15

El vuelo de Janet Ecker llegó con casi una hora de retraso, por lo que apenas les quedó tiempo para otra cosa que no fuera la reunión prevista con Harkness y Leblanc en el Holiday Inn. Janet tuvo que informar a Vlado y Pine en el trayecto desde el aeropuerto.

– Primero lo más importante -dijo Janet-. Contreras quiere que sigáis en el caso.

Aquello era una sorpresa, pero de las buenas.

– Oficialmente, por supuesto, no lo llamamos una búsqueda. Oficialmente seguís pistas sobre el paradero de un testigo material. Un testigo que por cierto acaba de asesinar a un compañero. Pero teniendo esto presente… -Sacó un sobre de su portafolios-. Tenéis billetes para un vuelo de mañana a mediodía.

– ¿Adónde?

– A Roma. Los dos. -Miró a Vlado-. Siempre que sigas dispuesto a viajar.

Vlado asintió con la cabeza. Cualquier cosa que le permitiera seguir la persecución de Matek.

– ¿Por qué Roma? -preguntó Pine, con un asomo de interés en la voz.

– Tenéis que ver a alguien allí. Robert Fordham. Del contraespionaje del ejército. O lo fue hace tiempo. Fue el responsable de vigilar a Matek en la Roma de la posguerra. Vlado necesitará un visado, desde luego. Los italianos han prometido tener uno listo para mañana por la mañana.

– ¿Y qué hay de Andric? -preguntó Pine.

– Tenemos a una docena de personas ocupándose del caso. Lo más probable, de todos modos, es que ya esté en Serbia. En cuanto a lo demás, Spratt ha dispuesto lo necesario para que venga alguien a hacerse cargo de Benny. Tenía familia en Nueva York. Van a repatriar el cadáver. Se celebrará un funeral conmemorativo este viernes en La Haya.

Aquello les hizo callar por un momento. Después Pine tomó la palabra.

– Pero sigo sin entender cuáles son nuestras prioridades. Personalmente, estoy totalmente a favor. Después de lo que le ha pasado a Benny, prefiero perseguir a Matek antes que a nadie. Pero si fuera un contador de habas del Tribunal diría: esperad un momento, estamos desperdiciando un montón de recursos limitados para buscar a un viejo a quien no nos corresponde buscar. Ni siquiera por asesinato.

– Alguien puede decirlo todavía. Pero por el momento el único que quiere que dejemos el caso es Harkness. Éstas son las órdenes, de todos modos. Así que estad preparados para un sermón.

– Creía que todo esto era idea suya. Suya y de Leblanc. ¿Y ahora que hemos perdido a un buen hombre espera que abandonemos sin más? ¿Pero qué coño está pasando?

– Tal vez debas preguntárselo a él. Pero hay algo de todo esto que parece asustarlo.

– ¿Y qué decimos cuando pregunte cuál será nuestro paso siguiente?

– Mencionamos Roma, y eso es todo. Y no damos más datos.

Llegaron al Holiday Inn con sólo unos minutos de margen y subieron a toda prisa a una pequeña sala de juntas donde esperaban los dos enviados. Leblanc estaba sentado con calma en uno de los lados, con una sonrisa remilgada que era casi una sonrisita de complicidad. Harkness vestía una chaqueta de tweed. En verdad traía a la mente la imagen de un caballero rural británico, pensó Vlado, que albergaba la esperanza de que no hubiera más apartes relacionados con Popovic. Se sentaron en torno a una mesa ovalada, mientras Harkness se dirigía a grandes zancadas hacia un extremo como si fuera el maestro de ceremonias.

– ¿Desean beber algo, caballeros? -preguntó-. Y señora, desde luego.

Vlado casi esperaba que tuviera preparado un gin tonic, habida cuenta del porte de aquel hombre, pero la única bebida que había a la vista era una botella de agua mineral.

– Me gustaría comenzar expresando mi pésame. Supongo que todos hemos aprendido una triste y costosa lección esta mañana.

– ¿Y qué lección sería ésa? -preguntó Pine abruptamente.

– Que este lugar sigue siendo muy peligroso, y también que el Tribunal, pese a su crecimiento, no está realmente preparado para la cuestión de las persecuciones. No deberíamos haberles empujado a desempeñar ese papel. Nuestras disculpas. Y nuestras más sentidas condolencias por Benny. Era un tipo espléndido.

