7

Pine y Vlado miraban flotar Europa bajo sus pies desde la ventanilla del reactor. Incluso desde el aire la tierra parecía cuadriculada y parcelada, unos países encajados contra otros como cuando hay demasiados niños en la misma cama. Sólo que ahora todos habían envejecido y escondían sus miedos y rencillas en el mismo espacio de aire viciado.

Vlado rompió el silencio con una pregunta.

– Háblame de esa operación. ¿En qué se parece a otras que has realizado?

– ¿A qué te refieres?

– En cuanto a organización, preparación. -Hizo una pausa-. Es que ésta parece un poco…

– ¿Chapucera?

– Sí, chapucera -dijo Vlado con una sonrisa.

Pudo percibir incluso lo divertida que sonaba aquella palabra al pronunciarla con su cuidadoso acento.

– Porque lo es. No había oído hablar de Matek hasta el martes pasado. No había oído hablar de ti hasta la víspera de mi llegada a Berlín. Spratt me llamó y me dijo: ve a buscar a ese tío, lo necesitamos.

– Eso es algo que sigo sin entender.

– Oh, todo tiene algún sentido, supongo, si se piensa que en nuestros dos primeros años lo único que conseguimos fue sentar a un serbio en el banquillo y tener a dos en espera. Si no puedes obtener mejores resultados, lo mejor es dejarlo. En los últimos tiempos el ritmo se ha avivado, pero sigue sin haber exactamente lo que se llamaría una sobrecarga de trabajo en lo que a la sala de vistas se refiere. Así que cogemos cuanto podemos, sobre todo si se trata de un pez tan gordo como Andric, sin importar quién organiza el trato ni cómo lo ofrece.

Lo cual significaba Harkness y Leblanc, supuso Vlado, y eso le inquietó al recordar los comentarios de despedida de Harkness la noche anterior.

– Y tú piensas que sus motivaciones son estrictamente diplomáticas. Ojo por ojo y diente por diente. Que los dos bandos enfrentados sigan siendo felices al tiempo que se muestra que Occidente significa negocios.

– Algo así. Pero con tipos como ellos nunca se sabe con certeza.

– ¿Qué quieres decir con eso de «con tipos como ellos»?

– Ya los conoces. ¿Qué te parecieron? ¿Te dio la impresión de que pueden actuar siguiendo otras agendas de las que no nos han hablado?

– Eso como mínimo.

Quería decir algo más, pero le preocupaban demasiado las consecuencias que pudiera tener. Lo último que deseaba era otra conversación sobre Popovic.

– Y ahí entramos nosotros. Ellos tienen sus agendas, por la razón que sea, y nosotros las nuestras. Y esta vez, al menos, nuestros intereses coinciden. Así que si tenemos que ir un poco más rápido de lo que nos habría gustado, la parte chapucera del asunto, al menos conseguimos lo que queremos. Eso es al menos lo que Contreras aduciría.

– ¿Tú no?

– No sabría decir. Me cuido muy mucho de las intromisiones de la parte política. Tanto si se trata de una investigación federal sobre narcóticos como de enviar a cien soldados franceses a arrestar a Andric.

– ¿Son ésos los que van a utilizar?

Pine se volvió en su asiento y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie le escuchaba.

– Eso he oído. Está en el bosque, cerca de alguna ciudad de vacas en el este. Y si atrapar a un viejo chocho al que Estados Unidos ayudó a repatriar es el precio que debemos pagar para que los franceses hagan salir a Andric de su escondrijo, bien está. Cuanto más te centres en eso, mejor te sentirás con lo que estás haciendo.

Pine hablaba con verdadera convicción. Parecía creer en la misión del Tribunal. Lo mismo podía decirse de casi todos los que Vlado había conocido en La Haya.

– Te gusta este trabajo, ¿verdad?

– Es mejor que lo que hacía antes.

– ¿Fiscal federal?

– Ayudante de la Fiscalía de Estados Unidos para el distrito de Maryland. Narcóticos, más que nada. A veces parecía que encerrábamos a la mitad de los institutos de secundaria de Baltimore.

– Baltimore. Conozco Baltimore. Homicidio. La serie de televisión. La veíamos en Sarajevo. Doblada, por supuesto.

Pine se rió. Le agradaba la idea de que los bosnios viesen por primera vez Baltimore en una serie de televisión que trataba de asesinatos.

– Tal vez deberían filmar una serie en Sarajevo -dijo Pine-. Se podía titular Genocidio.

Ahora le tocó a Vlado el turno de reír.

– ¿Y qué te hizo dejarlo y venirte aquí?

