10

Clara estaba sentada en el sillón de ratán a la orilla del patio, cepillándose su lustroso cabello negro. Lo acomodó con las puntas de los dedos hasta que todo quedó en su lugar. Al terminar de arreglarse, se llevó la palma de la mano izquierda a la frente y la frotó suavemente con un movimiento circular. Luego se pasó la mano por encima de la cabeza y hasta la base de la nuca, para finalmente sacudir las muñecas y los dedos en el aire. Repitió esta secuencia de frotar y sacudir varias veces más.

Observé sus movimientos, fascinada. No tenía nada de descuidados o casuales. Los ejecutó con intensa concentración, como si estuviese realizando una tarea de suma importancia.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté, rompiendo el silencio- ¿Te estás dando una especie de masaje facial?

Clara me echó un vistazo. Yo estaba sentada en el otro sillón, imitando sus movimientos.

– Estos movimientos circulares impiden la formación de arrugas en la frente -indicó-. Tal vez te parezca un masaje facial, pero no lo es. Son pases brujos, movimientos de la mano diseñados para reunir la energía con un propósito específico.

– ¿Qué propósito específico es ése? -pregunté, sacudiendo las muñecas en la misma forma que ella.

– El propósito de estos pases brujos es conservar la apariencia juvenil al impedir que se formen arrugas -replicó-. El propósito fue determinado con anterioridad, no por mí ni por ti sino por el poder mismo.

Debí admitir que, con respecto a Clara, si esa era la cuestión, definitivamente funcionaba. Tenía un cutis espléndido que hacía resaltar sus ojos verdes y cabello oscuro. Siempre había creído que su apariencia juvenil se debía a sus genes indígenas. No sospeché nunca que deliberadamente la cultivara por medio de movimientos específicos.

– Siempre que se reúne energía, como en el caso de estos pases brujos, lo llamamos poder -continuó Clara-. Recuerda, Taisha, que poder es cuando la energía se reúne, ya sea por sí sola o bajo el mando de alguien. Escucharás hablar mucho más acerca del poder, no sólo por mí sino también por mis parientes. Van a regresar cualquier día de estos.

Aunque Clara se refería constantemente a sus parientes, yo había perdido toda esperanza de conocerlos. Su referencia al poder era otro asunto muy diferente. No entendí nunca qué quería decir con poder.

– Te enseñaré unos pases brujos que debes ejecutar todos los días de tu vida a partir de ahora -anunció.

Lancé un suspiro quejumbroso. Eran tantas las cosas que me había enseñado y que según ella debía de hacerlas todos los días de mi vida: la respiración, la recapitulación, los ejercicios de kung fu, las largas caminatas. Si alineaba una tras otra las cosas que me dijo que hiciera, las horas del día no alcanzarían ni para la mitad.

– ¡Por favor! No me tomes tan literalmente -dijo Clara al ver mi expresión afligida-. Estoy llenando tu cerebrito de todo lo posible, porque quiero que sepas de todas estas cosas. El conocimiento reúne energía, por eso el conocimiento es poder. Para hacer que funcione la brujería, debemos saber lo que estamos haciendo cuando enfocamos nuestro intento, no en el propósito, date cuenta, sino en el resultado del acto de brujería. Si intentamos el propósito de nuestras acciones de brujería, estaríamos creando brujería; tú y yo no tenemos tanto poder.

– No te entiendo, Clara -dije, acercando mi silla un poco- ¿Para qué no tenemos suficiente poder?

– Quiero decir que ni siquiera entre las dos juntas podemos reunir la energía abrumadora que se requeriría para crear un nuevo propósito. Pero en forma individual definitivamente podemos reunir suficiente energía para enfocar nuestro intento en el resultado de estos pases brujos: que no nos salgan arrugas. Es todo lo que podemos hacer, puesto que su propósito -mantenernos joven y de apariencia juvenil- ya está establecido.

– ¿Es como la recapitulación, cuyo resultado final fue creado de antemano por el intento de los antiguos brujos? -pregunté.

