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Después de manejar continuamente por más de tres horas, nos detuvimos a comer en la ciudad de Guaymas. Mientras esperaba que llegara la comida, eché un vistazo a la estrecha calle que bordeaba la bahía. Un grupo de muchachos sin camisas pateaba una pelota; más allá, unos obreros colocaban ladrillos en una obra; otros más tomaban su descanso de mediodía bebiendo refrescos de botella, apoyados en unos montones de sacos de cemento sin abrir. No pude menos que pensar que en México todo parecía más ruidoso y polvoriento.

– En este restaurante sirven un caldo de tortuga exquisito -dijo Clara, recuperando mi atención.

Justo en ese momento una sonriente mesera, dueña de un diente incisivo de color plateado, colocó dos tazones del caldo en la mesa. Clara intercambió unas palabras cordiales con ella en español, antes de que la mesera se apurara a atender a otros clientes.

– No he probado nunca el caldo de tortuga -comenté al tomar una cuchara y examinarla para ver si estaba limpia.

– Te espera un verdadero agasajo -replicó Clara, observando cómo limpiaba la cuchara con una servilleta de papel.

Con renuencia probé una cucharada de caldo. Los trocitos de carne blanca que flotaban en una cremosa base de jitomate en efecto eran deliciosos.

Tomé varias cucharadas de caldo antes de preguntar:

– ¿De dónde sacan las tortugas?

Clara señaló por la ventana.

– De esta bahía.

Un apuesto hombre de edad madura que estaba sentado a la mesa al lado de la nuestra volvió hacia mí y me guiñó el ojo. Su gesto me pareció más un intento por hacerse el gracioso que una insinuación sexual. Se inclinó hacia mí, como si le hubiéramos dirigido la palabra.

– La tortuga que está comiendo ahora era muy grande -dijo en inglés, con un marcado acento.

Clara me miró y alzó las cejas, como si no pudiera creer tanta audacia por parte de un desconocido.

– Esta tortuga era tan grande que alimentaría a una docena de personas hambrientas -prosiguió el hombre-. Las atrapan en el mar. Se requiere varios hombres para agarrar a una sola.

– Supongo que las arponean como a las ballenas -comenté.

El hombre hábilmente acercó su silla a nuestra mesa.

– No, creo que usan grandes redes -afirmó-. Luego las aporrean hasta dejarlas inconscientes, antes de abrirles los vientres. Así la carne no se pone demasiado dura.

Mi apetito se esfumó. Lo último que deseaba era que un agresivo e insensible desconocido se pasara a nuestra mesa, pero no sabía cómo manejar la situación.

– A propósito de comida, Guaymas tiene fama por sus camarones gigantes -continuó el hombre con una sonrisa cautivadora-. Permítanme pedirles unos.

– Ya lo hice -replicó Clara bruscamente.

En ese momento regresó nuestra mesera, cargando un plato rebosante de los camarones más grandes que había visto en mi vida. Hubieran bastado para un banquete y definitivamente era mucho más de lo que Clara y yo podríamos comer, por mucha hambre que tuviésemos.

Nuestro indeseable compañero me miró, a la espera de una invitación para compartir nuestra comida. De haber estado sola, hubiera logrado pegarse aun contra mi voluntad. Sin embargo, Clara tenía otros planes y reaccionó de manera decisiva. Se puso de pie con agilidad felina, enfrentó al hombre adoptando una actitud amenazadora y lo miró directamente a los ojos.

– ¡Vete a la chingada, pendejo! -vociferó en español-. ¡Cómo te atreves a sentarte en nuestra mesa! ¡Mi sobrina no es ninguna pinche puta!

Su actitud emanaba tal fuerza y el tono de su voz era tan ofensivo que se paralizó toda actividad en el lugar. Todos los ojos se clavaron en nuestra mesa. El hombre se encogió de manera tan lastimosa que sentí pena por él. Se escurrió de la silla y salió del restaurante casi reptando.

– Sé que has sido entrenada para dejar que los hombres te saquen ventaja por el simple hecho de ser hombres -comentó Clara una vez que se había vuelto a sentar-. Siempre has tratado con amabilidad a los hombres y te han chupado todo lo que tienes. ¡¿No sabías que los hombres se alimentan de la energía de las mujeres?!

Sentía demasiada vergüenza para discutir con ella. Percibía todas las miradas en el lugar fijas sobre mí.

