13

Desperté con la voz de Clara, que me decía que me incorporara. Tardé mucho tiempo en reaccionar; en primer lugar, porque estaba totalmente desorientada, y en segundo, porque tenía las piernas dormidas. Al notar mis dificultades, Clara me sujetó de los brazos, me jaló al frente y me metió unas almohadas detrás de la espalda, para que pudiera mantenerme sentada sin su ayuda. Me encontraba en mi cama y traía puesto mi camisón. Por la luz supe que la tarde ya estaba avanzada.

– ¿Qué pasó? -murmuré-. ¿Dormí toda la noche?

– Así es -replicó Clara-. Estaba preocupada por ti. Perdiste el control y pasaste a un limbo perceptual. Nadie pudo establecer contacto contigo. Así que decidimos dejarte dormir hasta que salieras de ello.

Me incliné al frente y me froté las piernas hasta que desapareció la sensación hormigueante. Aún me sentía mareada y extrañamente enervada.

– Tienes que hablar conmigo hasta que vuelvas a ser tú misma -dijo Clara en su tono más autoritario-. Esta es una de las ocasiones en que te servirá hablar.

– No tengo ganas de hablar -constesté, dejándome caer otra vez sobre las almohadas. Había empezado a sudar frío y mis miembros se sentían lacios, como de hule-. ¿Me hizo algo el señor Abelar?

– No en mi presencia -replicó Clara, riéndose jovialmente de su propio chiste. Me agarró las manos y les frotó el dorso, tratando de revivirme.

No estaba de humor para la frivolidad.

– ¿Qué pasó en realidad, Clara? -pregunté-. No recuerdo nada.

Se instaló cómodamente en la orilla de la cama.

– Tu primer encuentro con el nagual fue demasiado para ti -dijo Clara-. Estás demasiado débil; eso fue lo que pasó. Pero no quiero que pienses en eso, porque te desanimas con demasiada facilidad. Además, no quiero que leas entre líneas, como eres dada a hacerlo, y que vayas a sacar las conclusiones equivocadas.

– Puesto que ni sé lo que está pasando, ¿cómo voy a leer entre líneas? -pregunté, mientras me castañeaban los dientes.

– Estoy segura de que encontrarías el modo -suspiró Clara-. Eres particularmente experta en sacar conclusiones precipitadas y por desgracia sueles equivocarte. Y no importa que no sepas qué está pasando. Siempre supones que sí lo sabes.

Debí admitir que aborrecía las situaciones ambiguas. Siempre me ponían en desventaja. Quería saber lo que estaba pasando para hacer frente a todas las contingencias.

– Tu madre te enseñó a ser una mujer perfecta -dijo Clara-. Las mujeres perfectas infieren de la simple observación de lo que las rodea todo lo que necesitan saber, especialmente si hay un macho en la escena. Son capaces de anticiparse a los deseos más sutiles de éste. Siempre están conscientes de los cambios en su estado de ánimo, porque creen que estos cambios se deben a algo que ellas mismas dijeron o hicieron. Por consiguiente, creen que les corresponde apaciguar a su hombre.

Después de haberme visto, por medio de la recapitulación, actuar en esa forma una y otra vez, debí admitir, mortificada, que Clara tenía razón. Estaba bien entrenada. Una mirada, un suspiro o un tono de voz de mi padre bastaban para revelarme exactamente lo que estaba pensando o sintiendo. Lo mismo era cierto con respecto a mis hermanos. Yo reaccionaba a las señales más sutiles de su parte. Lo peor era que sólo tenía que imaginarme que yo no le agradaba a un hombre para ser capaz de hacer cualquier cosa a fin de complacerlo.

Clara me tocó el costado suavemente, como para llamar mi atención.

– Si tú y yo hubiéramos estado solas anoche, no te hubieras desmayado en forma tan dramática -dijo, esbozando una sonrisa sumamente irritante.

– ¿Qué estás insinuando, Clara? ¿Que encuentro atractivo al señor Abelar?

– Precisamente. Cuando un hombre está cerca de ti, experimentas una transformación instantánea. Te conviertes en la mujer que haría cualquier cosa con tal de llamar la atención de ese hombre, incluso desmayarse.

– Permíteme decirte que no estoy de acuerdo contigo -contesté-. Realmente no traté de adular al señor Abelar.

