6

Durante semanas me devané los sesos para compilar la lista. Me odié a mí misma por haberme dejado convencer por Clara de no incluir ese tiempo en la garantía. Durante esos largos días trabajé en una soledad y un silencio absolutos; sólo veía a Clara en el desayuno y la cena, que comíamos en la cocina, pero apenas cruzábamos palabra. Rechazaba todos mis intentos por hacerle plática, afirmando que volveríamos a hablar cuando terminara mi lista. Cuando la terminé, abandonó su costura y de inmediato me acompañó a la cueva. Eran las cuatro de la tarde y, según Clara, la temprana mañana y la avanzada tarde eran los momentos más propicios para comenzar una empresa tan vasta.

A la entrada de la cueva, me dio unas instrucciones.

– Toma a la primera persona en tu lista y esfuerza tu memoria para recordar todo lo que experimentaste con esa persona -indicó Clara-, desde el momento en que se conocieron hasta la última vez que se vieron. Si lo prefieres puedes trabajar al revés, desde la última ocasión en que trataste a esa persona hasta tu primer encuentro con ella.

Armada de la lista, me dirigía a la cueva todos los días. Al principio la recapitulación representaba una labor difícil. No pude concentrarme, porque temía remover el pasado. Mi mente vagaba de lo que consideraba un suceso traumático al siguiente, o simplemente descansaba o soñaba despierta. No obstante, al cabo de un tiempo me intrigaron la claridad y el detalle que adquirían mis recuerdos. Incluso comencé a pensar con mayor objetividad en ciertas experiencias, que siempre consideré tabúes.

Sorprendentemente, también me sentía más fuerte y más optimista. A veces, al respirar, era como si la energía poco a poco fluyera de regreso a mi cuerpo, calentando e hinchándome los músculos. Me involucré a tal grado en la tarea de la recapitulación que no requerí todo un mes para probar su valor. Dos semanas después del tiempo de inicio estipulado en la garantía, mientras cenábamos, pedí a Clara que buscara a alguien para sacar las cosas de mi departamento y almacenarlas. Clara me había sugerido esta opción en varias ocasiones anteriores, pero siempre rechacé su oferta, puesto que aún no estaba lista para comprometerme en esa forma. Se mostró encantada con mi petición.

– Se lo pediré a una de mis primas -indicó-. Ella se encargará de todo. No quiero que ninguna preocupación te impida concentrarte.

– Ahora que lo mencionas, Clara -repliqué-, hay una cosa que me molesta.

Clara esperó a que hablara. Le dije que me parecía sumamente extraño que nuestras comidas siempre estuviesen preparadas, aunque nunca la viera guisar o preparar los alimentos.

– Eso es porque nunca estás en casa durante el día -explicó Clara con tono prosaico-. Y por la noche te retiras temprano.

Era cierto que pasaba la mayor parte del tiempo en la cueva. Al regresar a la casa, comía en la cocina y luego permanecía en mi cuarto, porque el tamaño de la casa me intimidaba. Era enorme. No parecía abandonada, porque estaba llena al tope de muebles, libros y diversos adornos de cerámica, plata y esmalte tabicado. Todas las habitaciones estaban limpias y libres de polvo, como si una criada fuera regularmente a hacer la limpieza. No obstante, la casa parecía vacía porque no había gente en ella. En dos ocasiones Clara desapareció para llevar a cabo misteriosas diligencias que se negaba a comentar; en ese tiempo, el único ser vivo en la casa, aparte de mí, era Manfredo. También en ese tiempo, Manfredo y yo salimos a los cerros desde donde se dominaba la casa. Hice un esbozo de la casa y el terreno desde un punto de observación que creía haber encontrado yo misma. No quise admitir, en ese entonces, que Manfredo me guió hasta ahí.

