Transcurrieron semanas, luego meses. En realidad no ponía atención a las fechas ni al paso del tiempo. Clara, Manfredo y yo vivíamos en perfecta armonía. Clara dejó de insultarme, o quizá fui yo la que dejé de sentirme ofendida. Dedicaba todo mi tiempo a recapitular y a practicar kung fu con Clara y con Manfredo, quien con sus cuarenta y cinco kilogramos de puro hueso y músculo era un adversario sumamente peligroso. Estaba segura de que una embestida de su cabeza equivalía al golpe de un boxeador profesional.
Sólo me preocupaba una contradicción que me resultaba difícil de resolver. Mientras Clara sostenía que mi energía estaba aumentando, sin lugar a dudas, puesto que ahora podía conversar con Manfredo, yo estaba convencida de lo contrario: paulatinamente me estaba volviendo loca.
Siempre que Manfredo y yo nos encontrábamos a solas, un lazo de afecto indescriptible se posesionaba de mí. De hecho lo adoraba. Y este sentimiento ciego de amor tendió un puente entre nosotros, de modo que a veces él podía trasmitirme sus pensamientos y estados de ánimo. Averigüé que los sentimientos de Manfredo eran simples y directos, como los de un niño. Experimentaba felicidad, inquietud, orgullo de cualquier logro y miedo de todo, que de manera instantánea se transformaba en ira. No obstante, los rasgos que más admiraba en él eran su valor y su capacidad para la compasión. Percibí que de hecho le tenía lástima a Clara por parecer sapo. En cuanto a su valor, Manfredo era único. Su valor era propio de una conciencia evolucionada y enterada de su encarcelamiento. Desde mi punto de vista, Manfredo era más solitario de lo que cualquiera pudiese concebir. Y, de no poseer ese valor sin igual, nadie hubiera podido encarar esa soledad forzosa de la manera en que él lo hacía.
Una tarde, al volver de la cueva, me senté a descansar a la sombra del zapote. Manfredo se me acercó, se acostó en mis tobillos y se durmió en el acto. Al escucharlo roncar y sentir su peso tibio sobre mis pies, también me dio sueño. Debí dormirme, porque de repente desperté de un sueño en el que discutía con mi madre acerca de las ventajas de no guardar los cubiertos después de lavarlos. El señor Abelar me estaba mirando fijamente con ojos feroces y fríos. Su mirada, la postura de su cuerpo, sus rasgos perfectamente cincelados y su concentración me causaron la impresión definitiva de que era un águila. Me llenó de admiración y temor.
– ¿Qué pasó? -pregunté. La temperatura y la luz habían cambiado. Estaba a punto de oscurecer; las sombras del crepúsculo cubrían el patio.
– Lo que pasó es que Manfredo se apoderó de ti y se está alimentando de tu energía como loco -dijo con una amplia sonrisa-. Me hizo lo mismo a mí. Parece existir una verdadera afinidad entre ustedes dos. Trata de decirle sapito y a ver si se enoja.
– No, no puedo hacer eso -dije, pasando los dedos por la cabeza de Manfredo-. Él es hermoso y solitario y no se parece en nada a un s-a-p-o.
Me pareció absurdo deletrear la palabra, pero algo dentro de mí no quiso correr el riesgo de ofender a Manfredo.
– Los sapos también son hermosos y solitarios -dijo el señor Abelar con cierto brillo en los ojos.
Impulsada por una repentina curiosidad, me incliné sobre Manfredo y le susurré al oído:
– Sapito -animada sólo por los mejores sentimientos. Manfredo bostezó, como si mi empatía lo aburriese.
El señor Abelar se rió.
– Entremos a la casa -indicó- antes de que Manfredo agote toda tu energía. Además, hace más calor adentro.