– ¡Piénsalo! No te pongas a la defensiva -pidió Clara-. No te estoy atacando. Tan sólo te señalo algo que yo también sentía y hacía antes.

En lo más recóndito sabía a qué se refería Clara. El señor Abelar poseía un encanto tan carismático que a pesar de su edad me parecía sumamente atractivo. Sin embargo, preferí no admitirlo, ni para mí misma ni delante de Clara. Para mi alivio, Clara no insistió en el tema.

– Te entiendo perfectamente, porque yo también tuve a mi Juan Miguel Abelar -indicó-. Era el nagual Julián Grau, el ser más apuesto y alegre que ha existido jamás. Era encantador, pícaro y gracioso; realmente inolvidable. Todo el mundo lo adoraba, incluyendo a Juan Miguel y el resto de mi familia. Todos besábamos el suelo que él pisaba.

Se me ocurrió, al escuchar a Clara deshacerse en elogios a su maestro, que había pasado demasiado tiempo en el Lejano Oriente. Siempre me molestó la adoración repugnante que los estudiantes en el mundo del karate profesaban por su profesor o sensei. Ellos también besaban el suelo pisado por su profesor, literalmente, bajando las cabezas al piso como muestra de deferencia cada vez que el maestro entraba a la habitación. No se lo dije a Clara, pero me pareció que estaba rebajándose al reverenciar a tal grado a su maestro.

– El nagual Julián nos enseñó todo lo que sabemos -prosiguió, ignorante de mis juicios-. Dedicó su vida a guiarnos hacia la libertad. Dio instrucciones especiales al nagual Juan Miguel Abelar, instrucciones que lo calificaban para ser el nuevo nagual.

– ¿Quieres decir, Clara, que los naguales son como reyes? -pregunté, queriendo señalarle el peligro y la falacia de una veneración exagerada.

– No. De ningún modo. Los naguales no tienen ninguna importancia personal -afirmó-. Y es precisamente por esta razón que podemos adorarlos.

– A lo que me refería, Clara, era si heredan su puesto -me corregí rápidamente.

– ¡Claro que sí! Definitivamente heredan su puesto, pero no como los reyes. Los reyes son hijos de reyes. Un nagual, en cambio, tiene que ser elegido por el espíritu. A menos que el espíritu lo elija, no puede erigirse en líder. Un nagual, para empezar, es dueño de una energía extraordinaria. Pero no es nagual hasta que es instruido en la regla de los naguales.

Entendí la explicación de Clara, pero me hizo sentir curiosamente incómoda. Al deliberar, comprendí que la parte que me molestaba era que el espíritu tuviese que realizar la selección.

– ¿Cómo decide el espíritu a quién elegir? -pregunté.

Clara meneó la cabeza.

– Eso, mi querida Taisha, es un misterio insondable -dijo con voz queda-. Lo único que un nagual puede hacer es cumplir con los mandatos del espíritu o fracasar lastimosamente.

Pensé en el señor Abelar y me pregunté cuáles serían los mandatos para él. Recordé el comentario de Clara de que algún día pudiese yo también considerarlo como el nagual.

– Por cierto, ¿dónde está el señor Abelar? -pregunté, tratando de simular indiferencia.

– Se fue anoche, cuando se dio cuenta de que estabas fuera de combate.

– ¿Regresará?

– Claro que sí. Vive aquí.

– ¿Dónde, Clara? ¿En el lado izquierdo de la casa?

– Sí. Por el momento está ahí. No en este preciso momento -se corrigió-, pero en estos días. Y a veces vive conmigo del lado derecho de la casa. Yo lo cuido.

Sentí una punzada de celos tan intensa que fue como una ola de energía.

– Dijiste que no es tu esposo, ¿verdad, Clara? -pregunté, con un crispamiento sumamente inquietante en la comisura de la boca.

Clara se rió tan fuerte que rodó hacia atrás sobre la cama, sin aliento.

– El nagual Juan Miguel Abelar ha trascendido todos los aspectos del sexo masculino -me aseguró al incorporarse de nuevo.

– ¿A qué te refieres, Clara?