Desde mi promontorio privado pasé horas tratando de calcular la orientación de la casa. Clara había indicado que seguía los puntos cardinales. No obstante, cuando la medí con un compás, la casa parecía tener una alineación ligeramente distinta. El terreno alrededor de la casa era lo que más me inquietaba, puesto que me resultó imposible calcular su extensión. Desde mi punto de observación vi que el terreno parecía mucho más extenso que al ser medido desde la casa misma. Clara me había prohibido pisar la parte de la casa ubicada al frente -el Este- al igual que el lado del Sur. No obstante, al dar la vuelta a la periferia de la casa calculé que las dos áreas eran idénticas a los lados occidental y del Norte, a los que sí tenía acceso. Pero al verse desde lejos no eran idénticas en absoluto y me resultaba imposible explicar la discrepancia.

Abandoné el intento de tratar de precisar la disposición de la casa y el terreno y dirigí mi atención a otro misterioso problema: los parientes de Clara. Aunque se refería a ellos constantemente en forma indirecta, yo aún no les veía ni rastro.

– ¿Cuándo regresarán tus parientes de la India? -pregunté a quemarropa.

– Pronto -replicó. Tomó su tazón de arroz con una mano y lo sujetó como lo hacen los chinos. Nunca la había visto usar los palillos antes y me maravillé ante la increíble precisión con la que los manejaba-. ¿Por qué te interesan tanto mis parientes? -preguntó.

– A decir verdad, Clara, no sé por qué, pero me causan mucha curiosidad -indiqué-. He tenido impresiones y pensamientos perturbadores en esta enorme casa.

– ¿Quieres decir que no te agrada la casa?

– Al contrario, me encanta. Sólo que es tan grande e inquietante.

– ¿Qué clase de impresiones y pensamientos te han perturbado? -preguntó, dejando su tazón en la mesa.

– A veces creo ver gente en el pasillo o escucho voces. Y siempre tengo la impresión de que alguien me observa, pero cuando miro a mi alrededor no hay nadie.

– Esta casa tiene más de lo que salta a la vista -admitió Clara-, pero eso no debería ser motivo de temor o preocupación para ti. Hay magia en esta casa, en la tierra y en las montañas alrededor de toda el área. Por ese motivo decidimos vivir aquí. De hecho, también es por ese motivo que tú misma decidiste vivir aquí, aunque no tengas la menor idea de que esa sea la razón de tu elección. Pero así debe ser. Has traído tu inocencia a esta casa y la casa, con todo el intento que tiene guardado, la convierte en sabiduría.

– Todo eso suena muy bonito, Clara, pero ¿qué significa exactamente?

– Siempre hablo contigo con la esperanza de que me entiendas -indicó Clara con un dejo de desilusión-. Cada uno de mis parientes, quienes te aseguro entrarán en contacto contigo tarde o temprano, te hablará en la misma forma. No vayas a creer que decimos tonterías sólo porque no nos entiendes.

– Créeme, Clara, no creo eso en absoluto, y estoy agradecida porque trates de ayudarme.

– La recapitulación es la que te está ayudando, no yo -me corrigió Clara-. ¿Has observado otras cosas extrañas en la casa, aparte de lo que ya me dijiste?

Mencioné la disparidad entre mis exámenes visuales de la casa desde el punto de observación y al caminar alrededor de ella.

Rió tanto que le dio un acceso de tos.

– Tendré que ajustar mi comportamiento a este nuevo acontecimiento -indicó Clara cuando pudo hablar de nuevo.

– ¿Puedes explicarme por qué el terreno parece desproporcionado y por qué obtengo orientaciones tan diferentes del compás cuando estoy acá abajo y cuando estoy en el cerro? -pregunté.

– Claro que puedo, pero no le encontrarías ningún sentido. Es más, hasta podría asustarte.

– ¿Tiene que ver con el compás, Clara? ¿O soy yo? ¿Estoy loca o qué?

– Tiene que ver contigo, por supuesto; tú eres la que estás tomando esas medidas. Pero no estás loca; se debe a otra cosa.

– ¿A qué, Clara? Dímelo. Todo el asunto me está poniendo la carne de gallina. Es como si estuviera en una película de ciencia ficción en la que nada es real y todo puede pasar. ¡Y odio ese género!