Quité a Manfredo de mis piernas y seguí al señor Abelar al interior de la casa. Me senté de manera muy formal en la sala, muy consciente de encontrarme a solas con un hombre en una casa oscura y vacía. Prendió la lámpara de gasolina, se sentó en el sofá, a una distancia decente de mí, y dijo:
– Tengo entendido que querías hacerme unas preguntas. Ahora es un buen momento, así que adelante. Hazlas.
Por un instante mi mente se puso en blanco. Hallarme de manera tan directa frente a su intensa mirada me hizo perder la compostura. Por fin pude preguntar:
– ¿Qué me pasó la noche en que lo conocí, señor Abelar? Clara opinó que no podía darme una explicación adecuada y yo no recuerdo mucho esa noche.
– Tu doble se hizo cargo -indicó con tono prosaico-. Y perdiste el control sobre tu yo cotidiano.
– ¿Qué quiere decir con que perdí el control? -pregunté, preocupada-. ¿Hice algo indebido?
– Nada que no pudieras contarle a tu madre -contestó con una risita. Sus ojos centelleaban, llenos de picardía-. En serio, Taisha, lo único que hiciste fue extender tu red luminosa lo más lejos posible. Aprendiste a descansar sobre esa hamaca invisible que de hecho forma parte de ti. Algún día, conforme adquieras más experiencia, tal vez comiences a usar sus líneas para mover y alterar las cosas.
– ¿El doble se encuentra adentro o afuera del cuerpo físico? -pregunté-. Esa noche tuve la impresión de que, por un momento, algo que estaba claramente afuera de mí, se hizo cargo.
– Está en los dos lugares -indicó el señor Abelar-. Se encuentra dentro y fuera del cuerpo físico al mismo tiempo. ¿Cómo te lo diré? A fin de dominarlo, la parte de él que está afuera, flotando libremente, debe enlazarse con la energía alojada dentro del cuerpo físico. Se sostiene y guía la fuerza externa mediante una firme concentración, mientras que la energía interna se libera abriendo unas misteriosas compuertas en el cuerpo y alrededor de él. Cuando se juntan las dos partes, la fuerza producida le permite a uno realizar hazañas inconcebibles.
– ¿Dónde están esas misteriosas compuertas a las que usted se refiere? -pregunté, incapaz de mirarlo directamente a los ojos.
– Algunas se encuentran cerca de la piel, otras están profundamente metidas en el interior del cuerpo -replicó el señor Abelar-. Hay siete compuertas principales. Cuando se encuentran cerradas, nuestra energía interior permanece atrapada dentro del cuerpo físico. La presencia del doble es tan sutil en nuestro interior que podemos llegar al fin de nuestras vidas sin haber sabido nunca que está ahí. Para liberarlo hay que abrir las compuertas, lo cual se hace por medio de la recapitulación y de los ejercicios de respiración que Clara te ha enseñado.
El señor Abelar me prometió que él mismo me guiaría para abrir deliberadamente la primera compuerta, después de haber conseguido efectuar el vuelo abstracto. Recalcó que a fin de abrir las compuertas es necesario un cambio total de actitud, puesto que nuestra idea preconcebida de que somos sólidos es lo que mantiene encerrado al doble, más que la estructura física del cuerpo mismo.
– ¿No podría describirme dónde están las compuertas, para que yo misma las pueda abrir?
Me miró y meneó la cabeza.
– Manipular al azar el poder que se encuentra detrás de las compuertas sería imprudente y peligroso -advirtió-. El doble debe ser liberado de manera gradual y armoniosa. Un requisito para esto es el celibato.
– ¿Por qué es tan importante el celibato? -pregunté.
– ¿No te contó Clara acerca de los gusanos luminosos que los hombres dejan en el cuerpo de las mujeres?
– Si -contesté, incómoda y avergonzada-. Pero debo confesar que en realidad no le creí.
– Eso fue un error -dijo, molesto-. De no efectuar primero una minuciosa recapitulación, literalmente estarías metiéndote en camisa de once varas. Relaciones sexuales a estas alturas sólo avivarían el fuego.
