18

Encontré un plato de tamales en la mesa de la cocina. Sabía que Emilito los había preparado, pero no lo veía por ninguna parte. Me serví agua en mi taza y me acabé los tamales, esperando que el cuidador ya hubiera desayunado.

Después de lavar el plato me puse a trabajar en el huerto, pero me cansé pronto. Preparé un nido con hojas debajo de un árbol, como Clara me lo había enseñado, y me senté en él para descansar. Por un rato observé las ramas oscilantes del árbol delante de mí. El movimiento de las ramas me hizo regresar a mi infancia. Debí tener unos cuatro o cinco años de edad; sujetaba un puñado de ramas de sauce. No lo estaba recordando solamente; de hecho me encontraba ahí. Los pies me colgaban, rozando apenas el suelo. Me estaba columpiando. Lanzaba gritos de placer mientras mis hermanos se turnaban para empujarme. Luego ellos saltaron para agarrar unas ramas más altas; subieron las rodillas para columpiarse, bajando los pies sólo a fin de empujarse en el suelo y cobrar impulso para columpiarse de nuevo.

En cuanto la escena llegó a su fin, inhalé todo lo que había revivido: la alegría, la risa, los sonidos, los sentimientos que tenía por mis hermanos. Barrí el pasado con un movimiento giratorio de la cabeza. Gradualmente se me pusieron pesados los párpados. Me repantigué sobre el nido de hojas y caí en un profundo sueño.

Me despertó algo duro que me picaba las costillas. El cuidador me estaba empujando con un bastón.

– Despierta, ya es de tarde -dijo-. ¿No dormiste bien en la casa del árbol anoche?

En el momento en que abrí los ojos, un rayo de luz encendió la copa del árbol con tonos anaranjados. La cara del cuidador también se iluminó con un brillo sobrecogedor que le daba un aspecto siniestro. Vestía los mismos overoles azules del día anterior y llevaba tres calabazas atadas al cinturón. Me incorporé y observé cómo extraía cuidadosamente el tapón de la calabaza más grande, se la llevaba a la boca y tomaba un trago. Luego produjo un chasquido de satisfacción con los labios.

– ¿No dormiste bien anoche? -repitió, mirándome con curiosidad.

– Para qué le digo nada -gemí-. Sinceramente fue una de las peores noches de mi vida.

Un torrente de quejas lastimeras empezó a brotar de mí. Me interrumpí, horrorizada, al darme cuenta de que sonaba igual que mi madre. Siempre que le preguntaba cómo había dormido, daba un discurso de descontento semejante. La odiaba por ello, ¡y ahora yo estaba haciendo lo mismo!

– Por favor, Emilito, perdone mi arranque mezquino -dije-. Es cierto que no pegué el ojo, pero estoy bien.

– Te escuché aullar como alma que lleva el diablo -se aventuró a comentar-. Pensé que tenías pesadillas o que te estabas cayendo del árbol.

– Creí que me estaba cayendo del árbol -indiqué, deseosa de su compasión-. Casi me muero del miedo. Pero luego sucedió algo extraño y pude pasar la noche.

– ¿Qué cosa extraña sucedió? -preguntó con curiosidad, sentándose en el suelo a poca distancia de mí.

No tenía motivos para ocultárselo, de modo que describí los sucesos de la noche con el mayor detalle posible, culminando con la luz que llegó a salvarme. Emilito me escuchó con auténtico interés, asintiendo con la cabeza en los momentos justos, como si conociera los sentimientos que estaba describiendo.

– Me da mucho gusto oír que dispones de tantos recursos -afirmó-. Realmente no pensé que soportarías la noche. Creí que te desmayarías. A lo que todo esto se reduce es a que no estás tan mal como me lo habían dicho.

– ¿Quién dijo que estaba mal?

– Nélida y el nagual. Me dejaron instrucciones específicas para no interferir con tu curación. Por eso no salí a ayudarte anoche, pero tuve muchas ganas de hacerlo, aunque sólo fuese para lograr un poco de paz y tranquilidad.

Tomó otro trago de su calabaza.

– ¿Quieres un trago? -me ofreció, alargándola hacia mí.

– ¿Qué tiene ahí? -pregunté, pensando que tal vez era alcohol. En ese caso, me hubiera gustado un trago.

Vaciló por un momento antes de voltear la calabaza de cabeza y sacudirla fuertemente unas cuantas veces.