– Estaba quemado -dijo Pine tras encogerse de hombros-. La política de despacho. Algunas otras cosas de las que no vale la pena hablar. Puede que sólo buscara una clase mejor de delincuentes, un poco más adultos, un poco más conscientes de lo que estaban haciendo. Parecía una buena forma de recuperar mi sentido de la misión.

– Un extraño remedio para el agotamiento.

– Si tú lo dices -dijo Pine sonriendo-. Pero he aprendido mucho. Quiero decir, mira esto. -Señaló con la cabeza hacia la ventanilla-. Los europeos no se dan cuenta de lo pequeño y apretujado que le parece todo a un americano. Ni siquiera en plenos Alpes puedes recorrer más de dos o tres kilómetros sin tropezarte con una Gasthaus y un autobús lleno de turistas japoneses. No es de extrañar que a los alemanes les guste ir de vacaciones a Texas. Todo aquel gran espacio abierto.

Pero Vlado no pudo menos de preguntarse por la contrapartida que Pine había tenido que ofrecer. A su modo de ver, el mal de aquí era igual que el mal de allí. Sólo las motivaciones eran distintas. En los Estados Unidos te mataban por el dinero, por el coche, tal vez por tu aspecto. Aquí, por el sonido de tu nombre, la iglesia a la que acudía tu padre, los pecados de tu abuelo. Y a veces, en ambos lugares, te mataban simplemente porque no tenían nada mejor que hacer, sólo por el aburrimiento sombrío de una vida endurecida y sin esperanzas en mitad de ninguna parte. Así que se veían arrastrados con facilidad a momentos de pasión colectiva, vecinos que se alzaban haciendo causa común contra una sola familia o contra una aldea entera. La llamada a las armas podía ser seductora. Una vez que la guerra estaba en marcha, pocos se molestaban en preguntar quién había comenzado, ni por qué.


Una hora más tarde su avión dejaba atrás los Alpes nevados y comenzaba la aproximación al espacio aéreo bosnio.

– No queda mucho ya -dijo Pine, y Vlado se inclinó para ver mejor-. Pero por Dios, ¿en qué estaría pensando? Cambiemos de asiento. ¿Cuánto tiempo hace que no estás en tu país, cinco años?

Se cambiaron torpemente, aplastándose contra los asientos de la fila de delante. Vlado se acomodó y miró las montañas de Bosnia. Había algunas espolvoreadas de nieve, pero en su mayor parte el paisaje era gris con bosques pelados. Pequeños penachos de humo salían de las chimeneas para ir a parar a valles salpicados de tejados rojos.

Media hora después el avión comenzó a descender. Hicieron la aproximación a Sarajevo desde el noroeste, los suburbios de Ilidza pasaron a toda velocidad por debajo. Desde el aire la ciudad tenía un aspecto bastante mejor que la última vez que la había visto. Las casas estaban restauradas, la gente llenaba las calles. Un destello de sol brillaba en el río, el agua fría cuyo sabor conservaba desde su último día en la ciudad.

A medida que el avión perdía altura, les dio la impresión de descender a una enorme hondonada, resguardada por las colinas, una sensación reconfortante que Vlado no experimentaba desde hacía muchísimo tiempo. Las ruedas rebotaron, el piloto desaceleró y el avión rodó por la pista hasta el pequeño aeropuerto que en otros tiempos estuvo fortificado con altos muros de sacos terreros. Ahora tenía el mismo aspecto que cualquier otra terminal de Europa oriental.

Pine se había encargado de pedir que un coche blanco de la Unión Europea los estuviese esperando en el aeropuerto como parte de su cobertura. Una mujer tenía las llaves en el mostrador de la compañía aérea, y el turismo estaba estacionado enfrente, cerca del lugar donde los centinelas de la ONU se apostaban en caso de fuego de francotiradores.

Vlado notó una vieja sensación en la boca del estómago cuando Pine abrió el maletero para guardar el equipaje. Era la primera vez que montaba en coche desde aquella noche con Haris y Huso. Era como si esperase ver el cuerpo de Popovic hecho un ovillo en el espacio vacío, todavía encerrado en su abrazo fetal con la muerte. Debió de notársele en la cara.

– Tampoco es para que te quedes tan pasmado -bromeó Pine-. Estás en casa de verdad. No es un espejismo.

– Sí -dijo Vlado, esbozando una sonrisa forzada-. Supongo que no me ha afectado todavía.

Se sentó en el asiento delantero y no perdió detalle de los alrededores, pero durante las primeras calles fue como si Popovic siguiera viajando atrás con su equipaje, esperando a que se deshicieran de él.