– Exactamente -dijo Clara-. El intento de todos los actos de brujería ya está establecido. Sólo tenemos que enganchar nuestra conciencia con él.

Colocó su sillón en frente de mí, de modo que nuestras rodillas apenas se tocaban. Luego frotó cada pulgar vigorosamente en la palma de la otra mano y se los puso en el caballete de la nariz. Con trazos ligeros y parejos se los pasó sobre las cejas hasta las sienes.

– Este pase impedirá que se te hagan surcos entre las cejas -explicó.

Después de frotar los índices rápidamente uno con otro, como dos palos para encender un fuego, se los acercó a ambos lados de la nariz en posición vertical y suavemente los desplazó varias veces con un movimiento lateral sobre las mejillas.

– Esto es para despejar las cavidades de los sinus -indicó, estrechando deliberadamente los pasajes nasales-. En lugar de hurgarte la nariz, efectúa este movimiento.

No me agradó su referencia a que me hurgara la nariz, pero intenté el movimiento y en efecto me despejó los sinus, como lo había dicho.

– El siguiente es para evitar que se cuelguen las mejillas -señaló.

Frotó las palmas de las manos enérgicamente la una contra la otra y, con movimientos largos y firmes, se las deslizó hacia arriba sobre las mejillas hasta las sienes. Repitió el movimiento siete veces, siempre con trazos ascendentes lentos y uniformes.

Observé que tenía la cara sonrojada, pero aún no se detenía. Colocó el filo interno de la mano, con el pulgar doblado sobre la palma, arriba del labio superior, y se frotó de un lado a otro con un vigoroso movimiento de sierra.

Explicó que el punto en el que se unen la nariz y el labio superior, al frotarse enérgicamente, estimula el flujo de energía con destellos suaves y uniformes. De requerirse descargas mayores de energía, era posible obtenerlas picando el punto en el centro de la encía superior, debajo del labio superior y debajo del tabique de la nariz.

– Si te da sueño en la cueva al recapitular, frota enérgicamente el punto debajo de tu nariz y te reanimarás al instante -dijo.

Me froté el labio superior y percibí que se me destapaban la nariz y los oídos. También experimenté una ligera sensación de entumecimiento en el paladar. Duró pocos segundos, pero me quitó el aliento. Me dejó con la sensación de que estaba a punto de descubrir algo velado.

A continuación, Clara movió los índices de lado a lado debajo de la barbilla, otra vez con un rápido movimiento horizontal como de sierra. Explicó que estimular el punto debajo de la barbilla produce un estado sereno de alerta. Agregó que también podemos activar este punto descansando la barbilla sobre una mesa baja al estar sentados en el piso.

Siguiendo su sugerencia, pasé mi cojín al piso, me senté en él y apoyé la barbilla en un huacal que estaba justo en el nivel de mi cara. Al inclinarme al frente, ejercí una leve presión sobre el punto del mentón indicado por Clara. Tras unos cuantos momentos, sentí que mi cuerpo se tranquilizaba; un hormigueo me subió por la espalda y penetró en mi cabeza y mi respiración se tornó más profunda y más rítmica.

– Otra forma de despertar el centro debajo de la barbilla -continuó Clara- es acostarse boca abajo con los puños debajo del mentón, uno encima del otro.

Recomendó que, al realizar el ejercicio con los puños, debemos tensarlos para ejercer presión debajo de la barbilla y luego relajarlos para soltar la presión. Tensar y relajar los puños, indicó, produce un movimiento pulsante que envía pequeños destellos de energía a un centro vital conectado directamente con la base de la lengua. Subrayó que el ejercicio debe efectuarse de manera cautelosa, pues de otro modo podía resultar en dolor de garganta.

Fui a sentarme otra vez en el sillón de ratón.

– Este grupo de pases brujos que te he enseñado -prosiguió Clara- debe practicarse diariamente, hasta que dejen de ser movimientos de masaje y se conviertan en lo que realmente son: pases brujos. ¡Obsérvame! -ordenó.

