18

Otra carrera de relevos en tres taxis los llevó a un restaurante llamado Rimini's. Era uno de los preferidos de Fordham, y pidió disculpas personalmente al propietario por llegar tan pronto. Apenas eran las seis de la tarde.

– Peor que los turistas. Pero tendremos el local para nosotros solos.

Aun así, Fordham se ponía tenso cada vez que un camarero se acercaba, y miraba hacia la puerta de la cocina al oír el sonido de cada ida o venida. Rimini en persona los sentó cerca de la parte trasera y después se puso a andar de acá para allá durante un rato, como si no estuviera seguro de qué hacer con aquellos hoscos y tempraneros recién llegados. Pasaron sus buenos diez minutos antes de que les trajera los menús.

Vlado tenía más hambre de información que de comida, pero hasta que Rimini no hubo anotado los platos, Fordham no volvió a hablar del tema.

– Lo de conocer a su padre fue idea de Matek. Le había dicho a su padre que yo podía ayudarle a volver a casa. Por supuesto, Matek no me dijo nada de eso hasta cinco minutos antes de la entrevista. Dijo que sería cosa mía sacar a colación nuestros planes para San Girolamo. Así que manejé aquello con torpeza.

– ¿Estaba Matek presente?

– En el pasillo. Era la pensión de su padre, que era peor que la de Matek.

Fordham se estremeció cuando el camarero apareció con el primer plato, un derroche de antipasti de vivos tonos rojos y verdes.

Vlado intentó imaginar a Fordham de joven, con la cara tersa y bien alimentado, el aire arrogante del soldado que había ganado su guerra.

– Así que le habló del plan -dijo dándole pie.

– No del todo. No quería que fuera corriendo a Draganovic con los detalles.

– ¿Pensaba que podría hacerlo?

– La verdad es que no. Por su trabajo de conductor había transportado a suficientes huéspedes del padre para darse cuenta de la clase de negocio en el que estaban metidos, del poder que podían ejercer. Y todo el mundo había oído hablar de aquel pobre tipo al que habían sacado del Tíber. Así que en cuanto planteé la posibilidad de conseguir un poco de información, cortó. Me mandó salir de allí.

– ¿Y le hizo caso?

– Estaba demasiado derrotado y avergonzado para no hacérselo. Pero volví.

– ¿Había cambiado de opinión?

– No. Resulta que Matek contaba con la negativa de su padre, pero quería que yo viera con qué nos enfrentábamos. Matek creía que la posición de su padre sólo lo hacía más deseable. No quería trabajar con alguien que no tuviera un sano temor a Draganovic. Dijo que la clave era hacer que su padre nos tuviera más miedo a nosotros.

– ¿Cómo?

– Con su expediente de seguridad. Poniéndole en una situación en la que si no nos ayudaba se revelase a las autoridades. Su padre había sido guardia de seguridad en Jasenovac durante algún tiempo. -Fordham titubeó, bajó el tenedor-. Eso lo sabía usted, espero.

Vlado asintió. Se le hizo un nudo en el estómago, y suavemente dejó su tenedor en el plato.

– Pero desde luego aquello no era suficiente para Matek. Quería montar el peor expediente posible, matanzas, atrocidades, relatos de testigos presenciales…, y después enseñárselo y decir, o cooperas o ya verás.

Vlado enrojeció y miró a Pine, que también había dejado su tenedor y observaba con atención a Fordham. La expresión de Pine parecía avergonzada y furiosa a la vez. Al recordar el gráfico relato que había leído dos días antes, Vlado se preguntó ahora cuánto de aquello era ficción. Sintió que le brotaba una furia celosa, esta vez en nombre de su padre.

– ¿Así que todo el expediente de su padre es una mentira? -preguntó Pine, apenas en un susurro.

– Más o menos. En lo que se refiere a todo lo detallado, en cualquier caso.

– ¿Y usted aprobó aquel plan? -dijo Vlado, inclinándose hacia él y alzando la voz.

– Por favor. -Fordham miró nervioso a su alrededor-. En realidad no lo aprobé. Consulté con Fiorello, por si acaso, y él lo aprobó. Matek tendría que buscarse a otro. Alguien a quien pudiera atraer con una zanahoria, no con un palo.

– Pero no es así como resultó, ¿verdad?

Fordham negó con la cabeza, con aspecto compungido. Se pasó ligeramente la servilleta por la boca.

– Recibimos presiones de arriba. Alguien de la embajada. Un joven personaje de Washington en misión especial para el Departamento de Estado. Estaba haciendo la ronda por Europa y se había tomado un interés personal en la caza de Pavelic, así que me convocó a su suite del Grand Hotel. Una gran habitación en una esquina, con las ventanas y los postigos abiertos. «Tienes que hacer un trabajo, Robert», me dijo. «Y sentiría mucho que una buena carrera se arruinase por una objeción filosófica.» Era o te apuntas o te apartas del camino. Así que nos apuntamos. Y resultó que Matek y su padre no eran los únicos actores del trato.

– ¿Quién más?