Se rió con ganas, haciéndome sentir ridícula.
– Hablando en serio, ahorrar la energía sexual es el primer paso en el viaje hacia el cuerpo etéreo, el viaje hacia la conciencia y la libertad total.
Justo en ese momento, Clara entró a la sala vestida con un caftán blanco y suelto que le daba el aspecto de un enorme sapo. Empecé a reírme disimuladamente por mi pensamiento irrespetuoso y miré al señor Abelar; hubiera jurado que estaba pensando lo mismo. Clara se sentó en el sillón y nos sonrió de tal manera que me sentí tremendamente incómoda en el sofá.
– ¿Ya llegaron al tema de las compuertas? -preguntó al señor Abelar con curiosidad-. ¿Es por eso que Taisha está apretando los muslos tan fuertemente?
El señor Abelar asintió con la cabeza, totalmente serio.
– Estaba a punto de decirle que una enorme compuerta se encuentra en los órganos sexuales. Pero no creo que entienda a qué me refiero. Todavía tiene un montón de ideas erróneas al respecto.
– Eso es muy cierto -asintió Clara, guiñándome el ojo.
De manera simultánea soltaron tales risotadas que me sentí completamente desairada. Tomé a mal que se rieran y hablaran de mi como si no estuviese presente. Estaba a punto de decirles que no me entendían en absoluto, cuando Clara volvió a hablar, dirigiéndose ahora a mí.
– ¿Entiendes por qué te estamos recomendando el celibato? -preguntó.
– Para viajar hacia la libertad -contesté, repitiendo las palabras del señor Abelar.
Con audacia pregunté a Clara si ella y el señor Abelar eran célibes o si sólo recomendaban una conducta que no estaban dispuestos a observar ellos mismos.
– Ya te dije que no somos marido y mujer -replicó Clara, sin turbarse en lo más mínimo-. Somos unos brujos interesados en el poder, en reunir energía, no en perderla.
Me volví hacia el señor Abelar y le pregunté si en verdad era brujo y qué implicaba tal condición. No contestó sino miró a Clara, como si estuviera pidiéndole permiso para revelar algo. Clara inclinó la cabeza en una señal casi imperceptible de asentimiento.
– No me agrada la palabra "brujo" -indicó él-, porque connota creencias y acciones que no forman parte de lo que hacemos.
– ¿Qué hacen exactamente? -pregunté-. Clara dijo que sólo usted podía explicármelo.
El señor Abelar enderezó la espalda y me dirigió una mirada aterradora que me obligó a ponerme muy atenta.
– Formamos un grupo de dieciséis personas, incluyéndome a mí, y un ser, que es Manfredo -empezó, con gran formalidad-. Diez de estas personas son mujeres. Todos hacemos lo mismo: dedicamos nuestras vidas al desarrollo de nuestro doble. Usamos nuestros cuerpos etéreos para desafiar muchas de las leyes naturales del mundo físico. Si eso significa ser brujo, entonces todos somos brujos. Si no es así, entonces no lo somos. ¿Ayuda eso a aclararte las cosas?
– Puesto que me están instruyendo en el manejo del doble, ¿seré yo bruja también? -pregunté.
– No lo sé -replicó, examinándome en forma curiosa-. Todo depende de ti. Siempre depende, individualmente, de cada uno de nosotros si cumplimos con nuestro destino o lo estropeamos.
– Pero Clara dijo que todos los que vivimos en esta casa nos encontramos aquí por algún motivo especial. ¿Por qué fui elegida? -pregunté-. ¿Por qué yo en particular?
– Es una pregunta muy difícil de contestar -indicó el señor Abelar con una sonrisa-. Digamos que nos vimos obligados a incluirte. ¿Recuerdas la noche, hace unos cinco años, cuando te sorprendieron en una situación comprometedora con un joven?