– Está vacía -exclamé-. Me quería engañar.

Meneó la cabeza.

– Sólo parece estar vacía -replicó-, pero en realidad está llena hasta el borde de la bebida más extraña de todas. Ahora bien, ¿quieres o no quieres beber de ella?

– No lo sé -contesté. Por un instante, me pregunté si estaría jugando conmigo. Con sus overoles azules perfectamente planchados y las calabazas atadas al cinturón, parecía haberse escapado de un manicomio.

Se encogió de hombros y me miró con los ojos muy abiertos. Observé cómo tapaba la calabaza de nuevo y se la amarraba firmemente al cinturón con una delgada correa de cuero.

– Está bien, deja tomar un traguito -dije, impulsada por la curiosidad y la repentina urgencia de descubrir su juego.

Volvió a destapar la calabaza y me la pasó. La sacudí y me asomé al interior. En efecto estaba vacía. No obstante, cuando me la acerqué a los labios recibí una sensación oral muy extraña. Lo que se vertió en mi boca era de algún modo líquido, pero no se parecía en nada al agua. Se trataba, más bien, de una presión seca, casi amarga, que me sofocó por un instante y luego me inundó la garganta y todo el cuerpo de una fresca calidez.

Se me ocurrió que la calabaza tal vez contenía un fino polvo que se había introducido en mi boca. Para averiguar si era cierto, la sacudí sobre la palma de mi mano, pero no salió nada.

– La calabaza no contiene nada que los ojos puedan ver -dijo el cuidador al notar mi asombro.

Tomé otro trago imaginario y me estremecí tanto que casi perdí los zapatos. Algo eléctrico fluyó por todo mi cuerpo y me puso a hormiguear los dedos de los pies. El hormigueo subió por mis piernas hasta mi columna, como un rayo, y cuando penetró en mi cabeza casi perdí el conocimiento.

El cuidador se puso a dar de brincos, riéndose como para celebrar una broma. Apoyé las manos en el suelo para estabilizarme. Cuando más o menos hube recobrado el equilibrio lo confronté, enfadada.

– ¿Qué diablos hay en esta calabaza? -pregunté con brusquedad.

– Lo que contiene se llama intento -dijo con voz seria-. Clara te platicó un poco al respecto. Ahora me corresponde a mí platicarte un poco más.

– ¿Qué quiere decir con que ahora le corresponde a usted, Emilito?

– Quiero decir que soy tu nuevo maestro. Clara hizo parte del trabajo y yo debo terminarlo.

Mi primera reacción simplemente fue no creerle. Él mismo había dicho que sólo era un empleado y que no formaba parte del grupo. Evidentemente se trataba de una broma y no iba a dejarme engañar por otro truco suyo.

– Sólo me está tomando el pelo, Emilito -dije, obligándome a reír.

– Ahora sí lo estoy haciendo -contestó, dio un paso hacia mí y en efecto me jaló el pelo.

Antes de que pudiera ponerme de pie, celebró su propia broma jalándome otra vez el pelo. Estaba tan animado que se puso a brincar en cuclillas como un conejo, riéndose con espíritu juguetón.

– ¿No te gusta que tu maestro te tome el pelo? -preguntó, riéndose.

No me gustaba que me tocara, punto. Y mucho menos el pelo. No me había gustado tampoco que Clara me tocara. Empecé a dar vueltas a la idea de por qué no me agradaba que me tocasen. Pese a que había recapitulado todos mis encuentros con las personas, mis sentimientos con respecto al contacto físico seguían siendo tan fuertes como siempre. Guardé el problema en mi memoria para un futuro examen, puesto que el cuidador se había calmado y comenzaba a explicar algo que exigía toda mi atención.

– Soy tu maestro -lo escuché decir-. Además de Clara, Nélida y el nagual, me tienes a mí para guiarte.

– Es usted una fuente de pura información falsa, eso es lo que es -repliqué bruscamente-. Usted mismo me dijo que sólo es un cuidador a sueldo. Entonces, ¿de qué se trata todo esto de ser mi maestro?

– Es cierto. Realmente soy tu otro maestro -indicó seriamente.

– ¿Qué demonios puede usted enseñarme? -grité; la idea me suscitaba una aversión descomunal.

– Lo que debo enseñarte se llama acechar con el doble -dijo, parpadeando como un pájaro.