Clara no parecía dispuesta a revelar nada más. En cambio, preguntó:

– ¿No te gusta lo inesperado?

Le expliqué que el hecho de haber tenido hermanos varones resultó tan devastador para mí que me pasé al otro extremo y, como cuestión de principios, aprendí a odiar todo lo que a ellos gustaba. Solían ver Dimensión desconocida en la televisión y les encantaba. En mi opinión era un programa muy manipulador y artificial.

– Veamos cómo te lo explico -accedió Clara-. En primer lugar, definitivamente esta no es una casa de ciencia ficción. Más bien es una casa de extraordinario intento. La razón por la cual no puedo explicar sus discrepancias es porque aún no puedo explicarte lo que es el intento.

– Por favor no hables con acertijos, Clara -supliqué-. No sólo da miedo, sino que francamente me enfurece.

– Para que comprendas este delicado asunto tengo que dar rodeos -continuó Clara-. Primero déjame contarte del hombre directamente responsable de mi presencia en esta casa, e indirectamente responsable de mi relación contigo. Se llamaba Julián y era el ser más exquisito que uno pudiese conocer. Me encontró un día cuando me había perdido en esas montañas de Arizona que estabas dibujando y me trajo aquí a esta casa.

– Espera un momento, Clara. Pensé que habías dicho que esta casa pertenece a tu familia desde hace generaciones le recordé.

– Cinco generaciones, para ser exactos -replicó.

– ¿Cómo puedes hacer dos afirmaciones tan contradictorias como si no pasara nada?

– No me estoy contradiciendo. Tú eres la que interpretas las cosas sin contar con un fundamento adecuado. La verdad es que esta casa pertenece a mi familia desde hace generaciones. Pero mi familia es una familia abstracta. Es una familia en el mismo sentido en que esta casa es una casa y Manfredo es un perro. Pero ya sabes que Manfredo no es un perro de verdad; y esta casa no es real, como otra casa cualquiera. ¿Ves a qué me refiero?

No estaba de humor para los acertijos de Clara. Por un rato guardé silencio, con la esperanza de que cambiara el tema. Luego me sentí culpable por mi mal humor y mi mal genio.

– No, no entiendo a qué te refieres -contesté por fin.

– Para que entiendas todo esto debes cambiar -indicó Clara con paciencia-. Pero eso es precisamente por lo que estás aquí: para cambiar. Y cambiar significa que podrás lograr el vuelo abstracto, en cuyo momento todo se te aclarará.

Ante mis desesperadas instancias explicó que ese vuelo inimaginable era simbolizado por un desplazamiento del lado derecho de la frente al izquierdo, pero que en realidad significaba llevar la parte etérea de nosotros, el doble, a nuestra conciencia cotidiana.

– Como ya te lo he explicado -prosiguió-, el dualismo cuerpo mente es una dicotomía falsa. La verdadera división existe entre el cuerpo físico, que aloja a la mente, y el cuerpo etéreo o doble, que aloja nuestra energía. El vuelo abstracto tiene lugar cuando aplicamos el doble a nuestras vidas diarias. Dicho de otra manera, el momento en que nuestro cuerpo físico cobra una conciencia total de su contraparte energética, hemos cruzado a lo abstracto, un reino de la conciencia completamente distinto.

– Si significa que debo cambiar primero, dudo seriamente que algún día pueda efectuar esa travesía -objeté-. Todo parece tan profundamente arraigado en mí que me siento definida para toda la vida.

Clara vertió agua en mi taza. Sentó la jarra de barro en la mesa y me miró de frente.

– Existe una forma de cambiar -declaró-, y a estas alturas estás metida en ella hasta las orejas; se llama la recapitulación.

Me aseguró que una recapitulación profunda y completa nos permite cobrar conciencia de lo que deseamos cambiar al permitirnos observar nuestras vidas sin engaños. Nos otorga una pausa momentánea en la que podemos elegir entre aceptar nuestro comportamiento acostumbrado o cambiar y eliminarlo mediante la fuerza del intento, antes de que nos atrape por completo.

