17

Estaba soñando que removía la tierra en el jardín, cuando me despertó un agudo dolor en el cuello. Sin abrir los ojos, busqué las almohadas a tientas para apoyar el cuello en sus suaves y cómodos pliegues. Sin embargo, mis manos buscaron en vano. No encontré las almohadas; ni siquiera percibía el colchón. Sentí que empezaba a mecerme, como si hubiera comido o bebido demasiado la noche anterior y estuviese resintiendo los perturbadores efectos de la indigestión. Poco a poco abrí los ojos. En lugar de ver el techo o las paredes, vi ramas y hojas verdes. Cuando traté de incorporarme, todo se movió a mi alrededor. Me di cuenta de que no estaba en mi cama; me encontraba suspendida en el aire, en una especie de arneses, y era yo la que se columpiaba, no el mundo a mi alrededor. Supe con toda certeza que no se trataba de un sueño. Cuando mis sentidos intentaron poner en orden el caos, observé que estaba elevada, por medio de poleas, hasta la rama más alta de un árbol.

La inesperada sensación de despertar atada, aunada al descubrimiento de que no había nada debajo de mí, instantáneamente me provocaron un terror físico a las alturas. En mi vida me había subido a un árbol. Empecé a pedir ayuda a gritos. Nadie acudió a rescatarme, de modo que seguí gritando hasta perder la voz. Exhausta, quedé colgada como un cadáver lacio. El terror físico me había hecho perder el control sobre mis funciones excretorias. Estaba toda sucia. Por otra parte, mis gritos acabaron con mis temores. Miré a mi alrededor y poco a poco empecé a analizar la situación.

Observé que tenía libres los brazos y las manos y, al voltear la cabeza hacia abajo, vi qué era lo que me tenía suspendida. Unas gruesas cintas de cuero color café estaban sujetas con hebillas a mi cintura, pecho y piernas. Alrededor del tronco del árbol había otra cinta, la cual podía alcanzar con sólo estirar los brazos. A esta última cinta estaban sujetos el extremo de una cuerda y una polea. Comprendí al instante que todo lo que debía hacer a fin de liberarme era soltar la cuerda y bajarme por medio de la polea. Tuve que hacer un esfuerzo máximo para alcanzar la cuerda y bajar, porque me temblaban los brazos y las manos. Sin embargo, una vez tendida en el suelo pude desabrochar laboriosamente las correas que me ceñían el cuerpo y extraerme de los arneses.

Entré corriendo a la casa, llamando a Clara a gritos. Vagamente recordaba saber que no la podría encontrar, pero era más una sensación que una certidumbre consciente. Automáticamente me puse a buscarla, pero no apareció por ninguna parte, ni tampoco Manfredo. No fue difícil comprender que todo había cambiado, de algún modo, pero no sabía qué ni cuándo, ni siquiera por qué las cosas eran ahora distintas de antes. Sólo sabía que algo se había roto irremediablemente.

Caí en un largo monólogo interior. Me dije a mí misma cómo deseaba que Clara no hubiese salido en uno de sus misteriosos viajes justo cuando más la necesitaba. Entonces razoné que tal vez hubiera otras explicaciones de su ausencia. Quizá me estaba evitando deliberadamente o se encontraba de visita con sus parientes del lado izquierdo de la casa. De pronto recordé a Nélida y me precipité a la puerta del lado izquierdo del pasillo y traté de abrirla, haciendo caso omiso de la advertencia de Clara de nunca tocar esa puerta. Estaba cerrada con llave. Llamé a Clara varias veces a través de la puerta, luego le di un puntapié, enojada, y me dirigí a mi recámara. Consternada descubrí que esa puerta también estaba cerrada con llave. Frenéticamente, traté de abrir las puertas de las otras recámaras a lo largo del pasillo. Todas estaban cerradas con llave excepto una, la cual daba a una especie de cuarto para trebejos. No había entrado nunca allí, en obediencia a las instrucciones expresas de Clara. Sin embargo, la puerta siempre estuvo entreabierta y cada vez que pasaba solía asomarme.