– Quiero decir que ya no es un ser humano. No puedo explicártelo todo, porque carezco de la sutileza necesaria y tú no tienes la capacidad de entenderme. Según yo veo el asunto, fue debido a mi incapacidad para explicar que el nagual te dio esos cristales.

– ¿Qué incapacidad, Clara? Te expresas perfectamente bien.

– Entonces eres tú la que no entiendes perfectamente bien.

– Eso es idiota, Clara.

– ¿Entonces por qué no puedo hacerte entender qué somos y qué es lo que tenemos en mente para ti?

Respiré profundamente varias veces para calmar mi estómago nervioso.

– ¿Qué tienen en mente para mí, Clara? -pregunté, nuevamente presa del pánico.

– Es muy difícil hablar de eso -contestó-. Tú y yo definitivamente pertenecemos a la misma tradición. Eres una parte integral de lo que nosotros somos. Por eso estamos obligados a instruirte.

– ¿A quiénes te refieres con "nosotros"? ¿A ti y al señor Abelar? Clara se tomó un momento, como para darse tiempo de contestar correctamente.

– Como ya te lo he dicho, somos más de dos -indicó-. De hecho, ni soy tu maestra. Tampoco lo es el nagual Juan Miguel. Otra persona lo es.

– Espera, espera, Clara. Me estás confundiendo otra vez. ¿Quién es esa otra persona a la que te refieres?

– Otra mujer como tú, pero mayor en edad e infinitamente más poderosa. Yo sólo soy una auxiliar. Estoy a cargo de prepararte, de lograr que ahorres suficiente energía por medio de tu recapitulación para que puedas conocer a esta otra persona. Y créeme, su presencia es mucho más devastadora que la del nagual.

– No entiendo qué tratas de decirme, Clara. ¿Quieres decir que es peligrosa y me hará daño?

– Ese es el problema cuando trato de responder a tus preguntas -dijo Clara-. Te confundes, porque la conexión que existe entre tú y yo sólo es superficial. Me haces una pregunta, esperando una respuesta inequívoca que te satisfaga, y yo te doy una respuesta que a mí me satisface y a ti te confunde. Te recomiendo que no me hagas preguntas o aceptes mis respuestas sin ponerte nerviosa.

Deseaba averiguar más acerca del señor Abelar y sobre los planes que la otra mujer tenía conmigo, así que prometí, con la esperanza de sacarle todo a Clara, que desde ese momento mediría todas sus respuestas con la debida consideración, pero sin pánico ni agitación por mi parte.

– Muy bien. Veamos cómo tomas esto -dijo Clara de manera tentativa-. Te diré lo que te contó el nagual anoche, antes de que te desmayaras. Pero como no soy hombre, sin duda reaccionarás de modo diferente de lo que hiciste cuando el nagual te lo dijo. Tal vez hasta me hagas caso.

– Pero no recuerdo que me haya dicho nada después de que me dormí en el petate -protesté.

Clara vaciló y me escudriñó la cara, supongo que en busca de alguna chispa de reconocimiento. Meneó la cabeza para indicar que no encontraba ninguna, aunque traté de parecer lo más calmada y atenta posible e incluso sonreí para darle mayor seguridad.

– Te habló de todos los seres que vivimos en esta casa -empezó Clara-. Te dijo que todos somos brujos, incluyendo a Manfredo.

Al escuchar el nombre de Manfredo, algo encajó en mis pensamientos.

– Lo sabía -exclamé sin pensar. Me pareció perfectamente verosímil la idea de que Manfredo fuera brujo, pero no tenía la menor idea del por qué era así. Le dije a Clara que en algún momento ya debí haber pensado eso, aunque todavía no supiese exactamente qué era un brujo.

– Claro que lo sabes -me aseguró Clara con una ancha sonrisa.

– Te digo que no lo sé.

Clara me miró, perpleja.

– ¿Estás segura que no recuerdas cómo el nagual te lo explicó?

– No, realmente no me acuerdo.

– Para nosotros, un brujo es alguien capaz de romper, por medio de la disciplina y la perseverancia, los límites de la percepción natural -declaró Clara con un aire de formalidad.

– Bueno, eso no aclara nada -dije-. ¿Cómo le hace Manfredo para lograr todo eso?

Pareció darse cuenta de mi confusión.