– Dejas que te mangoneen porque les tienes lástima -prosiguió Clara-. En lo más recóndito de tu corazón ansías cuidar a un hombre, a cualquier hombre. Si ese idiota hubiera sido mujer, tú misma no hubieras permitido nunca que se sentara a nuestra mesa.

Había perdido el apetito por completo. Me enfurruñé, pensativa.

– Veo que toqué una llaga -indicó Clara, con una sonrisa vana.

– Armaste un escándalo; fuiste grosera -declaré con tono de reproche.

– Es cierto -replicó, riéndose-. Pero casi lo maté del susto.

Su expresión era tan franca y parecía tan feliz que por fin pude reír, al recordar el sobresalto del hombre.

– Soy igual que mi madre -rezongué-. Consiguió hacer de mí un ratón en lo que se refiere a los hombres.

En el instante en que di expresión a este pensamiento, desapareció mi depresión y volví a sentir hambre. Me acabé casi todo el plato de camarones.

– No hay nada que se compare a principiar una nueva etapa en la vida con la barriga llena y el corazón contento -declaró Clara.

Una punzada de temor me confirió una sensación de pesadez en el estómago. A causa de toda la emoción se me había pasado por completo interrogar a Clara acerca de su casa. Tal vez era una choza, como las que había visto al lado del camino durante todo el viaje. ¿Qué clase de comida me serviría? Quizá ésa sería mi última comida buena. ¿Podría tomar el agua? Me imaginé enferma de agudos problemas intestinales. No sabía cómo preguntar a Clara acerca del alojamiento, sin parecer ofensiva o malagradecida. Clara me miró con ojos críticos. Pareció percibir mi agitación.

– México es un lugar duro -afirmó-. No es posible bajar la guardia ni por un instante. Pero ya te acostumbrarás.

"El norte del país es aún más severo que el resto. La gente llega en tropel en busca de trabajo o para hacer escala antes de cruzar la frontera con los Estados Unidos. Vienen por trenes enteros. Algunos se quedan y otros viajan al interior en vagones de carga, para trabajar en las gigantescas empresas agrícolas pertenecientes a corporaciones privadas. Sin embargo, la comida y el trabajo simplemente no alcanzan para todos, de modo que la mayoría de ellos se van de braceros a los Estados Unidos.

Me acabé cada gota de caldo; de dejar algo, me hubiera sentido culpable.

– Cuéntame más acerca de esta región, Clara.

– Todos los indígenas de aquí son yaquis reubicados en Sonora por el gobierno mexicano.

– ¿Quieres decir que no han estado aquí siempre?

– Esta es su tierra ancestral -explicó Clara-, pero en los años veinte y treinta fueron desarraigados y enviados por decenas de miles al centro de México. Luego, a fines de la década de los cuarenta, los trajeron de regreso al desierto de Sonora.

Clara se sirvió un poco de agua mineral; también llenó mi vaso.

– La vida es dura en el desierto de Sonora -prosiguió-. Como pudiste observar en el camino, esta tierra es austera e inhóspita. Los indígenas no tuvieron otra opción que poblar la zona del que fuera el río Yaqui. Ahí, en la antigüedad, los primeros yaquis construyeron sus pueblos sagrados y los habitaron por cientos de años, hasta que llegaron los españoles.

– ¿Pasaremos por esos pueblos? -pregunté.

– No. No tenemos tiempo. Quiero llegar a Navojoa antes de que oscurezca. Quizá algún día hagamos una excursión para visitar los pueblos sagrados.

– ¿Por qué son sagrados?

– Según los indígenas, la ubicación de cada pueblo a lo largo del río simbólicamente corresponde a un sitio en su mundo mítico. Al igual que los montes de lava en Arizona, esos sitios son lugares de poder. Los indígenas poseen una mitología muy rica. Creen que pueden entrar a un mundo de sueños y salir de él de un momento a otro. Verás, su concepto de la realidad es distinto al nuestro.

"De acuerdo con los mitos yaquis, esos pueblos también existen en el otro mundo -continuó Clara- y es de ese reino etéreo que reciben su poder. Se dicen la gente sin razón, para diferenciarse de nosotros, la gente con razón.

– ¿Qué clase de poder reciben? -pregunté.

– Su magia, brujería y conocimiento. Todo eso proviene directamente del mundo de los sueños. Y ese mundo se encuentra descrito en sus leyendas y cuentos. Los yaquis poseen una rica y extensa historia oral.

