3

Después de haber devorado la mitad de un sandwich de jamón, me apuré a ponerme la chaqueta y los botines que Clara me había dado y salimos de la casa, armada cada una de una pesada linterna eléctrica. Los botines me quedaban demasiado apretados y el izquierdo me rozaba el talón; estaba segura de que se me haría una ampolla. Sin embargo, me daba gusto contar con la chaqueta, porque la noche era fría. Subí el cuello para que me cubriera las orejas.

– Vamos a dar la vuelta al terreno -indicó Clara-. Quiero que veas la casa desde la distancia y a la luz del crepúsculo. Te señalaré algunas cosas que debes recordar, así que pon mucha atención.

Tomamos por un sendero estrecho. A lo lejos en dirección del Este distinguí la silueta mellada y oscura de los cerros ante el cielo color púrpura. Cuando hice un comentario acerca de su apariencia siniestra, Clara replicó que esos cerros parecían tan ominosos porque su esencia etérea era antiquísima. Me explicó que todo lo contenido en los reinos de lo visible y lo invisible posee una esencia etérea y que uno debe ser receptivo a ella a fin de saber cómo proceder.

Sus palabras me recordaron mi táctica de mirar el horizonte del Sur en busca de iluminación y consejo. Antes de poder hacerle una pregunta al respecto, siguió hablando acerca de las montañas, los árboles y la esencia etérea de las piedras. Me dio la impresión de haber absorbido la cultura china hasta el grado de hablar con acertijos, tal como se retrata a los hombres iluminados en la literatura oriental. De súbito cobré conciencia de que en un nivel subyacente le había seguido la corriente todo el día. La sensación resultó extraña, puesto que Clara era la última persona a la que hubiera querido tratar de manera condescendiente. Estaba acostumbrada a seguirles la corriente a las personas débiles o altaneras en el trabajo o la escuela, pero Clara no era ni débil ni altanera.

– Ahí es -afirmó Clara al señalar un espacio despejado y plano un poco arriba de nosotras-. Podrás ver la casa desde ahí.

Nos apartamos del sendero para dirigirnos al área plana que había señalado. Desde ahí se dominaba una soberbia vista del valle. Pude distinguir un extenso grupo de altos árboles verdes rodeado por áreas cafés más oscuras pero no la casa misma, pues los árboles y los arbustos la camuflaban por completo.

– La casa se orienta perfectamente según los cuatro puntos cardinales -explicó Clara al señalar la masa de follaje-. Tu recámara da al Norte; y la parte prohibida de la casa, al Sur. La entrada principal se encuentra en el Este; la puerta trasera y el patio dan al Oeste.

Clara señaló la ubicación de todas las secciones con la mano, pero por más esfuerzo que hacía no las podía ver; sólo distinguía una mancha verde oscura.

– Se necesita una vista de rayos X para ver la casa -rezongué-. Está completamente escondida por los árboles.

– Y son árboles muy importantes -añadió Clara, haciendo caso omiso de mi mal humor-. Cada uno de esos árboles es un ser individual con un propósito específico en la vida.

– ¿No es obvio que cada ser vivo sobre esta Tierra tiene un propósito específico? -pregunté, malhumorada.

Había algo en la forma entusiasta en que Clara presumía su propiedad que me caía mal. El hecho de no poder ver lo que estaba señalando me irritaba aún más. Una fuerte ráfaga de viento me infló la chaqueta como un globo alrededor de la cintura; de repente se me ocurrió que mi irritación posiblemente era un simple producto de la envidia.

– No quise hacer un comentario trivial -se disculpó Clara-. Me refería a que todas las cosas y todas las personas en mi casa se encuentran ahí por una razón peculiar. Eso incluye a los árboles, a mí y por supuesto también a ti.

Quise cambiar el tema y, por falta de algo mejor qué decir, pregunté:

– ¿Compraste la casa, Clara?

– No, la heredamos. Ha pertenecido a la familia desde hace muchas generaciones, aunque debido a los trastornos sufridos por México ha sido destruida y reconstruida en varias ocasiones.

