15

Un día, varios meses después de que conocí al señor Abelar, Clara, en lugar de enviarme a la cueva para recapitular, me pidió que le hiciera compañía mientras trabajaba en el jardín. Cerca del huerto, más allá del patio trasero de su casa, observé cómo meticulosamente rastrillaba las hojas hasta formar un montón. Encima de éste acomodó cuidadosamente, en forma elíptica, varias hojas secas y quebradizas color café.

– ¿Qué estás haciendo? -pregunté, acercándome para ver mejor.

Me sentía tensa y melancólica, porque había pasado toda la mañana en la cueva recapitulando los recuerdos de mi padre. Siempre lo había creído un ogro bombástico y arrogante. Darme cuenta de que en realidad era un hombre triste y derrotado, deshecho por la guerra y por sus ambiciones frustradas, me había agotado emocionalmente.

– Estoy preparando un nido para que te sientes en él -replicó Clara-. Debes empollar como una gallina que incuba sus huevos. Quiero que estés descansada, porque tal vez recibamos una visita esta tarde.

– ¿De quién? -pregunté indiferente.

Desde hacía meses, Clara me venía prometiendo que me presentaría a los otros miembros del grupo del nagual a sus misteriosos parientes que por fin habían regresado de la India, pero aún no lo hacía. Cada vez que expresaba mi deseo de conocerlos, afirmaba que debía purificarme primero mediante una recapitulación más minuciosa, porque en mi estado actual no me encontraba apta para conocer a nadie. Le creía. Entre más examinaba los recuerdos de mi pasado, más sentía la necesidad de purificarme.

– No has contestado mi pregunta, Clara -dije, irritada-. ¿Quién vendrá?

– No te preocupes por eso -contestó, pasándome un puñado de secas hojas cobrizas-. Póntelas sobre el ombligo y amárralas con tu faja de recapitulación.

– Dejé la faja en la cueva -indiqué.

– Espero que la estés usando correctamente -comentó-. La faja nos apoya al recapitular. Debes envolverte el estómago con ella y amarrar uno de sus extremos a la estaca que enterré en el suelo dentro de la cueva. De esta manera, no te caerás ni te golpearás la cabeza si te duermes o en caso de que tu doble decida despertar.

– ¿Voy por ella?

Chascó la lengua, exasperada.

– No, no hay tiempo. Nuestra visita puede llegar en cualquier momento y quiero que estés descansada y en tus mejores condiciones. Puedes usar mi faja.

De prisa, Clara entró a la casa y regresó casi enseguida con una tira de tela color azafrán. Era verdaderamente hermosa. Estaba entretejida con un diseño casi imperceptible. La tira de seda brillaba tenuemente a la luz del sol, cambiando su matiz de un dorado oscuro a un suave ámbar.

– Si alguna parte de tu cuerpo está herida o adolorida, envuélvela con esta faja -explicó Clara-. Te ayudará a recuperarte. Tiene un poco de poder, porque hace años que he recapitulado con ella puesta. Algún día podrás decir lo mismo de la tuya.

– ¿Por qué no puedes decirme quién va a venir? -insistí-. Sabes que odio las sorpresas. ¿Es el nagual?

– No, es otra persona -indicó-, pero igualmente poderosa, si no es que más. Cuando la conozcas, debes estar calmada y vacía de todo pensamiento, o no sacarás provecho de su presencia.

Con exagerada solemnidad, Clara dijo que ese día, como cuestión de principios, debía usar todos los pases brujos que me había enseñado, no porque alguien fuera a examinarme para asegurarse de que los dominaba sino porque había llegado a una encrucijada y tenía que empezar a avanzar en una nueva dirección.

– Espera, Clara, no me asustes hablando de cambios -supliqué-. Me aterrorizan las nuevas direcciones.

– Asustarte es lo que menos quiero -aseveró-. Lo que pasa es que yo también estoy un poco preocupada. ¿Traes tus cristales?

Desabroché mi chaleco y le enseñé la doble funda de hombro que había fabricado de cuero, con su ayuda, para guardar los dos cristales de cuarzo. Los traía uno debajo de cada brazo, como dos cuchillos en sus respectivas vainas, que tenían hasta una solapa sujeta con un broche de presión.

