14

Estuvieron nerviosos hasta que llegaron a Sarajevo, se estremecían cada vez que otro vehículo se acercaba al suyo desde atrás o reducía la velocidad por delante de ellos. Hasta un chirriante carro de granja que bloqueaba la carretera les pareció sospechoso, parte de una posible emboscada, teniendo en cuenta el alcance y las conexiones de Matek a lo largo de la carretera que discurría por el valle desde Travnik.

En consecuencia, hablaron poco en el camino y Vlado tuvo mucho tiempo para pensar. Se decidió por un plan para la tarde, y anunció sus intenciones cuando llegaron por fin a las afueras de la ciudad.

– Estaba pensando que podía hacer una visita a mi antiguo apartamento -dijo en voz baja, rompiendo un largo silencio-. Para ver algunas viejas fotografías y documentos familiares. Cosas que mi madre me dejó al morir. No es mucho. No hice más que echarles un vistazo después del funeral y las guardé en un armario.

– ¿Nombres y direcciones?

– Eso es lo que me estaba preguntando. Si se menciona a alguno de los familiares de mi padre, tal vez alguno conozca a Matek.

– ¿Como el tío del que hablaste?

– El tío Tomislav. Su mujer era hermana de mi padre. Tal vez la tía Melania viva todavía. Pero por lo que sé nuestro antiguo apartamento o ya no existe o lo han vaciado.

– ¿Puede que se haya mudado alguien a vivir en él?

– Es inconcebible que siga vacío. Con todos los refugiados que llegaron, el gobierno entregó muchas viviendas. O la gente se limitó a coger cosas por su cuenta. Lo más probable es que los que se quedaran nuestra casa dieran por sentado que habíamos muerto. Puede que lo vendieran todo. Pero vale la pena comprobarlo.

Pine se encogió de hombros.

– Es mejor que no hacer nada, supongo.

Vlado se preguntó cuánto tardarían en recuperarse de la conmoción de los acontecimientos de aquella mañana. Ni siquiera habían tenido tiempo de quitarse el polvo de yeso, y la manga derecha de Pine seguía manchada de sangre de Benny. Una hora antes, Vlado estaba dispuesto a abandonar y volver a casa. Pero ahora se moría de ganas de hacer algo, algo que pudiera ayudar a localizar a Matek. Seguía sintiendo curiosidad por la relación con su propio pasado, y ahora estaba Benny, lo que hacía que los crímenes de Matek fueran más frescos y personales que nunca, tanto si el Tribunal estaba dispuesto a abandonar el caso como si no. Pine había guardado silencio al respecto hasta entonces, pero Vlado estaba convencido de que pensaba lo mismo. Los dos se sentían como idiotas, incluso culpables, por haber subestimado a Matek, un error de cálculo que le había costado la vida a un amigo. Una visita al antiguo apartamento de Vlado no conduciría a nada. Pero, como había dicho Pine, era mejor que no hacer nada.

Se inscribieron en el Holiday Inn otra vez. Después de ducharse y cambiarse de ropa, como quedaban unas horas hasta la llegada del vuelo de Janet Ecker, Vlado salió a pie, siguiendo una de sus rutas familiares por la ciudad, con la llave del viejo apartamento en el bolsillo. Jasmina había insistido en que la llevara, con la esperanza de que tuviera tiempo de echar un vistazo. Se preguntó cómo estarían ella y Sonja, allá en Berlín. Un fugaz pensamiento de Haris cruzó su mente como una nubecilla, pero aquel nombre lo molestaba más por su relación con Popovic que con Jasmina.

El apartamento estaba en un bloque de edificios bastante nuevos en una ligera cuesta, con vistas a los campos que llegaban hasta el Estadio Olímpico. Los campos fueron en otros tiempos terrenos de juego, pero durante la guerra habían tenido que hacer las veces de cementerio, ofreciendo a Vlado un censo diario del recuento de víctimas desde la ventana de la parte delantera. La zona era vulnerable al fuego de artillería de los tres bandos, y Vlado había vivido casi todo el tiempo en el salón, al lado de la cocina, durmiendo en un sofá. Sin agua corriente ni electricidad durante gran parte del asedio, se había enganchado a una conducción de gas natural, pirateando un suministro hacia su casa a través de una manguera de jardín que había clavado a la pared. Tenía una boquilla para la cocina y otra en la pared, para alumbrarse.

Supuso que todo aquello había desaparecido, pero no tenía inconveniente en recordar el estado de ánimo de las noches solitarias, cuando había poco que hacer salvo pintar un juego de soldaditos de plomo formados ante él en un banco, un trabajo tedioso que hacía pasar las horas hasta que el cansancio le hacía dormirse.