– ¿Dónde están Clara y Nélida? -pregunté en un tono imperioso.

– Se fueron. Así lo dice Nélida en su recado, ¿no?

– Sé que se fueron, pero ¿a dónde fueron exactamente?

– Oh, fueron a la India -contestó con una sonrisa que parecía traslucir el desagradable deseo de echarse a reír.

– Entonces no regresarán por meses -dije con rencor.

– Cierto. Tú y yo estamos solos. Ni siquiera el perro está aquí. Cuentas, por lo tanto, con dos opciones. Puedes empacar tus mugres e irte o puedes quedarte aquí conmigo y ponerte a trabajar. No te recomiendo lo primero, porque no tienes adónde ir.

– No tengo la intención de irme -le informé-. Nélida me dejó a cargo del cuidado de la casa y eso es lo que voy a hacer.

– Bien. Me da gusto que hayas decidido seguir el intento de los brujos -dijo.

Debió ser obvio que no lo entendía, y explicó que el intento de los brujos se distingue del de las personas comunes y corrientes en el sentido de que los brujos han aprendido a enfocar su atención con una fuerza y precisión infinitamente mayores que aquéllas.

– Si usted es mi maestro, ¿puede darme un ejemplo concreto para ilustrar a qué se refiere? -pregunté, mirándolo fijamente.

Reflexionó por un momento, mirando a su alrededor. Entonces se le iluminó el rostro y señaló la casa.

– Esta casa es un buen ejemplo -afirmó-. Es el resultado del intento de un sinnúmero de brujos, quienes acumularon energía y la amalgamaron a lo largo de muchas generaciones. A estas alturas, la casa ya no es sólo una estructura física sino un fabuloso campo de energía. El edificio mismo podría ser destruido diez veces seguidas, lo cual ha sucedido, pero la esencia del intento de los brujos sigue intacta, porque es indestructible.

– ¿Qué pasa si los brujos quieren irse? -pregunté-. ¿Queda su poder atrapado aquí para siempre?

– Si el espíritu les indica que se vayan -contestó Emilito-, son capaces de retirar el intento del sitio donde la casa se encuentra ahora y colocarlo en otro lugar.

– Debo admitir que la casa da miedo -afirmé, y le conté cómo se había resistido a dejarse fijar por mis medidas y cálculos detallados.

– Lo que hace que la casa dé miedo no es la disposición de los cuartos, las paredes o los patios -comentó el cuidador-, sino el intento que las generaciones de brujos han vertido en ella. Dicho de otra manera, el misterio de esta casa es la historia de los innumerables brujos cuyo intento colaboró en su construcción. Verás, no sólo enfocaron su intento en ella sino que la construyeron ellos mismos, ladrillo por ladrillo, piedra por piedra. Incluso tú has aportado tu intento y trabajo.

– ¿Qué aportación pude hacer yo? -pregunté, sinceramente desconcertada por la afirmación de Emilito-. No es posible que se refiera al camino chueco que tracé en el jardín.

– Nadie en su sano juicio calificaría eso de aportación -contestó, riéndose-. No, has tenido otras.

Comentó que, en el nivel mundano de los ladrillos y las estructuras, consideraba como contribución mía la meticulosa instalación eléctrica, la tubería y la cubierta de cemento para la bomba que había instalado para subir el agua desde el arroyo al huerto.

– En el nivel más etéreo del flujo de energía -continuó-, puedo decirte con toda sinceridad que una de tus contribuciones ha sido la fusión de tu intento con Manfredo, como nunca antes lo presenciamos en esta casa.

En ese instante se me ocurrió algo.

– ¿Es usted el que puede decirle sapo en la cara? -pregunté-. Una vez Clara me dijo que alguien podía hacerlo.

El rostro del cuidador rebosaba de alegría al asentir con la cabeza.

– Sí, yo soy. Encontré a Manfredo cuando era un cachorro. Fue abandonado o se escapó, quizá de una casa móvil cerca de ahí. Cuando lo encontré estaba casi muerto.

– ¿Dónde lo encontró? -pregunté.

– Sobre la carretera 8, a casi cien kilómetros de Gila Bend, Arizona. Me detuve a la orilla del camino para meterme entre los arbustos y de hecho me oriné en él. Estaba tirado ahí, casi muerto de deshidratación. Lo que más me impresionó fue que no saliera corriendo a la carretera, como fácilmente hubiera podido hacerlo. Y, por supuesto, que estuviera echado justo donde fui a orinar.