Cabía suponer que hablase también en nombre de Leblanc, aunque a juzgar por la expresión del francés no estaba claro que compartiera la disposición de Harkness a aceptar la culpa. Janet y Pine guardaban silencio, y Vlado no pudo por menos de contrastar la fría atmósfera con la calidez del hogar que había visitado -su propio hogar, tuvo que recordarse- sólo unas horas antes. Se preguntó también por la manera en que Harkness se había hecho cargo, como si le correspondiera a él dirigir la operación.

– Evidentemente -continuó-, nuestra principal prioridad ahora es Andric, a pesar de las cuestiones personales que hay en juego. Tengo previsto mantener una conversación con Contreras antes de nada para asegurarnos de que está en la misma página. Se ha informado también al Departamento de Estado, desde luego, y su posición es la misma. Si la policía va a tener que vigilar la mitad de las estaciones de ferrocarril y de los aeropuertos de Europa, también podríamos centrarnos en la presa más importante, a pesar de los acontecimientos de esta mañana en Travnik. Por no hablar de los problemas obvios de jurisdicción y autorización.

– Esta reunión es sólo de cortesía -dijo Pine, con la cara encendida-, y las órdenes del Tribunal dicen claramente que Vlado y yo debemos seguir la pista de Matek. Janet me respaldará en ese punto.

– «A la mierda la jurisdicción» -dijo Janet-. Palabras textuales de Contreras hace una hora.

– Recobrará el juicio pronto -dijo Harkness, limpiándose las gafas con un pañuelo-. Cuando el dolor haya pasado o cuando tenga otro agente muerto del que responder. Esperemos que sea lo primero, no lo segundo.

– Nosotros no somos agentes -dijo Pine, aún más rojo-. Ése es vuestro mundo. Nosotros sólo somos investigadores y fiscales. Y si no supiera lo que sé, diría que acabas de amenazarnos.

En ese momento le tocó a Harkness el turno de enojarse. Tiró las gafas encima de la mesa con fuerza casi para romperlas y apuntó con un dedo rosado a Pine.

– No es una amenaza. En absoluto. Benny Hampton era un buen hombre. Nadie aquí lo discute. Pero meterse en asuntos que no son de la maldita competencia del Tribunal lo único que puede hacer es crear más problemas. Seguid adelante si queréis. Pero no esperéis el mismo entusiasmo del Departamento de Estado cuando llegue el momento de soltar la pasta para otro presupuesto del Tribunal. Y esto sí es una amenaza. En este punto, todo lo que reste recursos para la captura de Andric es un despilfarro y un obstáculo.

– Como si ninguno de nosotros supiera que Andric se ha ido -dijo Janet.

– A Serbia, quieres decir -dijo Leblanc, que hasta ese momento se había conformado con observar a los americanos atacarse mutuamente-. Tendría sentido. Milosevic acoge a todo aquel que puede y lo envía a Kosovo. Un cable de esta mañana, y estoy seguro de que monsieur Harkness ha recibido la misma información, dice que acaban de trasladar a otros veinte mil.

– Creía que los serbios eran amigos vuestros, Guy -dijo Harkness, aparentando una actitud campechana-. Y ya que se ha sacado el tema, no va a decirnos que alguien de su bando no avisó al general Andric, ¿verdad? No lo iba a plantear por cortesía, pero ya que estás tan seguro de su destino actual parece apropiado.

Se produjo un incómodo silencio. Desde el principio de aquella operación, Vlado se había preguntado por la naturaleza exacta del trabajo que hacían Harkness y Leblanc. Cuando era adolescente estaba de moda catalogar a todos los visitantes estadounidenses de agentes de la CIA. Todos los británicos eran del MI-5, y los escasos rusos eran por supuesto del KGB. Tenía más de juego que una creencia, hasta el punto de convertirse en un tópico idiota. Cuando los Juegos Olímpicos llegaron a Sarajevo en 1984, sus amigos convirtieron en juego el «seguimiento» de ciertos atletas y turistas por las zonas de bares nocturnos, fingiendo haber identificado realmente a un agente. Pero en el caso de Leblanc y Harkness, advirtió Vlado, el truco de salón era mucho más complejo. Por una parte, parecían hacer de todo menos darle codazos y hacerle guiños para convencerlo de que sus conexiones eran mucho más profundas que el mero mundo diplomático. Pero no paraban de cotorrear sobre sus jefes en el «Departamento de Estado» o en el «Ministerio de Exteriores». Era desconcertante, sobre todo porque no estaba seguro de con quién estaba tratando, si con el representante de un país o con el de un organismo que tenía una agenda más reservada. O quizá con aquellos dos, pensó, las apuestas eran personales.