Miré el restaurante atestado a mi alrededor. Me pregunté cuáles de las personas sentadas ante las mesas serían indígenas, y cuáles mexicanas. Algunos de los hombres eran altos y nervudos; otros, bajos y regordetes. Toda la gente tenía un aspecto extranjero para mí; en secreto me sentía superior y definitivamente fuera de lugar.

Clara se acabó los camarones, los frijoles y el arroz. Yo me sentía abotagada, pero a pesar de mis protestas insistió en pedir flan como postre.

– Será mejor que te llenes -indicó con un guiño del ojo-. No se sabe nunca cuándo se podrá comer otra vez o en qué consistirá esa comida. Aquí en México siempre consumimos la caza del día.

Sabía que se estaba burlando de mí y con todo reconocí cierta verdad en sus palabras. Había visto un burro muerto antes, debido a un choque con un coche en la carretera. Sabía que las áreas rurales carecían de refrigeración y que por lo tanto la gente comía la carne que tuviese a su disposición. No pude más que preguntarme en qué consistiría mi próxima comida. Sin decir nada, decidí limitar mi estancia con Clara a sólo un par de días.

En un tono más serio, Clara continuó su exposición.

– Las cosas fueron de mal en peor para los indígenas aquí -indicó-. Cuando el gobierno construyó una presa, como parte de un proyecto hidroeléctrico, modificó en forma tan drástica el rumbo del río Yaqui que la gente tuvo que empacar sus cosas y establecerse en otra parte.

El rigor de esa clase de vida contrastaba con mi propia infancia, en la que siempre hubo suficiente alimento y comodidades. Me pregunté si el venir a México tal vez no fuese expresión de un profundo deseo por obrar un cambio completo en mi vida. Siempre había buscado aventuras, pero ahora que me hallaba inmersa en una me llenó el pavor a lo desconocido.

Comí un poco de flan y desterré de mi mente el pavor que se había establecido en mí desde que conocí a Clara. A pesar de ello, me agradaba su compañía. Por el momento me encontraba bien alimentada con camarones gigantes y caldo de tortuga, aunque tal vez fuese mi última comida sustanciosa, según diera a entender la propia Clara; decidí confiar en ella y permitir que se desarrollara la aventura.

Clara insistió en pagar la cuenta. Llenamos los tanques con gasolina y salimos otra vez a la carretera. Después de manejar varias horas más, llegamos a Navojoa. No nos detuvimos en la población sino que la atravesamos, abandonando la carretera panamericana para tomar por un camino de grava hacia el Este. Era media tarde. No me sentía en absoluto cansada; de hecho, había disfrutado el resto del viaje. Entre más avanzamos hacia el Sur, más percibía que una sensación de felicidad y bienestar reemplazaba a mi habitual estado neurótico y deprimido.

Tras manejar por más de una hora por un camino desigual, Clara se salió de él y me señaló que la siguiera. Rodamos sobre el suelo duro que bordeaba un alto muro rematado por una buganvilla en flor. Nos estacionamos sobre un área de tierra firmemente apisonada en el extremo del muro.

– Aquí es donde vivo -me gritó al apearse lentamente de su coche.

Me acerqué a ella. Se veía cansada y parecía haber aumentado de tamaño.

– Te ves tan fresca como cuando salimos -comentó-. Ah, ¡las maravillas de la juventud!

Del otro lado del muro, escondida completamente por árboles y densos arbustos, se alzaba una enorme casa con tejas, ventanas provistas de rejas y varios balcones. Aturdida, seguí a Clara a través de una puerta de hierro forjado, un patio de ladrillos, otra pesada puerta de madera, hasta entrar a la casa por la parte de atrás. La losas que cubrían el piso del vestíbulo fresco y vacío realzaban la austeridad de las paredes encaladas y las vigas oscuras de madera en el techo. Lo cruzamos para entrar a una amplia sala.

Las paredes blancas estaban bordeadas por azulejos exquisitamente pintados. Dos sofás impecables de color beige y cuatro sillones se agrupaban alrededor de una pesada mesa de centro de madera. Encima de la mesa había unas revistas abiertas en inglés y en español. Tuve la impresión de que alguien las había estado leyendo, sentado en uno de los sillones, pero que se fue apresuradamente al entrar nosotras por la puerta del fondo.

– ¿Qué opinas de mi casa? -preguntó Clara, rebosante de orgullo.

– Es fantástica -respondí-. ¿Quién hubiera creído que pudiese haber una casa como ésta aquí, en este paraje tan desolado?