En esta ocasión entré, pidiendo en voz alta a Clara y a Nélida que salieran de sus escondites. El cuarto estaba a oscuras, pero lleno hasta el tope de la colección más extraña de objetos que había visto en mi vida. De hecho, estaba tan atestado de grotescas esculturas, cajas y baúles que casi no quedaba lugar para caminar. Un poco de luz entraba por la hermosa vidriera sobresaliente que había en la pared del fondo. Su suave brillo proyectaba sombras espectrales sobre todos los objetos en la habitación. Se me ocurrió que así deben verse las bodegas de los trasatlánticos elegantes, pero fuera de servicio, que han viajado por todo el mundo. De súbito el piso debajo de mí empezó a oscilar y crujir y los objetos a mi alrededor también parecieron cambiar de lugar. Proferí un grito involuntario y salí corriendo del cuarto. El corazón me latía tan rápido y fuerte que requerí varios minutos y bastantes respiraciones profundas para aquietarlo.

Una vez en el pasillo, me di cuenta de que estaba abierto el gran ropero enfrente del cuarto para trebejos y que toda mi ropa se encontraba ahí, colgada ordenadamente de los ganchos o doblada sobre los estantes. Un alfiler sujetaba un recado dirigido a mí en la manga de la chamarra que Clara me había dado el día de mi llegada a la casa. Decía: "Taisha, el hecho de que estás leyendo este recado me indica que has bajado del árbol. Por favor sigue mis instrucciones al pie de la letra. No regreses a tu cuarto, porque está cerrado con llave. A partir de ahora dormirás en tus arneses o en la casa del árbol. Todos hemos salido en un extenso viaje. Estás a cargo de toda la casa. ¡Esfuérzate!" Lo firmaba "Nélida".

Pasmada, me quedé viendo el recado por mucho tiempo y lo leí una y otra vez. ¿Qué quería decir Nélida con que estaba a cargo de la casa? ¿Qué debía yo hacer ahí, completamente sola? La idea de dormir en esos terribles arneses, suspendida como una res en canal, me causó la sensación más rara de todas.

Deseé que las lágrimas me inundaran los ojos. Quise sentir lástima de mí misma, por haber sido abandonada, y enfadarme con ellas por haberse ido sin avisar, pero no pude hacer ninguna de las dos cosas. Me paseé violentamente por toda la casa, tratando de cobrar impulso para una rabieta. De nueva cuenta fracasé miserablemente. Era como si algo se hubiera apagado dentro de mí, tornándome indiferente e incapaz de expresar mis emociones familiares. No obstante, sí me sentía abandonada. El cuerpo me empezó a temblar, como siempre me pasaba justo antes de romper a llorar. Sin embargo, lo que brotó no fue un diluvio de lágrimas sino un torrente de recuerdos y visiones parecidas a sueños.

Me encontraba suspendida en los arneses, mirando hacia abajo. Había unas personas paradas al pie del árbol que se reían y aplaudían. Me gritaron, tratando de llamar mi atención. Luego todos profirieron un ruido al unísono, como el rugido de un león, y se fueron. Sabía que era un sueño. Sin embargo, también sabía que conocer a Nélida definitivamente no había sido un sueño. Su recado en mi mano lo probaba. De lo que no estaba segura era de por qué y por cuánto tiempo estuve suspendida en el árbol. A juzgar por el estado de mi ropa y por mi hambre feroz, pude pasar días ahí. ¿Pero cómo llegué allá arriba?

Agarré algo de ropa y salí para bañarme y cambiarme. Limpia de nuevo, me di cuenta de que aún no había buscado en la cocina. Me llenó la esperanza tenaz de que Clara estuviese comiendo ahí y no hubiera oído mis gritos. Abrí la puerta, pero la cocina estaba desierta. Busqué algo de comer. Encontré una cazuela con mi caldo favorito sobre la estufa y desesperadamente deseé creer que Clara me lo había dejado. Lo probé y solté un sollozo sin lágrimas. Las verduras estaban finamente rebanadas, no picadas, y casi no tenía carne. Supe entonces que Clara no lo había preparado y que se había ido. Al principio no quise probar el caldo, pero tenía muchísima hambre. Tomé mi tazón del estante y lo llené hasta el borde.