El paisaje de la ciudad volvió a acaparar su atención poco a poco. A Vlado le consternó ver que tantas cosas seguían en estado de ruina o abandono. De algunos edificios no había ni rastro, los escombros habían sido retirados por excavadoras. Otros habían sido reparados sin orden ni concierto. Pero los tranvías circulaban y las tiendas estaban llenas. La ciudad volvía a estar viva, y las expresiones perdidas de la gente en las calles sugerían que hasta les aburría un poco la paz. O tal vez seguían estando agotados. Podía entenderlo.

Llegaron a la brillante fachada azul del Holiday Inn, plantado en el bulevar principal que en otros tiempos recibió el nombre de Avenida de los Francotiradores. Era extraño estar de nuevo ante aquel edificio que había marcado tantos momentos importantes de su vida. Había sido un lugar imponente durante los Juegos Olímpicos de 1984, con su discoteca, sus restaurantes y su alto atrio envuelto en plantas, una reluciente maravilla de Occidente. Pero ahora mostraba a las claras sus cicatrices, todavía desafiante frente al río donde las líneas del asedio se habían mirado desde trescientos metros escasos. Los agujeros de los obuses habían sido parcheados y reparados. Y ahora aquel lugar tenía de nuevo calefacción, agua, electricidad y servicio telefónico ininterrumpido, con ventanas de verdad en vez de los plásticos pegados con cinta adhesiva a los marcos hechos añicos en el curso de los combates.

Pero en el vestíbulo seguía habiendo un ligero olor a goteras y humedad, moho y humo, una desolación duradera que se adhería como la podredumbre. O tal vez aquello, también, fuera producto de la imaginación de Vlado. Habían desaparecido todos los periodistas que se alojaban allí durante la guerra. Se habían trasladado a lugares más activos, y ahora la mayoría de los huéspedes parecían gente de negocios. El hombre que estaba detrás de él hablaba en alemán por un teléfono móvil. Dos japoneses esperaban junto a los ascensores, cerca de un estadounidense.

Vlado y Pine se inscribieron en habitaciones contiguas. Después de deshacer las maletas, Pine entró en la habitación de Vlado. Parecía dispuesto a entablar conversación sobre el trabajo que les esperaba, pero después pareció pensárselo mejor y dijo:

– Tal vez te apetezca dar una vuelta primero, antes de comenzar. Para volver a familiarizarte con el lugar. A mí tampoco me importaría tomarme un descansito. Y además tengo que ver a alguien.

– Ya. Tu amiga. Ésa de la que Janet está tan celosa.

Pine se ruborizó.

– ¿Por qué no nos vemos de nuevo aquí dentro de hora y media? Después nos pondremos manos a la obra.

A Vlado le sorprendió comprobar lo pronto que se sintió en casa al salir a la calle, aunque cada rincón le traía una ráfaga de poderosos recuerdos, algunos muy anteriores a la guerra, pero la mayoría del asedio. Lugares donde había visto cuerpos encogidos en las calles. Callejones en los que antes se amontonaban los coches a modo de barrera contra el fuego de los francotiradores. Algunos bloques de apartamentos que habían sido bombardeados e incendiados continuaban vacíos, pero nadie les prestaba la menor atención. Nuevos árboles retoñaban cerca de los tocones de los viejos que habían sido talados para hacer leña.

El sol bañaba las calles, y todo el mundo parecía estar fuera. Al cabo de unos minutos la rigidez desapareció de sus pasos y Vlado sintió una alegría que no experimentaba desde hacía años. Volvía a tener libertad para caminar sin prevenciones ni preocupaciones en ese lugar que conocía tan bien. Nadie lo miraba desde las colinas a través de la mirilla telescópica de un fusil, y todos hablaban su lengua. Miró en dirección a las colinas, que de nuevo parecían hermosas y propicias, espolvoreadas por una nevada que abajo en la ciudad había sido retirada con palas hasta los bordillos en grandes montones tiznados.

Escuchó retazos fugaces de conversación.

– Ven aquí, ya tienes uno -decía un hombre junto a un escaparate.

– Mamá, tengo hambre, ¿podemos comprar sólo uno?

– ¡Ese imbécil, sería incapaz de distinguir su trasero de un hoyo en el suelo!

