8

No vi a Clara en tres días; una misteriosa diligencia la mantuvo alejada. Se había transformado en su costumbre dejarme sola en la casa por días enteros, sin siquiera una palabra de advertencia y con Manfredo como única compañía; aunque contaba con toda la casa para mí sola, no osaba aventurarme más allá de la sala, mi recámara, el gimnasio de Clara, la cocina y por supuesto el baño. Había algo en la casa y el terreno de Clara, sobre todo cuando ella estaba ausente, que me llenaba de un temor irracional. Como resultado de ello, cuando estaba sola observaba una estricta rutina, que me resultaba reconfortante.

Solía despertarme como a las nueve, preparar mi desayuno en la cocina con una parrilla eléctrica, porque aún no aprendía a encender la estufa de madera, guardar un ligero almuerzo y luego salir a la cueva para recapitular o hacer una larga caminata con Manfredo. Volvía avanzada la tarde para practicar formas de kung fu en el gimnasio de Clara. Era una gran sala de techo abovedado, el piso de madera barnizada y un estante no fijo laqueado en negro, donde se exhibían diversas armas para artes marciales. Una elevada plataforma cubierta de petates bordeaba la pared enfrente de la puerta. Una vez le pregunté a Clara para qué servía la plataforma. Dijo que ahí era donde meditaba.

Nunca había visto meditar a Clara, porque cuando entraba sola al edificio siempre cerraba la puerta con llave. Todas las veces que le pregunté qué tipo de meditación practicaba, se negaba a profundizar en la cuestión. Lo único que averigüé fue que ella lo llamaba "ensoñar".

Clara me daba libre acceso a su gimnasio cuando ella misma no lo estuviera usando. Al estar sola en la casa tendía hacia ese cuarto; ahí hallaba consuelo emocional, porque estaba imbuido de la presencia y el poder de Clara. Fue ahí donde me enseñó un estilo muy intrigante de kung fu. Nunca tuve interés en las artes marciales chinas, porque mis maestros japoneses de karate siempre habían insistido en que sus movimientos eran demasiado complicados y difíciles de aplicar como para tener un valor práctico. Sistemáticamente vilipendiaban los estilos chinos y alababan los propios; según ellos, si bien las raíces del kárate se encontraban en los estilos chinos, sus formas y aplicaciones fueron alteradas y perfeccionadas a conciencia en Japón. Ignorante de las artes marciales, yo les creí a mis maestros y descarté totalmente los demás estilos. Por consiguiente, no sabía qué pensar del kung fu de Clara. Pese a mi ignorancia, una cosa resultaba obvia: indisputablemente era una maestra en el estilo.

Después de trabajar por más o menos una hora en el gimnasio de Clara, me cambiaba de ropa e iba a la cocina a comer. Invariablemente mi comida me esperaba ahí, puesta en la mesa, pero siempre estaba tan muerta de hambre después de los ejercicios que devoraba todo lo preparado sin especular acerca de cómo llegó ahí.

Cuando la interrogué al respecto, Clara me dijo que en su ausencia el cuidador iba a la casa para preparar mi comida. También lavaba mi ropa, puesto que la encontraba bien doblada en una pila en la puerta de mi recámara; yo sólo tenía que plancharla.

Una noche después de una vigorosa sesión de ejercicios, acompañada de vez en cuando por un gruñido criticón de Manfredo, sentí tal exceso de energía que decidí romper con mi rutina y volver a la cueva en la oscuridad para seguir recapitulando. Tenía tanta prisa por llegar que se me olvidó llevar mi linterna eléctrica. Era una noche nublada, pero pese a la oscuridad total no tropecé con nada en el camino. Llegué a la cueva y recapitulé, representándome mentalmente e inhalando los recuerdos de todos mis profesores de karate y todas las exhibiciones y los torneos en los que había participado. Ocupó la mayor parte de la noche, pero al terminar me sentí completamente depurada de los prejuicios que había heredado de mis maestros como parte de mi entrenamiento.