Al volver la última esquina se vio sorprendido agradablemente al ver que el edificio seguía en pie. Habían reparado las ventanas. Y también un pequeño agujero en el tejado. Nuevas tejas señalaban el lugar con un tono más brillante de rojo.

Llamó a la puerta, sin saber a ciencia cierta todavía qué decir, luego le sorprendió reconocer el rostro del hombre que contestó. La última vez que lo había visto, la barba de aquel hombre estaba empolvada de yeso, sus ojos aturdidos. Había sido cinco años atrás, una mañana nevada en que un proyectil había caído en un apartamento del portal contiguo, dispersando a la familia de refugiados que se había instalado allí una semana antes. Vlado se había despertado sobresaltado por la explosión. Después había invitado a los seis a entrar en su casa para recuperarse de la impresión. Aquello había sucedido poco antes de que Vlado saliera clandestinamente de la ciudad en el avión de carga. Ahora, aquí estaban de nuevo, esta vez al otro lado de la puerta, aunque sólo podía recordar sus nombres.

– Konjic -dijo el hombre, sonriendo como para refrescar la memoria de Vlado-. Alijah Konjic. Y usted es Vlado Petric.

– Sí -dijo Vlado, con la esperanza de que su imprevista llegada no se considerase una amenaza.

Al otro lado de la puerta pudo ver el viejo sofá, el que había sido su cama durante dos años. La familia Konjic había llegado a Sarajevo sin muebles, así que su casa abandonada debió de parecerles una bendición del cielo.

– Entre, por favor -dijo Konjic con una cordialidad auténtica. Hizo un gesto ampuloso con el brazo para indicar a Vlado que cruzase el umbral-. Mi esposa, Nela. Mis hijos. Todos están aquí, y le debemos tanto…

– Hola -se oyó una voz de mujer desde la cocina.

Vlado se volvió para ver a Nela con el delantal puesto y una cuchara de madera en la mano. Dos niños estaban sentados en el sofá, absortos ante un pequeño televisor en blanco y negro colocado encima de una mesa. Un tercer niño, de más edad, estaba sentado en el suelo haciendo los deberes. Konjic había dicho que todos estaban allí, pero Vlado recordaba a seis miembros de la familia. Faltaba el cuarto niño, el más pequeño, y se preparó para recibir más malas noticias.

Entonces, para inmensa satisfacción de Vlado, el niño entró en el salón, ahora casi medio metro más alto, llevando uno de los soldaditos que Vlado se había dejado. Vlado sonrió, y Konjic pareció entender por qué.

– Ah, sus soldados. Jugó con ellos la primera vez que nos vimos. Después de que explotase el obús. Fue lo primero que buscó cuando volvimos.

Y en ese punto el entusiasmo de Konjic decayó, como si se diera cuenta de pronto de las consecuencias del regreso de Vlado. Más o menos todo lo que había en la habitación, excepto un pequeño aparato de televisión, les había pertenecido a Jasmina y a él antes de la guerra. Les seguía perteneciendo legalmente, aunque ahora pareciesen más bien objetos sacados de un museo: el sofá, las sillas, la pequeña alfombra ovalada que había sido un regalo de boda de la madre de Jasmina, la vieja fotografía del puente de Mostar en la pared. Era como entrar en una cápsula del tiempo, y Vlado se apresuró a despejar los temores de Konjic.

– Sólo he venido a pasar unos días -dijo, y vio cómo Nela se relajaba-. Ahora vivimos en Alemania. Mi esposa pudo llevarse los objetos más valiosos cuando ella y mi hija se fueron, dos años antes que yo. No he venido a reclamar nada. Pero sí quiero buscar una cosa. Una vieja caja con fotografías y papeles. Viejos documentos familiares. Algunas cosas personales que me dejé.

– Sí -dijo Konjic, efusivo en su alivio-. Sí. Ya sé a qué caja se refiere. La hemos guardado. Lo hemos guardado todo, ya sabe. Unas cosas porque las hemos utilizado, desde luego, pero toda su ropa y todo lo demás, todo sigue estando aquí.

– Lo único que me interesa es esa caja -dijo Vlado-. Quédense con lo demás. Véndanlo si lo desean. Puedo venir después a recoger el resto de los objetos personales, si traigo de nuevo a mi familia. Pero hoy no tengo tiempo.

– Sí. Sí, desde luego. Venga. Está ahí atrás.