Pensó en pasarse por su antiguo apartamento, pero ahora debía de estar dividido, confiscado, entregado a una familia de refugiados o de retornados cuya vivienda hubiera sido destruida. En el supuesto de que siguiera en pie. Se preguntó cuántos de sus muebles o sus ropas seguirían allí. ¿Qué habría sido de los soldaditos de plomo que había pintado a la luz de las velas? En su precipitada partida se había dejado montones de facturas antiguas, documentos familiares. Había algunas fotografías que no le importaría recuperar. Pero no estaba seguro de poder cargar precisamente ahora con todos aquellos recuerdos. Por el momento, haber regresado era más que suficiente.

El frío era desapacible y húmedo, así que hundió las manos en los bolsillos. Pero, como en el hotel, seguía presente el fantasma apenas perceptible de los olores de la guerra, un leve rastro de basura ardiendo, el hedor del alcantarillado y las cañerías que no habían vuelto aún a la normalidad. Al otro lado de los escaparates de las tiendas y de los ventanales de los cafés percibió que parecía predominar la misma clase de clientela, hombres con brillantes chaquetas de cuero y teléfonos móviles en la mano, mujeres con buenas ropas y luciendo abundantes joyas; en otras palabras, la misma multitud de mafiosos y parásitos provistos de divisas fuertes que había predominado durante la guerra.

Una calle más allá una voz familiar lo llamó por su nombre. Era Marko, un ingeniero. Vivía en un suburbio remoto y Vlado apenas lo había visto desde el comienzo del asedio, pero allí estaba, sano y salvo, aunque su sonrisa parecía petrificada, una pizca programada.

– ¿Dónde andas? -exclamó Marko-. Hacía años.

– En Berlín. Ahora vivimos allí. Sólo estoy de visita. Creo que no te veía desde el noventa y tres. Me alegra ver que lo conseguiste. ¿Has vuelto a trabajar?

– De vez en cuando. Trabajos bajo contrato que nunca duran. En la restauración del sistema de abastecimiento de agua. La red eléctrica. Pero últimamente no hay gran cosa. Perdimos a Dario, ya sabes. Durante la guerra. Lo mató un francotirador.

– No. No lo sabía. Lo siento.

– Sí. En el noventa y cuatro, precisamente cuando la situación se calmaba. Estaba en una colina con la bicicleta y, bueno…

Marko tiró el cigarrillo.

– Entonces yo ya me había ido.

– También se fue mucha más gente -dijo Marko, encogiéndose de hombros-. Después de la guerra pudimos por fin enterrarlo como Dios manda. Antes no estaba en un buen sitio. Así que lo trasladamos la primavera pasada. Las flores habían brotado y todo estaba muy bonito. Tu familia, ¿están todos bien? Sonja debe de estar muy crecida ya. No creo que ni siquiera supiese andar la última vez que la vi.

– Andar y también leer. En alemán. Tiene nueve años. Habla el idioma mejor que nosotros. Pero podríamos terminar volviendo aquí. ¿Quién sabe? Todo está más o menos en el aire.

Marko sonrió.

– Me sorprende verte aquí, de verdad. Oí decir que a lo mejor no serías muy bien recibido. Yo hablé bien de ti. Hay un montón de sinvergüenzas en el gobierno.

Estaba bien saber lo que se decía por la ciudad, que el juicio de la calle era positivo. Le importaba más de lo que Vlado hubiera esperado.

– Eso es muy cierto. Pero ya no soy policía. Ahora trabajo para un organismo internacional. Nada importante.

– Ya, y no puedes hablar de ello. Mejor así. Y también impresiona más. Tal vez puedas limpiar este lugar.

– No es eso -dijo Vlado, dándose cuenta de que estaba adoptando un tono más misterioso de lo conveniente-. Sólo trabajo como ayudante. Nada del otro mundo. ¿Sigue la ciudad llena de mafiosos?

– Igual que durante la guerra. La única diferencia es que no se los ve tanto porque ahora no pueden ir por ahí con sus armas. Perdieron su tapadera cuando cesaron los combates. Ahora sólo se los puede distinguir por los teléfonos móviles, y hasta eso es cada vez más difícil, porque ahora parece que todo el mundo tiene un teléfono.

– Pero las cosas parecen estar bien. O por lo menos mucho mejor.

Marko se encogió de hombros.

– Supongo que sí. Puede que no me haya dado cuenta porque los cambios han sido muy graduales. O porque nunca he entrado en las nuevas tiendas. Versace. Benetton. Hasta van a poner un McDonalds's. ¿Pero quién puede permitírselo? Si no tienes dinero de la mafia, o no trabajas para los organismos internacionales, lo más probable es que no dispongas de divisas fuertes. Y son los organismos internacionales los que lo dirigen todo.

– Eso he oído.