– ¿Y cómo se elimina algo mediante la fuerza del intento? -pregunté-. ¿Sólo se dice: "¡Fuera, Satanás!"?

Clara se rió y tomó un sorbo de agua.

– Para cambiar tenemos que cumplir con tres condiciones -replicó-. Primero, debemos anunciar en voz alta nuestra decisión de cambiar, para que el intento nos oiga. Segundo, debemos conservar nuestro firme propósito a lo largo de cierto periodo de tiempo. No podemos empezar algo y abandonarlo en cuanto nos desanimemos. Tercero, debemos ver el resultado de nuestras acciones con un sentido de desapego total. Esto significa que no podemos darnos a la idea de tener éxito o de fracasar.

"Sigue estos tres pasos y podrás modificar toda emoción y deseo indeseable dentro de ti", aseguró Clara.

– No lo sé, Clara -respondí escéptica-. Suena tan sencillo como lo dices.

No era que no quisiera creerle, sino simplemente que siempre había sido una persona práctica; y desde el punto de vista práctico la tarea de cambiar mi comportamiento resultaba abrumadora, a pesar de su programa triple.

Terminamos nuestra cena en silencio total. El único ruido en la cocina era el constante goteo del agua al traspasar un filtro de piedra caliza. Me proporcionó una imagen concreta del gradual proceso de limpieza que era la recapitulación. De súbito experimenté una oleada de optimismo. Quizá fuese posible cambiar y purificarse, gota por gota, pensamiento por pensamiento, al igual que el agua al pasar por ese filtro.

Arriba de nosotras, los resplandecientes focos de luz concentrada proyectaban sombras espectrales sobre el mantel blanco. Clara dejó los palillos y empezó a curvar los dedos, como si estuviera dibujando sombras sobre el mantel. En cualquier momento esperaba verla crear a un conejo o una tortuga.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté, rompiendo el silencio.

– Es una forma de comunicación -explicó-, aunque no con la gente sino con la fuerza que llamamos intento.

Estiró los dedos meñiques e índice para arriba y formó un círculo tocando con el pulgar las puntas de los otros dos dedos. Me indicó que era una señal para captar la atención de esa fuerza y permitirle penetrar en el cuerpo a través de las líneas de energía que terminan o se originan en las puntas de los dedos.

– La energía se trasmite por el índice y el meñique si están extendidos como antenas -explicó, mostrándome otra vez la posición de la mano-. Luego la energía es atrapada y sostenida en el círculo hecho con los otros tres dedos.

Afirmó que con esa posición específica de la mano podemos atraer suficiente energía al cuerpo para curarlo o fortalecerlo, o para modificar nuestros estados de ánimo y hábitos.

– Pasemos a la sala, donde estaremos más cómodas -indicó Clara-. No sé cómo te sientes tú, pero esta banca empieza a lastimarme el trasero.

Clara se puso de pie y cruzamos el patio oscuro, la puerta de atrás y el pasillo de la casa grande, hasta la sala. Para mi asombro la lámpara de gasolina ya estaba encendida y Manfredo se encontraba dormido, acurrucado al lado de un sillón. Clara se acomodó en ese sillón, que siempre me pareció era su favorito. Recogió un bordado en el que estaba trabajando y cuidadosamente agregó unas puntadas más pasando la aguja por la tela y sacándola con un movimiento de mano amplio y lleno de gracia. Sus ojos estaban fijos, concentrados en su labor.

Para mí era tan insólito ver a esa mujer fuerte dedicada a un bordado que la miré con curiosidad, para ver si podía echar un vistazo a su trabajo. Clara se dio cuenta de mi interés y alzó la tela para que la viera. Era una funda para cojín, con mariposas bordadas posadas sobre flores policromas. Para mi gusto estaba demasiado recargado.

Clara esbozó una sonrisa, como si percibiera mi opinión crítica de su trabajo.