– Creo que tenemos un malentendido otra vez, Taisha. No me refiero sólo a Manfredo. Aún no has comprendido que todos los que vivimos en esta casa somos brujos. No sólo el nagual, Manfredo y yo, sino también los otros catorce a los que aún no conoces. Todos somos brujos, pero brujos abstractos. Si quieres imaginarte la brujería como algo concreto que implica rituales y pociones mágicas, sólo puedo decirte que sí existen brujos concretos de ese tipo, pero no los encontrarás en esta casa.

Obviamente estábamos pensando en cosas diferentes. Yo hablaba de Manfredo y ella hablaba de unas personas que yo ni siquiera había visto aún. Pero sí entendí por fin que Clara, el señor Abelar y los otros esquivos a los que ambos aludían constantemente eran todos brujos. En lugar de hacer más preguntas, recordé su consejo y preferí guardar silencio.

A continuación se explayó en el hecho de que los brujos abstractos buscan la libertad por medio del acrecentamiento de su capacidad para percibir; mientras que los brujos concretos, como los tradicionales que vivieron en el antiguo México, buscan el poder y la gratificación personales por medio del acrecentamiento de su importancia personal.

– ¿Qué tiene de malo buscar la gratificación personal? -pregunté, tomando un sorbo de agua del vaso que había en la mesita de noche.

– Tenías que ser tú la que se pone del lado de los brujos concretos -dijo Clara, con mirada preocupada-. Con razón el nagual te dio esos dardos de cristal.

A pesar de mi promesa de mantener la calma, al oír mencionar los cristales me recorrieron unas olas de nerviosismo. El estómago se me acalambró con tal intensidad que estuve segura de haber contraído una gripa intestinal.

– Me resulta prácticamente imposible explicarte lo que hacemos; y aún más que imposible hacerte entender por qué hacemos lo que hacemos -afirmó Clara-. Tendrás que hacerle esas preguntas a tu maestra.

– ¿A mi maestra?

– No me estás haciendo caso, Taisha. Ya te dije que tienes una maestra. Aún no la conoces, porque no posees la energía suficiente. Conocerla requiere diez veces más energía que conocer al nagual, y todavía no te recuperas del encuentro con él. Tienes la cara verdosa y pálida.

– Creo que me dio gripa -dije, sintiéndome otra vez mareada.

Clara meneó la cabeza.

– Lo que tienes es que estar fija en ti misma -interpoló antes de continuar-. El nagual también podría contestar cualquier pregunta que le hicieras. El problema es que lo tratarías como a un hombre y si te hablara por más de unos cuantos minutos con toda certeza volverías a caer en tu patrón de mujer. Por eso te tiene que instruir una mujer.

– ¿No estás exagerando este asunto de los hombres y las mujeres? -pregunté, tratando de levantarme de la cama.

Me sentía débil y me temblaban las piernas. El cuarto empezó a dar vueltas y casi me desmayé. Clara me sujetó del brazo justo a tiempo.

– Pronto sabremos si lo estoy exagerando -dijo-. Vayamos afuera a sentarnos a la sombra de un árbol. Quizá el aire fresco te ayude a revivir.

Me hizo ponerme una chamarra larga y unos pantalones y me guió, como a una enferma, de la habitación al patio trasero.

Nos sentamos sobre unos petates debajo del enorme zapote cuya sombra abarcaba casi todo el patio. En cierta ocasión le había preguntado a Clara si podía comer de su fruta. Ella me calló e indicó: "Sólo come, pero no hables de ello." Obedecí, pero desde entonces me sentía culpable, como si hubiera ofendido al árbol.

Permanecimos en silencio, escuchando el murmullo del viento entre las hojas. Estaba fresco y apacible ahí y me sentí tranquila otra vez. Después de un rato, Manfredo apareció dando la vuelta lentamente a la esquina de la casa, donde tenía un pequeño cuarto con una gran puerta oscilante recortada en la pared, para poder entrar y salir a discreción. Se me acercó y me empezó a lamer la mano. Le miré los ojos llenos de sentimiento y supe que éramos los mejores amigos. Como en respuesta a una invitación tácita, se tendió sobre mi regazo, instalándose cómodamente. Le acaricié el pelo suave y sedoso y me llenó un profundo afecto por él. Asida por un arranque inexplicable de compasión, me incliné al frente y lo abracé. De súbito comencé a llorar, sentía tanta lástima por él.