Entraron en el dormitorio de la parte posterior. A Vlado le asustó el vestíbulo familiar, los olores del lugar, la casa, las alfombras en el suelo. Konjic abrió un armario y tiró de una caja de cartón que estaba en la balda superior. Era la que recordaba.

– Creíamos que lo habían matado -dijo Konjic-. Alguien nos dijo que era usted policía, y oímos decir que habían matado a tiros a un policía a la orilla del río la noche después de conocerlo. Después nos enteramos de que no era usted, que a lo mejor se había escapado. El periódico no dijo nada, y nadie parecía saber gran cosa. Así que decidimos guardarlo todo. Por si volvía algún día.

Konjic parecía un buen hombre. Vlado se alegró de que hubieran terminado quedándose en el apartamento, pero se preguntó qué pensarían sus antiguos vecinos -si es que quedaba alguno- de aquella tribu de campesinos de una aldea remota, llevando sus costumbres rurales al centro de la ciudad.

– Hubo gente que intentó matarme -dijo Vlado-. Contrabandistas. Me dispararon, pero fallaron. Es una historia muy larga -y que se sigue repitiendo, pensó, rememorando aquella mañana-. Ahora estamos en Berlín. Puede que volvamos, puede que no. Pero no aquí. El apartamento es suyo.

Como para sellar el trato, sacó la llave del bolsillo. Se la entregó con solemnidad, lo más cercano que había a una escritura. Con eso, el alivio de Konjic fue completo, y Vlado se preguntó con qué frecuencia la familia había temido una visita como aquélla. Aun cuando el viaje no sirviera para ninguna otra cosa, al menos dejaría en paz a aquella gente.

Konjic puso la caja en la cama.

– Tómese el tiempo que desee -dijo-. Estaré con los niños.

Cerró la puerta del dormitorio tras él, dando privacidad a Vlado. Sólo el ruido amortiguado de la televisión al otro lado de la puerta, un sonido apenas perceptible de disparos y chirridos de neumáticos.

Vlado abrió la caja. Encima había facturas y recibos antiguos, manuales de instrucciones de aparatos de radio, una televisión, una taladradora. Había fotografías, algunas instantáneas de Sonja cuando era un bebé. Las apartó, sabiendo que no pararía hasta encontrar lo que buscaba, pero incapaz de resistirse de vez en cuando a los recuerdos. Su licencia de matrimonio. Unas fotografías de amigos en una fiesta, de 1989. Un montón de redacciones manuscritas de cuando él era niño que su madre había salvado y entregado a Jasmina poco antes de casarse. Se acordó de una noche incorporado en la cama -aquella cama- hasta muy tarde, leyéndolas mientras Jasmina se reía con un mechón de pelo tapándole la cara. Viejas revistas que había salvado por una oscura razón u otra. Y después, a la mitad de la caja, allí estaba, un gran sobre marrón con la letra de su madre en la parte superior: «Para Vlado».

Recordó a la mujer de corta estatura que había sido amiga de su madre, y que se lo había llevado el día siguiente al de su funeral, cuando había terminado de sacar los muebles del apartamento de su madre. Había sido un gran oficio católico, con el sacerdote haciendo oscilar un incensario mientras avanzaba lentamente por el pasillo. Se preguntó qué sabía su madre del pasado de su padre. ¿Había guardado ella también sus secretos, o también a ella la había engañado, y creía en la bondad y honestidad esenciales de su marido, el silencioso y virtuoso trabajador que se ganaba la vida honradamente con sus manos fuertes pero tiernas?

Su madre no procedía del mismo pueblo, ni siquiera de la misma parte del país. Se habían casado sólo un año después del regreso de Enver de Italia. Ella era muy católica. En ese momento se preguntó si siempre había sabido que su padre también era católico en secreto. Quizás ella también fuera una especie de nacionalista étnica a su callada manera, lo que explicaría su frustración con su hijo, el no creyente que sólo rendía culto a las estrellas del fútbol y a su propio futuro.

No había gran cosa dentro del sobre, tal vez veinte o treinta hojas en total, que era más o menos lo que Vlado recordaba. Parte de ellas de un manual técnico, antiguas instrucciones para la maquinaria del taller donde su padre había trabajado. Había un gráfico de un torno metalúrgico, con todas las partes móviles numeradas, y Vlado se imaginó a su padre detrás de la máquina, trabajando duramente, mientras las virutas rizadas del metal se acumulaban entre el vello de sus antebrazos.

Había un viejo programa de fútbol, quizá del partido de sus sueños. Echó un vistazo a las fotografías de los jugadores, la mayoría de cuyos nombres había olvidado, aunque un día significaran mucho para él. En el fondo del montón había algunas fotografías más.