– A lo mejor vosotros podéis discutir más tarde -dijo Janet-. Pero mientras no se nos diga lo contrario, desde La Haya, no desde Washington o París, seguimos en el caso Matek. Esto es una reunión informativa en vuestro beneficio, no una sesión de planificación que tenéis que dirigir.

– De acuerdo -dijo Harkness-. Seguiré jugando. ¿Y cuál podría ser vuestro siguiente paso en esta trascendental persecución de Matek? Como cortesía solamente, desde luego.

– Pensamos en Roma como posible destino.

Harkness se echó a reír, y después bebió agua con ganas.

– No iréis a perder el tiempo hablando con ese viejo charlatán de Bob Fordham, espero.

Janet se estremeció, pero no dijo nada.

– Sé que aparece en todos esos viejos cables. Pero se sabe que ese hombre no es de fiar. Por eso se borró, ya sabes. Nadie podía creer una palabra de lo que decía. La prioridad para todos nosotros debería seguir siendo Andric. Y si puedo añadir algo de mi cosecha, simplemente como asesor, desde luego, diría que la clave para encontrar a Andric es encontrar a Branko Popovic.

Vlado intentó no mostrar su sorpresa. Se le pasó por la mente la imagen del cuerpo de Popovic en el maletero, boca abajo como Benny, con la carne pálida y sin vida como la de Benny, la oscura mancha de sangre en la espalda.

– Hay un hombre que tiene algunas conexiones de verdad en el ejército que puede ayudarnos si lo encontramos -dijo Harkness-. No sólo en el caso de Andric, sino también en el de Matek. Los mismos amigos sospechosos. Y por lo que he oído, ciertas partes han trabajado ya para cerrar un trato de inmunidad a cambio del testimonio de Popovic. No quiero decir que seamos nosotros ni quiero decir que sea vuestra gente, Guy. Puede que hasta seamos todos, bajo los auspicios del Tribunal. Al menos eso es lo que he oído.

Aquello era una noticia para Pine, aparentemente.

– ¿Un trato? El auto de procesamiento lleva más de un año, si es a eso a lo que te refieres. Un acta de acusación secreta, de acuerdo. Pero no hay nada más que eso.

Janet, con aspecto afligido, tomó la palabra.

– En realidad, Calvin, se mantienen conversaciones en niveles muy superiores al nuestro desde hace bastante tiempo. No puedo hablar con autoridad, pero Spratt y Contreras querían liarlo por distintas razones. Al parecer Popovic sabe cosas sobre mucha gente importante, y no sólo de Andric.

– No voy a decir que no -dijo el francés, que mantenía la mirada fija en la mesa.

– Disculpad -dijo Harkness-, pero ¿podría ser éste un buen momento para pedir a nuestro amigo balcánico el señor Petric que salga de la sala?

Vlado se puso tenso. Se preguntó de qué más se había enterado Harkness en relación con Popovic en los últimos días y qué podría significar para él. No había modo de que abandonara la sala voluntariamente, pero alguien debía decirlo por él. Cuando por fin llegó la ayuda, provino de un rincón improbable.

– Personalmente -dijo Leblanc-, no entiendo por qué nadie tiene que irse.

– Personalmente, yo estaría de acuerdo en este punto -respondió Harkness, irritado-. Profesionalmente, cuanto más pequeño sea el circuito, mejor.

– Pero Paul -continuó Leblanc, con una mirada que revelaba que la conversación había ido precisamente hacia donde él quería-, en lo que a Vlado se refiere, todo esto es personal. ¿O te has olvidado de las conexiones que hicieron que nos fijásemos en él? ¿No crees que se ha ganado la inclusión?

Vlado esperaba que la única conexión a la que se refería fuera la de su padre. A juzgar por el súbito sonrojo de Harkness, ése parecía ser el caso.