– ¿Luego qué sucedió? -pregunté. Sentía tal compasión por la situación del pobre Manfredo que olvidé mi ira contra el cuidador.

– Llevé a Manfredo a mi casa y lo metí en agua, pero sin dejarlo beber -contestó el cuidador-. Y luego lo ofrecí al intento de los brujos.

Emilito explicó que al intento de los brujos correspondía decidir no sólo si Manfredo debía vivir o morir, sino también si sería un perro u otra cosa. Vivió y fue algo más que un perro.

– Lo mismo te pasó a ti -continuó-. Quizá se debió a eso que los dos se llevaran tan bien. El nagual te encontró espiritualmente deshidratada, dispuesta a echar a perder tu vida. Puesto que él se encontraba en el autocinema con Nélida, les correspondía a ellos ofrecerte al intento de los brujos, lo cual hicieron.

– ¿Cómo me ofrecieron al intento de los brujos? -pregunté.

– ¿No te lo contaron? -preguntó, sorprendido.

Reflexioné por un momento antes de replicar:

– No lo creo.

– El nagual y Nélida pronunciaron la palabra intento en voz alta, ahí mismo junto a la concesión, y anunciaron que estaban ofreciendo sus vidas por ti, sin titubeos ni arrepentimiento, sin reservas. Los dos sabían que no podían llevarte con ellos en ese momento, sino que deberían seguirte a dondequiera que fueras.

"De modo que puedes decir que el intento de los brujos te tomó bajo su custodia. La invocación del nagual y de Nélida funcionó. ¡Mira dónde estás ahora! Hablando con un servidor.

Me miró para ver si entendía su exposición. Devolví su mirada con la silenciosa súplica de una elucidación más precisa del intento de los brujos. Pasó a un nivel más personal y dijo que, de interpretar como ejemplo de la fuerza del intento todas las cosas que yo le había dicho a Clara acerca de mí misma, él sacaría en conclusión que mi intento era el de la derrota total. De manera invariable, siempre había dirigido mi intento a perder la partida de una manera loca y desesperada.

– Clara me contó todo lo que le dijiste acerca de ti -indicó, chascando la lengua-. Yo diría, por ejemplo, que saliste a esa arena en el Japón no para demostrar tus habilidades en el campo de las artes marciales sino para demostrar al mundo que tu intento es el de perder.

Arremetió contra mí, diciendo que todo lo que hacía estaba contaminado por la derrota. Por lo tanto, la tarea más importante para mí era fijar un nuevo intento. Explicó que este nuevo intento se llamaba el intento de los brujos, porque no sólo se trataba del intento de hacer algo nuevo sino del intento de integrarse en algo ya establecido: en un intento que se ha prolongado hasta nosotros a través de miles de años de esfuerzos titánicos.

Dijo que el intento de los brujos no da cabida a la derrota, puesto que los brujos sólo disponen de un camino: tener éxito en todo lo que hacen. A fin de lograr tal visión de poder y claridad, los brujos deben redefinir su ser total, lo cual requiere comprensión y poder. La comprensión se deriva de la recapitulación de sus vidas y el poder se acumula a través de sus actos impecables.

Emilito me miró y dio unos golpecitos en su calabaza. Explicó que en la calabaza guardaba sus sentimientos impecables y que me había dado de beber ese intento de los brujos a fin de contrarrestar mi actitud derrotista y prepararme para su instrucción. También dijo otra cosa, pero no pude ponerle atención; su voz empezaba a adormecerme. El cuerpo se me puso pesado de repente. Al fijar los ojos en su cara, sólo veía una bruma blanquecina, como niebla a la hora del crepúsculo. Escuché sus indicaciones para acostarme y extender mi red etérea, relajando mis músculos gradualmente.

Sabía qué quería que hiciera y seguí sus instrucciones automáticamente. Me acosté y empecé a pasar mi conciencia de los pies a los tobillos, las pantorrillas, las rodillas, los muslos, el abdomen y la espalda. Luego relajé mis brazos, hombros, cuello y cabeza. Al desplazar mi conciencia por las distintas partes de mi cuerpo, sentí que me ponía cada vez más soñolienta y pesada.