Me di cuenta de que me sentía más cómoda al hacerle preguntas simples y directas y recibir respuestas claras de su parte. Su exposición de las esencias etéreas fue tan abstracta que me hacía falta el descanso de hablar sobre algo mundano. No obstante, para mi mortificación Clara puso fin de inmediato a nuestra conversación trivial y volvió a caer en sus misteriosas insinuaciones.

– Esta casa es la fiel expresión de todas las acciones de la gente que vive ahí -indicó, casi con reverencia-. Su mejor aspecto es su posición oculta. Ahí está para que todo mundo la mire, pero nadie la ve. Recuérdalo. ¡Es muy importante!

Cómo se me va a olvidar, pensé. Llevaba veinte minutos forzando la vista en la semioscuridad para tratar de distinguir la casa. Hubiera querido contar con unos binoculares para poder satisfacer mi curiosidad. Antes de que pudiera hacer comentario alguno, Clara empezó a bajar el cerro. Me hubiera gustado quedarme a solas un rato más, para respirar el aire fresco de la noche. Sin embargo, tenía miedo de no encontrar el camino de regreso en la oscuridad. Decidí volver a ese sitio en el día, para determinar por mí misma si de veras era posible ver la casa, según aseguraba Clara.

El camino de regreso nos llevó en un santiamén hasta la entrada trasera de la propiedad. La oscuridad era total; sólo veía la pequeña área iluminada por nuestras linternas. Clara dirigió la suya sobre una banca de madera; indicó que me sentará para quitarme los botines y la chaqueta y que los colgara en la percha junto a la puerta.

Estaba famélica. En mi vida recordaba haber sentido tanta hambre, pero me pareció impertinente preguntar a Clara de sopetón si iba a haber cena o no. Quizá ella suponía que la espléndida comida en Guaymas debía durarnos todo el día. Por otra parte, a juzgar por su tamaño no era de los que escatiman la comida.

– Vayamos a la cocina a ver qué hay de comer -dijo, tomando la iniciativa-. Pero primero te mostraré dónde se guarda el dínamo y cómo se enciende.

Con su linterna me guió por un sendero que daba la vuelta a una barda, hasta llegar a un cobertizo de ladrillos techado con láminas de acero corrugado. El cobertizo alojaba un pequeño generador de diesel. Ya sabía cómo encenderlo, porque había vivido anteriormente en un área rural, en una casa que contaba con un generador semejante para el caso de fallas en la electricidad. Al jalar la palanca observé, desde la ventana del cobertizo, que sólo un lado de la casa principal y una parte del pasillo parecían provistos de alambrado para luz eléctrica; éstas se iluminaron, en tanto que todo lo demás permanecía a oscuras.

– ¿Por qué no pusieron cables en toda la casa? -pregunté a Clara-. No tiene sentido dejar la mayor parte del edificio a oscuras.

Obedeciendo a un impulso, agregué:

– Si gustas, puedo hacer las conexiones.

Clara me miró sorprendida.

– ¿De veras? ¿Estás segura de que no incendiarías la casa?

– Segurísima. En mi casa decían que soy una maga con las conexiones eléctricas. Trabajé de aprendiz con un electricista por un tiempo, hasta que empezó a propasarse conmigo.

– ¿Qué hiciste? -preguntó Clara.

– Le dije dónde podía meter sus cables y renuncié.

Clara soltó una risa gutural. No entendí qué encontraba tan gracioso, el hecho de que hubiera trabajado de electricista o que éste me hiciera proposiciones amorosas.

– Gracias por la oferta -dijo Clara cuando recuperó la voz-, pero la casa tiene justo el alumbrado que queremos. Sólo usamos electricidad donde hace falta.

Supuse que se necesitaría en la cocina y que ésa debía ser la parte de la casa que contaba con luz. Automáticamente eché a andar hacia el área iluminada. Clara me jaló de la manga para detenerme.

– ¿A dónde vas? -preguntó.

– A la cocina.

– Vas al revés -indicó-. Este es el México rural; ni la cocina ni el baño se encuentran dentro de la casa principal. ¿Qué crees que tenemos aquí? ¿Refrigeradores eléctricos y estufas de gas?