– ¿Dónde están tus cristales? -preguntó Clara en tono autoritario. Su voz dura me hizo volver a la realidad.

– En mi cuarto -contesté, soltando a Manfredo para secarme los ojos con la manga de mi chamarra.

Manfredo percibió la mirada desaprobatoria de Clara y de inmediato se quitó de mis piernas y cruzó el camino para sentarse debajo de un árbol cercano.

– Debes traerlos contigo todo el tiempo -indicó Clara bruscamente-. Ya sabes que unas armas, como lo son esos cristales, no tienen nada que ver con la guerra o la paz. Puedes amar la paz todo lo que quieras y no obstante necesitar armas. De hecho, las necesitas para luchar contra tus enemigos en este preciso momento.

– No tengo enemigos, Clara -dije lloriqueando-. Nadie sabe que vivo siquiera.

Clara se inclinó hacia mí.

– El nagual te dio esos cristales para ayudarte a destruir a tus enemigos -indicó con voz suave-. Si los trajeras contigo en este momento, podrías realizar tus pases brujos con ellos y te ayudarían a disipar esa insistente lástima que sientes por ti misma.

– No sentí lástima por mí misma, Clara -dije, a la defensiva-. Me causó lástima el pobre Manfredo.

Clara se rió y meneó la cabeza.

– No hay razón alguna para sentir lástima por el pobre Manfredo. Sea cual fuera su forma actual, es un guerrero. La lástima por ti misma, por el contrario, está presente en tu interior y se expresa de distintas formas. Ahora la estás llamando "sentir lástima por Manfredo".

Sentí que los ojos se me empezaban a llenar de lágrimas otra vez porque, además de mi inseguridad, en efecto había un pozo de autocompasión sin fin dentro de mí. Había avanzado lo suficiente en la recapitulación para comprender que se trataba de una reacción que me la pasó mi madre, la cual se tuvo lástima a sí misma todos los días de su vida, o al menos todos los días de mi vida con ella. Puesto que nunca conocí otra expresión personal en ella, eso fue lo que yo también aprendí a sentir.

– Tienes que sostener las armas de cristal entre tus dedos y apuntar tus pases brujos al corazón de tus escurridizos enemigos, como lo son la importancia personal, que se te aparece disfrazada de autocompasión, indignación moral, o tristeza virtuosa -continuó Clara.

No pude más que mirarla, desalentada. Me acusó de ser débil y de desmoronarme por completo a la menor presión ejercida sobre mí. Sin embargo, lo que más me dolió fue cuando me dijo que mis meses de recapitulación carecían de todo significado; que no eran más que fantasías superficiales, puesto que lo único que había hecho era sumirme en nostálgicos recuerdos acerca de mi maravilloso yo o revolcarme en la lástima de mí misma, al recordar mis momentos no tan maravillosos.

No entendí por qué me atacaba de manera tan cruel. Me zumbaban los oídos con la ola de furia que me arrebató. Rompí a llorar irrefrenablemente, odiándome a mí misma por haberle dado a Clara la oportunidad de devastarme emocionalmente. Escuché sus palabras como si vinieran desde muy lejos; estaba diciendo "…importancia personal, falta de decisión, ambición indomable, sensualidad no asimilada, cobardía; la lista de enemigos empeñados en impedir tu vuelo hacia la libertad no tiene fin y debes ser implacable en tu lucha contra ellos".

Me dijo que me calmara. Afirmó que sólo estaba tratando de ilustrar la forma en que nuestras actitudes y sentimientos son nuestros verdaderos enemigos, tan perjudiciales y peligrosos como cualquier bandido armado hasta los dientes que nos encontremos en la carretera.

– El nagual te dio esos cristales para que reunieras tu energía -indicó-. Son extraordinarios para atraer nuestra atención y fijarla. Se trata de una cualidad de los cristales de cuarzo en general y del intento específico de estos cristales en particular. A fin de lograrlo, sólo tienes que realizar tus pases brujos con ellos.