– Sí, desde luego -dijo Harkness, ruborizándose-. Supongo que no estoy acostumbrado a incluir a locales en esta clase de asuntos. No era mi intención ofenderte, Vlado.

– Tomo nota, Paul -dijo Vlado, deteniéndose en el nombre-. Al fin y al cabo, sólo se trata de mi país.

Leblanc agachó la cabeza, conteniendo la risa.

– Una vez zanjado este asunto -dijo Pine-, ¿qué tiene que ver algo de esto con Popovic, a no ser su condición de testigo contra Andric?

Harkness miró a través de la mesa hacia Leblanc.

– Guy, ¿quieres decir algo al respecto?

Leblanc se encogió de hombros.

– Ha trabajado para los dos. Además de lo que ofrezca al Tribunal.

– Nos ha dado algunas cosas bastante buenas -dijo Harkness-. Ayuda en la selección de objetivos militares. La última palabra sobre el pensamiento de los dirigentes yugoslavos. Se ha convertido en todo un chaquetero. A buen precio, desde luego. -Miró a Vlado-. Y sin duda le costaría la vida si llegara a saberse. Suponiendo que no se la haya costado ya.

– ¿Crees que podría estar muerto? -preguntó Pine.

Vlado se apretó las manos bajo la mesa.

– Es una posibilidad -dijo Harkness.

– A menos que haya desaparecido del mapa para ayudar a Andric -agregó Leblanc-. Otra posibilidad. Tal vez Andric ofreció más que el Tribunal por sus servicios.

– Eso no tendría sentido -dijo Pine-. No si volver la prueba contra Andric era de verdad su billete para la libertad.

Harkness y Leblanc intercambiaron miradas, Harkness con una mirada que pareció de advertencia.

– Hay otros aspectos -dijo Leblanc-. Pero me temo que no puedo compartirlos precisamente ahora.

Pine se volvió hacia Janet.

– ¿Sabes de qué coño están hablando?

Janet bajó la cabeza.

– No.

– ¿Estás segura? -dijo Pine con irritación-. ¿Dadas tus conexiones con «la comunidad»?

Cuando levantó la vista, fue evidente que Janet estaba furiosa.

– Segurísima. Y no vuelvas a poner en entredicho mis palabras, sobre todo en lo que se refiere a mis supuestas conexiones.

Vlado seguía intentando reunir las piezas cuando levantó la vista y vio a Harkness riéndose, mirando hacia él.

– Pareces un poco pasmado, viejo amigo. Bienvenido a la jungla de los espejos.

– «Jungla de los espejos» -repitió Vlado.

Era una expresión interesante.

– Un viejo espía paranoico lo dijo refiriéndose a la comunidad del espionaje -explicó Janet-. Sobre todo porque nunca aprendió a distinguir la diferencia entre las imágenes reales y los reflejos. Resume a la perfección esta situación, diría yo.

– Ya que estamos con el tema de la perplejidad -dijo Leblanc-, en mi opinión las tres desapariciones pueden estar relacionadas. Incluida la de Matek.

Harkness le lanzó una mirada sombría.

– Creo que ahora estamos hablando fuera de la norma, Guy.

– Todos queremos lo mismo, ¿no es así, Paul?

– Dímelo tú. Pero mientras no se descubra el pastel, ¿puedo ofrecer algún otro consejo?

– ¿Por qué no? -dijo Pine-. Nos lo vas a dar de todos modos.

– Vayáis donde vayáis, andad con pies de plomo. Os engañáis si pensáis que Matek no tiene alcance internacional. Ya habéis silbado una vez al pasar por la tumba, caballeros, y mirad adónde os ha llevado eso. Si metéis la pata en Italia podría ser peor. Así que ¿por qué no lo dejáis en manos de los profesionales?

– Pensaba que éramos profesionales -dijo Pine.

– Sabes a qué me refiero. Además, podría ser más productivo buscar primero a Popovic. Y por lo que sé de ese hombre, hay un montón de buenas pistas en Viena, en Zúrich y especialmente en Berlín. Tú eres berlinés, Vlado. Debes de tener contactos en la comunidad yugoslava de allí. Seguro que alguien habrá visto a Popovic, al margen del nombre con el que viaje.

Vlado se preguntó si era el único en la sala que pensaba que la sonrisa de Harkness parecía de pronto predadora. ¿A quién debía temer más, se preguntó, a Matek o a Harkness? Pero estaba a punto de enredarse aún más con los dos, llevado por su interés por el pasado de su padre. El desafío consistía en no caer en el lazo.