Al día siguiente Clara aún no volvía, de modo que salí para la cueva un poco más tarde que de costumbre. Camino de regreso a casa, como ejercicio deliberado, traté de caminar por el mismo sendero que recorría todos los días, sólo que esta vez mantuve los ojos cerrados para simular la oscuridad. Quería ver si podía caminar sin tropezar, porque sólo hasta después se me ocurrió que fue muy curioso haber recorrido el camino hasta la cueva la noche anterior sin tropezar. Al caminar a la luz del día pero con los ojos cerrados, caí varias veces en tocones y piedras y me golpeé la pantorrilla severamente.

Me encontraba en el piso de la sala, vendando mis raspaduras, cuando Clara entró inesperadamente.

– ¿Qué te pasó? -preguntó, sorprendida-. ¿Te peleaste con el perro?

Justo en ese instante Manfredo entró al cuarto. Estaba convencida de que entendió las palabras de Clara. Profirió un ladrido ronco, como si estuviese ofendido. Clara se colocó delante de él, hizo una ligera reverencia desde la cintura, como un estudiante oriental que se inclina ante su maestro, y expresó una sumamente rebuscada disculpa.

– Lamento en extremo, mi querido señor, haber hablado con tal ligereza acerca de su irreprochable conducta, sus exquisitos modales y sobre todo su sublime consideración, que lo convierte en un señor entre señores, el más ilustre entre todos ellos.

Estaba totalmente perpleja. Pensé que Clara había perdido el juicio durante sus tres días de ausencia. Nunca la oí hablar así antes. Quise reír, pero su gesto de seriedad me atoró la risa en la garganta.

Clara estaba a punto de lanzar otra descarga de disculpas cuando Manfredo bostezó, la miró aburrido, se volvió y salió del cuarto.

Clara se sentó en el sofá; todo su cuerpo temblaba de risa contenida.

– Cuando está ofendido, la única forma de deshacerse de él es aburrirlo mortalmente con las disculpas -me confió.

Tenía la esperanza de que Clara me dijera dónde había estado los últimos tres días. Aguardé un momento, por si mencionaba el tema de su ausencia, pero no lo hizo. Le conté que, mientras estuvo fuera, Manfredo había ido todos los días a visitarme a la cueva. Era como si pasara de vez en cuando para ver si me encontraba bien.

Otra vez deseé que Clara hiciera algún comentario acerca de la naturaleza de su viaje, pero en cambio respondió, sin mostrar sorpresa alguna:

– Sí, es muy solícito y en extremo considerado hacia los demás. Por eso espera recibir el mismo trato, y si sospecha siquiera que no se lo están dando se pone furioso. En ese estado de ánimo representa un peligro mortal. ¿Recuerdas la noche en que casi te arrancó la cabeza cuando lo llamaste sapo?

Quise cambiar el tema. No me agradaba pensar en Manfredo como un perro rabioso. A lo largo de los meses se había tornado más un amigo mío que una bestia. Era tan buen amigo que se había apoderado de mí la inquietante certeza de que era el único quien me comprendía realmente.

– No me has dicho qué te pasó en las piernas -me recordó Clara.

Le conté de mi intento fracasado en caminar con los ojos cerrados. Expliqué que no había tenido ningún problema para caminar en la oscuridad la noche anterior.

Miró los rasguños y los chipotes en mis piernas y me acarició la cabeza como si fuera Manfredo.

– Anoche no hiciste un proyecto de caminar -afirmó-. Estabas decidida para llegar a la cueva, de modo que tus pies te llevaron ahí automáticamente. Hoy por la tarde trataste de manera consciente de reproducir la caminata de anoche, pero fallaste desastrosamente porque tu mente te estorbó. Reflexionó por un momento antes de agregar: O quizá no estabas escuchando la voz del espíritu, que hubiera podido guiarte con seguridad.

Frunció los labios con un gesto infantil de impaciencia cuando le dije que no había escuchado voces, pero que en ocasiones, en la casa, creía oír extraños susurros, aunque estaba convencida de que sólo era el viento al soplar por el pasillo vacío.

