia. Y de lo que no cabe duda es que no lo logrará gracias a un collar, jovencito.

– Por favor, devuélvemelo -suplicó Oz con las manos entrelazadas, como si rezara.

– Ya te he dicho… -La enfermera notó un golpecito en el hombro. Se volvió y vio, frente a ella, a Lou, que, envalentonada, parecía haber crecido varios centímetros en los últimos segundos.

– ¡Devuélvaselo!

El rostro de la enfermera se encendió.

– A mí no me da órdenes una niña.

Lou agarró rápidamente el collar, pero la enfermera era muy fuerte, y aunque la niña opuso resistencia, logró guardárselo en el bolsillo.

– Así no vais a ayudar a vuestra madre -espetó la enfermera, que apestaba a Lucky Strike-. ¡Sentaos y quedaos quietos!

Oz miró a su madre, desesperado por haber perdido el preciado collar en una curva del trayecto.

Lou y su hermano se sentaron junto a la ventana y se pasaron los siguientes kilómetros observando en silencio la muerte del sol. De pronto Oz comenzó a mostrarse inquieto, y Lou le preguntó qué le sucedía.

– No me gusta dejar a papá solo -respondió.

– No está solo, Oz.

– Pero estaba solo en aquella caja. Y ahora está oscureciendo. A lo mejor se siente asustado. No es justo, Lou.

– No está en la caja, está con Dios. Ahora mismo están ahí arriba, mirándonos.

Oz alzó la vista. Levantó la mano para saludar, pero parecía inseguro.

– Salúdale si quieres, Oz. Está ahí arriba -lo animó Lou.

– ¿Me lo juras por lo más sagrado?

– Sí. Salúdale.

Oz lo hizo, y luego esbozó una hermana sonrisa.

– ¿Qué? -preguntó su hermana.

– No sé, me siento bien. ¿Crees que me habrá saludado?

– Claro que sí. Dios también. Ya sabes cómo es papá, contando historias y todo eso. Seguro que ya son buenos amigos. -Lou también saludó y mientras deslizaba los dedos por el frío cristal fingió que creía en todo lo que acababa de decir. Se sintió mejor.

Desde la muerte de su padre el invierno había dado paso a la primavera. Cada día lo echaba más de menos y el enorme vacío que sentía en su interior aumentaba por momentos. Quería que su padre estuviese sano y salvo. Con ellos. Sin embargo, sabía que era imposible. Su padre se había marchado de verdad. Aquel sentimiento la consumía. Alzó la vista.

«Hola, papá. Por favor, no me olvides nunca porque yo nunca te olvidaré», susurró para que Oz no la oyera. Cuando terminó, Lou sintió deseos de llorar, pero no podía hacerlo delante de su hermano. Si lloraba, lo más probable era que su Oz hiciera otro tanto y siguiera haciéndolo durante el resto de su vida.

– ¿Cómo está uno cuando se muere, Lou? -preguntó Oz mientras miraba por la ventana.

– Bueno, supongo que por un lado no se siente nada -respondió Lou al cabo de unos instantes-, pero por el

otro sientes todo. Y todo bueno. Si te has portado bien en la vida. Si no, ya sabes qué pasa.

– ¿El diablo? -preguntó Oz, visiblemente asustado.

– No tienes de qué preocuparte, ni papá tampoco.

Oz miró a Amanda.

– ¿Mamá se morirá? -quiso saber.

– Todos moriremos algún día. -Lou no estaba dispuesta a suavizar la respuesta, ni siquiera a Oz, pero, tomándolo entre sus brazos, añadió-: Vayamos paso a paso. Nos queda un largo camino.

Lou miró por la ventana mientras abrazaba con fuerza a su hermano. Nada era eterno, bien que lo sabía.

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