De inmediato empecé a estornudar, mi reacción usual al sentirme amenazada. Durante mi recapitulación había recordado, una y otra vez, situaciones comprometedoras. Desde los catorce años me obsesionaban los muchachos y los perseguía en forma agresiva, de la misma manera en que de niña había perseguido a mis hermanos. Sentía el desesperado deseo de ser amada por cualquiera, porque sabía que ninguno de los miembros de mi familia me querían. Sin embargo, siempre terminaba por espantar a mis supuestos pretendientes, antes de que lograran acercarse mucho. Mi agresividad convenció a todos de que era una mujer fácil, capaz de cualquier cosa. Por consiguiente, tenía la peor reputación imaginable, pese a no haber hecho ni la mitad de las cosas que me atribuían mis amigos y familia.
– Te encontraron subida en la mesa donde se preparaba la comida, en el autocinema de California, donde trabajabas. ¿Lo recuerdas? -escuché decir al señor Abelar.
¿Cómo iba a olvidarlo? Esa fue una de las peores experiencias de mi vida. Puesto que se trataba de un asunto tan delicado, había pospuesto recapitularlo a fondo, limitándome a rozarlo apenas. En aquel entonces, estaba estudiando la preparatoria y tenía un trabajo de verano vendiendo comida y refrescos en un autocinema. Hacia el final de la temporada Kenny, el joven que administraba el negocio, me dijo que me amaba. Hasta ese momento me había sido indiferente, porque tenía las miras puestas en el dueño, un hombre apuesto y rico. Por desgracia a él le interesaba Rita, mi enemiga de diecinueve años, pelirroja y bellísima. Todas las noches, unos minutos después de empezar la película, se metía a la oficina del jefe y cerraba la puerta con llave. Al salir justo antes del intermedio, tenía arrugado el uniforme a cuadros rosas y blancos y traía el pelo aplastado y enredado. Yo envidiaba intensamente a Rita. Lo peor fue su promoción a cajera, mientras que yo debí seguir repartiendo palomitas y sirviendo refrescos en el mostrador.
Cuando Kenny me dijo que me creía hermosa y deseable, empecé a mirarlo con otros ojos. Pasé por alto el hecho de que tenía un severo caso de acné, tomaba litros de cerveza, escuchaba música ranchera, calzaba botas y hablaba con un fuerte acento tejano. De repente me pareció varonil y cariñoso, y lo único que me importó saber de él fue que sus padres eran católicos y no estaban enterados de que fumaba mariguana. Empecé a enamorarme y no quería que los detalles personales fueran un obstáculo.
Cuando le dije que yo iba a dejar de trabajar al finalizar la semana, porque mis padres se irían de vacaciones a Alemania y tenía que acompañarlos, Kenny se puso furioso. Acusó a mis padres de querer separarnos deliberadamente. Me tomó de la mano y juró que no podía vivir sin mí. Me propuso matrimonio, pero yo estaba apenas entrando a los dieciséis años. Le dije que debíamos esperar. Me abrazó con pasión y dijo que por lo menos teníamos que hacer el amor. No entendí si se refería a algún momento antes de mi salida para Alemania o a ese mismo instante. Yo estaba completamente de acuerdo con él y opté por ese mismo instante. Contábamos con unos veinte minutos antes de que terminara la función. Retiré los panes de la mesa de trabajo y procedí a quitarme la ropa.
Kenny tuvo miedo. Temblaba como un niñito, a pesar de sus veintidós años. Nos abrazamos y nos besamos, pero antes de que pudiera suceder otra cosa nos detuvo un viejo que irrumpió en el cuarto. Al descubrirnos en esa situación tan comprometedora, agarró una escoba, me pegó en la espalda con la parte de la paja y me sacó media desnuda al vestíbulo, a la vista de toda la gente formada delante del merendero. Todos se rieron y se burlaron de mí. Lo peor fue que reconocí a dos maestros de mi escuela. Se escandalizaron tanto al verme como yo me espanté al verlos a ellos. Uno de mis maestros le reportó el incidente al director, quien a su vez informó a mis padres. Para cuando todos terminaron de chismear, yo era el hazmerreír de la escuela. Durante años recordé con odio al horrible viejo que se erigió en mi juez moral. Estaba convencida de que de hecho arruinó mi vida, porque me fue prohibido volver a ver a Kenny nunca más.