– Quedamos en que no interpretarías literalmente nada de lo que yo te dijera, a menos que yo misma te indicase antes que lo hicieras -me reprendió Clara-. Al vaciar tu almacén estás cambiando tu inventario. Ahora hay espacio para algo nuevo, como caminar en la oscuridad. Por eso pensé que tal vez hubiera lugar también para la voz del espíritu.

Me esforcé tanto por entender lo que Clara estaba diciendo que mi frente debió estar arrugada. Clara se sentó en su silla favorita y pacientemente se puso a explicar lo que quería decir.

– Antes de que llegaras a esta casa, tu inventario no indicaba que los perros pudiesen ser más que perros. Pero entonces conociste a Manfredo y conocerlo te obligó a modificar esa parte de tu inventario. -Sacudió la mano como una italiana y preguntó- ¿Capisce?

– ¿Quieres decir que Manfredo es la voz del espíritu? -pregunté, atónita.

Clara se rió tan fuerte que apenas pudo hablar.

– No, no es eso exactamente lo que quiero decir. Es algo más abstracto -balbuceó.

Sugirió que sacara mi petate del armario.

– Vamos al patio a sentarnos debajo del zapote -sugirió, al mismo tiempo que sacaba un poco de salvia de un aparador-. El crepúsculo es la mejor hora para tratar de escuchar la voz del espíritu.

Desenrollé mi petate debajo del enorme árbol cubierto de frutos verdes parecidos a duraznos. Clara me masajeó la piel magullada con un poco de salvia. Me dolió terriblemente, pero traté de no quejarme. Cuando hubo terminado, observé que el chipote más grande casi desaparecía. Se recostó, apoyando la espalda en el grueso tronco del árbol.

– Todo tiene una forma -empezó-, pero además de la forma exterior existe una conciencia interior que rige las cosas. Esta conciencia silenciosa es el espíritu. Es una fuerza que abarca todo y que se manifiesta de diferente manera en diferentes cosas. Esta energía se comunica con nosotros.

Me dijo que me quedara calma y serena y que respirara profundamente, porque iba a enseñarme cómo usar mi oído interno.

– Porque es con el oído interno -agregó- que se puede percibir los mandatos del espíritu.

"Cuando respires, deja que la energía escape por tus orejas -prosiguió.

– ¿Cómo hago eso? -pregunté.

– Al exhalar, fija tu atención en los agujeros de tus orejas y usa tu intento y tu concentración para dirigir el flujo.

Observó mis movimientos por un momento, corrigiéndome en el proceso.

– Exhala por la nariz, con la boca cerrada y la punta de la lengua en el paladar -indicó-. Exhala silenciosamente.

Después de tratar de hacerlo varias veces sentí que se me destapaban los oídos y se me despejaban los sinus. Luego me dijo que frotara las palmas de las manos una contra otra hasta ponerlas calientes y que me las colocara encima de las orejas, con las puntas de los dedos casi tocándose en la parte de atrás de la cabeza.

Seguí sus instrucciones. Clara sugirió que me masajeara las orejas ejerciendo una suave presión circular; luego, con las orejas aún cubiertas y los dedos índice cruzados sobre los medios, debía darme repetidos golpecitos detrás de cada oreja chasqueando el índice al unísono. Al chasquear los dedos escuché un sonido como el de una campana amortiguada, que reverberaba dentro de mi cabeza. Repetí los golpecitos dieciocho veces, según me instruyó Clara. Al retirar las manos observé que percibía con claridad incluso los ruidos más tenues en la vegetación circundante, en tanto que antes todo había sido uniforme y amortiguado.

– Ahora, con los oídos despejados, tal vez puedas escuchar la voz del espíritu -indicó Clara-. Pero no esperes un grito desde lo alto de los árboles. Lo que llamamos la voz del espíritu es más bien una sensación. También puede ser una idea que de repente irrumpe en tu cabeza. A veces es como un anhelo por ir a algún sitio vagamente familiar, o por hacer algo también vagamente familiar.