Desee tener los cristales conmigo; en cambio, miré los ojos brillantes y llenos de compasión de Manfredo. Se me ocurrió que reflejaban la luz de la misma manera que los cristales de cuarzo. Por un momento, sus ojos sostuvieron mi mirada y, al observarlos, una certeza irracional de súbito apareció en mi mente. Supe que Manfredo era un brujo perteneciente a la tradición antigua, el espíritu de un brujo que de algún modo había sido atrapado en el cuerpo de un perro. En cuanto lo hube pensado Manfredo soltó un ladrido corto y agudo, como de confirmación.

También me pregunté si no sería Manfredo quien encontró los cristales para mí en una cueva o, más bien, que condujo al nagual hasta ellos, en la misma forma en que me guió hasta mi mirador favorito en los cerros desde los cuales se dominaba la casa y el terreno.

– Una vez me preguntaste cómo era posible que supiese tanto acerca de los cristales -dijo Clara, interrumpiendo mis especulaciones-. No te lo pude decir entonces, porque aún no conocías al nagual. Pero ahora que lo has conocido, puedo decirte que… -respiró profundamente y se inclinó hacia mí-. Somos brujos pertenecientes a la misma tradición que los de la antigüedad. Hemos heredado todos sus rituales y conjuros esotéricos, pero no nos interesa ponerlos en práctica, aunque sepamos usarlos.

– ¡Manfredo es un brujo de la antigüedad! -exclamé con verdadero asombro, olvidándome de que no la había hecho partícipe de mis especulaciones mentales.

Clara me miró, como dudando de mi cordura, y luego se echó a reír con tal fuerza que se acabó toda posibilidad de conversación. Escuché ladrar a Manfredo, como si también estuviera riéndose. Lo más extraño fue que hubiera jurado, o bien que la risa de Clara tenía eco, o que alguien escondido a la vuelta de la casa también se estaba riendo.

Me sentía como una verdadera imbécil. Clara no quiso oír los detalles acerca de la luz reflejada en los ojos de Manfredo.

– Te dije que eras lenta y no muy inteligente, pero no me creíste -me reprendió-. Pero no te preocupes, ninguno de nosotros es muy inteligente. Toda la raza humana somos unos monos arrogantes y de muy lenta comprensión.

Me dio un coscorrón para subrayar su afirmación. No me gustó que me llamara una mona estúpida y arrogante, pero aún estaba tan emocionada con mi descubrimiento que dejé pasar su comentario.

– El nagual tiene muchas otras razones para darte esos cristales -continuó Clara-, pero tendrá que explicártelas él mismo. Lo único que sé con certeza es que tendrás que hacerles un estuche.

– ¿Qué clase de estuche?

– Una funda hecha del material que creas conveniente. Puedes usar gamuza, fieltro o un pedazo de colcha, o incluso madera, si eso quieres usar.

– ¿Qué clase de estuche hiciste para los tuyos, Clara?

– Yo no recibí cristales -dijo-, pero los llegué a manejar en mi juventud.

– Hablas de ti misma como si fueras vieja. Entre más te trato, más joven te ves.

– Eso se debe a que hago muchos pases brujos a fin de crear esa ilusión -replicó, riéndose con abandono infantil-. Los brujos creamos ilusiones. Mira a Manfredo.

Al escuchar su nombre, Manfredo sacó la cabeza de detrás del árbol y nos miró fijamente. Tuve la extraña impresión de que sabía que estábamos hablando de él y no quería perderse ni una palabra.

– ¿Qué tiene Manfredo? -pregunté, bajando la voz automáticamente.

– Uno juraría que es perro -susurró Clara-. Pero eso se debe a su poder para crear esa ilusión -me dio un empujoncito y me guiñó el ojo con aire conspirador-. Sabes, tienes toda la razón, Taisha. Manfredo no es de ningún modo un perro.

No entendí si quería que asintiera por causa de Manfredo, quien se había incorporado y definitivamente estaba escuchando cada palabra que decíamos, o si realmente creía lo que estaba diciendo, o sea, que Manfredo no era un perro. Antes de que pudiese determinar de qué se trataba, un agudo sonido desde el interior de la casa impulsó a Clara y a Manfredo a saltar de sus lugares y salir corriendo en esa dirección. Empecé a seguirlos, pero Clara se volvió hacia mí e indicó bruscamente:

– Quédate donde estás. Regresaré en un momento.

Entró corriendo a la casa, con Manfredo pisándole los talones.

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