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Había humedad en el aire, las nubes grises y abultadas presagiaban lluvia y el cielo azul se desvanecía rápidamente. El sedán Lincoln Zephir descendía por la carretera llena de curvas a un ritmo aceptable, si bien pausado. Los olores tentadores que invadían el interior del coche provenían de la masa fermentada del pan, el pollo asado y el pastel de melocotón y canela que estaban en la cesta de picnic que descansaba entre los dos niños en el asiento trasero.

A Louisa Mae Cardinal, de doce años, alta y delgada, con cabellos del color de la paja veteada por el sol y ojos azules, solían llamarla Lou a secas. Era una muchacha bonita, y no cabía duda de que se convertiría en una mujer hermosa. Sin embargo, se oponía a las convenciones de tomar el té, las coletas y los vestidos de volantes, y, en cierto modo, salía ganando. Era su forma de ser.

Lou tenía la libreta abierta apoyada en el regazo y llenaba las páginas en blanco con palabras importantes, del mismo modo que el pescador llena la red. A juzgar por su mirada, estaba pescando un bacalao de lo más suculento. Como siempre, permanecía muy concentrada en lo que escribía. Ese rasgo era típico de Lou, y su padre mostraba un fervor incluso más acusado que el de ella.

Al otro lado de la cesta de picnic estaba Oz, el hermano de Lou. El nombre era un diminutivo de su nombre de pila, Oscar. Tenía siete años y era menudo para su edad, aunque sus largos pies auguraban que sería alto. Carecía de las extremidades desgarbadas y la gracia atlética de su hermana. Oz tampoco tenía la confianza que con tanta intensidad resplandecía en los ojos de Lou. Así y todo, sujetaba su desgastado osito de peluche con la inquebrantable fuerza de un luchador y su carácter, en cierto modo, reconfortaba el alma de los demás con una naturalidad absoluta. Después de conocer a Oz Cardinal uno se marchaba convencido de que era un pequeñín con uno de los corazones más grandes y cálidos que Dios había conferido jamás a mortal alguno.

Jack Cardinal conducía. No parecía percatarse de la inminente tormenta ni de los otros ocupantes del coche. Tamborileaba sobre el volante con sus delgados dedos. Tenía las yemas encallecidas de tanto escribir a máquina, y en el dedo corazón de la mano derecha, allí se apreciaba una aspereza permanente donde apretaba la pluma. «Signos de los que enorgullecerse», solía decir.

Como escritor, Jack daba vida a paisajes vividos repletos de personajes imperfectos que, cada vez que se pasaba una página, parecían más reales que los de cualquier familia. Los lectores solían llorar cuando uno de los personajes preferidos perecía bajo la pluma del escritor, pero la inconfundible belleza del lenguaje nunca eclipsaba la innegable fuerza de la historia, ya que los temas contenidos en las- narraciones de Jack Cardinal eran verdaderamente arrolladores. Sin embargo, entonces surgía un giro bien elaborado que hacía que uno sonriera e incluso soltase una carcajada, dando a entender así al lector que el humor suele ser el medio más eficaz para transmitir una idea seria.

El talento de Jack Cardinal como escritor le había procurado un gran éxito de la crítica pero unos ingresos exiguos. El Lincoln Zephyr no era suyo, ya que no podía permitirse lujos como los coches, ni los de último modelo ni los más modestos. Un amigo y admirador de su obra se lo había prestado para esta salida especial. Estaba claro que la mujer que iba sentada a su lado no se había casado con él por dinero.

Amanda Cardinal se había acostumbrado a los rápidos cambios que se producían en la mente de su esposo. Incluso en esos momentos su expresión denotaba que confiaba en el funcionamiento de la imaginación de Jack, que siempre le permitía huir de los detalles más fastidiosos de la vida. Sin embargo, después, cuando hubieran extendido la manta y preparado el picnic y los niños quisieran jugar, Amanda traería suavemente a su esposo a la realidad. No obstante, había algo que a Amanda le preocupaba aún más que las abstracciones intelectuales. Necesitaban esa excursión, juntos, y no sólo para sentir el aire fresco y disfrutar de una comida especial. En muchos aspectos, el sorprendentemente cálido día de finales de invierno era una bendición. Amanda observó el cielo amenazador y pensó: «Aléjate, tormenta, por favor, aléjate.» Para relajarse, volvió la mirada hacia Oz y sonrió. Costaba no sentirse bien cuando se miraba al pequeñín, si bien el niño era un tanto asustadizo. Amanda le había mecido en incontables ocasiones cuando tenía pesadillas. Por suerte, los gritos de miedo daban paso a una sonrisa cuando Oz finalmente veía a Amanda, quien hubiera querido sostenerlo entre sus brazos y mantenerlo a salvo por siempre.