La vi repetir los movimientos que me había enseñado, salvo que ahora puso a bailar los dedos y las manos. Sus manos parecían penetrar profundamente en la piel de su cara; otras veces le pasaban por encima ligeramente, como deslizándose por la superficie de la piel, moviéndose de manera tan rápida que parecían desaparecer. Observar sus movimientos exquisitos me hipnotizó.

– Esta forma de pasar las manos no estuvo nunca en tu inventario -dijo, riéndose, al terminar-. Esto es brujería. Requiere un intento distinto del intento del mundo diario. Con toda la tensión que sube a la cara, definitivamente necesitamos un intento diferente si hemos de relajar los músculos y entonar los centros situados ahí.

Clara dijo que todas nuestras emociones dejan huellas en la cara, más que en cualquier otra parte del cuerpo. Por eso debemos liberar la tensión acumulada usando los pases brujos y el intento correspondiente.

Me miró fijamente por un instante y comentó:

– Veo por la tensión en tu cara que has estado meditando sobre tu recapitulación. Asegúrate de realizar tus pases antes de acostarte hoy por la noche, para borrar esos surcos de tu frente.

Admití que estaba preocupada por mi recapitulación.

– El problema es que estás pasando demasiado tiempo en la cueva -dijo Clara con un guiño del ojo-. No quiero que te conviertas en una mujer-murciélago. Para estas alturas creo que has ahorrado energía suficiente para empezar a aprender otras cosas.

Se levantó del sillón de un brinco, como impulsada por un resorte. Resultó tan incongruente ver a una mujer tan fuerte saltar con tal agilidad que tuve que reír. Yo misma me puse de pie más despacio, como si tuviese el doble de su peso.

Me miró y meneó la cabeza.

– Estás demasiado tiesa -señaló-. Necesitas hacer ejercicios físicos especiales para abrir tus centros vitales.

Fuimos al perchero donde se guardaban los abrigos y las botas, al lado de la puerta trasera de la casa. Me entregó un sombrero de paja de ala ancha y me llevó a un claro situado a corta distancia del pabellón de la cocina.

El sol brillaba con intensidad; era un día extraordinariamente caluroso. Clara me indicó que me pusiera el sombrero. Señaló un área rodeada por una cerca de alambre, donde la tierra estaba aflojada en surcos y cubierta de pequeñas plantas dispuestas en ordenadas hileras paralelas.

– ¿Quién limpió el terreno y sembró todas las plantas? -pregunté, sorprendida, porque no había visto a Clara trabajar ahí-. Parece un proyecto inmenso. ¿Lo hiciste tú misma?

– No. Otra persona vino y lo hizo por mí.

– Pero ¿a qué hora? He estado aquí todos los días y no vi a nadie.

– No es ningún misterio -replicó Clara-. La persona que trabajó en este huerto vino mientras tú estabas en la cueva.

Su explicación no me convenció. El jardín estaba tan bien organizado que aparentemente debió hacer falta más que una sola persona para arreglarlo. Antes de que pudiera indagar más, Clara anunció:

– A partir de ahora cuidarás de este jardín. Considéralo tu nueva tarea.

Traté de ocultar mi decepción al verme a cargo de una tarea más que requeriría atención diaria. Pensé que al decir ejercicios físicos Clara se refería a la práctica de una nueva forma de artes marciales, de preferencia alguna que usara un arma china clásica como la espada ancha o el bastón largo. Al observar mi expresión cabizbaja, Clara me aseguró que cultivar un huerto me haría bien. Me daría la actividad física y la exposición al sol que necesitaba para mi salud y bienestar. También señaló que desde hacía más de seis meses no hacía más que concentrarme en los incidentes de mi vida. Cuidar de algo fuera de mí me impediría volverme aún más centrada en mí misma. Me impresionó darme cuenta de que había transcurrido medio año. Me parecía que había pasado apenas un día desde mi llegada a la casa de Clara; el evento que cambió mi vida tan drásticamente que ya nada era igual.