– Sácalos y manténlos listos -dijo-. Y úsalos para reunir tu energía. No esperes a que ella te indique que lo hagas. Hazlo con base a tu propio criterio, cada vez que creas necesitar un refuerzo adicional de energía.

Fue fácil deducir dos cosas de lo que dijo Clara: sería un encuentro serio y nuestra misteriosa visita era una mujer.

– ¿Es una de tus parientes? -pregunté.

– Sí, así es -replicó Clara con una sonrisa fría-. Esta persona es mi pariente, un miembro de nuestro grupo. Ahora ponte tranquila y no hagas más preguntas.

Quería saber dónde se quedaban sus parientes. Era imposible que estuviesen alojados en la casa, porque me los hubiera encontrado o al menos hubiera descubierto alguna señal de su presencia. No ver a nadie había hecho de mi curiosidad una obsesión. Empecé a creer que los parientes de Clara se escondían deliberadamente o incluso me espiaban. Esto me enfurecía y al mismo tiempo acrecentaba mi resolución de sorprenderlos. El motivo de mi agitación era la inconfundible sensación de que alguien me observaba constantemente.

De manera deliberada traté de atrapar a quienquiera que fuese; dejaba por ahí uno de mis lápices para dibujar, para ver si alguien lo recogía, o abría una revista en cierta página y la revisaba después para ver si le habían cambiado la página. En la cocina examinaba los trastes cuidadosamente, en busca de señales de uso. Incluso llegué al extremo de alisar la tierra apisonada delante de la puerta trasera y regresar después para revisar el suelo en busca de pisadas o huellas desconocidas. Pese a todos mis esfuerzos detectivescos, las únicas huellas que encontraba eran las de Clara, Manfredo y las mías. Si alguien se hubiera ocultado de mí, estaba convencida de que lo habría notado. Sin embargo, tal como estaban las cosas, no parecía haber nadie más en la casa, pese a que la presencia de otras personas era un hecho seguro para mí.

– Perdóname, Clara, pero tengo que preguntártelo -solté finalmente de manera brusca-, porque me está volviendo loca. ¿Dónde se están quedando tus parientes?

Clara me miró, sorprendida.

– Esta es su casa. Se están quedando aquí, por supuesto.

– ¿Pero dónde exactamente? -insistí. Estaba a punto de confesar cómo les había puesto trampas inútilmente, pero decidí no hacerlo.

– ¡Oh! Veo a qué te refieres -dijo-. No has encontrado ninguna señal de su presencia, pese a tus esfuerzos por hacerla de detective. Pero eso no es ningún misterio. Nunca los ves porque se están quedando del lazo izquierdo de la casa.

– ¿Y nunca salen?

– Sí salen, pero evitan el lado derecho, porque tú estás alojada aquí y no quieren molestarte. Saben cuánto valoras tu privacía.

– ¿Pero no mostrarse nunca? ¿No es llevar demasiado lejos la idea de privacía?

– De ninguna manera -contestó Clara-. Necesitas la soledad total para poder concentrarte en tu recapitulación. Cuando dije que tendrías una visita hoy, quise decir que una de mis parientes vendrá del lado izquierdo de la casa adonde nosotras estamos, para conocerte. Ha tenido mucho interés en hablar contigo, pero debió esperar a que te purificaras en forma mínima. Ya te dije que conocerla será aún más agotador que conocer al nagual. Necesitas acumular poder suficiente o de otro modo perderás el dominio de ti, como te pasó con el nagual.

Clara me ayudó a colocar las hojas en mi estómago y a amarrarlas con la faja.

– Estas hojas y esta faja te protegerán de los embates de la mujer -indicó Clara; me miró y agregó con voz suave- y de otros golpes también. Hagas lo que hagas, no te la quites.

– ¿Qué me pasará? -pregunté, mientras nerviosamente metía más hojas.

Clara se encogió de hombros.

– Eso dependerá de tu poder -dijo y dio un firme jalón al nudo de la tela-. Pero a juzgar por tu aspecto, sólo Dios sabrá.

Con dedos temblorosos volví a abrocharme la camisa y me la metí en los pantalones holgados. Me veía abotagada con la ancha faja color azafrán ciñéndome la cintura. Las hojas me cubrían el abdomen como un quebradizo y rasposo cojín. Sin embargo, gradualmente mi estómago agitado dejó de temblar; se calentó y todo mi cuerpo se calmó.