Quizá fue su poder de sugestión lo que me hizo percibir un suave murmullo a mi alrededor. Al empezar a prestarle más atención, el murmullo se convirtió en unas voces humanas que hablaban a lo lejos. Distinguí la risa cristalina de mujeres y una voz de hombre, un rico barítono que cantaba. Escuché los sonidos como si el viento me los llevara por ráfagas. Me esforcé por entender qué decían las voces, y entre más escuché al viento, más me exalté. Una energía exuberante en mi interior me hizo levantarme de un salto. Me sentía tan feliz que quise jugar, bailar, correr como una niña. Sin darme cuenta de lo que estaba haciendo, empecé a cantar, saltar y girar por el patio como una bailarina, hasta quedar completamente exhausta.

Cuando por fin fui a sentarme al lado de Clara, estaba sudando, pero no era el sudor sano del ejercicio físico. Se parecía más al sudor frío del agotamiento. Clara también estaba sin aliento por tanto reír de mis payasadas. Había conseguido hacer el ridículo total al brincar y retozar por el patio.

– No sé qué se me metió -dije, sin saber cómo explicarlo.

– Describe lo que pasó -pidió Clara con voz seria. Cuando me negué, avergonzada, añadió-: de otro modo me veré obligada a considerarte un poco… pues, loquita, si sabes a qué me refiero.

Le conté que había escuchado risas y cantos obsesionantes que de hecho me impulsaron a bailar.

– ¿Crees que estoy volviéndome loca? -pregunté, preocupada.

– Yo en tu lugar no me preocuparía por eso -indicó-. Tus cabriolas fueron una reacción natural al- escuchar la voz del espíritu.

– No fue una voz; fueron muchas voces -la corregí.

– Ahí vas de nuevo, la señorita Perfecta que todo lo interpreta literalmente -replicó con tono burlón.

Explicó que el tomar todo en un sentido literal es un artículo de consideración en nuestro inventario y que debemos estar conscientes de ello para evitarlo. La voz del espíritu es una abstracción que no tiene nada que ver con voces, pero es posible que a veces las escuchemos. Dijo que en mi caso, puesto que fui educada como devota católica, mi propia forma de readaptar mi inventario sería convertir al espíritu en una especie de ángel guardián, un varón amable y protector que me cuida.

– Pero el espíritu no es el guardián de nadie -prosiguió-. Es una fuerza abstracta, ni buena ni mala. Una fuerza que no tiene interés alguno en nosotros, pero que a pesar de ello responde a nuestro poder. No a nuestras oraciones, fíjate bien, sino a nuestro poder. ¡Recuérdalo la próxima vez que te entren ganas de rezar por perdón!

– ¿Pero no es el espíritu bueno y clemente? -pregunté, alarmada.

Clara afirmó que tarde o temprano desecharía todas mis ideas preconcebidas acerca del bien y el mal, Dios y la religión, para pensar sólo en términos de un inventario por completo nuevo.

– ¿Quieres decir que el bien y el mal no existen? -pregunté, armada del arsenal de argumentos lógicos acerca del libre albedrío y la existencia del mal que había adquirido durante mis años de enseñanza católica.

Antes de que pudiese comenzar siquiera a presentar mi caso, Clara indicó:

– Es en este punto que mis compañeros y yo diferimos del orden establecido. Te he dicho que para nosotros la libertad significa estar libre de lo humano. Y eso incluye a Dios, el bien y el mal, los santos, la Virgen y el Espíritu Santo. Creemos que un inventario no humano constituye la única libertad posible para los seres humanos. Si nuestros almacenes han de permanecer llenos hasta el tope con los deseos, sentimientos, ideas y objetos de nuestro inventario humano normal, entonces ¿dónde está nuestra libertad? ¿Ves a qué me refiero?

La entendía, pero no con la claridad que hubiese deseado, en parte porque aún me resistía a la idea de renunciar a lo humano en mí, y también porque aún no recapitulaba todas las ideas religiosas preconcebidas que me había trasmitido la educación en escuelas católicas. Asimismo, estaba acostumbrada a no pensar nunca en nada que no me afectase directamente.

Mientras trataba de encontrar fisuras en su razonamiento, Clara me sacó de mis especulaciones mentales con un golpecito de la punta del dedo en mis costillas. Dijo que iba a mostrarme otro ejercicio para detener los pensamientos y percibir las líneas de energía. De otro modo seguiría haciendo lo mismo de siempre: estar cautivada con la visión de mí misma.