Una en particular le llamó la atención. Era de cuatro hombres de uniforme. A la derecha, apoyado en un roble gigantesco, estaba su padre. ¿Quiénes eran los otros tres, y dónde estaban cuando se tomó la foto? El de la izquierda le resultaba familiar, y cayó en la cuenta de que debía de ser el tío Tomislav. Sí, aquella cara larga con orejas de soplillo. Sí, seguro. Vlado miró detenidamente los otros dos rostros, en busca de algún signo del hombre al que había conocido el día anterior. Pero ninguno de los dos hombres era Matek. Dio la vuelta a la fotografía, buscando una dedicatoria, pero sólo había el sello del estudio que había hecho la copia, con una dirección en Mostar, en el suroeste, la ciudad más cercana al pueblo natal de su padre, Podborje.

La topografía indicaba sin lugar a dudas que la fotografía no se había tomado cerca de Jasenovac, donde el paisaje era llano y verde. En el fondo había colinas y más colinas, y los hombres parecían relajados, en paz con ellos mismos. No había fecha, pero conjeturó que debía de haber sido tomada en una fase anterior de la guerra, quizás antes de que nadie hubiera disparado un tiro.

Tal vez la tía Melania en Podborje supiera algo más sobre los movimientos de su padre durante la guerra. Vlado volvió a colocar los demás papeles en la caja, metió la fotografía en el sobre y se la guardó en el bolsillo interior de la chaqueta. Oyó abrirse la puerta detrás de él, el sonido de la televisión subió de volumen.

– ¿Ha encontrado algo de valor?

Era Konjic, asomándose por encima de su hombro, vencido por la curiosidad. Vlado lo miró desde el viejo lecho familiar, aclarándose la garganta.

– No mucho. Algunos recuerdos de mis padres.

Konjic sonrió abiertamente, como si para él fuera una gratificación personal que la misión de Vlado hubiera sido un éxito.

– Por favor, cuando haya terminado, he venido a decirle que mi esposa ha hecho café. Mis hijos han salido a buscar un pastel. En honor a su regreso.

Vlado podía haber jurado que Konjic le hacía una ligera reverencia, un gesto extrañamente conmovedor de aquel hombre al que apenas conocía. En el esquema más amplio de las cosas, aquella gente no le debía nada. Podían haber encontrado con la misma facilidad un apartamento desocupado en otro lugar. Pero si lo que deseaban era demostrar su gratitud, lo aceptaría, aunque tuviera poco tiempo que gastar. O puede que sólo tuviera ganas de estar entre una familia precisamente en ese momento, con hijos e hijas y sus padres, apiñados en torno a una mesa para comer y beber.

– Gracias. Me gustaría -dijo.

Se congregaron en la cocina, los niños dándose codazos para ocupar sus puestos mientras todos dejaban pasar a su invitado. La mesa era nueva, toscamente labrada pero sólida, con las líneas limpias y las ensambladuras bien encajadas. La que fuera de Vlado y Jasmina no habría sido lo bastante grande. Vlado pasó las manos por la superficie lijada y barnizada.

– La he hecho yo -dijo Konjic, orgulloso-. Todo con herramientas de mano. Espigas y mi trabajo de ensambladura. Ya no se pueden conseguir tornillos, herramientas mecánicas y cosas así. Al menos si no se tiene un montón de divisas fuertes.

– Está muy bien hecha.

La expresión de Konjic se iluminó de pronto, y se levantó de un salto.

– Casi se me olvida -dijo.

Desapareció en el vestíbulo. Después de un breve traqueteo metálico volvió llevando en la mano una caja de herramientas abollada que Vlado reconoció como la de su padre, su única herencia. Le hizo temblar ligeramente el verla ahora, y no pudo menos de contemplar el poder de destrucción de los martillos, los destornilladores, las llaves inglesas, aun cuando dudaba de que la caja de herramientas hubiera pertenecido a su padre hasta mucho después de la guerra.

– Era de mi padre -dijo débilmente mientras Konjic ponía la caja pesadamente en un extremo de la mesa.

– Entonces debe llevársela -dijo Konjic, sonriendo abiertamente una vez más, aunque la caja de herramientas era sin duda una de sus posesiones más preciadas y valiosas.

Al margen de lo que aquellas herramientas hubieran simbolizado en el pasado del padre de Vlado, habían construido aquella robusta y hermosa mesa.

– No -dijo Vlado, esbozando una sonrisa forzada y negando con la cabeza-. Ahora es suya. No sabría qué hacer con ellas. Quédesela.