– Yo fui ese hombre -dijo el señor Abelar, como si hubiera estado siguiendo el hilo de mis pensamientos.
En ese momento me golpeó todo el impacto de haber recordado mi humillación pública. Y tener delante de mí a la persona responsable de ésta fue más de lo que pude soportar. Me puse a llorar de la frustración. Lo peor fue que el señor Abelar no parecía en absoluto arrepentido de lo que había hecho.
– Te he buscado desde aquella noche -dijo el señor Abelar con una sonrisa maliciosa.
Creí descubrir todo tipo de perversos matices sexuales en su mirada y sus palabras. Mi corazón estuvo a punto de explotar del coraje y el miedo. En ese momento supe que Clara me había llevado a México por razones siniestras relacionadas con un plan secreto que ambos concibieron desde el principio, el cual incluía, sin duda alguna, sexo aberrante. Ahí supe por qué no creí sus declaraciones de celibato ni por un momento.
– ¿Qué me van a hacer? -pregunté, con la voz entrecortada por el miedo.
Clara me miró, perpleja, y luego se echó a reír, como si hubiera entendido todo lo que pasó por mi mente. El señor Abelar imitó mi voz entrecortada haciéndole la misma pregunta a Clara:
– ¿Qué me van a hacer? -su carcajada resonante se unió a la de Clara, reverberando por toda la casa. Escuché los aullidos de Manfredo desde su cuarto; parecía estarse riendo también. Me sentí más que desdichada; estaba desolada. Me puse de pie para irme, pero el señor Abelar me empujó, obligándome a tomar asiento de nuevo.
– La vergüenza y la importancia personal son unos compañeros terribles -indicó en tono serio-. No has recapitulado el incidente o no te encontrarías en este estado ahora. -A continuación suavizó su mirada fija y feroz, adoptando una expresión que casi era amabilidad, y agregó-, Clara y yo no queremos hacerte nada. Te has hecho más que suficiente tú misma. Aquella noche buscaba el baño y abrí una puerta reservada para empleados. Puesto que un nagual siempre está consciente de lo que hace, y nunca comete errores por simple descuido, supuse que estaba predestinado a encontrarte y que tú tenías un significado especial para mí. Al verte ahí, medio desnuda y a punto de entregarte a un hombre débil que tal vez hubiera destruido tu vida, actué en forma muy específica y te pegué con la escoba.
– Lo que hizo fue convertirme en el hazmerreír de mi familia y amigos -grité.
– Quizá. Pero también me apoderé de tu cuerpo etéreo y le até una línea de energía -indicó-. Desde ese día, siempre he sabido dónde andas, pero tardé cinco años en crear una situación en la que estarías dispuesta a escuchar lo que tengo que decirte.
Por primera vez, comprendí lo que estaba diciendo. Fijé la mirada en él con incredulidad.
– ¿Quiere usted decir que durante todo este tiempo ha sabido dónde andaba yo? -pregunté.
– He estado siguiendo cada uno de tus movimientos -dijo en tono concluyente.
– Quiere usted decir que anduvo espiándome -las implicaciones de lo que me estaba diciendo cobraban forma lentamente.
– Sí, en cierto modo -admitió.
– ¿Clara también sabía que yo vivía en Arizona?
– Naturalmente. Todos sabíamos dónde estabas.
– Entonces no fue por casualidad que Clara me encontró en el desierto ese día -exclamé. Me volví hacia Clara, furiosa-. Sabías que estaría ahí, ¿verdad?
Clara asintió con la cabeza.
– Lo admito. Ibas con tanta regularidad que no fue difícil seguirte.