Entonces mi envidia asomó la cabeza y me turbé por completo. Siempre había soñado con tener una casa así, pero estaba consciente de que jamás la podría adquirir.

– No te imaginas lo acertada que es tu descripción al calificar esta casa de fantástica -indicó Clara-. Lo único que puedo decirte sobre ella es que, al igual que los montes de lava que vimos esta mañana, se encuentra imbuida de poder. Un poder silencioso y exquisito corre por ella, de la misma manera en que la corriente eléctrica corre por los cables.

Al escucharla me sucedió una cosa inexplicable: mi envidia desapareció. Se esfumó por completo al pronunciar ella la última palabra.

– Ahora te mostraré tu recámara -señaló-. Y también fijaré unas reglas básicas que deberás observar mientras estés aquí como mi invitada.

"Todo lo que se encuentra del lado derecho de la casa y atrás de esta sala está a tu disposición, para que lo uses y explores, y eso incluye el terreno. Sin embargo, no debes entrar a ninguna de las recámaras, excepto la tuya, por supuesto. Ahí puedes utilizar lo que quieras. Incluso puedes romper las cosas en un acceso de ira o amarlas en arranques de afecto. Pero no te está permitido el acceso al lado izquierdo de la casa, bajo ninguna circunstancia y por ningún motivo. Así que mantente alejada de él.

La extravagante petición me disgustó, pero le aseguré que la entendía perfectamente y que cumpliría sus deseos. En realidad me pareció que su exigencia era grosera y arbitraria. De hecho, entre más me advertía mantenerme alejada de ciertas partes de la casa, más curiosidad sentía por conocerlas.

A Clara pareció ocurrírsele otra cosa y agregó:

– Por supuesto puedes utilizar la sala; incluso puedes dormir aquí en el sofá si tienes demasiado sueño o pereza como para ir a tu recámara. Sin embargo, otra área que no debes usar es el terreno delante de la casa y también la puerta principal. Está cerrada con llave por ahora, así que siempre entra a la casa por la puerta de atrás.

No me dio tiempo de responder. Clara me guió por un largo corredor. Pasamos delante de varias puertas cerradas -recámaras, según dijo, y por lo tanto de acceso prohibido para mí- hasta llegar a una gran habitación. Lo primero que vi al entrar fue una adornada cama doble de madera. Estaba cubierta con una hermosa colcha tejida de color blanquecino. Junto a una ventana en la pared que daba al fondo de la casa había un juguetero de caoba tallado a mano y lleno hasta el tope de objetos antiguos, floreros y figurillas de porcelana, cajas de esmalte tabicado y platos minúsculos. En la otra pared había un ropero que hacía juego con él; Clara lo abrió. En el interior estaban colgados vestidos antiguos, abrigos, sombreros, zapatos, sombrillas y bastones de mujer; todos parecían objetos exquisitos escogidos con mucho cuidado.

Antes de que pudiera inquirir dónde había conseguido esos hermosos objetos, cerró las puertas.

– Usa lo que quieras -indicó-. Esta es tu ropa y éste será tu cuarto mientras te quedes en la casa.

Echó un vistazo por encima del hombro, como si hubiera otra persona en el cuarto, y añadió:

– ¡Y quién sabe por cuánto tiempo sea eso!

Al parecer estaba refiriéndose a una visita extensa. Sentí que me sudaban las palmas de las manos al informarle torpemente que en el mejor de los casos podría quedarme sólo por unos cuantos días. Clara me aseguró que estaría perfectamente a salvo con ella en ese lugar. Mucho más segura, de hecho, que en otro sitio cualquiera. Agregó que sería tonto de mi parte pasar por alto la oportunidad de ampliar mi conocimiento.

– Pero tengo que buscar empleo -dije a manera de pretexto-. No tengo dinero.

– No te preocupes por el dinero -replicó-. Te prestaré o te daré lo que necesites. Por eso no hay problema.

Le di las gracias por su oferta, pero le expliqué que mi educación me impedía aceptar dinero de un desconocido por ser algo sumamente impropio, sin importar cuán bien intencionado fuera el gesto.

Rechazó mi negativa.

– Lo que te pasa, Taisha, creo yo, es que te enfadaste por mi petición de no usar el lado izquierdo de la casa o la puerta principal. Sé que en tu opinión me mostré arbitraria y demasiado reservada y ahora no quieres quedarte más que uno o dos días, por simple cortesía. Tal vez incluso pienses que soy una vieja excéntrica y un poco loca.