– Es mejor así, créeme. Lo único que haría nuestra gente sería joderlo todo y empezar otra guerra. El nuevo Parlamento ni siquiera ha podido ponerse de acuerdo en la bandera, ni en las placas de matrícula de los vehículos. Telefonear a Banja Luka es llamada internacional, sólo porque una panda de serbios imbéciles no son capaces de aceptar que ya no forman parte de Serbia. ¿Pero de verdad necesitamos aquí a catorce mil extranjeros?

– ¿Tantos?

– Tal vez más. Son los únicos que pagan auténticos salarios, pero aun así sólo se puede ser intérprete o conductor. No piden muchos ingenieros. Los contratistas de fuera suelen traerse a los suyos. ¿Y tú? ¿Un organismo de ayuda, has dicho?

Vlado recordó su tapadera y decidió que lo mejor era comenzar a utilizarla. Se preguntó si Marko andaba a la caza de un trabajo, apremiándolo en cierto modo, pero no era algo de lo que le culpase. En ese sentido, la guerra no había terminado todavía.

– La Unión Europea -dijo tímidamente-. Subvenciones y programas en los que estoy implicado. En su mayor parte de remoción de minas.

– No tienes por qué avergonzarte -dijo Marko riendo-. No siempre se puede elegir. Impresionante, de hecho. ¿Y crees que tu familia podría volver?

– No lo sé. Ya veremos.

Marco asintió con la cabeza.

– Lo entiendo. Créeme, si mi familia estuviera en Alemania, me quedaría hasta que los alemanes me echaran a patadas. Bueno, me alegro de verte. Pero tráelas al menos de visita.

Pobre Marco, pensó Vlado. Y de pronto no le pareció tan malo estar varado en Berlín. Puede que las cosas se vieran de otro modo en el campo.

Una calle más adelante decidió hacer un alto para tomar un café. Llevaba en el bolsillo algunos marcos y un poco de dinero local, cortesía del Tribunal, y sintió deseos de darse el gusto antes de volver a reunirse con Pine. Había un café nuevo en las proximidades, y miró a través de los enormes ventanales para inspeccionar el escenario. Advirtió la presencia de un rostro familiar.

Aquello le alteró más de lo que le habría gustado. Era Amira Hodzic. Sin ella nunca habría escapado de Sarajevo, probablemente estaría enterrado en algún lugar del campo de fútbol con todas las demás bajas, incluido en las listas de víctimas de los francotiradores pero en realidad liquidado por las mafias. El papel de Amira no había entrañado mucho riesgo, pero le había proporcionado refugio durante el tiempo suficiente para preparar su huida definitiva, después de ser perseguido a través de media ciudad. Amira y sus dos hijos de corta edad lo habían cuidado como a un miembro más de la familia, aunque él apenas los conocía. Ella ejercía la prostitución por aquel entonces, las privaciones la habían obligado a trabajar. Con el marido muerto en algún frente del este, ella y sus hijos se habían visto arrastrados a la ciudad junto a decenas de miles de personas de los valles circundantes.

Vlado recurrió a ella cuando no tenía ningún otro lugar a donde ir, y tal como lo recordaba ahora parecía que la había buscado tanto por su calor y su temple como por saber que sería un buen refugio.

En el café estaba hablando con alguien que estaba sentado a su mesa, profundamente interesado. A juzgar por el aspecto de sus ropas y su maquillaje, era una de las afortunadas.

Como si hubiera percibido su presencia a través de los cristales, Amira miró de pronto hacia donde él estaba. Su primera reacción fue de asombro, y después exhibió una lenta pero amplia sonrisa y un brillo en sus ojos que más bien parecían lágrimas.

Ahora no le quedaba más remedio que saludarla, un pensamiento más agradable de lo que estaba dispuesto a admitir. Mientras entraba, el acompañante de Amira se volvió, y durante un fugaz instante de pánico Vlado tuvo la certeza de que era Calvin Pine.

Pero no, el hombre era otro extranjero. Un europeo, quizás un estadounidense. Amira pronunció unas apresuradas palabras de presentación en inglés y el hombre se levantó para saludar y se quedó de pie junto a la mesa como si no supiera muy bien qué decir, con aspecto de estar tan turbado como Vlado. Se llamaba Henrik, y tuvo la presencia de ánimo necesaria para entender que aquel encuentro merecía unos momentos de intimidad, o al menos todo lo que fuera posible ofrecer en un café abarrotado.

– Siéntate con nosotros. -El acento era alemán-. Iré a buscar a una camarera, porque si no puedes estar esperando una hora. El servicio es notoriamente lento.