– La mayoría de la gente sólo sabe preocuparse por sí misma -dijo Clara, sacándome de mis pensamientos-. Y ni siquiera eso lo saben hacer bien. Debido al énfasis arrollador en sí mismos, el yo se distorsiona y se llena de exigencias excesivas.

Nos dirigimos a una reja de madera, la entrada al huerto.

– Trabajar en este jardín te dará un tipo especial de energía que no puedes obtener con la recapitulación, la respiración o la práctica del kung fu -indicó Clara.

– ¿Qué clase de energía es ésa?

– La energía de la tierra -replicó, con ojos tan verdes como las plantas en retoño-. Complementa la energía del sol. Tal vez la sientas cuando entra en ti, por tus manos al trabajar la tierra. O quizá comience a fluir por tus piernas mientras estés en cuclillas en el suelo.

Nunca había trabajado en un jardín antes y no estaba segura de qué hacer. Le pedí que esbozara mis tareas. Me miró por un instante, como dudando de haber escogido a la persona indicada para la tarea.

– La tierra todavía está húmeda de la lluvia de ayer -indicó, agachándose para tocarla-. Pero cuando esté seca tendrás que traer cubetas de agua del arroyo. O, si eres muy lista, puedes diseñar un sistema de riego.

– Tal vez haga precisamente eso -repliqué con confianza-. Construiré una bomba eléctrica para el agua, como una que vi en una casa de campo, y la conectaré con el dínamo. Entonces no tendré que subir el cerro cargando las cubetas de agua.

– No importa cómo lo hagas con tal que riegues las plantas. También tendrás que alimentarlas cada dos semanas con ese montón de abono al fondo del huerto. Y asegúrate de arrancar todas las malas hierbas. Por aquí crecen como un reguero de pólvora. Y mantén cerrada la reja para que no se metan los conejos.

– No hay problema -aseveré, aunque no muy convencida.

– Bien. Puedes empezar ahora.

Señaló una cubeta y me pidió llenarla de abono y mezclarlo con la tierra alrededor de cada planta. Cuando regresé con la cubeta llena de algo que yo esperaba no fuese excremento, me dio una herramienta para cavar y con la que debía aflojar la tierra. Por un rato me vio trabajar, advirtiéndome que no cavara demasiado cerca de las tiernas plantas.

Al concentrarme en mi tarea, sentí que me envolvía una sensación de bienestar y una extraña paz. La tierra se sentía fresca y blanda entre mis dedos. Por primera vez desde que llegué a la casa de Clara, me sentí realmente tranquila, segura y protegida.

– La energía de la tierra alimenta -comentó, como si hubiese reparado en el cambio en mi estado de ánimo-. Tu recapitulación te ha dejado lo bastante vacía para que un poco de esa energía ya se introduzca en tu cuerpo. Te sientes tranquila porque sabes que la tierra es la madre de todas las cosas -barrió las hileras de plantas con un movimiento de las manos-. Todo proviene de la tierra. La tierra nos sostiene y alimenta; y al morir nuestros cuerpos vuelven a ella. -Se detuvo por un momento antes de agregar-: a menos, por supuesto, que logremos la gran travesía.

– ¿Quieres decir que hay una oportunidad de no morir? -pregunté-. En serio, Clara, ¿no estás exagerando?

– Todos tenemos una oportunidad de lograr la libertad -replicó con voz suave-, pero depende de cada uno de nosotros agarrarla y convertirla en realidad.

Explicó que al ahorrar energía podemos disolver nuestras ideas preconcebidas acerca del mundo y el cuerpo, para así abrir espacio en nuestro almacén para otras posibilidades. La oportunidad de no morir era una de estas posibilidades. Afirmó que la mejor explicación de esta extravagante alternativa fue proporcionada por los sabios de la antigua China. Según aseveraban, es viable que la conciencia personal de uno, o Te, se enlace intencionalmente con la conciencia global o Tao. Entonces, al llegar la muerte, la conciencia individual no se dispersa, como en la muerte ordinaria, sino que se expande y se une con el todo más grande.