Konjic asintió, sin decir palabra, como si percibiera que aquellos objetos podían tener algo más que una función y una utilidad. No había abierto la caja, pero Vlado no quería mirar en su interior. En cambio, recorrió con la vista la mesa y advirtió que el niño más pequeño lo miraba desde el extremo, el que estaba jugando con sus soldados. Vlado le sonrió.

– Espero que disfrutes con esos soldados -dijo, con el deseo de cambiar de tema-. Yo los pinté todos. Pero sólo fue un entretenimiento para pasar el tiempo. No quiero que me los devuelvas. Demasiados recuerdos de la guerra. Así que me alegro de que te sirvan para algo.

– Cuéntale la historia, papi -dijo el niño-. Cuéntale lo del soldado.

Los ojos del padre brillaban.

– ¿Se acuerda de aquella mañana, cuando nos invitó a entrar?

– Sí. La explosión me despertó. No estaba seguro de que todos estuvieran bien, y me preocupaba que pudieran caer más proyectiles.

– Fuimos de aquí al hospital, sólo para que nos examinaran, como usted nos dijo. Todo estaba bien. Entonces decidimos ir a buscar nuestra comida del día. Pan, agua y arroz. Ya sabe, lo normal. Nos repartimos las tareas. Nela y Mirela harían cola para el pan. Éste y yo -despeinó el cabello del niño pequeño- haríamos cola para el agua. Fue entonces cuando miré y vi a Hisham jugando con uno de sus soldados. Lo había cogido de la mesa cuando nadie le miraba. Le mandé que lo volviera a poner en su sitio y pensé que así lo había hecho.

Vlado recordó que él también lo había pensado, y se acordó incluso de que le había decepcionado que el niño no se lo hubiera quedado.

– Estuve a punto de decirle que se quedara con uno -dijo Vlado-, pero usted pareció muy severo al respecto, y ya sé lo que pasa cuando se intenta disciplinar a los hijos. No queremos que nadie nos contradiga. Por eso me contuve.

– Que era lo que tenía que hacer. Pero aquí el pequeño Hisham, cuando nadie miraba se llevó uno. Y en cuanto lo vi le dije: «No. Tienes que devolverlo». Así que Hisham y yo regresamos a su apartamento. Usted ya no estaba, pero la puerta no estaba cerrada con llave, así que volvimos a poner el soldado en la mesa con los demás. Me aseguré personalmente de que así era. Para entonces, claro, llegábamos por lo menos diez minutos tarde para hacer la cola del agua. ¿Y qué cree que pasó entonces?

Vlado negó con la cabeza.

– Al llegar a la cola del agua nos enteramos de que un proyectil había caído sólo cinco minutos antes. Habían muerto cuatro personas, incluidos dos niños. Así que, ya ve, de no haber sido por su soldado, bueno, podríamos haber sido nosotros lo que estaban allí. Su hombrecillo azul, señor Petric, nos salvó la vida. Así que cada vez que Hisham juega con ellos, nos recuerdan la guerra, pero también nos recuerdan a usted, y todos los recuerdos son buenos.

Konjic asintió con la cabeza de manera cortante, como si aquélla fuera su última palabra sobre el asunto.

Vlado sintió que la balanza había comenzado por fin a reequilibrarse en su favor. Como consecuencia de su partida un niño había muerto. Aquella mañana también había muerto un compañero. Pero ahora, por fin, estaba aquel niño que había sobrevivido, sentado en un extremo de una mesa construida con las herramientas de su padre, sonriendo, con glaseado en las mejillas.

– Gracias por contármelo -dijo Vlado sin levantar la voz, dejando la taza vacía en el platillo-. Y también gracias por todo esto.

No hablaron mucho a partir de entonces. En su mayor parte muchas sonrisas y risas por tonterías que hacían los niños. Media hora más tarde Vlado se levantó de la mesa.

– Será mejor que me vaya. Tengo mucho que hacer en Sarajevo.

La familia lo acompañó hasta la puerta, despidiéndolo como si fuera un viejo amigo que había venido cargado de maravillosos regalos. Era un regreso mejor de lo que nunca habría esperado, y hasta que no hubo bajado la mitad de la cuesta que llevaba hasta el Holiday Inn no se acordó de la fotografía que había guardado en el bolsillo. Aceleró el paso, rozando el borde del sobre con las yemas de los dedos, preguntándose qué podía esperarlo, si es que había algo, en la casa del tío Tomislav en Podborje. Quizás el Tribunal había terminado de buscar a Pero Matek -lo sabría con seguridad esa tarde-, pero él no, y en ese momento le parecía que bien valía la pena una visita a Podborje.

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