A Vlado le impresionó la manera que tuvo Henrik de manejar la situación, poniendo las cosas más fáciles de lo podrían haber sido. Pero ¿por qué tenía que ser incómodo aquello, cuando nada había sucedido entre él y Amira?

Se acordó del calor de su apartamento, caldeado por una estufa de leña en un edificio que, de lo contrario, habría sido tan frío como una losa de granito. Recordó los rostros de sus dos hijos pequeños mirándolo mientras se bañaba y se secaba con una toalla, y después mientras se comía una naranja, su primera fruta fresca desde hacía meses.

Amira también se había puesto de pie. Tendió su mano hacia Vlado inclinándose sobre la mesa, pero con cierta reserva. Y no sólo por culpa de su amigo Henrik, le pareció.

Vlado se sentó en una silla, sin saber por dónde empezar.

– ¿Cómo es que él y tú…?

– Soy intérprete. De la Cruz Roja. Y a veces, cuando no me necesitan, de otra gente. Una vez hice un trabajo para Henrik. Es ayudante del Alto Comisionado. Parece que los únicos para los que trabajo en estos tiempos son los extranjeros. Así que sigo prostituyéndome, como puedes ver. -Sonrió, pero Vlado hizo una mueca, ruborizándose ligeramente y fijó su mirada en la mesa. Ella le tocó la mano-. Por favor, no te dé apuro. Pero es que a veces me siento así.

Vlado confió en que por el bien de Henrik se estuviera refiriendo a su trabajo, no a su relación con el alemán. Ella se ruborizó, como si se diera cuenta del sentido que podía darse a aquel comentario.

– Me refiero a mi trabajo, por supuesto. Vendes tu habilidad con el idioma al resto del mundo y eso es lo único que quieren. No tus ideas ni cualquier opinión acerca de si están haciendo bien las cosas. Henrik fue el único que me preguntó por algo de eso. El único. Lo único que quieren los demás es alguien que hable por ellos, aunque últimamente han comenzado a dejarme hacer algo más. Creo que se han dado cuenta de que no voy a bloquear sus ordenadores si entro en el sistema de vez en cuando. Y es un medio de vida, con montones de divisas fuertes, que es más de lo que se puede decir de casi todos los demás.

Vlado se interrogó por el trasfondo de amargura que había en una persona a quien todo le iba tan bien.

– ¿Y tú? -dijo Amira-. ¿Vives aquí de nuevo?

Vlado negó con la cabeza.

– Sólo estoy de visita. Una pequeña misión por cuenta del Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra.

Comprendió demasiado tarde su error, cayendo en la cuenta de que tenía que haber dicho de la Unión Europea. Se acabó su tapadera, al menos con Amira.

– Está bien saber que sigues luchando en el bando de los buenos -dijo ella-. Pero nunca pensé que volvería a verte en Sarajevo. Cuántos recuerdos de la época en que te fuiste.

Ahora sí estaba seguro. Tenía lágrimas en los ojos. Algo iba mal, y Vlado era incapaz de identificarlo.

– Amira, ¿qué pasa?

Ella mantuvo silencio por un instante, mientras buscaba un pañuelo de papel en el bolso. Se secó ligeramente los ojos, se miró la cara en una polvera y lo miró de nuevo.

– ¿Te acuerdas de mis hijos?

– Sí. De tu hija, Mirza. Debe de tener ya… ¿cuántos años? ¿Nueve?

– Diez.

– Y tu hijo. ¿Cómo se llamaba?

Amira bajó la cabeza, hablando en dirección a su plato.

– Hamid.

Miró a su alrededor rápidamente, casi furtivamente, pero Henrik seguía en el extremo opuesto del salón, con la espalda apoyada en una puerta, sin que hubiera a la vista personal alguno de servicio.

¿Acaso no le había hablado a Henrik de sus hijos? A Vlado aquello le parecía inimaginable. Pero quizás era una de esas cosas que espantaban a un hombre.

– Diez días después de que te fueras de mi casa, se presentaron las autoridades -dijo Amira-. Tal como tú dijiste que pasaría. Te buscaban a ti. Tu compañero recordó que yo había acudido a la oficina para ser interrogada. Sabía que era una de las putas del cuartel francés, y consiguieron mi nombre de uno de los otros. Así que fueron a buscarme. Tú debías de estar ya en el avión, pero yo no lo sabía, así que no les dije nada. No se lo creyeron, por supuesto. Pensaron que era tu amante. Querían saber qué hacías, qué decías, adónde ibas. Por suerte ya había entregado a un vecino las cosas que dejaste para que las pusiera a buen recaudo, así que no las encontraron. Pero sí encontraron tu ropa, la que yo había lavado. Algún colega tuyo la reconoció. Me llevaron para hacerme más preguntas, para que me diera más tiempo a pensar en lo que podía pasarme si no cooperaba. Les pedí que me dejasen llamar a un vecino para que se ocupase de Hamid y Mirza, pero no me dejaron. Dijeron que ellos se ocuparían.