Agregó que la recapitulación en el marco de una cueva parecida a un capullo me había permitido reunir y ahorrar energía. Ahora debía utilizar esa energía para fortalecer mi lazo con la fuerza abstracta llamada el espíritu.

– Por eso tienes que cultivar el jardín y absorber su energía y también la energía del sol -indicó-. El sol otorga su energía a la tierra y hace crecer las cosas. Si permites que la luz del sol entre en tu cuerpo, tu energía también florecerá.

Clara me pidió lavarme las manos en una cubeta de agua y sentarme en un tronco a la orilla de un claro ubicado fuera del huerto, porque iba a mostrarme cómo empezar a dirigir mi atención hacia el sol. Dijo que siempre llevara un sombrero de ala ancha, a fin de protegerme la cabeza y la cara. También me advirtió no efectuar nunca ninguno de los pases de respiración que estaba a punto de mostrarme por más de unos cuantos minutos a la vez.

– ¿Por qué se llaman pases de respiración? -pregunté.

– Porque el preestablecido intento de estos pases es pasar la energía de la respiración al área donde fijemos nuestra atención. Puede ser un órgano en nuestro cuerpo, un canal de energía o incluso un pensamiento o un recuerdo, como en el caso de la recapitulación. Lo importante es que la energía se trasmita cumpliendo de este modo el intento establecido de antemano; el resultado es pura magia, porque parece haber brotado de la nada. Por eso llamamos pases brujos a estos movimientos y respiraciones.

Clara me instruyó volver la cara hacia el sol, con los ojos cerrados, y luego inhalar profundamente por la boca y jalar el calor y la luz del sol al estómago. Debía sostenerlos ahí el más tiempo posible, luego tragar y finalmente exhalar el aire que quedara.

– Finge que eres un girasol -dijo en son de broma-. Siempre conserva la cara hacia el sol al respirar. La luz del sol carga la respiración de poder. Así que asegúrate de tomar grandes tragos de aire y de llenar completamente los pulmones. Hazlo tres veces.

Explicó que en este ejercicio la energía del sol automáticamente se extiende por todo el cuerpo. Pero era posible enviar en forma deliberada los rayos curativos del sol a cualquier área, tocando el punto al que queremos que vaya la energía, o simplemente usando la mente para dirigir la energía hacia él.

– En realidad, después de haber practicado esta respiración lo suficiente, ya no se necesitan usar las manos -prosiguió-. Es posible representarse mentalmente cómo los rayos del sol fluyen de manera directa a una parte específica del cuerpo.

Sugirió que efectuara las mismas tres respiraciones, pero respirando esta vez por la nariz e imaginándome el fluir descendente de la luz a la espalda, impartiendo energía a los canales a lo largo de mi espina. De esta manera, los rayos del sol inundarían todo mi cuerpo.

– Si quieres pasar por alto completamente la respiración por la nariz o la boca -dijo Clara-, puedes respirar de manera directa con el estómago, el pecho o la espalda. Incluso puedes subir la energía por el cuerpo a través de las plantas de los pies.

Me indicó concentrarme en el bajo abdomen, en el punto justo debajo del ombligo, y respirar de manera relajada, hasta percibir la formación de un lazo entre mi cuerpo y el sol.

Al inhalar bajo su dirección, pude sentir cómo el interior de mi estómago se calentaba y se llenaba de luz. Después de un rato, Clara me indicó que practicara respirar con otras áreas. Me tocó la frente en el punto entre los ojos. Al concentrar mi atención en ese lugar, la cabeza se me inflamó con un brillo amarillo. Clara recomendó que absorbiera lo más posible de la vitalidad del sol aguantando la respiración, para luego hacer girar los ojos con el reloj antes de exhalar. Seguí sus instrucciones y el brillo amarillo se intensificó.