– Ahora siéntate en el montón de hojas y has lo que hacen las gallinas -ordenó Clara.

Debo haberla mirado con sorpresa, porque me preguntó:

– ¿Qué crees que hacen las gallinas al empollar?

– Realmente no sabría decirte, Clara.

– La gallina permanece quieta y escucha a los huevos que tiene debajo de ella, dirige hacia ellos toda su atención. Escucha y no permite que su concentración se desvíe. De esta manera inflexible dirige su intento a la incubación de los pollos. Se trata de un escuchar sosegado que los animales hacen en forma natural, pero que los seres humanos hemos olvidado y que por lo tanto debemos cultivar.

Clara se sentó en una piedra gris grande y pálida, de cara hacia mí. La piedra tenía una depresión natural y parecía un sillón.

– Ahora dormita como lo hace la gallina y escúchame hablar con tu oído interno. Concéntrate en la calidez del interior de tu matriz y no te dejes distraer. Debes estar consciente de los sonidos a tu alrededor, pero no permitas que tu mente los siga.

– ¿De veras tengo que estar sentada aquí de esta manera, Clara? Digo, ¿no sería mejor que simplemente me echara una vigorizante siesta?

– Me temo que no. Como te dije, la presencia de nuestra visita es terriblemente agotadora. Si no reúnes energía suficiente, te hundirás lastimosamente. Créeme, yo soy un pan de azúcar comparada a ella. Es más parecida al nagual, despiadada y dura.

– ¿Por qué es tan agotadora su presencia?

– No puede evitarlo. Se encuentra tan retirada de los seres humanos y las preocupaciones de éstos que su energía podría desmoronarte por completo. A estas alturas ya no hay diferencia entre su cuerpo físico y su doble etéreo. Lo que quiero decir es que es una bruja maestra.

Clara me dirigió una mirada escrutadora y comentó acerca de mis oscuras ojeras.

– Has estado leyendo por la noche a la luz del quinqué, ¿verdad? -me reprendió-. ¿Por qué crees que no hay electricidad en las recámaras?

Le dije que no había leído una sola página desde el día en que llegué a su casa, porque la recapitulación y todas las demás cosas que me pedía no me dejaban tiempo para nada más.

– De todas maneras no soy muy aficionada a la lectura -admití-. Pero de vez en cuando curioseo por los libreros que tienes en los pasillos -no le dije que en realidad iba ahí a husmear, para ver si sus parientes habían retirado alguno de los libros.

Se rió y dijo:

– Algunos miembros de mi familia son lectores ávidos. Yo no soy una de ellos.

– ¿No lees por placer, Clara?

– No. Leo para informarme. Pero algunos de los otros sí leen por placer.

– ¿Entonces por qué no he notado nunca que falte algún libro? -pregunté, tratando de aparentar indiferencia.

Clara soltó una risita.

– Cuentan con su propia biblioteca del lado izquierdo de la casa -indicó, y luego me preguntó- ¿Tú no lees por placer, Taisha?

– Desafortunadamente, también leo sólo para informarme -repliqué.

Le conté a Clara que el placer de la lectura fue cortado en flor, en mi caso, cuando iba en la primaria. Uno de los amigos de mi padre, dueño de una distribuidora de libros, tenía la costumbre de regalarle a éste cajas llenas de libros agotados. Mi padre solía revisarlas y pasarme las obras literarias, que me mandaba leer además de mi tarea normal. Siempre di por sentado que se refería a que las leyera de principio a fin. Es más, creí que debía terminar un libro antes de seguir con otro. Fue una sorpresa total para mí cuando más adelante averigüé que algunas personas se ponen a leer varios libros en forma simultánea, alternando entre ellos de acuerdo con su estado de ánimo.

Clara me miró y meneó la cabeza, como si fuera una causa perdida.

– Los niños hacen cosas extrañas cuando se encuentran bajo presión -afirmó-. Ahora entiendo por qué saliste tan compulsiva. Apuesto a que si recapitularas las historias que leíste en esos libros te sorprenderías con lo que te saldría al encuentro. De niños no podemos debatir lo que nos es presentado, así como tú no pudiste debatir tu idea de que tuvieras que leer un libro desde la primera hasta la última página. Todos los miembros de mi familia tenemos un serio debate con el resto del mundo acerca de lo que se les hace a los niños.