– Pudieras decirme que mi trabajo es la belleza encarnada o que estoy perdiendo el tiempo -indicó, dando otra puntada-, pero no afectarías mi serenidad interior. Esta actitud se llama conocer tu propio valor. -Hizo una pregunta retórica que ella misma contestó-: ¿Y cuál crees que es mi valor? El cero absoluto.

Le dije que en mi opinión ella era una persona espléndida, en verdad, una gran inspiración. ¿Cómo podía decir que no tenía valor?

– Es muy sencillo -explicó Clara-. Cuando las fuerzas positivas y negativas se encuentran en equilibrio, se cancelan mutuamente y eso significa que mi valor es de cero. También significa que no puedo enfadarme cuando alguien me critica ni puede darme gusto cuando alguien me alaba.

Claro alzó una aguja y a pesar de la tenue luz la enhebró rápidamente.

– Los sabios chinos de la antigüedad decían que para conocer el propio valor hay que escurrirse por el ojo del dragón -dijo, juntando los dos extremos del hilo.

Indicó que aquellos sabios estaban convencidos de que el reino infinito de lo desconocido se encuentra vigilado por un enorme dragón cuyas escamas resplandecen con luz cegadora. Según creían, los valientes que osan acercarse al dragón se atemorizan ante su fulgor deslumbrante, la potencia de su cola que con el más mínimo temblor tritura todo a su paso y el aliento ardiente que convierte en cenizas todo a su alcance. No obstante, los dichos sabios, también creían que existe una forma de pasar junto al inabordable dragón. Estaban seguros de que, al fundirse con el intento del dragón, es posible tornarse invisible y pasar por el ojo de la bestia.

– ¿Qué significa eso, Clara? -pregunté.

– Significa que por medio de la recapitulación podemos vaciarnos de pensamientos y deseos, lo cual para esos videntes de la antigüedad significaba hacerse uno con el intento del dragón y, por lo tanto, invisible.

Recogí un cojín bordado, otra muestra del trabajo de Clara, y me lo acomodé en la espalda. Respiré profundamente varias veces para despejar la mente. Quería entender lo que Clara estaba diciendo, pero su insistencia en usar metáforas chinas lo volvía todo más confuso para mí. Aun así percibía tal intensidad en lo que decía que estaba segura de perderme algo importante si no trataba, al menos, de comprenderla.

Al ver bordar a Clara, de súbito recordé a mi madre. Quizá fue el recuerdo el que me infundió una tristeza monumental, un anhelo sin nombre; tal vez fue por escuchar lo que Clara había dicho o el simple hecho de estar en su casa desierta e inquietamente hermosa, bajo la luz espectral de la lámpara de gasolina. Las lágrimas me inundaron los ojos y me puse a llorar.

Clara se levantó de su sillón con un salto y se colocó a mi lado. Susurró en mi oído, tan fuerte que parecía un grito:

– Ni te atrevas a darte a la autocompasión en esta casa. Si lo haces, la casa te rechazará; te escupirá como se escupe una pepa de aceituna.

Su amonestación operó el efecto indicado sobre mí. Mi tristeza desapareció en el acto. Me sequé los ojos y Clara siguió hablando, como si nada hubiera pasado.

– El arte del vacío fue la técnica practicada por los sabios chinos que querían pasar por el ojo del dragón -afirmó al volver a sentarse-. Hoy lo llamamos el arte de la libertad. Nos parece un mejor término, porque este arte realmente conduce a un reino abstracto en el que lo humano no cuenta.

– ¿Quieres decir, Clara, que es un reino inhumano?

Clara dejó el bordado sobre el regazo y me miró.

– Quiero decir que casi todo lo que hemos escuchado sobre este reino, en las descripciones de los sabios y videntes que lo han buscado, huele a preocupaciones humanas. Pero nosotros, los que practicamos el arte de la libertad, hemos averiguado por experiencia propia que se trata de una descripción inexacta. Según nuestra experiencia, lo humano en ese reino es tan poco importante que se pierde en su inmensidad.

– Espera un momento, Clara. ¿Qué me dices del grupo de personajes legendarios llamados los inmortales chinos? ¿No alcanzaron la libertad en el sentido que ustedes le dan?