– Ahora ponte de pie y trata de respirar con la espalda -dijo, y me ayudó a quitarme la chamarra.

Volví la espalda al sol y traté de fijar la atención en los diversos centros que señaló, tocándome. Uno se encontraba entre mis omóplatos, otro estaba en mi nuca. Al respirar, representándome mentalmente al sol en la espalda, sentí un calor que me subía y bajaba por la columna y luego se me precipitó a la cabeza. Me mareé tanto que casi perdí el equilibrio.

– Basta por hoy -dijo Clara, pasándome la chamarra.

Me senté sintiéndome mareada, como si estuviese alegremente borracha.

– La luz del sol es total poder -indicó Clara-. Al fin y al cabo, es la energía más intensamente concentrada que tenemos.

Afirmó que una línea invisible de energía sale directamente de la parte superior de la cabeza hacia arriba, al reino del no ser. O puede bajar del reino del no ser hasta nosotros por una abertura ubicada exactamente en el centro de la parte superior de la cabeza.

– Si quieres, puedes llamarla la línea de la vida que nos enlaza con una conciencia mayor -afirmó-. El sol, de usarse correctamente, carga esta línea y la hace entrar en acción. Por eso siempre debe protegerse la parte de arriba de la cabeza.

Clara dijo que iba a enseñarme otro poderoso pase brujo antes de que volviéramos a la casa, el cual involucraba una serie de movimientos del cuerpo. Afirmó que debía ejecutarse en un solo movimiento, con fuerza, precisión y gracia, pero sin forzarse.

– No puedo insistir demasiado en que practiques todos los pases que te he enseñado -indicó-. Son los compañeros indispensables de la recapitulación. Éste hizo milagros para mí. Obsérvame con atención. Fíjate si alcanzas a ver mi doble.

– ¿Tu qué? -pregunté, presa del pánico. Tenía miedo de perderme de algo crucial o de no saber qué pensar de ello aunque lo viese.

– Observa mi doble -repitió, articulando las palabras con cuidado-. Es como una doble exposición. Tienes suficiente energía para intentar conmigo el resultado de este pase brujo.

– Pero dímelo de nuevo, Clara; ¿cuál es el resultado?

– El doble. El cuerpo etéreo. La contraparte del cuerpo físico que, para ahora ya debes saber o al menos sospechar, no constituye una mera proyección de la mente.

Se dirigió a un área de suelo parejo y se colocó con los pies juntos y los brazos en los costados.

– Clara, espera. Estoy segura de que no tengo energía suficiente para ver a lo que te refieres, porque ni siquiera lo comprendo como concepto.

– No importa que no lo comprendas como concepto. Sólo observa con atención; tal vez yo tenga suficiente poder para que las dos intentemos mi doble.

Con el movimiento más ágil que le había visto ejecutar hasta ese momento, subió los brazos arriba de la cabeza, uniendo las palmas de las manos en un ademán de rezo. Luego se arqueó hacia atrás, formando una curva elegante con los brazos estirados detrás de ella, casi hasta el suelo. Lanzó el cuerpo lateralmente a la izquierda, de modo que en un instante terminó inclinada al frente, casi tocando el suelo. Y antes de que pudiese siquiera abrir la boca por la sorpresa, se había lanzado de regreso y su cuerpo se encontraba arqueado hacia atrás, lleno de gracia.

Se lanzó de ida y de vuelta otras dos veces, como para darme la oportunidad de observar sus movimientos llenos de inconcebible velocidad y gracia, o quizá la oportunidad de ver su doble. En cierto punto de su movimiento la vi como una forma brumosa, como si fuese una fotografía de tamaño natural en doble exposición. Por una fracción de segundo dos Claras estaban moviéndose, la una un milisegundo detrás de la otra.