– Conocer a tu familia se ha convertido en una obsesión para mí, Clara.

– Es muy natural. He hablado mucho sobre ellos.

– No es sólo eso, Clara -dije-. Más bien se trata de una sensación física. No sé por qué, pero no puedo dejar de pensar en ellos. Incluso sueño con ellos.

En cuanto hube dado voz a este hecho, algo encajó en mi mente. Bruscamente confronté a Clara con una pregunta. Puesto que ella me había conocido desde antes y su primo, siendo mi casero, también me conocía, se me vino a la mente la idea de que yo ya debía conocer a sus otros parientes.

– Naturalmente todos te conocen -dijo Clara, como si fuera de lo más obvio, pero no respondió a mi pregunta.

No me imaginaba quiénes pudiesen ser.

– Déjame hacerte una pregunta directa, Clara. ¿Los conozco yo? -insistí.

– Todas éstas son preguntas imposibles, Taisha. Sería mejor, creo, que no las hicieras.

Me enfurruñé y me levanté de mi asiento de hojas, pero con un suave empujón Clara me obligó a tomar asiento de nuevo.

– Está bien, está bien, señorita averigualotodo -dijo-. Si eso sirve para que te quedes donde estás, te lo diré. Los conoces a todos, pero definitivamente no recuerdas haberlos conocido. Aunque te toparas de frente con alguno de mis parientes, creo que ni siquiera así sentirías el menor atisbo de reconocimiento. Pero al mismo tiempo algo dentro de ti se agitaría en extremo. ¿Estás satisfecha ahora?

Su respuesta no me satisfizo en lo más mínimo. De hecho, me convenció de que pretendía confundirme deliberadamente, tentarme, jugar con las palabras.

– Creo que disfrutas atormentándome, Clara -dije, asqueada.

Clara soltó una carcajada.

– No estoy jugando contigo -me aseguró-. Explicar lo que somos y lo que hacemos es lo más difícil del mundo. Ojalá pudiera aclarártelo mejor, pero no puedo. Así que no tiene caso insistir en explicaciones cuando no las hay.

Incómoda, cambié de posición en el suelo. Se me habían dormido las piernas. Clara sugirió que me acostara boca abajo y que apoyara la cabeza sobre el brazo derecho, con el codo doblado. Lo hice y encontré cómoda la posición. El suelo y las hojas parecían mantenerme arraigada, mientras que mi mente estaba quieta pero alerta. Clara se inclinó y me acarició la cabeza afectuosamente. Luego fijó la mirada en mí de una manera tan extraña que le agarré la mano y la sujeté por unos instantes.

– Tengo que irme ahora, Taisha -indicó con voz queda, soltando mi mano-, pero puedes estar segura de que volveré a verte-. Sus ojos verdes estaban salpicados de claras motas ambarinas. Y su brillo fue lo último que vi.

Desperté cuando alguien me picó la espalda con un palo. Una mujer extraña se encontraba de pie a mi lado. Era alta, esbelta e increíblemente atractiva. Tenía los rasgos exquisitamente cincelados; una boca pequeña, dientes uniformes, la nariz perfectamente definida; una cara ovalada; un cutis nórdico blanco y delicado, casi transparente; cabello gris lustroso y rizado. Cuando sonrió pensé que era una chica adolescente, llena de osadía y sensualidad. Al adoptar un aspecto sereno, parecía una mujer europea cosmopolita, elegante y madura. Su ropa estaba a la moda y era distinguida, especialmente sus cómodos zapatos, lo cual no había visto nunca en los Estados Unidos, donde las mujeres bien vestidas que calzaban zapatos cómodos siempre tenían un aire matronal.

La mujer era al mismo tiempo más vieja y más joven que Clara; en edad definitivamente era más vieja, pero años más joven en apariencia. Y poseía algo que sólo es posible calificar de vitalidad interior. En comparación, Clara aún parecía encontrarse en una etapa formativa, mientras que ese ser era el producto terminado. Sabía que una persona increíblemente diferente, quizá tan diferente como un miembro de otra especie, me estaba examinando con auténtica curiosidad.

Me incorporé y rápidamente me presenté. Me correspondió con calidez.