Luego el cuidador me ordenó hacer girar los ojos en pequeños círculos contra el sentido del reloj, hacia arriba y atrás de mi cabeza. Seguí relajándome hasta que adquirí una respiración lenta y rítmica que se expandía y contraía sola. Estaba concentrándome en las olas arrulladoras de mi respiración cuando el cuidador me ordenó en un susurro que desplazara mi conciencia de mi frente a un lugar lo más arriba de mí posible y ahí hiciera una pequeña abertura.

– ¿Qué clase de abertura? -musité.

– Una abertura cualquiera. Un hoyo.

– ¿Un hoyo en qué?

– Un hoyo en la nada sobre la cual se encuentra suspendida tu red -replicó-. Si logras sacar tu conciencia de tu cuerpo, te darás cuenta de que hay oscuridad a todo tu alrededor. Trata de penetrar en esa oscuridad, de abrir un agujero en ella.

– No creo que pueda -dije, poniéndome tensa.

– Por supuesto que puedes -me aseguró-. Recuerda, los brujos no son derrotados nunca, sólo pueden tener éxito.

Se inclinó hacia mí y a susurros me indicó que después de hacer la abertura enrollara mi cuerpo como un rollo de pergamino y me dejara lanzar como en catapulta por la línea extendida desde la corona de mi cabeza hacia la oscuridad.

– Pero estoy acostada -protesté débilmente-. Tengo la corona de la cabeza casi pegada al suelo. ¿No debería ponerme de pie?

– La oscuridad está a todo nuestro alrededor -dijo- Aunque nos paremos de cabeza, ella sigue ahí.

Adoptó un severo tono de mando y me ordenó fijar la concentración en el hoyo que acababa de abrir y dejar fluir mis pensamientos y sentimientos a través de esa abertura. De nueva cuenta se me tensaron los músculos, porque no había hecho ningún hoyo. El cuidador me instó a actuar y sentir como si hubiera hecho ese agujero.

– Arroja todo lo que tienes dentro -indicó-. Deja fluir tus pensamientos, sentimientos y recuerdos.

Al relajarme y soltar la tensión de mi cuerpo, sentí que una ola de energía me recorría. Algo me estaba volcando al revés, poniendo todo lo de adentro hacia afuera; todo me estaba siendo extraído por la corona de la cabeza, precipitándose a lo largo de una línea, como una cascada invertida. Al final de esa línea, percibí que había un agujero.

– Déjate ir más profundo aún -me susurró al oído-. Ofrece todo tu ser a la nada.

Hice lo posible por seguir sus indicaciones. Todo pensamiento que brotaba en mi mente se unía de inmediato a la cascada en la corona de mi cabeza. Vagamente escuché decir al cuidador que, si deseaba moverme, sólo tendría que dar la orden y la línea me jalaría adonde quisiera ir. Antes de poder dar ninguna orden, sentí un jalón suave pero persistente en mi lado izquierdo. Me relajé y dejé que continuara la sensación. Al principio sólo mi cabeza pareció ser jalada hacia la izquierda; luego el resto de mi cuerpo lentamente rodó a la izquierda. Tuve la sensación de estarme cayendo de lado, pero me di cuenta de que mi cuerpo no se había movido en absoluto. Escuché un ruido sordo atrás de mi nuca y observé que la abertura se agrandaba. Quería meterme ahí, atravesarla y desaparecer. Un movimiento profundo se produjo en mi interior; mi conciencia empezó a avanzar a lo largo de la línea en la corona de mi cabeza y se deslizó a través de la abertura.

Me sentí como si me encontrara en el interior de una gigantesca cueva. Sus paredes aterciopeladas me envolvían; estaba oscuro. Mi atención fue captada por un punto luminoso. Se prendía y apagaba como un faro, aparecía y desaparecía cada vez que me concentraba en él. El área delante de mí fue iluminada por una intensa luz. Y luego, gradualmente, todo se oscureció de nuevo. Mi respiración pareció suspenderse por completo y ningún pensamiento ni imagen perturbó la oscuridad. Ya no sentía mi cuerpo. Mi último pensamiento fue que me había disuelto.


Escuché un ruido hueco y seco. Mis pensamientos regresaron de repente, me cayeron encima como un montón de escombros, y junto con ellos llegó la conciencia de la dureza del suelo, de lo tieso que tenía el cuerpo y de un insecto que me picaba el tobillo. Abrí los ojos y miré a mi alrededor; el cuidador me había quitado los zapatos y los calcetines y me estaba picando las plantas de los pies con una ramita para revivirme. Quise contarle lo que había pasado, pero meneó la cabeza.