Lo que estaba viendo me dejó totalmente perpleja, aunque al pensarlo lo podía explicar como una ilusión óptica creada por su velocidad. Pero en el ámbito corporal sabía que mis ojos habían visto algo inconcebible; había tenido energía suficiente para suspender las expectativas comunes de mis sentidos y dejar entrar otra posibilidad.

Clara interrumpió su exquisita acrobacia y se acercó a mi lado, ni siquiera sin aliento. Explicó que este pase brujo permite al cuerpo unirse con su doble en el reino del no ser, cuya entrada se cierne arriba de la cabeza y ligeramente atrás de ella.

– Al doblarnos hacia atrás con los brazos estirados, creamos un puente -indicó Clara-. Y puesto que el cuerpo y el doble son como los dos extremos de un arco iris, podemos usar nuestro intento para unirlos.

– ¿Debo practicar este pase a una hora específica? -pregunté.

– Este es un pase brujo del crepúsculo -afirmó-. Pero debes tener mucha energía y estar extremadamente calmada para hacerlo. El crepúsculo te ayuda a calmarte y te proporciona un impulso adicional de energía. Por eso el fin del día es la mejor hora para practicarlo.

– ¿Lo intento ahora? -pregunté. Ante su mirada de duda, le aseguré que de niña había practicado gimnasia y estaba ansiosa por hacer la prueba.

– La cuestión no es si practicaste gimnasia de niña, sino lo calmada que estés en este momento -replicó Clara.

Dije que estaba todo lo calmada que podía estar. Clara se rió, escéptica, pero me dijo que siguiera adelante y tratara de hacerlo. Ella me cuidaría para asegurarse de que no fuese a fracturar nada torciéndome con demasiada violencia.

Planté los pies en el suelo, doblé las rodillas y lentamente empecé a ejecutar mi mejor arco, pero al pasar de cierto punto la gravedad se hizo cargo y caí torpemente al piso.

– La calma está muy lejos de ti -concluyó Clara amablemente al ayudarme a levantarme-. ¿Qué te molesta, Taisha?

En lugar de revelar a Clara lo que me preocupaba, pregunté si podía tratar de hacerlo de nuevo. Pero la segunda vez tuve aún más problemas que antes. Estaba segura de que mis preocupaciones mentales y emocionales me habían hecho perder el equilibrio. Sabía que las exigencias del yo, tal como dijera Clara, eran en verdad excesivas y acaparaban toda mi atención. No tuve más remedio que confesar a Clara que me molestaba sin medida el hecho de haber llegado a un punto del cual no podía moverme en mi recapitulación.

– ¿Cuál es ese punto? -preguntó Clara.

Admití que tenía que ver con mi familia.

– Ahora sé, sin duda alguna, que nunca les caí bien -dije con tristeza-. No es que no lo sospechara desde siempre, porque así fue y solía ponerme furiosa por ello. Pero ahora que he revisado mi pasado, como no logro enojarme más, no sé qué hacer.

Clara me miró con ojos críticos, haciendo la cabeza para atrás para escudriñarme.

– ¿Qué queda por hacer? -preguntó-. Has hecho el trabajo y has averiguado que no les caías bien. ¡Eso está muy bueno! No veo cuál es el problema.

Su tono arrogante me irritó. Esperaba, si no es que compasión, al menos comprensión y un comentario inteligente.

– El problema -respondí categórica, al borde de las lágrimas- es que me he quedado inmóvil. Sé que necesito profundizar más de lo que he hecho, pero no puedo. Sólo puedo pensar en que no me querían, mientras que yo los amaba.

– Espera, espera. ¿No me dijiste que los odiabas? Recuerdo claramente…

– Sí, eso dije, pero cuando lo dije no sabía lo que estaba diciendo. En realidad amaba a mis padres, también a mis hermanos. Después aprendí a despreciarlos, pero eso fue mucho después. No de niña. De niña quería que me hicieran caso y que jugaran conmigo.

– Creo que entiendo a qué te refieres -dijo Clara, asintiendo con la cabeza-. Sentémonos a hablar de esto.