Me guió por un costado de la casa, pasando de largo su gimnasio, hasta otro edificio pequeño que no había visto antes. Se encontraba casi totalmente oculto por árboles espinosos en flor. La cocina resultó ser una sola y enorme habitación provista de un piso de losetas, paredes recién encaladas y en el cielo raso, una brillante hilera de focos de luz concentrada. Alguien se había tomado muchas molestias para instalar accesorios modernos. No obstante, los utensilios eran viejos; de hecho, parecían antigüedades. De un lado de la habitación había una gigantesca estufa de hierro para madera, la cual sorprendentemente parecía estar encendida. Contaba con un fuelle de pie y un tubo de escape que salía por el techo. Enfrente había dos largas mesas estilo campestre flanqueadas por sendas bancas a cada lado. Junto a ellas había una mesa de trabajo rematada con una tabla de carnicero de diez centímetros de grueso. La superficie de la madera parecía gastada, como si se hubiera picado interminablemente ahí.

Colgados de ganchos colocados en sitios estratégicos a lo largo de las paredes había canastas, ollas y sartenes de hierro y diversos utensilios de cocina. El lugar tenía el aspecto de una cocina bien equipada, rústica pero cómoda, como aparecen retratadas en ciertas revistas.

Había tres cazuelas de barro con tapa sobre la estufa. Clara me indicó que me sentara a una de las mesas. Dándome la espalda, se dirigió a la estufa y se puso a mover y a revolver la comida con un cucharón. En unos cuantos minutos me sirvió una cena que consistía en caldo de carne, arroz y frijoles.

– ¿A qué hora preparaste esta comida? -pregunté con auténtica curiosidad, porque no podría haber tenido tiempo para ello.

– Lo hice todo rapidísimo hace rato y lo dejé cociéndose en la estufa antes de que nos fuéramos -replicó alegremente.

"¿Qué tan crédula crees que soy? -pensé-. Hacen falta horas para preparar una comida así." Clara se rió con cierto empacho ante mi mirada de incredulidad.

– Tienes razón -indicó, como si quisiera dejar de fingir-. Hay un cuidador que a veces guisa para nosotros.

– ¿Y está aquí ahora?

– No, no. Debió venir por la mañana, pero ya se fue. Come tu cena y no te preocupes por detalles tan insignificantes como de dónde salió.

"Clara y su casa están llenas de sorpresas", fue la idea que cruzó mi mente, pero estaba demasiado cansada y hambrienta como para hacer más preguntas o meditar cualquier cosa que no fuese de interés inmediato. Comí en forma voraz; no quedaba rastro alguno de los camarones gigantes que había engullido a mediodía. Para una persona que normalmente era melindrosa para comer, estaba yo devorando mi comida. De niña siempre fui demasiado nerviosa como para descansar y disfrutar la comida. Siempre pensaba en todos los trastes que tendría que lavar después. Cada vez que alguno de mis hermanos usaba un plato adicional o una cuchara innecesaria, yo me achicaba. Estaba segura de que deliberadamente usaban el mayor número de trastes posible, con el único fin de hacerme lavar más. Por encima de todo, mi padre solía aprovechar la oportunidad brindada por cada comida para discutir con mi madre. Sabía que los buenos modales de ella le impedirían abandonar la mesa hasta que todos hubiéramos terminado de comer. Por lo tanto, aprovechaba para ventilar todas sus quejas y resentimientos.

Clara dijo que no haría falta que lavara los trastes, aunque ofrecí mi ayuda. Nos dirigimos a la sala, al parecer una de las habitaciones que en su opinión no requerían electricidad, porque estaba completamente a oscuras. Clara prendió un quinqué de gasolina. En mi vida había visto la luz de tal lámpara. Era brillante y misteriosa, pero al mismo tiempo suave y delicada. Sombras trémulas se proyectaban por todas partes. Me sentí inmersa en un mundo de ensoñación, lejos de la realidad exhibida por las luces eléctricas. Clara, la casa y la habitación parecían pertenecer a otro tiempo, a un mundo diferente.

– Prometí presentarte a nuestro perro -afirmó Clara al sentarse en el sofá-. Es un auténtico miembro de la familia. Debes tener mucho cuidado con lo que sientes o dices cerca de él.

Me senté a su lado.

– ¿Es un perro sensible y neurótico? -pregunté, temerosa ante la idea de conocerlo.