Clara me pidió sentarme con las piernas cruzadas e inclinarme de lado al inhalar, primero a la derecha y luego a la izquierda, sintiendo cómo me jalaba una línea horizontal salida del agujero de mis orejas. Dijo que, asombrosamente, la línea no oscilaba con el movimiento del cuerpo sino que permanecía en perfecta posición horizontal; ese era uno de los misterios descubiertos por ella y sus compañeros.

– Inclinarse en esta forma -explicó- desplaza nuestra conciencia -normalmente dirigida siempre al frente- a los lados.

Me ordenó soltar los músculos de la mandíbula masticando y tragando saliva tres veces.

– ¿Y eso para qué es? -pregunté al tragar saliva ruidosamente.

– Masticar y tragar saliva baja al estómago un poco de la energía alojada en la cabeza, disminuyendo la carga en el cerebro -señaló con una risita-. En tu caso, deberías efectuar esta maniobra con frecuencia.

Quise ponerme de pie y caminar, porque se me estaban durmiendo las piernas, pero Clara exigió que permaneciera sentada un poco más, para practicar el ejercicio.

Me incliné hacia ambos lados, esforzándome al máximo por percibir esa escurridiza línea horizontal, pero no la sentí. Sí logré, en cambio, frenar la acostumbrada avalancha de mis pensamientos. Transcurrió una hora, más o menos, mientras estuve sentada en silencio total sin pensamiento alguno. A nuestro alrededor escuchaba el canto de los grillos y el crujir de las hojas, pero el viento ya no arrastró más voces. Por un rato escuché los ladridos de Manfredo desde su cuarto en un costado de la casa. Entonces, como desencadenados por una orden silenciosa, los pensamientos me inundaron la mente de nuevo. Cobré conciencia de su completa ausencia y de la paz que sentía en el silencio total.

Los movimientos inquietos de mi cuerpo deben haber alertado a Clara, pues empezó a hablar de nuevo.

– La voz del espíritu sale de la nada -continuó-. Sale de la profundidad del silencio, del reino del no ser. Sólo se escucha esa voz cuando estamos totalmente quietos y equilibrados.

Según explicó, se deben mantener en equilibrio las dos fuerzas opuestas que nos rigen, lo masculino y lo femenino, lo positivo y lo negativo, la luz y la oscuridad, a fin de crear una abertura en la energía que nos rodea: una abertura por la cual puede deslizarse nuestra conciencia. Es a través de esta abertura en la energía que nos envuelve, que el espíritu se manifiesta.

– El equilibrio es lo que buscamos -prosiguió-. Pero el equilibrio no significa sólo tener una parte igual de cada fuerza. También significa que, al igualarse las partes, la nueva combinación equilibrada adquiere momento y empieza a moverse por fuerza propia.

Tuve la impresión de que Clara escudriñaba mi rostro en la oscuridad, en busca de indicios de comprensión. Al no hallar ninguno, dijo, casi en tono cortante:

– No somos tan inteligentes, ¿verdad?

Sentí que todo mi cuerpo se ponía tenso ante su comentario. Le dije que en mi vida nadie me había acusado nunca de no ser inteligente. Mis padres y maestros siempre me alababan por ser una de las alumnas más listas del salón. En cuanto a las boletas, casi me enfermaba de tanto estudiar para asegurarme de obtener mejores calificaciones que mis hermanos.

Clara suspiró y escuchó con paciencia mi extensa reafirmación de mi inteligencia. Antes de que se agotaran mis argumentos para convencerla de su error, aceptó:

– Sí, eres inteligente, pero todo lo que has dicho se refiere solamente al mundo de la vida cotidiana. Más que inteligente eres estudiosa, diligente e ingeniosa. ¿No estás de acuerdo?

Tuve que asentir a pesar de mí misma, porque mi propia razón me decía que, de haber sido en verdad tan inteligente como afirmaba, no hubiera tenido que casi matarme estudiando.