Miró de nuevo a su alrededor. Henrik seguía sin aparecer. Vlado tuvo un mal presentimiento sobre el final de aquella historia.

– Espero que no te tratasen demasiado mal, y tampoco a los niños.

– No mucho. Me tuvieron allí toda la noche, pero la verdad es que no pasó gran cosa. Sólo un montón de las mismas preguntas una y otra vez. Creo que después debieron de enterarse de que te habías marchado y comenzaron a alarmarse, comenzaron a preocuparse más por salvar su pellejo que por mí. Así que me dejaron salir por la mañana. Se habían llevado a los niños al orfanato, el que está cerca del Hospital Kosevo. Me dirigí allí a pie para recogerlos. Era un lugar terrible. Carteristas y ladrones, niños corriendo por todas partes en los pasillos. Sucio. Ruidoso. Los habían separado, Hamid en la sección de los niños, Mirza en la de las niñas. Los dos estaban aterrados. Pensaban que los había abandonado, que no volverían a verme. Pero conseguí calmarlos enseguida.

Vlado comenzó a respirar con más alivio.

– Me alegro de que estuvieran bien.

Una lágrima rodó por la mejilla de Amira, y Vlado comprendió que no había concluido.

– Dos noches después Hamid comenzó a toser, y a la mañana siguiente no podía parar. Herví agua para que inhalara el vapor. Salí en busca de un médico. Pregunté a mis vecinos, pero nadie pudo ayudarme, y Hamid no dejaba de toser. Quise llevarlo al hospital, pero estaba demasiado lleno y no había suficientes médicos. Me dijeron que se quedase en casa. Al día siguiente tenía fiebre. Estaba muy caliente cuando lo tocaba, y resoplaba como una olla al toser. Había tos ferina y escarlatina en el orfanato, fue un milagro que Mirza no se contagiara también. Después me enteré de que habían muerto cinco niños. Creo que fue especialmente grave en la sección de niños, y Hamid se había contagiado de las dos. En cuatro días se murió. Tumbado en su cama, sin respirar. Me había quedado dormida en una silla junto a él y ni siquiera me enteré de cuándo sucedió. Había comprado todas las medicinas que pude con mi dinero de puta. Pero estaba muerto. Lo supe en cuanto me desperté y le vi la cara. Lo más extraño de todo fue que acababa de tener un sueño muy hermoso, y el primer pensamiento que me suscitó fue que tenía que estar muy agradecida por haber podido conciliar finalmente el sueño, y durante todo aquel tiempo él estaba muerto. Salí a la calle con él, crucé la ciudad hasta el depósito de cadáveres, todo aquel lugar apestaba con todos los cadáveres de la guerra. Después de los tiroteos, del fuego de artillería por el que me había preocupado cuando estaban fuera de casa. Y a mi hijo lo matan una tos y una fiebre.

Vlado estaba horrorizado.

– Dios mío -susurró-. Lo siento muchísimo. Soy tan…

– ¿Responsable?

Amira se limpió la cara con el pañuelo de papel que después guardó en el bolso. No había más lágrimas. Lo miró, con la cara rígida, y Vlado se tambaleó esperando el momento, con el ferviente deseo de que no le echase la culpa, aunque él se culpase a sí mismo.

– No -dijo por fin-. Tú no eres responsable. Fue toda aquella gente. Los que te buscaban, los que comenzaron la guerra. Los que debían cuidar de nosotros. La ONU. Todos ellos. Y también fue la suerte, claro. La misma suerte que decidía si dispararían contra ti o no cuando cruzabas la ciudad. Pero no siempre he pensado así. Tienes que alegrarte de no haber vuelto hace unos años. Puede que te hubiera matado.

Sacó un encendedor del bolso, encendió un cigarrillo e inhaló profundamente.

Vlado no sabía qué decir. Pero Amira se recuperó con rapidez.

– No debería fumar -dijo-. Pero tengo que fumarme uno ahora mismo. Henrik detesta los cigarrillos. Poco habitual para ser alemán, ¿no crees?

Ofreció a Vlado una adusta sonrisa, se mordió el labio inferior, puso la mano sólo un instante sobre la de él, apretando ligeramente y después la retiró. Tenía ya otra cara.