Vlado estuvo seco ahora, un interrogador en tono y actitud. Lo único que faltaba era la lámpara potente. De haber podido habría atado a Fordham a la silla y habría dejado que sufriera hasta hacerle daño.

– Había un agente al que Angleton quería hacer intervenir. Un ustashi de bajo rango que se escondía en un convento. Iba a coger una radio y explosivos, cruzar la frontera y armar un buen lío. Después de un año de buenos resultados, le concederían un salvoconducto para Estados Unidos. Pero tenía un expediente sucio. Sucio como ellos.

– Y entonces cambiaron ese expediente por el de mi padre.

– No lo cambiamos. Nos habría gustado que no hubiera habido referencia a Jasenovac en su expediente. Pero sus antecedentes lo convertían en un buen historial para tu padre. Testigos verdaderos que hablaban de hechos reales.

– Ya lo sé. Lo he leído.

Fordham tragó saliva y asintió.

– Nos permitía matar dos pájaros de un tiro, por así decirlo. Daba a nuestro agente una nueva identidad y encadenaba a su padre, en sentido figurado. Y no es que el agente fuera nada del otro mundo. La gente de Tito lo capturó antes de una semana. Lo fusilaron.

Fordham volvió la mirada hacia su plato, rebañando un charco de aceite con un trozo de pan.

Vlado extendió un brazo por encima de la mesa y agarró la mano de Fordham, le apretó la muñeca y acercó su cara a la suya.

– ¡No va a comer nada hasta que haya terminado de hablar!

Pine miraba boquiabierto pero no hizo nada para detener a Vlado. Fordham miró nervioso hacia una pareja que acababa de entrar en el restaurante, pero con eso sólo provocó más cólera.

– ¡No los mire! -dijo Vlado entre dientes-. No mire a ninguna parte si no es a mí hasta que haya terminado. Quiero saber exactamente qué pasó después. Todos los detalles. ¿Cuándo se lo dijo a mi padre?

– A la semana siguiente -dijo Fordham con voz temblorosa, apenas audible. Miró la mano que le agarraba la muñeca con una expresión de alarma. Vlado aflojó la presión, pero no la tensión de la mirada-. Llevé el expediente a su pensión.

– ¿Qué dijo?

– Me dijo que no era él. Dijo que había oído contar historias, que había visto algunas cosas que no le gustaron, pero nada así.

– ¿Dijo lo que sí había hecho?

Fordham negó con la cabeza.

– Y yo tampoco se lo pregunté. Habría sido admitir que habíamos amañado su expediente. Pero de alguna manera debía de saber lo que había sucedido, porque dijo: «Eso es obra de Pero, ¿verdad?». Le dije que no sabía de qué estaba hablando. Que habíamos presionado a Matek del mismo modo que lo habíamos presionado a él. Se puso furioso. Me… agarró durante un instante. De las muñecas. -Fordham desvió la mirada, y Vlado se sonrojó a su pesar. Soltó a Fordham poco a poco-. Luego se sentó en la cama.

– ¿Y aceptó?

– Al principio, no. Dijo que él podía ponernos en evidencia a nosotros tanto como nosotros a él. Yo le dije que adelante, que lo intentara. Le dije que lo arrojaríamos de vuelta al otro lado de la frontera con una gran U cosida en los pantalones y unos antecedentes penales de más de un kilómetro. Lo fusilarían al amanecer. Y de ese modo cedió. Además, seguimos ofreciéndole lo que más deseaba: la oportunidad de volver a casa. Trabaja para nosotros, le dije, y haremos desaparecer el expediente. Te daremos una nueva identidad, limpia como una patena: Enver Petric, el chico agricultor de una aldea que no había tomado parte en la guerra, y además de etnia musulmana.

Así que de ahí era de donde venía su apellido: de un espía mentiroso y un sinvergüenza asesino. Vlado hizo entonces la pregunta que se ocultaba desde el principio detrás de su ira, aunque no estaba seguro todavía de que estuviera preparado para la respuesta.

– ¿Cuál era entonces el verdadero historial de mi padre?

El estómago le dio un vuelco como si acabara de saltar de un trampolín.

– Nunca me permití leerlo -dijo Fordham.

– ¿Que nunca se lo permitió?

Vlado golpeó la mesa con el puño. Pine le apretó levemente el brazo con una mano con el puño. La pareja de la mesa de enfrente levantó la vista con expresión asustada, y un camarero que se acercaba briosamente con una bandeja llena de fuentes humeantes se detuvo sin terminar de dar el paso. Esperaron en silencio mientras distribuía la comida, pero Vlado no apartó la vista de Fordham.

– Tenía miedo de lo limpio que pudiera ser -dijo Fordham en voz baja, cuando el camarero se hubo marchado-. Aunque sí había estado en Jasenovac. Eso lo sabía con seguridad.

– Pero sólo unos meses -replicó Vlado, con menos indignación en la voz-. Y fue al final de la guerra.

– Escuche -dijo Fordham, y por una vez no pareció importarle si le oían-. No defiendo lo que hice. Pero ¿tiene idea de a cuántas personas podían matar en Jasenovac en solo un mes? Por no decir en dos. ¿Y con qué métodos? ¿Tiene conocimiento de cómo concluían sus negocios en la época en que su padre habría estado presente?