– Pero me dijiste que estabas ahí por casualidad -grité-. Me mentiste; me engañaste para que viniera a México contigo. Y me has estado mintiendo desde entonces, riéndote a mis espaldas por sólo Dios sabe qué razones -todas las dudas y sospechas que no había expresado en meses por fin salieron a la superficie y explotaron-. Esto no ha sido más que un juego para ustedes -grité-, para ver qué tan estúpida y crédula soy.
El señor Abelar me dirigió una mirada feroz, pero eso no me impidió devolvérsela igual. Me dio unos golpecitos en la cabeza para tranquilizarme.
– Estás completamente equivocada, jovencita -dijo con severidad-. Esto no ha sido un juego para nosotros. Es cierto que nos hemos reído bastante de tus idioteces, pero ninguna de nuestras acciones son mentiras o trucos. Son totalmente serias; de hecho, se trata de un asunto de vida o muerte para nosotros.
Sonaba tan sincero y se veía tan autoritario que la mayor parte de mi ira se disipó, dejando en su lugar un inevitable aturdimiento.
– ¿Qué quería Clara conmigo? -pregunté, mirando al señor Abelar.
– Confié a Clara una misión sumamente delicada: traerte a casa -explicó-. Y lo logró. La seguiste, obedeciendo a tu propio impulso interior. Es sumamente difícil lograr que aceptes invitaciones, y una de alguien completamente desconocido es prácticamente imposible. Sin embargo, lo logró. ¡Fue una jugada maestra! Para un trabajo tan bien hecho, sólo caben elogios y admiración.
Clara se incorporó de un salto e hizo una reverencia llena de gracia.
– Fuera ya de toda broma -indicó, adoptando una expresión solemne al sentarse de nuevo-, el nagual tiene razón; fue lo más difícil que he hecho en mi vida. Hubo momentos en que pensé que te ganaría tu naturaleza recelosa, que me mandarías a la goma. Incluso tuve que mentir y decirte que tengo un nombre budista secreto.
– ¿No lo tienes?
– No, no lo tengo. Mi deseo de libertad ha consumido todos mis secretos.
– Pero aún no entiendo cómo Clara supo dónde encontrarme -dije, mirando al señor Abelar-. ¿Cómo supo que estaba en Arizona en ese momento en particular?
– Por tu doble -replicó el señor Abelar, como si fuera lo más obvio.
En el instante en que lo dijo, se me despejó la mente y entendí exactamente a qué se refería. De hecho, supe que era la única forma posible en que hubieran podido mantenerse al tanto de mis pasos.
– Amarré una línea de energía a tu cuerpo etéreo la noche que te sorprendí -explicó-. Puesto que el doble está hecho de pura energía, es fácil marcarlo. Sentí que, dadas las circunstancias de nuestro encuentro, era lo menos que podía hacer por ti. Como una especie de protección.
El señor Abelar me miró, a la espera de que hiciese una pregunta. Pero mi mente se encontraba muy ocupada tratando de recordar más detalles acerca de lo sucedido esa noche, cuando irrumpió en el cuarto.
– ¿No vas a preguntarme cómo te marqué? -preguntó, fijando en mí una mirada intensa.
Se me destaparon los oídos, la habitación se llenó de energía y todo encajó. No tuve que preguntar al señor Abelar cómo lo había hecho; ya lo sabía.
– ¡Me marcó cuando me pegó con la escoba! -exclamé. Resultaba perfectamente claro, pero cuando lo pensé no tuvo ningún sentido, porque no explicaba nada.
El señor Abelar asintió con la cabeza, complacido de que hubiera llegado a esa conclusión yo sola.
– Así es. Te marqué al pegarte en la parte superior de la espalda con la escoba, cuando te saqué por la puerta. Deposité una energía especial dentro de ti. Y esta energía ha estado alojada dentro de ti desde aquella noche.
Clara se acercó y me escudriñó.