– Se me ocurre una idea mejor, Paul -dijo Janet-. ¿Qué tal si nos dices cómo encajan las piezas, y así podremos ayudarte después aún más? Teniendo en cuenta lo que piensas de nuestro trabajo.

– Hemos ofrecido ya más información de lo que me hubiera gustado -dijo, mirando significativamente a Leblanc-. Pero si puedes ser más precisa en cuanto a lo que quieres saber, tal vez pueda ayudarte.

Era el viejo truco del burócrata. Te diré lo que tengo siempre y cuando ya lo sepas. Pero Janet lo puso en evidencia.

– Seré muy precisa. Hay un documento del expediente de seguridad de Matek que no puedo tocar. Su repatriación en mil novecientos sesenta y uno. Al parecer tú lo has visto, pero todas las peticiones que hago son baldías.

– Me temo que no nos corresponde a nosotros revelarlo. Tendrás que pedírselo a los yugoslavos.

– Quizá deberías esforzarte un poquito más para liberarlo, sobre todo si Belgrado sigue queriendo que los antiguos criminales de la Ustashi como Matek queden a buen recaudo.

– No he dicho que no lo hayan revelado. Lo que he dicho es que no nos corresponde a nosotros revelarlo. Algunas cosas se nos confían con condiciones. Sometidas a ciertas restricciones.

La cara de Janet estaba tensa.

– Eso es absurdo.

– No. Se llama protocolo diplomático. Sucede siempre.

– Sabes perfectamente que siempre hay formas de sortear esa clase de protocolo. Especialmente desde donde tú estás sentado. Y no hablo de tu mesa en el Departamento de Estado.

Al menos alguien había dejado por fin de marear el tema, pensó Vlado. Harkness estaba claramente disgustado, aunque Leblanc exhibía una afectada sonrisa.

– No hay por qué hacer de esto una cuestión personal -respondió Harkness con serenidad. Y después, lanzando una sonrisa descarada a Pine, agregó-: Tú mejor que nadie, Janet, deberías saber cómo no hacer de las cosas una cuestión personal. Te ofusca.

Janet se puso roja como un tomate. Leblanc revolvió unos papeles, con una expresión tan anodina como si acabara de asistir a la reunión más tranquila del mundo.

– En fin, señora, caballeros -dijo Harkness en tono triunfal, levantándose de pronto de su asiento-. Parece que hemos cubierto el terreno necesario. Os deseo lo mejor en vuestra insensata persecución, por mucho que os apartéis del buen camino. Y salud.

Alzó su vaso de agua, como si brindara con champán por el final de un partido de cricket.

Nadie le secundó en el gesto.

– Ha sido una experiencia que podía haberme ahorrado -dijo Pine unos instantes después, todavía echando humo. Él, Janet y Vlado estaban en la cafetería del hotel-. ¿Alguno de vosotros tiene idea de a qué se referían con conexiones entre los sospechosos?

Janet negó con la cabeza.

– Pero tiene que estar en alguna parte de los expedientes. O puede que Fordham lo sepa. ¿Por qué si no iba a querer Harkness alejarnos de Roma? Apuesto a que Popovic no es nada más que un callejón sin salida.

Pues claro que lo era, pensó Vlado, que sólo quería cambiar de tema.

– Decidme -dijo-. Harkness y Leblanc no son sólo diplomáticos, ¿verdad?

Pine sonrió.

– Son secretas, quieres decir.

– ¿Secretas?

– Espías. Inteligencia. O en el caso de Harkness, de la CIA, con cobertura diplomática.

– Sí. Secretas, entonces.

– Tal vez. Eso es lo que se ha supuesto siempre, aunque nadie lo diga.

– ¿Por qué no sale alguien sin más y lo dice?

Janet se echó a reír.

– ¿Quieres decir, «Hola, soy Paul Harkness, de la CIA»?

– No. Pero uno de vosotros debería habérmelo dicho.

– Supongo que te acostumbras a tratar con gente como ellos cuando trabajas en sitios así -dijo Pine-. Además, nunca se sabe a ciencia cierta.