Oz se parecía a su madre, mientras que Lou había heredado la amplia frente de Amanda y la nariz y la recia mandíbula de su padre. Era una combinación de lo más acertada. No obstante, si le preguntaban, Lou decía que sólo se parecía a su padre. No lo hacía para faltarle el respeto a su madre sino porque, ante todo, se consideraba hija de Jack Cardinal.

Amanda se volvió hacia su esposo.

– ¿Otra historia? -preguntó al tiempo que recorría el antebrazo de Jack con los dedos.

Jack, lentamente, se liberó de su última invención y miró a su esposa con una sonrisa radiante que, junto con el inolvidable destello de sus ojos grises, eran, a juicio de Amanda, sus rasgos físicos más atractivos.

– Tranquila, trabajo en una historia -dijo Jack.

– Prisionero de tus propios recursos -replicó Amanda suavemente, tras lo cual dejó de acariciarle el brazo.

Mientras su esposo se sumía de nuevo en su actividad, Amanda observó a Lou, inmersa en su propia historia. La madre veía en ella un gran potencial para la felicidad, pero también para el dolor. No podía vivir su vida y sabía que, en ocasiones, tendría que verla caer. No obstante, Amanda nunca le tendería la mano para ayudarla, porque Lou, por ser Lou, no lo aceptaría. Pero si los dedos de la hija buscasen los de la madre, se los ofrecería. Se trataba de una situación repleta de obstáculos, pero al parecer sería el sino de ambas.

– ¿Qué tal la historia, Lou?

Con la cabeza gacha y sacudiendo la mano con el ímpetu propio de un joven aprendiz, Lou respondió:

– Bien.

Amanda comprendió de inmediato el mensaje subyacente: la escritura era algo sobre lo que no debía hablarse con quienes no escribían. Amanda se lo tomó tan bien como solía hacer con todo cuanto tenía que ver con su hija. Sin embargo, incluso una madre necesita en ocasiones una almohada bien cómoda en la que apoyar la cabeza, por lo que Amanda alargó la mano y acarició los cabellos rubios y alborotados de su hijo, quien la rejuvenecía en la misma medida en que Lou la agotaba.

– ¿Qué tal, Oz?-preguntó Amanda.

El pequeño respondió con una especie de cacareo que incluso sobresaltó al distraído Jack.

– La señorita de inglés dijo que soy el mejor gallo que ha oído nunca -explicó el niño, y volvió a cacarear al tiempo que agitaba los brazos. Amanda se rió e incluso Jack se volvió y sonrió.

Lou hizo una mueca de suficiencia, pero luego le dio unas palmaditas en la mano.

– Y lo eres, Oz. Mucho mejor que cuando yo tenía tu edad -dijo Lou.

Amanda sonrió al escuchar el comentario de Lou y luego preguntó:

– Jack, vendrás a ver la obra de la escuela de Oz, ¿no?

– Mamá -intervino Lou-, ya sabes que está trabajando en una historia. No tiene tiempo para ver a Oz haciendo el gallo.

– Lo intentaré, Amanda. Esta vez lo intentaré de veras -respondió Jack, pero por el tono incierto de la voz Amanda supo que aquello presagiaba otra desilusión para Oz; y para ella.

Amanda se volvió y miró por el parabrisas. Su semblante reflejaba claramente lo que pensaba: «Casada de por vida con Jack Cardinal; lo intentaré.»

Sin embargo, Oz no parecía haber perdido el entusiasmo.

– Y la próxima vez seré el conejo de Pascua. Vendrás a verme, ¿verdad, mami?

Amanda le miró con una sonrisa radiante y una expresión que emanaba cariño.

– Sabes que mamá no se lo perdería por nada del mundo -repuso mientras volvía a acariciarle la cabeza.

Sin embargo, mamá se lo perdió. Todos se lo perdieron.

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