– ¿No te has fijado, Taisha, en que tienes el hombro izquierdo más alto que el derecho?
Había notado que uno de mis omóplatos sobresalía más que el otro, provocando tensión en mi cuello y hombros.
– Pensé que había nacido así -indiqué.
– Nadie nace con la marca del nagual -dijo Clara, riéndose-. Tienes la energía del nagual alojada debajo del omóplato izquierdo. Piénsalo; tus hombros se desalinearon después de que el nagual te pegó con la escoba.
Tuve que admitir que, más o menos por la época de ese trabajo de verano en el autocinema, mi madre se dio cuenta por primera vez de que algo andaba mal con la parte superior de mi espalda. Al medirme un vestido ligero que me estaba cosiendo, observó que no ajustaba correctamente. Se espantó al notar que el defecto no era cosa del vestido sino de mis omóplatos; uno de ellos definitivamente estaba más arriba que el otro. Al día siguiente hizo que el médico de la familia me examinara la espalda; concluyó que tenía la espina ligeramente desviada hacia un lado. Diagnosticó mi condición como escoliosis congénita, pero le aseguró a mi madre que la curvatura era tan ligera que no debíamos preocuparnos.
– Qué bueno que el nagual no depositó demasiada energía dentro de ti -bromeó Clara- o estarías jorobada.
Me volví hacia el señor Abelar. Sentí que se tensaban los músculos de mi espalda, como solía pasar cuando estaba nerviosa.
– Ahora que me trajo aquí, ¿cuáles son sus intenciones? -pregunté.
El señor Abelar dio un paso hacia mí. Me examinó con mirada fría.
– Lo único que he deseado, desde el día en que te encontré, es repetir lo que hice por ti aquella noche -replicó solemnemente-, abrir la puerta y sacarte por la fuerza. Esta vez quiero abrir la puerta del mundo cotidiano y sacarte a la libertad.
Sus palabras y estado de ánimo desencadenaron un caudal de sentimientos dentro de mí. Desde que tenía uso de razón, recordaba haber andado siempre buscando, asomada a las ventanas, escudriñando las calles, como si algo o alguien estuviese esperándome a la vuelta de la esquina. Siempre tuve premoniciones, sueños con escapar, aunque no sabía de qué. Ese anhelo fue el que me obligó a seguir a Clara hacia un destino desconocido. Y también era eso lo que me había impedido irme, pese a la imposibilidad de mis tareas. Al sostener la mirada del señor Abelar, una ola indescriptible de bienestar me envolvió. Supe que por fin había encontrado lo que estaba buscando. Obedeciendo al impulso del más puro afecto, me incliné y le besé la mano. Desde profundidades insospechadas en mi interior, brotaron unas palabras que no tenían significado racional, sólo emocional.
– Usted es el nagual para mí también -murmuré.
Le brillaban los ojos con la felicidad de que por fin hubiéramos logrado un entendimiento. Me despeinó afectuosamente y todos mis temores y frustraciones contenidos se soltaron en un diluvio de lágrimas afligidas.
Clara se puso de pie y me dio un pañuelo.
– La única manera de sacarte de esta tristeza es haciéndote enojar o pensar -indicó-. Haré las dos cosas contándote lo siguiente. No sólo supe dónde encontrarte en el desierto, sino que ¿te acuerdas del departamentito caliente y sofocante del que me pediste que sacara tus cosas? Bueno, pues, mi primo es dueño del edificio.
Miré a Clara escandalizada, incapaz de pronunciar una sola palabra. La risa de Clara y del señor Abelar fue como una gigantesca explosión que reverberaba dentro de mi cabeza. Ninguna cosa que dijeran o me revelaran hubiera podido sorprenderme más. Al desvanecerse mi estupor inicial, en lugar de ofenderme por haber sido manejada de ese modo, me llené de admiración ante la increíble precisión de sus maniobras y la inmensidad de su control, que por fin comprendí no era control sobre mí sino sobre sí mismos.