– Yo soy Nélida Abelar -dijo en inglés-. Vivo aquí con mis demás compañeros. Ya conoces a dos de ellos, Clara y el nagual, Juan Miguel. Pronto conocerás a los demás.

Hablaba con una ligera inflexión extranjera. Su voz me resultó atractiva y totalmente familiar, a tal grado que no pude más que mirarla fijamente. Se rió, creo que debido al hecho de que, a causa de mi sorpresa, tenía los músculos de la cara paralizados en un rictus inmóvil. El sonido de su dura risa también me pareció remotamente familiar; tenía la sensación de haber escuchado esa risa antes. Cruzó mi mente la idea de que había visto a esa mujer en otra ocasión, aunque no pude imaginar dónde. Entre más la miraba, más me convencía de que la conocía de algún lado, pero se me había olvidado dónde.

– ¿Qué te pasa, querida? -preguntó en tono solícito-. ¿Tienes la impresión de que nos conocemos de antes?

– Sí, sí -contesté, excitada, porque me sentí a punto de recordar dónde la había visto.

– Tarde o temprano lo recordarás -dijo en un tono tranquilizador, dándome a entender que no había prisa-. Con el tiempo, la respiración purificante que practicas al recapitular te permitirá recordar todo lo que has hecho en tu vida, incluso tus sueños. Entonces sabrás dónde y cuándo nos conocimos.

Me dio pena haberla mirado fijamente y que me hubiera tomado completamente desprevenida. Me puse de pie y la encaré, no de manera desafiante sino con admiración temerosa.

– ¿Quién es usted? -pregunté, ofuscada.

– Ya te dije quién soy -afirmó, sonriente-. Ahora bien, si quieres saber si soy alguna clase de eminencia, te decepcionarás. No soy nadie importante. Sólo pertenezco a un grupo de personas que busca la libertad. Conociste al nagual y el siguiente paso era conocerme a mí. Eso es porque soy responsable de ti.

Al escuchar que era responsable de mí, experimenté una punzada de temor. Desde siempre había luchado por ganar mi independencia; había peleado por ella con todas mis fuerzas.

– No quiero que nadie sea responsable de mí -dije-. He luchado demasiado duro para ser independiente como para someterme a alguien ahora.

Pensé que se ofendería, pero se rió y me dio unas palmaditas en el hombro.

– No lo decía en ese sentido -indicó-. Nadie quiere sojuzgarte. El nagual tiene una explicación de tu personalidad inquieta. Realmente cree que posees un espíritu combativo. De hecho cree que estás loca, indudablemente, pero en un sentido positivo.

Según ella, el nagual explicaba mi locura por el hecho de haber sido concebida en insólitas y desesperadas circunstancias. Nélida prosiguió a relatarme ciertos detalles de la historia de mis padres de los que nadie, excepto ellos mismos, estaban enterados. Reveló que antes de concebirme, cuando ellos vivían y trabajaban en Sudáfrica, mi padre fue encarcelado por razones que nunca reveló. Yo siempre cultivé la fantasía de que en realidad no estuvo en prisión sino en un campo de detención política. Nélida afirmó que mi padre le salvó la vida a un guardia, quien luego le ayudó a escapar, dando la espalda en un momento decisivo.

– Con los perseguidores pisándole los talones -continuó Nélida-, fue a ver a su esposa, para estar con ella por última vez en este mundo. Estaba seguro de que sería atrapado y muerto. Durante aquel abrazo apasionado de vida y muerte, tu madre quedó embarazada de ti. Te fueron trasmitidos el intenso temor y la pasión por la vida que tu padre estaba sintiendo. Por consiguiente, naciste inquieta, ingobernable y con una gran pasión por la libertad.

Apenas escuché sus palabras. Me pasmó a tal grado lo que me estaba revelando que me zumbaron los oídos y perdí la fuerza en las rodillas. Tuve que apoyarme en el tronco de un árbol para evitar caerme. Antes de que pudiera decir algo, ella continuó.

– La razón por la que tu madre era tan infeliz y en secreto despreciaba a tu padre fue porque él usó, para pagar por sus errores, la herencia que la familia de ella le dejó. El dinero se les acabó y tuvieron que abandonar Sudáfrica antes de que tú nacieras.