Sólo después de comer, al analizar mi situación, se me ocurrió que quedaba un sitio más que se me había olvidado revisar. Me apresuré para llegar a la cueva, con la vaga esperanza de encontrar ahí a Clara o al nagual. No encontré a nadie; ni siquiera a Manfredo. La soledad de la cueva y de los cerros me inspiró tal sentimiento de tristeza que hubiera dado cualquier cosa en el mundo por poder llorar. Me metí a la cueva, sintiendo la desesperación de un mudo que apenas un día antes podía hablar. Quise morir en el acto, pero en cambio me dormí.

Al despertar, regresé a la casa. Ahora que todo el mundo se había ido, pensé, daba lo mismo irme yo también. Me dirigí al lugar donde estaba estacionado mi coche. Clara lo había manejado constantemente y le había dado mantenimiento en un taller de la ciudad. Lo arranqué para cargar la batería y, aliviada, comprobé que funcionaba perfectamente. Después de guardar algunas de mis cosas en una pequeña maleta, llegué hasta la puerta trasera cuando una intensa punzada de culpabilidad me detuvo. Volví a leer el recado de Nélida. En él me pedía cuidara la casa. No podía abandonarla sin más. Decía que me esforzara. Me daba la impresión de que me habían confiado una tarea particular y que debía quedarme, aunque sólo fuese para averiguar cuál era esa tarea. Regresé mis cosas al ropero y me acosté en el sofá para evaluar mi situación.

Mis gritos definitivamente me habían irritado las cuerdas vocales. La garganta me dolía mucho; pero aparte de eso parecía encontrarme en buenas condiciones físicas. La impresión, el miedo y la lástima de mí misma habían pasado, y sólo quedaba la certeza de que algo monumental me había sucedido en el pasillo izquierdo. Sin embargo, por mucho que me esforcé no pude recordar lo que sucedió después de que crucé el umbral.

Aparte de estas preocupaciones fundamentales, también enfrentaba un problema inmediato y serio: no estaba segura de cómo encender la estufa, que calentaba con madera. Clara me había mostrado una y otra vez cómo hacerlo, pero simplemente no le encontré el modo, quizá porque creía que nunca tendría que encenderla yo misma. Una solución que se me ocurrió fue mantener el fuego alimentándolo durante toda la noche.

Me precipité a la cocina para agregar más madera al fuego antes de que se apagara. También herví más agua y lavé mi plato con ella. Vertí el resto del agua al filtro de piedra caliza, con forma de un ancho cono invertido. El enorme receptáculo descansaba sobre un pedestal sólido de hierro forjado y, gota por gota, filtraba el agua hervida. Del recipiente al que caía el agua debajo del filtro, con un cucharón me serví agua en mi tarro. Bebí agua fresca y deliciosa hasta saciarme y luego decidí volver a la casa. Quizá Clara o Nélida me habían dejado otros recados con indicaciones más específicas acerca de lo que debía hacer.

Busqué las llaves para las recámaras. En un armario del pasillo encontré un juego de llaves marcadas con diferentes nombres. Escogí una que traía el nombre de Nélida; me sorprendió descubrir que servía para abrir mi recámara. Luego tomé la llave de Clara y la ensayé en diferentes puertas hasta encontrar la cerradura en la cual encajaba. Di vuelta a la llave y la puerta se abrió, pero no pude entrar a su cuarto para curiosear. Sentí que, aunque se hubiera ido, tenía derecho a su privacía.