– A fin de ser inteligente en mi mundo -explicó Clara-, hay que ser capaz de concentrarse, de fijar la atención en cualquier objeto concreto y también en cualquier manifestación abstracta.

– ¿A qué clase de manifestaciones abstractas te refieres, Clara? -pregunté.

– Una abertura en el campo de energía a nuestro alrededor es una manifestación abstracta -indicó-. Pero no esperes sentir o verla de la misma manera en que sientes y ves el mundo concreto. Es otra cosa lo que ahí sucede.

Clara subrayó que, para fijar nuestra atención en cualquier manifestación abstracta, tenemos que fundir lo conocido con lo desconocido en un amalgamiento espontáneo. De esta manera, podemos ocupar nuestra razón y al mismo tiempo mantenernos indiferentes a ella.

A continuación Clara me indicó que me pusiera de pie y caminara.

– Ahora que está oscuro, trata de caminar sin mirar el piso -señaló-. No como un ejercicio consciente sino como el no hacer de la brujería.

Quise pedirle una explicación de qué significaba el no hacer de la brujería, pero sabía que, si me la diera, me pondría a cavilar de manera consciente en su explicación y mediría mi desempeño de acuerdo con el nuevo concepto, aunque no estuviese segura de lo que significaba. No obstante, sí recordé que Clara había usado antes el término "no hacer", y pese a mi renuencia traté de recordar lo que había dicho al respecto. Para mí, saber algo, aunque fuese mínimo e imperfecto, era mejor que no saber nada, puesto que me infundía un sentido del control, mientras que no saber del todo me dejaba con un sentimiento de completa vulnerabilidad.

– El no hacer es un término trasmitido por nuestra propia tradición de brujería -continuó Clara, evidentemente al tanto de mi necesidad de explicaciones-. Se refiere a todo lo que no está incluido en el inventario impuesto a nosotros. Al ocupar cualquier artículo de nuestro inventario impuesto, nos dedicamos al hacer; todo lo que no forma parte de ese inventario es no hacer.

Cualquier grado de calma logrado por mí fue trastornado de manera abrupta por la declaración que acababa de hacer.

– ¿Qué querías decir, Clara, cuando calificaste tu tradición de brujería? -pregunté.

– Cuando quieres captas cada detalle, Taisha. Con razón tienes las orejas tan grandes -dijo, riéndose, pero no me contestó de inmediato.

La miré fijamente en espera de una respuesta. Por fin dijo:

– No iba a hablarte de esto todavía, pero ya que se me salió déjame decirte solamente que el arte de la libertad es un producto del intento de los brujos.

– ¿De qué brujos estás hablando?

– Ha habido gente aquí en México, y aún la hay, que se preocupa por las preguntas finales. Mi familia mágica y yo las llamamos brujos. De ellas heredamos todas las ideas con las que te estoy familiarizando. Ya estás enterada de la recapitulación. El no hacer es otra de esas ideas.

– Pero ¿quiénes son esas personas, Clara?

– Pronto sabrás todo lo que puede saberse acerca de ellos -me aseguró-. Por ahora sólo vamos a practicar uno de sus no haceres.

Indicó que en ese momento el no hacer sería, por ejemplo, obligarme a contener mi mente calculadora y confiar de manera implícita en el espíritu.

– No finjas confiar, mientras que en secreto albergas dudas -advirtió Clara-. Sólo cuando tus fuerzas positivas y negativas se encuentren en perfecta armonía serás capaz de sentir o ver la abertura en la energía a tu alrededor, o de caminar con los ojos cerrados y tener el éxito asegurado.

Respiré hondo varias veces y empecé a caminar, sin mirar el piso pero con las manos estiradas delante de mí, por si chocaba con algo. Por un rato seguí dando traspiés y en cierto momento tropecé con una maceta y me hubiera caído, de no sujetarme Clara del brazo. Poco a poco empecé a tropezar menos, hasta que ya no me causó ningún trabajo caminar en forma ininterrumpida. Era como si mis pies pudiesen distinguir claramente todo lo que había en el patio y supiesen con exactitud dónde pisar y dónde no pisar.

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