– Y ahora tengo un trabajo de verdad, y un hombre. Un buen hombre. Henrik es dulce. Y no sabe lo que hacía antes para ganarme la vida, así que espero que no se lo digas.

– Por supuesto que no. Y todavía tienes a… -Vlado casi no se acordaba del nombre-. ¿Mirza?

– Sí -dijo Amira, mostrando su antiguo yo por un momento-. Y durante la mayor parte del tiempo con eso me basta. Sólo por Mirza seguí adelante. Pero dejé de intentar salir de la ciudad en los convoyes de ayuda. Mi trabajo de puta también se resintió, desgraciadamente.

Se rió un instante.

Una mujer de la mesa de al lado oyó sus palabras, frunció el ceño y negó ostentosamente con la cabeza.

– Imbécil -musitó Amira-. Su amante es contrabandista de cigarrillos, así que debería saberlo todo de la prostitución. -Hizo una pausa-. Creo que tener a Henrik es aún mejor para Mirza que para mí. A veces pienso que Mirza se harta de mí. Tuvo que pasar mucho tiempo antes de que dejara de estar continuamente sobre ella. Durante años, si tenía mocos o tosía incluso una sola vez la obligaba a meterse en la cama.

Amira miró hacia la calle por la ventana del café, como si divisase algo en la lejanía.

– Todavía ahora hay mañanas que me despierto y lo primero que pienso es en Hamid. Y después me acuerdo de que está muerto. Hamid está muerto. Tengo que decirlo en voz alta para dejar de pensarlo. Los días que empiezan así son los que más trabajo, los más eficientes, porque no quiero parar ni un segundo. El dolor como habilidad laboral. Deberían enseñarlo en los cursos de formación. -Apagó el cigarrillo-. Sería un bonito eslogan para el gobierno, como si fuera uno de Tito-. «Paz, fraternidad y dolor, para un mañana mejor.»

– Por fin lo he conseguido. -Henrik apareció con una taza de loza llena de café humeante en la mano. La colocó con un golpeteo delante de Vlado-. Encontrar a una camarera fue una cosa. Encontrar a una que de verdad atendiese fue otra muy distinta.

Amira levantó la mirada hacia Henrik con una sonrisa que, aun sido muy cálida, venía de otro lugar, de otra mujer, y Vlado se quedó helado ante la transformación, aunque no supo con certeza si era obra de ella o de Henrik. Quizá de los dos. Por alguna razón, Vlado dudó de que Amira le hubiera hablado a Henrik de su hijo. Ella pareció confirmar sus sospechas con una rápida mirada, una mirada que sellaba un acuerdo tácito. Henrik reanudó la conversación, y unos instantes después Vlado se levantó para marcharse. Debía reunirse con Pine en el hotel quince minutos más tarde.

– ¿Me telefonearás antes de marcharte? -preguntó Amira.

A Vlado no se le ocurrió una respuesta aceptable, que no fuera decir:

– Sí. Lo intentaré.

– Toma una tarjeta mía. -Sacó una del bolso y escribió el número de su casa en la parte inferior. Al entregarle la tarjeta le apretó la mano, brevemente pero con fuerza, y una vez más Vlado creyó ver cómo asomaban las lágrimas-. Trabajas para la gente adecuada -dijo, en voz más baja-. Encierra por mí a unos cuantos de esos cabrones, ¿vale?

Vlado asintió con la cabeza, contento de no tener que hablarle del sospechoso de 1945, aunque supuso que Matek había desempeñado su propio papel a la hora de encender el fuego que los había consumido.

Volvió al hotel dando un rodeo, completando su circuito de la ciudad con un paseo a través de la antigua ciudad turca, con sus bajos tejados rojos y sus paredes de barro y caña. Al mirar las caras de la gente en la calle se preguntó cómo alguien que hubiera sobrevivido a la guerra podía superarla siquiera mientras permaneciera allí. Dijera lo que dijera de Berlín, al menos le permitía cierta distancia con respecto al dolor. Pensó en Hamid y se le cayó el alma a los pies, y se preguntó incómodo quién más podía haber sido destruido por su culpa. Recordó el rostro del chico que le espiaba desde el otro lado de la puerta, mirando con los ojos bien abiertos mientras él se unía en un abrazo titubeante, el primero y el único, a su madre. Se le hizo un nudo en el estómago y se detuvo para apoyarse en una señal que seguía marcada por las postas de los francotiradores. Quiso vomitar, pero no pudo. Las arcadas pasaron y él siguió su camino, con la cara cubierta de sudor. ¿Cuánto tiempo se podía sobrevivir sin ahogarse en aquel mar de pérdidas?, se preguntó.

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