Cerré la puerta de nuevo, le eché la llave y guardé el llavero donde lo había encontrado. Regresé a la sala y me senté en el piso, apoyando la espalda en el sofá tal como Nélida me lo había recomendado. Definitivamente ayudó a calmar mis nervios. Otra vez pensé en subirme a mi coche e irme. Pero en realidad no tenía deseos de hacerlo. Decidí aceptar el reto y cuidar la casa mientras estuvieran ausentes, aunque fuese para siempre.

Puesto que no tenía nada más qué hacer, se me ocurrió que podía tratar de leer. Había recapitulado acerca de mis tempranas experiencias negativas con los libros y pensé que podría ponerme a prueba, para ver si había cambiado mi actitud hacia ellos. Fui a revisar los libreros. Encontré que la mayoría de los libros estaban en alemán, algunos en inglés y otros cuantos en español. Realicé una inspección rápida y observé que la mayoría de los libros en alemán trataban de botánica; también había algunos sobre zoología, geología, geografía y oceanografía. En otro estante un poco escondido había una colección de libros de astronomía, en inglés. Los libros en español, que ocupaban un librero separado, eran de literatura, novelas y poesía.

Decidí empezar con los libros de astronomía, puesto que era un tema que siempre me había fascinado. Escogí un libro delgado con muchas ilustraciones y empecé a hojearlo. Sin embargo, no tardé en dormirme.

Cuando desperté, la casa estaba completamente a oscuras y tuve que buscar a tientas, en la oscuridad total, el camino hasta la puerta trasera. En el camino al cobertizo que alojaba el generador, descubrí una luz que provenía de la cocina. Me di cuenta de que alguien ya había prendido el generador. Regocijada ante el posible regreso de Clara, me precipité a la cocina. Al acercarme, escuché que alguien cantaba suavemente en español. No era Clara. Era una voz de hombre, pero no la del nagual. Avancé con mucha cautela. Antes de que llegara hasta la puerta, un hombre sacó la cabeza y, al verme, profirió un fuerte grito. Grité al mismo tiempo que él. Al parecer lo había asustado tanto como él a mí. Salió y por un momento nos quedamos viendo.

Era delgado, pero no flaco; nervudo, pero también musculoso. Tenía mi estatura o unos dos centímetros más que yo, midiendo aproximadamente un metro con setenta y dos centímetros. Vestía overoles azules de mecánico, como los que usan los despachadores de gasolina. Su cutis era ligeramente sonrosado; y su cabello, gris. Tenía puntiagudas la nariz y la barbilla, pómulos salientes y una boca pequeña. Sus ojos parecían de pájaro, oscuros y redondos y al mismo tiempo brillantes y animados. Apenas se distinguía el blanco de sus ojos. Al mirarlo fijamente, me produjo la impresión de no estar viendo a un viejo sino a un niño arrugado a causa de una enfermedad exótica. Tenía un aire que era al mismo tiempo viejo y joven, simpático y perturbador. Conseguí pedirle, con mi mejor español aprendido en la preparatoria, que por favor me dijera quién era y que explicara su presencia en la casa.

Me examinó en forma curiosa.

– Hablo inglés -contestó, prácticamente sin acento-. Pasé años viviendo en Arizona con los parientes de Clara. Me llamo Emilito; soy el cuidador. Y tú has de ser la que vive en el árbol.

– ¿Disculpe?

– Eres Taisha, ¿no? -preguntó, dando unos pasos hacia mí. Sus movimientos eran desenvueltos y ágiles.

– Sí, así es. ¿Pero qué es lo que dijo acerca de que vivo en un árbol?

– Nélida me dijo que vives en el gran árbol junto a la puerta delantera de la casa. ¿Es cierto?

Asentí automáticamente, y sólo entonces me di cuenta de algo tan obvio que sólo un simio duro de la cabeza lo pudo haber pasado por alto: el árbol se encontraba en la prohibida parte delantera de la casa, la del Este; la parte del terreno que sólo había visto desde mi punto de observación en los cerros. La revelación desató una ola de emoción en mi interior, porque también comprendí que ahora podría explorar libremente terrenos que siempre me habían sido vedados.