– Sensible, sí. Neurótico, no. Estoy convencida seriamente de que este perro es un ser altamente desarrollado, pero el hecho de ser perro le torna difícil a esta pobre alma, si no es que imposible, trascender la idea del yo.

Me reí en voz alta ante la absurda noción de que un perro tuviese un concepto de sí mismo. Hice ver a Clara el disparate que había dicho.

– Tienes razón -aceptó-. No debería usar la palabra "yo". Más bien debería decir que está perdido en el estado de sentirse importante.

Sabía que estaba burlándose de mí. Mi risa se tornó más reservada.

– Es posible que te rías, pero estoy hablando en serio -señaló Clara en voz baja-. Dejaré que tú misma lo juzgues.

Se acercó a mí y bajó la voz a un susurro.

– A sus espaldas le decimos 'sapo' porque eso parece, un enorme sapo. Pero no te atrevas a decirle eso en su cara; te atacaría y te haría pedazos. Ahora bien, si no me crees o si eres lo bastante temeraria o estúpida como para intentarlo y el perro se enoja, sólo hay una cosa que puedes hacer.

– Y ésa ¿cuál es? -pregunté, siguiéndole la corriente otra vez, aunque en esta ocasión con auténtico temor.

– Tienes que decir muy rápido que yo soy la que parece un sapo blanco. Le encanta escuchar eso.

No iba a dejarme engañar por sus trucos. Me creía demasiado sofisticada como para creer tales tonterías.

– Has de haber entrenado a tu perro para reaccionar en forma negativa a la palabra sapo -argumenté-. Tengo cierta experiencia con las cuestiones del entrenamiento canino. Estoy segura de que los perros no tienen la inteligencia suficiente como para saber qué es lo que la gente dice de ellos. Y mucho menos para ofenderse por ello.

– Entonces hagamos lo siguiente -sugirió Clara-. Deja que te lo presente; luego buscaremos ilustraciones de sapos en un libro de zoología y las comentaremos. En algún momento tú me dirás, en voz muy baja, "definitivamente parece un sapo", y veremos qué pasa.

Antes de que tuviese oportunidad de aceptar o rechazar su propuesta, Clara salió por una puerta lateral y me dejó sola. Me aseguré a mí misma que la situación estaba bajo control y que no permitiría a esa mujer persuadirme de cosas absurdas, como la existencia de perros dueños de una conciencia altamente desarrollada.

Estaba animándome mentalmente para incrementar mi confianza cuando Clara volvió con el perro más grande que había visto en mi vida. Era macho, macizo, con unas patas gordas del tamaño de platillos para el café. Tenía el pelo negro y lustroso y ojos amarillos que mostraban una expresión de mortal aburrimiento. Sus orejas eran redondas; y su cara, abultada y arrugada a los lados. Clara tenía razón; decididamente se parecía a un gigantesco sapo. El perro se me acercó sin vacilar, se detuvo y luego miró a Clara, como esperando a que dijera algo.

– Taisha, permíteme presentarte a mi amigo Manfredo. Manfredo ella es Taisha.

Me dieron ganas de alargar la mano y estrecharle la pata, pero Clara me señaló con la cabeza que no lo hiciera.

– Me da mucho gusto conocerte, Manfredo -dije, esforzándome por no reír ni mostrar miedo.

El perro se acercó más y empezó a oler mi entrepierna. Asqueada, brinqué hacia atrás. En el acto el animal se volteó y me pegó justo en la corva con sus cuartos traseros, de modo que perdí el equilibrio. En un santiamén quedé de rodillas y luego a gatas en el piso, mientras la bestia me lamía un lado de la cara. Luego, antes de que pudiera ponerme de pie o apartarme siquiera, el perro soltó un pedo justo en mi nariz.

Me levanté gritando. Clara estaba riéndose con tal fuerza que no podía hablar. Hubiera jurado que Manfredo se reía también. Se encontraba regocijadísimo, instalado detrás de Clara y mirándome de reojo mientras rascaba el piso con sus enormes patas delanteras.

Sentí tal furia que vociferé:

– ¡Carajo! ¡Sapo de mierda!

