23

Vlado y Pine se quedaron en silencio después de colgar. Pine entró en el cuarto de baño y encontró a Vlado sentado en el borde de la bañera.

– Me figuré que no tenía sentido mencionar que Popovic había muerto -dijo Pine con delicadeza-. No todavía, de todos modos. Habría demasiadas cosas que explicar.

Vlado asintió, dando por supuesto que debía estar agradecido. Reflexionó sobre lo que acababan de descubrir. Era probable que a Matek le resultara fácil pasar inadvertido allí, por haber vivido en Italia antes. Andric se sentiría como gallina en corral ajeno. Todo en él, su forma de vestir, su forma de hablar, quizás incluso la comida que pedía, debía de llamar la atención, y sería más fácil de encontrar. Si era cierto que los dos estaban allí para recuperar dos cajas de oro, necesitarían ayuda, aunque supieran dónde buscar. Ayuda de los muelles, quizá. O de una bolsa de trabajo. Torello podría saber dónde preguntar, pero eso supondría contarle más de lo que Pine deseaba.

– Alquiler de camiones -dijo Vlado finalmente-. Se podría empezar por ahí, si de verdad pensamos que uno o los dos están aquí para desenterrar el tesoro enterrado. Camiones y mano de obra barata, porque no será trabajo para un solo hombre. Aparte de eso y de los huertos de cítricos, ¿quién sabe?

– En cualquier caso, hay que contar con que es una carrera. Todos los periódicos han hablado de los dos, como para que nadie les preste atención. A menos que se hayan mantenido en contacto entre sí. -Miró a Vlado con las cejas enarcadas-. ¿Socios en el crimen tal vez?

– ¿De verdad crees que Matek es de los que comparte?

– No.

– Yo tampoco.

Vlado tampoco creía que ni Matek ni Andric planteasen necesariamente la mayor amenaza. Harkness podía ser un tercer buscador de fortuna en la fórmula, aunque quizá le interesase más la información que el oro. Una carrera en tres direcciones, pues, entre competidores feroces, cada cual con su propio estilo de maldad. Si Vlado pudiera elegir, darían más explicaciones a Torello, además de a todos los hombres de que pudiera disponer. La seguridad en número parecía una buena idea en aquel preciso instante.

– Son casi las cinco -dijo Pine-. No me importaría descansar un poco mientras pueda. Tal vez podamos tomar una cena ligera más tarde.

Después del pesado almuerzo, Vlado no quería ni pensar en comida. Necesitaba dar un paseo. Algo para calmar sus preocupaciones. Ojalá tuviera otra tarjeta telefónica, aunque sólo fuera para hablar brevemente con Jasmina. Decidió pedir algunas liras cuando Pine y él salieran más tarde.

– Hasta luego, pues -dijo-. Voy a echar un vistazo por la ciudad.

– Saluda a Andric de mi parte si te tropiezas con él. Puede que esté en la ferretería, comprando una pala.

Andric y los otros dos, pensó Vlado. Era extraño cómo aquel lugar tan grande podía parecer tan claustrofóbico.

Salió del hotel pensando en un paseo largo y sin prisas, hasta las lejanas colinas y los huertos de frutales que dominaban la ciudad. Pero el primer kilómetro y los primeros metros de elevación le recordaron lo cansado que estaba. Demasiada tensión, demasiado movimiento. Había dormido en una cama extraña tras otra y se había enfrentado a demasiadas revelaciones fuertes y vívidas, el recuerdo de cuyas imágenes le quemaba en el cerebro como una serie de fotografías escabrosas. Él también necesitaba acostarse, a pesar de haber dormido por la mañana en el coche.

Al regresar encontró un mensaje de Pine encima de la almohada, como un caramelo de menta antes de acostarse. A lo mejor Pine le abriría después las sábanas, pensó, ligeramente irritado por la intromisión.

El mensaje era simple y directo: «Vlado, llama a Robert Fordham». Había un número con el prefijo de Roma. Pero Pine se había asegurado de que su línea telefónica estuviese de nuevo bloqueada para hacer llamadas de larga distancia, y eso lo irritó aún más. Sin importar la confianza que Vlado se hubiera ganado, Pine seguía siendo el leal soldado de a pie respecto a aquellas estúpidas normas de seguridad. ¿Por qué molestarse entonces en dejar el mensaje? Quizá Fordham había llamado para entonar otro mea culpa. O tal vez se había arrepentido de su confesión y quería retractarse. Todo el asunto parecía dudoso, así que se dirigió a la puerta de Pine y llamó con fuerza.

– Un momento -contestó una voz apenas perceptible. Un instante después Pine asomó la cabeza, con el cabello en todas direcciones, los ojos enrojecidos-. ¿Qué hora es?

– Algo más de las seis. Acabo de recoger tu mensaje, pero mi teléfono está bloqueado, como sabes, así que necesito utilizar el tuyo.