– ¿Cómo es posible que usted sepa cosas acerca de mis padres que ni siquiera yo tengo claras? -pregunté.

Nélida sonrió.

– Sé esas cosas porque soy responsable de ti -replicó.

Otra vez sentí que me recorría una punzada de temor, haciéndome temblar. En vista de que Nélida estaba enterada de los secretos de mis padres, temía que también supiera cosas acerca de mí. Siempre me había creído a salvo, escondida en la inexpugnable fortaleza de mi subjetividad. Viví arrullada por una falsa sensación de seguridad, convencida de que mis sentimientos, pensamientos y acciones no importaban mientras los mantuviese ocultos, mientras nadie estuviese enterado de ellos. Pero ahora resultaba obvio que esa mujer disponía de acceso a mi ser interior. Sentí la desesperada necesidad de reafirmar mi posición.

– Si algo soy -afirmé, desafiante-, es una persona independiente. Nadie es responsable de mí. Y nadie me dominará.

Nélida se rió de mi exabrupto. Me despeinó de la misma manera en que lo había hecho el nagual, con un ademán reconfortante y totalmente familiar al mismo tiempo.

– Nadie quiere dominarte, Taisha -dijo en tono amistoso. Su aire apacible sirvió para disipar mi enfado-. Te he dicho todo esto porque necesito prepararte para una maniobra específica.

La escuché con mucha atención, porque su tono me hacía intuir que estaba a punto de revelarme algo pasmoso.

– Clara te condujo hasta tu nivel actual, de una manera sumamente artística y eficaz. Estarás para siempre endeudada con ella. Ahora que terminó su tarea, se ha ido. Y lo triste es que ni siquiera le diste las gracias por sus cuidados y gentileza.

Un terrible e innombrable sentimiento empezó a cobrar forma dentro de mí.

– Espere un momento -musité-. ¿Clara se fue?

– Sí, así es.

– Pero regresará, ¿no es cierto? -pregunté.

Nélida meneó la cabeza.

– No. Como ya te dije, su trabajo terminó.

En ese momento tuve el único sentimiento verdadero de toda mi vida. En comparación con él, nada de lo que había sentido hasta entonces fue real; ni mis fastidios, ni mis arranques de ira, ni mis arrebatos de afecto, ni siquiera mi autocompasión eran reales en comparación con el dolor abrasador que experimenté en ese instante. Fue tan intenso que me entumeció. Quise llorar, pero no pude hacerlo. Entonces supe que el verdadero dolor no produce lágrimas.

– ¿Y Manfredo? ¿También se fue? -pregunté.

– Sí. Su trabajo, que era cuidarte, terminó también.

– ¿Y el nagual? ¿Volveré a verlo?

– En el mundo de los brujos todo es posible -dijo Nélida, tocándome la mano-. Pero una cosa es cierta: no es un mundo que pueda darse por sentado. En él debemos expresar nuestro agradecimiento ahora mismo, porque no existe el mañana.

La miré sin verla, totalmente pasmada. Devolvió mi mirada y susurró:

– El futuro no existe. Es hora de que lo comprendas. Y cuando termines de recapitular y hayas borrado el pasado por completo, sólo te quedará el presente. Entonces sabrás que el presente sólo es un instante, nada más.

Nélida me frotó la espalda suavemente y me indicó que respirara. Estaba tan afligida que había dejado de respirar.

– ¿Alguna vez podré cambiar? ¿Hay alguna oportunidad para mí? -pregunté, suplicante.

Sin responder, Nélida se dio la vuelta y se encaminó a la casa. Al llegar a la puerta trasera me indicó, con una señal del índice, que la siguiera al interior.

Quise correr detrás de ella, pero no pude moverme. Empecé a lloriquear y de repente me salió un gemido extrañísimo, un sonido que no era del todo humano. Comprendí por qué Clara me había amarrado su faja protectora en el estómago: para defenderme de ese golpe. Me acosté boca abajo sobre el montón de hojas y dentro de ellas solté el grito animal que me sofocaba. No alivió mi angustia. Saqué los cristales, los acomodé entre mis dedos e hice girar los brazos en círculos cada vez más pequeños, contra el sentido del reloj. Apunté los cristales a mi indolencia, mi cobardía y mi inútil autocompasión.

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