Mi deleite se cortó en seco cuando Emilito meneó la cabeza, como si me tuviese lástima.

– ¿Qué hiciste, pobrecita? -preguntó, dándome unas palmaditas en el hombro.

– No hice nada -repliqué y retrocedí un paso. Estaba insinuando, obviamente, que yo había hecho algo malo, por lo cual fui subida al árbol a manera de castigo.

– Ya, ya, no quiero entrometerme -dijo con una sonrisa-. No tienes que pelear conmigo. No soy nadie importante. Sólo soy el cuidador, un empleado. No soy uno de ellos.

– No me importa quién sea usted -exclamé, irritada-. Ya le dije que no hice nada.

– Bueno, si no quieres hablar de ello, por mí está bien -dijo, dándome la espalda para volver a entrar a la cocina.

– No hay nada de qué hablar -grité, queriendo ser la de la última palabra.

No me costó trabajo gritarle, algo que no me hubiera atrevido a hacer de haber sido él joven y apuesto. Me sorprendí a mí misma al gritar otra vez:

– No me haga pasar un mal rato. Yo soy la que manda aquí. Nélida me pidió que cuidara la casa. Es lo que dice su recado.

Brincó como si le hubiera caído un rayo.

– Sí que eres rara -musitó. Luego se aclaró la garganta y me gritó: -Ni te atrevas a acercarte más. Tal vez sea viejo, pero también soy bastante fuerte. Mi trabajo aquí no incluye arriesgar mi vida ni dejarme insultar por idiotas. Renunciaré.

Ni yo misma entendía qué fue lo que pasó para que gritara.

– Espere -dije en tono de disculpa-. No quise levantar la voz, pero estoy extremadamente nerviosa. Clara y Nélida me dejaron aquí sin advertencia ni explicación.

– Bueno, yo tampoco quise gritarle -contestó, en el mismo tono de disculpa que yo había usado-. Sólo trataba de entender por qué te subieron ahí antes de irse. Es por eso que pregunté si habías hecho algo malo. No quería entrometerme.

– Pero le aseguro, señor, que no hice nada; créame.

– ¿Entonces por qué vives en el árbol? Esta gente es muy seria. No te harían algo así sin motivo. Además, es obvio que eres una de ellos. Si Nélida te deja recados indicándote que cuides la casa, tienes que ser muy amiga de ella. No hace migas con nadie.

– La verdad -dije- es que no sé por qué me dejaron en el árbol. Yo estaba con Nélida del lado izquierdo de la casa y de repente desperté con el cuello todo torcido y colgada de ese árbol. Estaba aterrada.

Al recordar la angustia que sentí al hallarme sola y que todo mundo había desaparecido, no pude evitar alterarme de nuevo. Empecé a temblar y sudar delante de ese hombre desconocido.

– ¿Entraste al lado izquierdo de la casa? Abrió los ojos mucho; parecía sincero el asombro que invadió su rostro.

– Por un instante estuve ahí, pero luego perdí el conocimiento -indiqué.

– ¿Y qué viste?

– Vi a gente en el pasillo. A mucha gente.

– ¿Como cuántos, dirías tú?

– El pasillo estaba lleno de gente. Serían unas veinte o treinta personas.

– ¿Tantas, eh? ¡Qué raro!

– ¿Por qué es raro, señor?

– Porque no había tanta gente en toda la casa. Sólo había diez personas aquí en ese momento. Yo lo sé, porque soy el cuidador.

– ¿Qué significa todo esto?

– ¡No tengo la menor idea! Pero me parece que algo anda muy mal contigo.

El estómago se me contrajo mientras una conocida sensación de condena descendió sobre mí. Era exactamente la misma sensación que de niña había experimentado en la oficina del doctor, cuando descubrieron que padecía de mononucleosis. No tenía la menor idea de lo que era eso, pero sabía que era mi fin; a juzgar por las expresiones sombrías en las caras de los miembros de mi familia, ellos también lo sabían. Cuando iba a ponerme una inyección de penicilina, grité tan fuerte que me desmayé.