– No en el sentido que nosotros le damos -replicó Clara-. Para nosotros, la libertad significa estar libre de la condición humana. Los inmortales chinos se quedaron atrapados en sus mitos de inmortalidad, de ser sabios, de haberse liberado, de volver a la Tierra para guiar a otros en su camino. Eran eruditos, músicos, dueños de poderes sobrenaturales. Eran justos y caprichosos, en forma muy parecida a los dioses griegos clásicos. Incluso el nirvana es un estado humano en el que la dicha significa liberarse de la carne.

Clara había logrado hacerme sentir completamente desolada. Le dije que toda mi vida me acusaron de carecer de calidez y comprensión humanas. De hecho, me dijeron que era la persona más fría que pudiese haber. Ahora Clara me estaba diciendo que libertad significaba estar libre de compasión humana. Y yo siempre creí carecer de algo crucial por no poseerla.

Otra vez me encontraba al borde de las lágrimas de la autocompasión, pero Clara volvió a rescatarme.

– Estar libre de lo humano no significa nada tan idiota como no poseer calidez o compasión -declaró.

– Como sea, la libertad como tú la describes me es inconcebible, Clara -insistí-. No estoy segura de querer ni un ápice de ella.

– Y yo estoy segura de quererla toda -replicó-. Aunque mi mente tampoco es capaz de concebirla, créeme, ¡sí existe! Y créeme también que algún día estarás diciendo a otra persona lo mismo que yo ahora te digo al respecto. Tal vez incluso uses las mismas palabras.

Me guiñó el ojo, como si estuviera segura de que esto iba a suceder.

– Conforme sigas recapitulando, se te aparecerá la entrada al reino donde lo humano no cuenta -prosiguió Clara-. Esa será la invitación para pasar por el ojo del dragón. Eso es lo que llamamos el vuelo abstracto. De hecho implica atravesar un vasto abismo hasta un reino imposible de describir, porque el hombre no constituye su medida.

Me puse tiesa del miedo. No me atrevía a tomar a Clara a la ligera, porque siempre hablaba en serio. La idea de perder lo humano en mí, sin importar cómo fuera, y saltar a un abismo era más que atemorizante. Estaba a punto de preguntarle si sabía cuándo se me aparecería esa entrada, pero continuó su explicación.

– La verdad del asunto es que la entrada se encuentra delante de nosotros todo el tiempo -indicó Clara-, pero sólo las personas cuyas mentes están en silencio y cuyos corazones están serenos son capaces de ver o sentir su presencia.

Explicó que llamarlo entrada no era metafórico, porque de hecho aparece a veces como una simple puerta, una cueva negra, una luz deslumbrante o cualquier cosa concebible, incluso un ojo de dragón. Afirmó que a este respecto las metáforas de los sabios chinos de la antigüedad no eran en absoluto descabelladas.

– Otra creencia de los antiguos sabios chinos era que la invisibilidad es consecuencia natural de haber logrado una indiferencia serena -señaló.

– ¿Qué es una indiferencia serena, Clara?

En lugar de responder directamente, preguntó si alguna vez había visto los ojos de los gallos de pelea.

– No he visto a un gallo de pelea en mi vida -contesté.

Clara explicó que la expresión en los ojos de un gallo de pelea no es la expresión que se encuentra en los ojos de la gente o los animales ordinarios, porque éstos reflejan calidez, compasión, ira o temor.

– Los ojos de un gallo de pelea no muestran ninguna de estas cosas -me informó Clara-. En cambio, reflejan una indiferencia indescriptible, la cual también se encuentra en los ojos de los seres que han efectuado la gran travesía. En lugar de mirar el mundo hacia afuera se han vuelto al interior, para contemplar lo que aún no está presente.

"El ojo que contempla el interior es inconmovible -prosiguió Clara- No refleja preocupaciones ni temores humanos, sino la inmensidad. Los videntes que han mirado el infinito dan fe de que el infinito devuelve la mirada con una inconmovible y fría indiferencia.

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