El perro saltó instantáneamente y me embistió con la cabeza. Caí de espaldas en el piso, con el animal encima de mí. Su mandíbula quedó a centímetros de mi cara. Percibí una expresión de rabia en sus ojos amarillos. El olor de su fétido aliento bastaba para hacer vomitar a cualquiera, y yo definitivamente estaba a punto de hacerlo. Entre más fuertes las voces de auxilio que dirigía a Clara, para que quitase al maldito perro de encima, más feroces se hicieron sus gruñidos. Estaba a punto de desmayarme del miedo cuando escuché a Clara gritar, por encima de los gruñidos del perro y mis voces:

– ¡Dile lo que te dije, díselo pronto!

Me encontraba demasiado aterrada para hablar. Exasperada, Clara trató de mover al perro jalándolo de las orejas, pero sólo logró enfurecer más a la bestia.

– ¡Díselo! ¡Dile lo que te dije! -gritó Clara.

Mi terror me impidió recordar lo que debía decirle. Estaba a punto de perder el conocimiento cuando me escuché gritar:

– Mil perdones. Clara es la que parece un sapo.

En el acto el perro dejó de gruñir y se quitó de mi pecho. Clara me ayudó a levantarme y me llevó al sofá. El perro nos acompañó, como si quisiera ayudarla. Clara me hizo beber un poco de agua tibia, la cual me dio más náuseas todavía. Apenas conseguí llegar al baño, antes de volver el estómago en forma violenta.

Más tarde, mientras descansaba en la sala, Clara sugirió que viéramos el libro sobre sapos con Manfredo, para darme la oportunidad de repetir que Clara era la que parecía un sapo blanco. Advirtió que debía borrar todo vestigio de confusión de la mente de Manfredo.

– El ser perro lo hace muy mezquino -explicó-. ¡Pobrecito! No quiere ser así, pero no puede evitarlo. Se le inflama el ánimo cada vez que cree percibir una burla en su contra.

Le dije que en mi estado no sería capaz de realizar más experimentos en psicología canina. No obstante, Clara insistió en llevar el juego hasta el final. En cuanto hubo abierto el libro, Manfredo se acercó para ver las ilustraciones. Clara bromeó y se burló del extraño aspecto de los sapos; algunos de ellos eran definitivamente feos. Reaccioné y le seguí la corriente. Pronuncié la palabra sapo y "toad", en inglés, las más veces y lo más fuerte que pude en el contexto de nuestra absurda conversación. Sin embargo, no hubo ninguna reacción por parte de Manfredo. Parecía tan aburrido como cuando primero entró en la sala.

Cuando con voz fuerte dije, según habíamos acordado, que Clara decididamente parecía un sapo blanco, Manfredo de inmediato se puso a mover la cola y dio indicios de auténtica animación. Repetí la frase clave varias veces; entre más la repetía, más se excitaba el perro. Entonces me llegó una repentina inspiración y afirmé que yo era un sapo flaco empeñado en ser algún día un sapo gordo igual que Clara. Al escucharme, el perro saltó como si le hubieran asestado una descarga eléctrica. Clara indicó:

– Estás llevando esto demasiado lejos, Taisha.

Manfredo en verdad no pareció capaz de aguantar más su exaltación y salió corriendo del cuarto.

Aturdida, me recosté en el sofá. En lo más profundo de mi ser, a pesar de toda la evidencia circunstancial que apoyaba el hecho, aún no me convencía de que un perro pudiese reaccionar a un apodo despectivo en la forma en que Manfredo lo había hecho.

– Dime, Clara -pedí-, ¿cuál es el truco? ¿Cómo entrenaste a tu perro para reaccionar en esa forma?

– Lo que presenciaste no es ningún truco -replicó-. Manfredo es un misterio, un ser desconocido. Sólo hay un hombre en el mundo quien puede decirle sapo o sapito en la cara sin incitar su ira. Lo conocerás un día de estos. Es el responsable del misterio de Manfredo. Por lo tanto, sólo él puede explicártelo.

Clara se puso de pie abruptamente.

– Has tenido un día pesado -afirmó, entregándome el quinqué-. Creo que es hora de que te acuestes.

Me acompañó al cuarto que me había asignado.

– Adentro encontrarás todo lo que puedas necesitar -indicó-. La bacinica está debajo de la cama, por si te da miedo salir al baño. Espero que estés cómoda.