– No, no, Clara, no es eso. Lo que pasa es que debo pagar mi renta. Si no encuentro empleo pronto no tendré dinero, y aceptar dinero de otra persona me es imposible.

– ¿Quieres decir que no te ofendió mi petición de evitar ciertas partes de la casa?

– Claro que no.

– ¿No sentiste curiosidad por saber la razón por la que te pedí eso?

– Sí, eso sí.

– Bueno, la razón es que hay otras personas viviendo en ese lado de la casa.

– ¿Son parientes tuyos, Clara?

– Sí. Nuestra familia es bastante grande. De hecho, son dos las familias que viven aquí.

– ¿Y las dos son familias grandes?

– Así es. Cada una tiene ocho miembros, lo cual suma dieciséis personas en total.

– ¿Y todas viven del lado izquierdo de la casa, Clara?

En mi vida había sabido de una disposición tan extraña.

– No. Sólo ocho viven allá. Los demás pertenecen a mi familia inmediata y viven conmigo del lado derecho de la casa. Tú eres mi invitada y por eso debes permanecer del lado derecho. Es muy importante que lo comprendas. Tal vez sea algo raro, pero no incomprensible.

Me maravilló el poder que tenía sobre mí. Sus palabras tranquilizaron mis emociones, pero no calmaron mi mente. En ese momento comprendí que, a fin de reaccionar en formar inteligente en cualquier situación, yo necesitaba dicha coyuntura: la mente inquieta y las emociones agitadas. De otro modo estaba condenada a permanecer pasiva, a la espera de la influencia de los impulsos externos. El estar con Clara me había hecho comprender que, pese a mis protestas en este sentido y a pesar de mi lucha por ser distinta e independiente, yo era incapaz de pensar con claridad y de tomar mis propias decisiones.

Clara me echó una mirada muy peculiar, como si estuviera al tanto de mis pensamientos silenciosos. Traté de encubrir mi confusión con un apresurado comentario.

– Tu casa es bella, Clara. ¿Es muy antigua?

– Por supuesto -respondió, pero sin explicar si se refería a la belleza de la casa o a su antigüedad. Con una sonrisa agregó-: ahora que has conocido la casa, es decir, la mitad de ella, debemos pasar a otro asunto.

Sacó una linterna eléctrica de uno de los armarios; del ropero extrajo una acolchonada chaqueta china y un par de botines de cuero grueso y duro. Me indicó que me los pusiera después de comer un bocado, porque íbamos a dar una vuelta.

– Pero acabamos de llegar -protesté-. ¿No va a oscurecer pronto?

– Sí, pero quiero llevarte a un lugar especial en los cerros, desde donde se domina toda la casa y el terreno. Es mejor ver toda la casa por primera vez desde allí y a esta hora del día. Todos le echamos el primer vistazo a la luz del crepúsculo.

– ¿A quién te refieres con "todos"? -pregunté.

– A las dieciséis personas que vivimos aquí, naturalmente. Todos hacemos exactamente lo mismo.

– ¿Todos tienen la misma profesión? -pregunté sin disimular mi asombro.

– Claro que no -replicó y soltó una risita, llevándose la mano a la cara-. Lo que estoy diciendo es que cuando alguno de nosotros debe hacer algo por obligación, los demás también tenemos que hacerlo. Cada uno de nosotros tuvo que conocer la casa y el terreno por primera vez a la luz del crepúsculo, y por eso tú también tienes que conocerlos a esa hora.

– ¿Por qué me incluyes en esto, Clara?

– Digamos, por ahora, que por ser mi invitada.

– ¿Conoceré a tus parientes más adelante?

– Los conocerás a todos -me aseguró-. Aunque por el momento no hay nadie en la casa excepto nosotras dos y un perro guardián.

– ¿Salieron de viaje?

– Exactamente. Todos se fueron en un extenso viaje y aquí me tienes, cuidando la casa con el perro.

– ¿Cuándo los esperas de regreso?

– Será cosa de varias semanas todavía, quizá incluso de meses.

– ¿A dónde fueron?

– Siempre nos encontramos en movimiento. En ocasiones yo me ausento por varios meses y otra persona se queda a cargo de la propiedad.

Estaba a punto de preguntar de nuevo a dónde fueron, pero Clara se me adelantó.

– Todos se fueron a la India -indicó.