– Ya, ya -dijo el cuidador con voz benévola-. No tiene caso agitarse tanto. No quise ofenderte. Déjame decirte lo que sé acerca de esos arneses. Quizá sirva para aclarar las cosas un poco. Los usan cuando la persona a la que están tratando está… bueno… un poco desequilibrada. Si sabes a qué me refiero.

– ¿A qué se refiere, señor?

– Dime Emilito -indicó con una sonrisa-. Por lo que más quieras, no me digas señor. O puedes referirte a mí como el cuidador, de la misma manera en que todos aquí nos referimos a Juan Miguel Abelar como el nagual. Ahora entremos a la cocina y sentémonos a la mesa, para hablar más cómodamente.

Lo seguí a la cocina y me senté. Sirvió en mi taza un poco del agua que había calentado en la estufa y me la llevó.

– Ahora, con respecto a los arneses -prosiguió, instalándose en la banca enfrente de mí-, se supone que sirven para curar trastornos mentales. Y normalmente se los ponen a las personas que han perdido los estribos.

– Pero no estoy loca -protesté-. Si usted o cualquier otra persona insinúa que lo estoy, me iré de aquí.

– Pero debes estar loca -razonó.

– Es el colmo. Regresaré a la casa -me levanté para irme.

El cuidador me detuvo.

– Espera, Taisha. No quería decir que estás loca. Es posible que exista otra explicación -afirmó, en tono conciliador-. Esta gente tiene muy buenas intenciones. Probablemente pensaban que debes reforzar tu poder mental en su ausencia, no curarte de una enfermedad mental. Por eso te metieron a los arneses. Yo tengo la culpa, por haberme precipitado a sacar conclusiones erróneas. Por favor acepta mis disculpas.

Estaba más que dispuesta a olvidar el asunto y volví a sentarme a la mesa. Además, necesitaba estar en buenos términos con el cuidador, porque obviamente sabía cómo prender la estufa. Y no tenía la energía suficiente para seguir sintiéndome ofendida. Por otra parte, a esas alturas me había convencido de que él tenía razón. Sí estaba loca, sólo que no quería que el cuidador lo supiese.

– ¿Vive usted cerca de aquí, Emilito? -pregunté, tratando de aparentar tranquilidad.

– No. Vivo aquí en la casa. Mi habitación está enfrente de tu ropero.

– ¿Quiere decir que vive en ese cuarto para trebejos, lleno de esculturas y cosas? -exclamé-. ¿Y cómo es que sabe dónde está mi ropero?

– Clara me lo dijo -replicó con una sonrisa.

– Pero, si vive aquí, ¿por qué no lo he visto nunca?

– Ah, eso se debe a que tú y yo obviamente tenemos horarios distintos. A decir verdad, yo tampoco te he visto nunca.

– ¿Cómo es posible, Emilito? Llevo aquí más de un año.

– Y yo llevo aquí cuarenta años, a intervalos.

Ambos nos reímos en voz alta de las absurdeces que estábamos diciendo. Lo que me inquietaba era saber, en lo más recóndito de mi interior, que la presencia de esta persona era la que tantas veces había percibido en la casa.

– Yo sé, Emilito, que usted me ha estado observando -declaré en tono contundente-. No lo niegue ni me pregunte cómo lo sé. Lo que es más, también sé que usted sabía quién era yo cuando me vio delante de la puerta de la cocina. ¿No es cierto?

Emilito suspiró y asintió con la cabeza.

– Tienes razón, Taisha. Sí te reconocí. Pero de todas maneras me diste un auténtico susto.

– ¿Pero cómo pudo reconocerme?

– Te he estado observando desde mi habitación. Pero no te enojes. Nunca pensé que fueras a darte cuenta de que te observaba. Te pido humildemente que me disculpes si te hice sentir incómoda.