Tras darme una palmadita en el brazo desapareció en la oscuridad del pasillo. Yo no tenía la menor idea de dónde se encontraba su recámara. Me pregunté si estaría en el ala de la casa que tenía prohibido pisar. Se había despedido de una manera tan extraña que por un momento me quedé sosteniendo el tirador de la puerta, infiriendo toda clase de cosas.

Entré a mi cuarto. El quinqué de gasolina lo salpicó todo de sombras. En el piso había un dibujo de remolinos proyectado por el florero que había visto en la sala y que Clara debió colocar sobre la mesa. El baúl tallado en madera formaba una masa de tenues matices de gris; los postes de la cama eran líneas serpenteantes que subían por la pared como culebras. En el acto entendí la presencia del juguetero de caoba lleno de figurillas y objetos de esmalte tabicado. La luz del quinqué los había transformado por completo, creando un mundo fantástico. Se me ocurrió que el esmalte tabicado y la porcelana no van con la luz eléctrica.

Quería explorar el cuarto, pero estaba agotadísima. Puse el quinqué sobre la pequeña mesa junto a la cama y me desvestí. Sobre el respaldo de una silla estaba tendido un camisón blanco de muselina que me puse. Pareció quedarme; al menos no colgaba en el piso.

Me metí a la cama blanda y me acosté con la espalda apoyada en las almohadas. No apagué la luz de inmediato; me quedé intrigada, observando las sombras surrealistas. Recordé el juego al que de niña solía entregarme a la hora de ir a la cama: contaba el número de sombras que podía identificar en las paredes de mi cuarto.

La brisa que entraba por la ventana medio abierta hizo revolotear las sombras sobre las paredes. Agotada como estaba, me imaginé ver figuras de animales, árboles y pájaros volando. Enmedio de un haz de luz grisácea, distinguí el tenue perfil de la cara de un perro. Tenía las orejas redondas y un hocico chato y arrugado. Pareció guiñarme el ojo. Sabía que era Manfredo.

Extrañas sensaciones y preguntas inundaron mi mente. ¿Cómo debía clasificar los acontecimientos del día? No lograba explicar ninguno de ellos de manera satisfactoria. Lo más extraordinario era la certeza de saber que mi último comentario -el que yo era un sapo flaco en proceso de ser igual que Clara- había establecido un lazo de empatía entre Manfredo y yo. También sabía de cierto que era imposible pensar en él como un perro ordinario y que ya no le tenía miedo. Aunque se me hiciera difícil creer, Manfredo parecía poseer una inteligencia especial que le permitía comprender lo que Clara y yo estábamos diciendo.

El viento de súbito separó las cortinas y disolvió las sombras en medio de una trémula ráfaga de tela centelleante. La cara del perro empezó a fundirse con las otras marcas sobre la pared, las cuales me imaginé como unos hechizos que me otorgarían fuerza para enfrentar la noche.

Pensé que era extraordinario que la mente pudiera ser capaz de proyectar sus experiencias sobre una pared vacía, como si fuera una cámara que ha almacenado un metraje interminable de película.

Las sombras oscilaron cuando bajé la mecha de la lámpara, al desvanecerse el último rastro de luz en la habitación, hundiéndome en la oscuridad total. No me dio miedo la oscuridad ni me angustiaba el hecho de encontrarme en una cama y una casa extrañas. Clara había dicho que era mi cuarto; después del corto rato que llevaba en él, ya me sentía por completo en mi elemento. Tenía la intensa sensación de estar protegida.

Al mirar el espacio oscuro delante de mí, observé que el aire del cuarto se tornaba efervescente. Recordé las palabras de Clara acerca de la carga de energía imperceptible que llenaba la casa, como una corriente eléctrica que fluía por sus cables. Debido a toda nuestra actividad, no me había dado cuenta de ello antes. No obstante, ahora, en el silencio total, claramente escuché un suave zumbido. Luego vi unas minúsculas burbujas saltar por todo el cuarto a una velocidad tremenda. Chocaban frenéticamente unas con otras, despidiendo un zumbido monótono igual al de miles de abejas. La habitación y toda la casa parecían cargadas de una sutil corriente eléctrica que llenaba por completo mi ser.

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