– Así que tratas con ellos de la misma manera en que lo harías con cualquier extraño -agregó Janet-. Aun en el caso de que sean diplomáticos convencionales, siempre tendrán sus propias agendas, y créeme, algunos son tan arteros como cualquier secreta. Así que cooperamos cuando no nos queda más remedio, pero de lo contrario somos muy reservados.

– Pero vosotros dos sois americanos. Así que debéis estar del lado de Harkness. Al menos un poco.

– A veces me lo pregunto -dijo Pine.

– Considéralo como nosotros, el Tribunal, contra todos los demás -dijo Janet.

Vlado negó con la cabeza. Todos en el mismo bando, pero todos trabajando para otros. Quizás aquél era el futuro de Bosnia, un conflicto que maduraría de una pelea con cachiporras a una intromisión artera y quirúrgica.

– Tienes razón, Calvin -dijo Vlado-. Nuestra política no es nada en comparación con todo esto.

– Bueno, cuéntame algo más sobre Robert Fordham -dijo Pine-. ¿Es cierto que es un charlatán embustero?

– En tal caso, es el charlatán más reacio con el que me he encontrado -dijo Janet-. Tardé por lo menos media hora en convencerlo de que podía fiarse de mí. Incluso llamó para verificar si era de fiar. Supongo que su fiabilidad depende de lo buena que sea su memoria. Pero es más o menos la única persona que queda de la época romana de Matek. Un bicho raro. Un poco ermitaño. Era un mocoso del Servicio Exterior en fase de formación, ahí es donde aprendió italiano, pero no se trasladó a Roma a tiempo completo hasta hace seis años, al morir su esposa. En mil novecientos cuarenta y seis llegó a Roma por la vía dura. Desembarcó en Anzio con el V Ejército de Estados Unidos y avanzó hacia el norte. Al terminar la guerra, su papá del departamento se las arregló para conseguirle un destino en un equipo de contraespionaje del ejército. El número 428. Lo demás está aquí.

Janet les entregó una carpeta de color crema llena de papeles.

– ¿A qué se refería Harkness cuando dijo que Fordham se había borrado? -preguntó Vlado.

– Parece ser que en el cuarenta y seis puenteó a sus superiores. Los detalles son confusos. Tampoco se llevaba demasiado bien con Angleton y algunos de los jefes de la CIA.

– ¿Quién es Angleton? -preguntó Vlado.

– Qué gracia que lo preguntes -dijo Janet-. Es el tipo al que se le ocurrió la frase de la «jungla de los espejos», sobre todo porque acabó perdido en ella. Combatía en la Guerra Fría antes de que mucha gente supiera que existía. Al final de su carrera veía agentes dobles detrás de cada arbusto. En cualquier caso, supongo que, a juicio de Angleton, Fordham no se licenció precisamente con honores. Volvió a casa y se hizo banquero. Quiso ingresar en el Servicio Exterior, pero suspendió la prueba de seguridad. Probablemente por culpa de Angleton.

– Así que tiene un interés personal -dijo Pine.

– Es posible. Pero es él o nadie.

– Hay otra cosa -comentó Vlado-. Puede que sea una pista, puede que no. -Sacó la vieja fotografía del bolsillo y les habló de su tía Melania-. Si sigue viva, tal vez merezca la pena hablar con ella. Su casa está en Podborje.

– Qué interesante -dijo Janet, mientras estudiaba la fotografía-. ¿Dónde está Podborje?

– A dos horas en coche como máximo, incluso por malas carreteras.

– ¿Crees que sigue viva?

– Esas mujeres de las granjas son muy duras -dijo Vlado-. Hay un viejo chiste sobre las mujeres de Herzegovina. «¿Por qué los maridos siempre mueren antes que las mujeres? Porque quieren.»

Pine se rió ruidosamente, Janet no tanto. Pero admitieron que el viaje valía la pena. Vlado y Pine irían por la mañana.

– De acuerdo, pues -dijo Janet, dando por cerrada la reunión-. Entonces viajaréis hacia el sur antes de que yo me levante. Pero volved a tiempo para el vuelo de Roma. Entonces veremos hasta dónde podéis hurgar en el pasado de Matek.

Vlado sonrió forzadamente. Nunca había estado en Roma, pero el pasado se estaba convirtiendo en territorio familiar.

– Un viaje a través del tiempo -dijo-. Parece que últimamente estoy haciendo muchos.

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