Quería preguntar por qué me había observado. Tenía la esperanza de que contestara que me creía hermosa o al menos interesante, pero interrumpió nuestra conversación para indicar que, puesto que había oscurecido, se sentía obligado a ayudarme a subir al árbol.

– Déjame hacerte una sugerencia -indicó-. Duerme en la casa del árbol en lugar de los arneses. Es una experiencia emocionante. Yo también ocupé esa casa del árbol durante un tiempo prolongado, aunque de eso ya hace mucho tiempo.

Antes de irnos, Emilito me sirvió un plato de deliciosa sopa y unas tortillas de harina. Comimos en completo silencio. Traté de hablar con él, pero dijo que conversar a la hora de la comida era malo para la digestión. Le dije que Clara y yo siempre platicábamos interminablemente durante nuestras comidas.

– Su cuerpo y el mío no se parecen en nada -musitó-. Ella está hecha de acero, de modo que puede hacerle lo que quiere a su cuerpo. Yo, por otra parte, no puedo correr riesgos con mi frágil cuerpecito. Ni tú tampoco.

Me agradaba que me incluyera entre los cuerpos pequeños, y que en realidad me considerase frágil, no débil.

Después de cenar, me acompañó muy solícitamente a lo largo de la casa principal hasta la puerta delantera. Nunca había pisado esa parte de la casa y deliberadamente caminé más lento, tratando de ver lo más posible. Vi un enorme comedor con una larga mesa para banquetes y una vitrina llena de copas de cristal, copas para champán y vajillas. Al lado del comedor había un estudio. Al pasar, alcancé a ver un escritorio macizo de caoba y libreros repletos en la pared. Las luces eléctricas estaban prendidas en otra habitación, pero no pude asomarme, porque la puerta se encontraba sólo un poco entreabierta. Voces amortiguadas salían del interior.

– ¿Quién está ahí adentro, Emilito? -pregunté, emocionada.

– Nadie -contestó-. Los susurros que oyes son el viento. Les hace jugarretas extrañas a los oídos al soplar a través de las contraventanas.

Lo miré con cara de que no me podía engañar y galantemente abrió la puerta para que me asomara. Tenía razón; el cuarto estaba vacío. Era otra sala más, semejante a la del lado derecho de la casa. No obstante, al fijarme con más detenimiento, observé algo raro en las sombras proyectadas sobre el piso. Me estremecí, porque sabía que las sombras estaban mal. Hubiera jurado que estaban agitadas, que rielaban y danzaban, pero no había aire ni movimiento en el cuarto.

En un susurro le comuniqué a Emilito lo que había visto. Se rió y me dio unas palmaditas en la espalda.

– Suenas igual que Clara -indicó-. Pero eso está bien. Me preocuparía si sonaras como Nélida. ¿Sabías que tiene poder en el coño?

Su forma de decirlo, el tono de su voz y la curiosa admiración, como de pájaro, que le llenaba los ojos, me causaron tal gracia que rompí a reír, casi hasta las lágrimas. La risa se me cortó en forma tan repentina como había empezado, como si alguien hubiera accionado un apagador dentro de mí. El hecho me preocupó. Y también preocupó a Emilito, porque me dirigió una mirada recelosa, como si dudara de mi estabilidad mental.

Abrió la puerta principal y me hizo pasar al frente de la casa, donde estaba el árbol. Me ayudó a abrochar los arneses y me enseñó a usar las poleas para adoptar una posición sentada. Me dio una pequeña linterna eléctrica y jalé de las cuerdas para subir. Entre las ramas más altas vagamente distinguía una casa de madera. Estaba cerca del lugar donde primero desperté en los arneses, pero no la había visto antes, debido a mi alarma extrema y a causa de todo el follaje que la rodeaba.

Desde el suelo, el cuidador apuntó la luz de su linterna directamente a la construcción y me gritó:

– Adentro hay una linterna marítima, Taisha, pero no la uses por demasiado tiempo. Y por la mañana, antes de bajar, asegúrate de desconectar la batería.