– ¿Los quince? -pregunté, incrédula.

– Es algo extraordinario, ¿verdad?, ¡y nos va a costar una fortuna!

Su tono de voz ridiculizaba a tal grado mis recónditos sentimientos de envidia que me reí, a pesar de mí misma. Pero luego me asaltó la idea de que no estaría a salvo sola en una casa tan deshabitada y remota, con Clara como única compañía.

– Estamos solas, pero no hay nada qué temer en esta casa -declaró en tono curiosamente categórico-. Excepto al perro, quizá. Cuando regresemos de nuestro paseo te lo presentaré. Tienes que estar muy serena para conocerlo. Reconocerá tus verdaderos sentimientos y te atacará si percibe hostilidad o miedo.

– Pero sí tengo miedo -exclamé. Ya estaba temblando.

Odiaba a los perros desde niña, cuando uno de los doberman de mi padre me saltó encima y me tiró al suelo. El perro no me mordió sino sólo gruñó, mostrándome sus dientes puntiagudos. A gritos pedí auxilio, porque estaba demasiado aterrada para moverme. El susto fue tal que me oriné. Aún recuerdo la burla que me hicieron mis hermanos al verme; dijeron que era un bebé que necesitaba pañales.

– A mí en lo personal los perros no me agradan en absoluto -afirmó Clara-, pero el perro que tenemos en realidad no es un perro. Él es otra cosa.

Logró despertar mi interés, pero eso no disipó mis malos presentimientos.

– Si quieres refrescarte primero te acompañaré al baño, por si el perro anda merodeando por ahí -ofreció.

Acepté con una inclinación de la cabeza. Me sentía cansada e irritable; los efectos del largo camino por fin se hacían notar en mí. Quería limpiar mi cara del polvo de la carretera y desenredar mi pelo enmarañado.

Clara me condujo por otro pasillo y luego salimos a la parte de atrás de la casa. Se apreciaban dos pequeños edificios a cierta distancia de la casa principal.

– Ese es mi gimnasio -indicó, señalando uno de ellos-. También lo tienes prohibido, a menos que algún día decida invitarte a pasar.

– ¿Ahí es donde practicas las artes marciales?

– Así es -replicó Clara secamente-. El otro edificio es el baño.

– Te esperaré en la sala, donde podremos comer unos sandwiches. Pero no te molestes con arreglarte el pelo -advirtió, como si hubiera reparado en mi preocupación-. No hay espejos en esta casa. Los espejos son como los relojes: registran el paso del tiempo. Y lo importante es volverlo al revés.

Quise preguntar a qué se refería con eso de volver el tiempo al revés, pero con un ligero empujón me encaminó hacia el baño. En el interior encontré varias puertas. Puesto que Clara no había establecido condiciones acerca de los lados izquierdo y derecho de este edificio y en vista de que no sabía dónde quedaba el excusado, exploré toda la construcción. De un lado del pasillo central había seis pequeños retretes, provisto cada uno de un excusado bajo de madera para cuyo uso había que ponerse en cuclillas. Lo insólito era que no se notaba el olor distintivo de una fosa séptica ni el hedor abrumador de hoyos con cal en la tierra. Escuchaba correr el agua por debajo de los excusados de madera, pero no alcancé a distinguir cómo ni de dónde se encauzaba hasta ahí.

Del otro lado del pasillo había tres habitaciones idénticas recubiertas de magníficos azulejos. Cada una contenía una tina de baño antigua con patas y un largo baúl sobre el cual descansaba un juego de porcelana consistente en una jarra llena de agua y la palangana correspondiente. No había espejos ni instalaciones de acero inoxidable en las que hubiera podido reflejar mi imagen. De hecho, no había nada de plomería.

Vertí agua en una de las palanganas, me salpiqué la cara y luego me pasé los dedos mojados por el pelo enredado. En lugar de usar una de las toallas turcas blancas y suaves, por miedo a ensuciarla, me sequé las manos con los pañuelos desechables que encontré en una caja sobre el baúl. Respiré hondo varias veces y me froté el cuello tenso antes de salir a buscar otra vez a Clara.

La encontré en la sala, acomodando flores en un florero chino blanco y azul. Las revistas que habían estado abiertas ahora se encontraban apiladas cuidadosamente; junto a ellas había un plato con comida. Sonrió al verme.

– Te ves fresca y lozana -indicó-. Come un sandwich. Pronto llegará el crepúsculo y no tenemos tiempo que perder.

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