– No hables ni te muevas hasta que recuperes tu solidez -advirtió. Me dijo que cerrara los ojos y respirara con el abdomen.

Me acosté en el suelo hasta que sentí que había recobrado mi fuerza; entonces me incorporé y apoyé la espalda en el tronco de un árbol.

– Abriste una grieta en la oscuridad y tu doble se deslizó a la izquierda y luego la atravesó -indicó el cuidador, antes de que pudiera preguntarle algo.

– Definitivamente sentí que una fuerza me jalaba -admití-. Y vi una luz intensa.

– Esa fuerza era tu doble al salir -dijo, como si supiera exactamente a qué me refería-. Y la luz era el ojo del doble. Ya que llevas más de un año recapitulando, has estado extendiendo tus líneas de energía al mismo tiempo y ahora comienzan a moverse solas. Pero puesto que sigues dedicada a hablar y pensar, esas líneas de energía no se mueven de manera tan fácil y completa como lo harán algún día.

No tenía idea de qué quería decir con que había estado extendiendo mis líneas de energía al recapitular. Le pedí que me lo explicara.

– ¿Qué hay que explicar? -dijo-. Es cuestión de energía; entre más recuperes por medio de la recapitulación, más fácil le resulta a esta energía recuperada alimentar a tu doble. Enviar energía al doble, así le llamamos a la acción de extender las líneas de energía. La persona que puede ver la energía la ve como unas líneas que salen del cuerpo físico.

– ¿Pero qué significa para alguien como yo, que no ve?

– Entre más energía ahorres -explicó-, más grande será tu capacidad para percibir cosas extraordinarias.

– Creo que lo que me ha pasado es que, entre más energía ahorro, más loca me vuelvo -dije, sin intención de ser chistosa.

– No te menosprecies de manera tan irresponsable -comentó-. La percepción es el más grande de los misterios, porque es completamente inexplicable. Los brujos, como seres humanos, son criaturas que perciben, pero lo que perciben no es ni bueno ni malo; es simplemente percepción. ¡Qué maravilla si los seres humanos, por medio de la disciplina, se tornasen capaces de percibir más de lo que normalmente les es posible! ¿Entiendes lo que quiero decir?

Se negó a decir una palabra más al respecto. En cambio, me llevó a través de la casa hasta la puerta de adelante y luego a mi árbol. Señaló las ramas superiores e indicó que, ya que ese árbol en particular contenía un cuarto habitable, estaba provisto de un pararrayos.

– En esta región los rayos son repentinos y peligrosos -dijo-. Se dan tormentas eléctricas sin una sola gota de lluvia. Por lo tanto, cuando sí llueve o cuando hay demasiados cúmulonimbus en el cielo, ve a la casa del árbol.

– ¿Cuándo hay demasiados qué en él cielo? -pregunté.

Emilito se rió y me dio unas ligeras palmaditas en la espalda.

– Cuando el nagual Julián me metió en una casa de árbol, me dijo lo mismo, pero en ese momento no me atreví a preguntarle a qué se refería ni él me lo dijo. Mucho tiempo después averigüé que quería decir nubes de tormenta.

Se rió al ver mi expresión consternada.

– ¿Existe algún peligro de que un rayo caiga en el árbol? -pregunté.

– Pues sí, pero tu árbol es seguro -replicó-. Ahora sube, mientras todavía haya luz.

Antes de que yo me alzara por medio de las poleas, me entregó una bolsa de nueces partidas pero aún con cáscara. Dijo que si iba a vivir en el árbol debía comer como una ardilla, en pequeñas cantidades a la vez y nada por la noche.

Para mí estaba perfecto, le dije, porque nunca me había gustado mucho comer.

– ¿Te gusta cagar? -preguntó con una risita-. Espero que no, porque lo peor de vivir en una casa de árbol es cuando hay que evacuar los intestinos. Es difícil manejar el excremento humano. Mi filosofía es que entre menos se tenga, mejor para uno.

Sus declaraciones le parecieron tan desmedidamente graciosas que se dobló de la risa. Sin dejar de reírse, se volteó y me dejó a solas para meditar su filosofía.

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