– ¿Qué mensaje?

– Éste.

Pine frunció el ceño al ver el papelito y examinó la caligrafía inclinada con tinta azul. Era papel del hotel.

– Yo no lo he escrito. Probablemente es de recepción. En cualquier caso, supongo que necesitas mi teléfono. ¿Te importa si escucho desde el cuarto de baño?

– Siempre que no sea algo demasiado personal.

Vlado marcó el número, sintiendo envidia de Pine por tener la libertad de una línea abierta. A lo mejor podía convencerlo para hacer una llamada a casa más tarde. Contestó una mujer, que dijo algo que Vlado no entendió. Era de suponer que fuera el ama de llaves de Fordham, pero cuando Vlado preguntó por él, la mujer soltó de un tirón algo ininteligible. Probó con el nombre que recordaba.

– ¿Maria? -dijo, pero aquello sólo provocó otra retahíla, y como Vlado seguía sin saber qué decir, la mujer colgó.

– Qué raro -dijo Pine desde el baño-. Parecía algo así como una oficina. Tal vez podamos conseguir que en recepción lo hagan por nosotros. Al menos podrán traducir lo bastante para averiguar qué está pasando.

Bajaron en el ascensor.

– Necesito ayuda para responder al mensaje que me han dejado ustedes -dijo Vlado al recepcionista.

– ¿Qué número de habitación, señor?

– Tres, uno, uno.

El hombre se volvió para inspeccionar los casilleros de las llaves.

– Lo siento, señor. No tiene ningún mensaje. ¿Esperaba una llamada?

– No. Este mensaje. -Le tendió el papelito encontrado en su almohada. El recepcionista lo miró con curiosidad, frunciendo el ceño. Vlado comenzó a tener una extraña sensación-. Lo han dejado en mi habitación.

– Nadie de aquí, señor. Habría habido una luz intermitente en el teléfono, y el mensaje estaría en su casillero, o en el buzón de voz interno. Tal vez un amigo entró mientras usted estaba fuera.

Vlado y Pine intercambiaron miradas de preocupación.

– Pero si estaba encima de mi almohada.

– Es sumamente insólito, señor. Un momento.

El recepcionista cogió un teléfono e hizo dos llamadas rápidas, pronunciando sólo unas pocas palabras cada vez y asintiendo vigorosamente con la cabeza antes de colgar.

– Lo siento, señor, pero ni el personal de habitaciones ni el conserje han entrado en su habitación desde que se registraron. Serían los únicos que podían haberlo entregado. A menos que usted confiase su llave a alguien.

Pine miró a Vlado.

– ¿Qué te parece? -dijo.

Lo que a Vlado le parecía era que Harkness debía estar en la ciudad. Pero si se lo decía tendría que explicar más de lo que deseaba sobre sus roces anteriores con aquel hombre. Sin embargo, Pine había llegado a la misma conclusión desde otra dirección.

– Me parece el comportamiento de un agente secreto. Harkness o Leblanc, intentando impresionarte. A no ser que Leblanc esté de verdad en Berlín.

– ¿Entonces qué significa el mensaje?

– Sólo hay una manera de averiguarlo.

Pine se volvió hacia el recepcionista, que los observaba con interés.

– ¿Podría llamar a este número por nosotros? Lo hemos intentado desde mi habitación pero no hemos podido pasar de la mujer que ha contestado. Ninguno de nosotros habla italiano. Es ese individuo, Fordham, con el que intentamos comunicarnos.

– Desde luego, señor.

Marcó mientras ellos esperaban.

– Un momento -dijo rápidamente, tapando con una mano el auricular y volviéndose hacia Vlado-. Ese tal señor Fordham. Quiere saber si es un paciente.

– ¿Un paciente?

– Sí. Ha llamado usted a un hospital.

– No lo sé. Pero no es médico.

El recepcionista habló un poco más, cogió un lápiz y tomó algunas notas. Al cabo de unos instantes volvió a colgar el auricular suavemente y se volvió hacia ellos con una expresión de grave preocupación.

– Lo siento -dijo en voz baja-, pero su amigo el señor Fordham no puede recibir llamadas. Está ingresado en la unidad de cuidados intensivos -hizo una pausa, como para pensar si debía continuar-. Me temo que no esperan que salga con vida de esta noche.

Vlado sintió que el estómago se le caía a las rodillas.

– ¡Dios mío! -dijo Pine entre dientes detrás de él.

– ¿Le ha dicho por qué lo ingresaron? -preguntó Vlado-. ¿Por el corazón?

– Como un ataque, aparentemente -dijo el recepcionista-. De origen desconocido. Ha dicho que su enfermedad no había sido diagnosticada todavía.

– Esto también recuerda el comportamiento de un agente secreto -dijo Pine-. De la peor especie posible.

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