Sostuvo la luz de su linterna hasta que a gatas me subí en un pequeño rellano delante de la casa del árbol y terminé de desenganchar los arneses.

– Buenas noches. Ya me voy -gritó-. Que tengas sueños bonitos.

Creí escuchar una risita ahogada cuando apartó el haz de luz y se encaminó a la casa principal. Entré a la casa del árbol con la ayuda de mi propia débil linterna y busqué lo que había llamado la linterna marítima. Se trataba de una enorme lámpara sujeta a un estante; en el piso había una gran batería cuadrada metida en una caja clavada a las tablas. La conecté a la linterna y la prendí.

La casa del árbol consistía en una minúscula habitación provista de una pequeña plataforma elevada que servía de cama y de mesa baja al mismo tiempo. Encima de ella había una bolsa de dormir enrollada. La construcción tenía ventanas alrededor, con contraventanas engoznadas que podían apuntalarse con unos gruesos palos que había en el piso. En un rincón había una bacinica que encajaba en una canasta provista de una tapa lateral. Después de este examen superficial de la habitación, desconecté la lámpara grande y me metí a la bolsa de dormir.

La oscuridad era total. Escuché los grillos y el murmullo del arroyo a la distancia. Cerca, el viento susurraba entre las hojas y mecía toda la casa suavemente. Al escuchar los ruidos, unos temores insospechados empezaron a penetrar en mi conciencia y caí presa de sensaciones físicas que nunca antes había experimentado. La completa oscuridad distorsionaba y disfrazaba los ruidos y movimientos en forma tan total que tenía la impresión de que provenían del interior de mi cuerpo. Cada vez que temblaba la casa, me hormigueaban las plantas de los pies. Al crujir la casa, se me crispaban las rodillas; y la nuca me tronaba con cada crepitación de una rama.

El miedo invadió mi cuerpo, en forma de un temblor en los dedos de los pies. La vibración me subió a los pies y de ahí a las piernas, hasta que todo mi cuerpo de la cintura para abajo se sacudía, fuera de control. Empecé a sentirme amodorrada y desorientada. No sabía dónde quedaban la puerta ni la lámpara sorda. Comencé a percatarme de que la casa se ladeaba. Fue un movimiento casi imperceptible al principio, pero se hizo más considerable, hasta que el piso parecía estar inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Lancé un grito al sentir que la plataforma se ladeaba más aún. La idea de tener que descender por medio de las poleas me paralizaba. Estaba segura de que moriría cayéndome del árbol. La sensación de estar de lado era tan intensa que cobré la certeza de que me caería de la plataforma y me resbalaría por la puerta. En cierto momento la inclinación era tan aguda que de hecho tenía la impresión de estar de pie y no acostada.

Grité a cada movimiento repentino, sujetándome de una de las vigas laterales para no resbalarme. Toda la casa del árbol parecía estarse deshaciendo. Sentí náuseas con el movimiento. La oscilación y los crujidos se tornaron tan intensos que supe que sería la última noche de mi vida. Justo en el instante en que abandoné por completo toda esperanza de sobrevivir, algo inconcebible acudió a salvarme. Una luz emanó de mi interior. Brotó por todas las aberturas de mi cuerpo. La luz era un pesado líquido luminoso que me clavó sobre la plataforma, cubriéndome como una armadura resplandeciente. Me apretó la laringe y calmó mis gritos, pero también me despejó el pecho, me permitió respirar mejor. Me calmó el estómago nervioso y cortó el temblor de mis piernas. La luz iluminó todo el cuarto, de modo que pude distinguir la puerta a poca distancia de mí. Asoleándome en su brillo, me tranquilicé. Se desvanecieron todos mis temores y preocupaciones, ya no importaba nada. Permanecí tendida, totalmente quieta y serena, hasta que rompió el alba. Completamente restablecida bajé por medio de las poleas y me dirigí a la cocina para preparar el desayuno.

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