Nos sentamos en el tronco otra vez.

– Según yo lo veo, tu problema se deriva de una promesa que hiciste de niña. Sí hiciste una promesa de niña, ¿verdad, Taisha? -preguntó, mirándome directamente a los ojos.

– No recuerdo haber hecho ninguna promesa -contesté sinceramente.

Con tono amable Clara sugirió que tal vez no la recordaba porque la hice de muy pequeña o porque se trató más de un sentimiento que de una promesa articulada en voz alta. Clara explicó que de niños muchas veces hacemos votos y luego estamos obligados por estos votos, aunque ya no recordemos haberlos hecho.

– Este tipo de promesas impulsivas pueden costarnos la libertad -afirmó Clara-. A veces nos encontramos comprometidos por una absurda devoción infantil o por promesas de amor sin fin.

Explicó que hay momentos en la vida de cada uno, especialmente en la temprana infancia, cuando deseamos algo con tal intensidad que automáticamente fijamos nuestro intento total en ello, el cual, una vez fijo, permanece en su lugar hasta que cumplamos nuestro deseo. Profundizó diciendo que los votos, los juramentos y las promesas comprometen nuestro intento, de modo que a partir del momento en que los hacemos nuestras acciones, sentimientos y pensamientos se dirigen de manera consistente hacia el cumplimiento o el mantenimiento de dichos compromisos, sin importar que recordemos o no haberlos contraído.

Me aconsejó que en la recapitulación repasara todas las promesas hechas por mí en mi vida, sobre todo las hechas en forma apresurada o bajo la influencia de la ignorancia o criterios erróneos. A menos que deliberadamente retirase mi intento de ellas, éste no se liberaría nunca para poder expresarse en el presente.

Traté de pensar en lo que estaba diciendo, pero mi mente sólo enfrentaba una masa de confusión. De repente recordé una escena de mi remota infancia. Debo haber tenido seis años. Quería que mi mamá me abrazara, pero me rechazó con un empujón, diciéndome que estaba muy grande para los mimos y que fuese a limpiar mi cuarto. Pero siempre mimaba al menor de mis hermanos, que era cuatro años mayor que yo y el preferido de mi madre. Entonces juré que no amaría ni volvería a acercarme a ninguno de ellos. Y desde ese día parecía haber cumplido la promesa, manteniéndome siempre distanciada de ellos.

– Si es cierto que no te querían -indicó Clara-, es tu destino el no ser querida por tu familia. ¡Acéptalo! Además, ¿qué importa ahora que te hayan querido o no?

Aún importaba, pero no se lo dije a Clara.

– También yo tuve un problema muy parecido al tuyo -prosiguió Clara-. Siempre estuve consciente de ser una muchacha sin amigos, gorda y desdichada, pero a través de la recapitulación averigüé que mi madre deliberadamente me había engordado desde el día en que nací. Según sus razonamientos, una muchacha gorda y fea no se va nunca de la casa; se queda ahí, como una sirvienta para toda la vida.

Quedé horrorizada. Era la primera vez que Clara me revelaba algo acerca de su pasado.

– Acudí a mi maestro, definitivamente el mejor maestro que uno pudiese tener, para pedirle su consejo al respecto -continuó-. Y él me dijo: "Clara, te compadezco, pero estás perdiendo el tiempo porque entonces fue entonces: ahora es ahora. Y ahora sólo hay tiempo para la libertad."

– Verás, sinceramente estaba convencida de que mi madre me había arruinado para toda la vida; yo era una gorda que no podía dejar de comer. Tardé mucho tiempo en comprender el significado de "Entonces fue entonces: ahora es ahora. Y ahora sólo hay tiempo para la libertad."

Clara guardó silencio por un momento, como para permitir que el impacto de sus palabras surtiera efecto en mí.

– Sólo tienes tiempo para luchar por la libertad, Taisha -indicó, dándome un empujoncito-. Ahora es ahora.

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