Vlado guardó silencio.

– Bueno, se lo diré yo, ya que desea conocer todos los detalles.

Ahora fue Vlado el que recorrió la sala con la mirada.

– Escuche -interrumpió Pine-. No veo la necesidad de…

– Yo sí -dijo Vlado- Déjale que termine.

Fordham asintió en actitud seria.

– Me siento culpable por esto desde hace más de cincuenta años Debería haberlo confesado hace mucho tiempo. Nunca debería haber participado en ello. Pero aun en el caso de que su padre no hiciera nada más que cavar letrinas, sabía lo que sabía y se calló. Se lo guardó todo para él mientras asesinos como Matek estaban en libertad. De acuerdo, de ese modo encontramos una forma de taparle la boca. Pero ¿por qué no había hablado antes? Como investigador, usted sabe tan bien como cualquiera lo que significa ocultar la culpabilidad de otros.

– Créame -dijo Vlado, sintiendo un incómodo parentesco-. Lo sé.

– ¿Pero entonces no llevaron a cabo el robo? -preguntó Pine.

– Oh, con sobresaliente. La noche del primer sábado de julio. Mientras yo esperaba al otro lado de la plaza en un jeep. Al cabo de una hora llegaron tan tranquilos con un par de cajas como si salieran de su casa. Ninguno de los guardias levantó siquiera una ceja. Increíble. Matek traía un gran bulto en un bolsillo de su chaqueta, un sobre voluminoso que se había guardado para él. Dedicamos el resto de la noche a fotografiarlo todo para poder devolverlo el domingo. Fue como un regalo del cielo, todos los nombres de todos los refugiados políticos, incluidos sus alias. Suficiente para tenernos ocupados durante semanas. Pero por supuesto también había lagunas. La correspondencia con el Vaticano, que esperábamos ver. Y también correspondencia con Angleton, que yo personalmente deseaba tanto como cualquier otra cosa. Quería ponerlo fuera de la circulación.

– ¿Cree que aquellas cosas fueron las que Matek se guardó para él, el sobre del bolsillo?

– Yo diría que sí. Al principio pensé que se lo había entregado a Angleton, que Matek también trabajaba para él. Más tarde no estuve tan seguro. Pero habría sido alguno de los cartuchos de dinamita más gordos de todo el barril.

– ¿Entonces por qué no retuvo sus pases?

– Lo intenté. Me impusieron la decisión. Otra vez el hombre de arriba.

– ¿Quién era? -preguntó Pine.

Fordham sonrió arrepentido.

– Es la única pregunta a la que todavía no he decidido si voy a contestar. Es el único nombre que todavía quieren que me guarde. Pero supongo que si quisiera jugar sobre seguro no debería haberme entrevistado con ustedes. Se imaginarán lo peor de todos modos.

Hizo una breve pausa, como para recobrar la calma. Se pasó la servilleta por la cara y después hizo un gesto dirigiéndose a la comida.

– Prueben algo de esto antes de que se enfríe. Es lo mejor que hay en Roma. Ahora traerán pescado, junto con un poco de ternera.

Tomó un bocado.

Por un instante Vlado estuvo dispuesto a complacerlo.

Fordham alzó su copa de vino, como si se dispusiera a proponer un brindis. Pero lo único que dijo fue un nombre.

– Samuel Colleton.

– ¿Él era el hombre de arriba?

– Vaya, vaya -dijo Pine.

– ¿Quién es Samuel Colleton? -preguntó Vlado.

– El número dos del Departamento de Estado. Pero el puesto que de verdad quiere, que siempre ha querido, es el de jefe de la Agencia. Y ese cargo quedará vacante cuando el actual director se retire en mayo. Colleton no es el único aspirante, desde luego, y además es el más viejo, una desventaja. Pero aparentemente se ha estado generando cierto impulso, una sensación de que tal vez el viejo se merezca un último momento de gloria, una especie de premio a los servicios prestados durante toda una vida. Por eso cualquier asomo de escándalo en relación con su pasado lo hundiría. Lo que está en juego son reputaciones, caballeros. Y quizás algo más.

– Harkness -dijo Pine.

– ¿Cómo dice? -preguntó Fordham.

– Paul Harkness. Un agente del Departamento de Estado en Sarajevo. Ayudó a organizar nuestra fallida operación. Técnicamente, Harkness trabaja para Colleton, y podría seguir trabajando para él si Colleton consigue el ascenso.

– Ah -dijo Fordham-. Esa clase de diplomático. -Se rió amargamente, relajándose por primera vez en un rato, negando con la cabeza mientras se servía otra ración de espagueti en su plato-. Esas cosas siempre terminan igual, ¿verdad? Justo cuando estás a punto de hacer tu jugada, la operación se va al carajo, y nadie sobre la tierra llega a saber por qué. Exactamente lo nos que sucedió a nosotros con Pavelic.

– ¿Alguien lo fastidió? -dijo Vlado.

– Nuevas órdenes de Washington, inmediatamente después del robo. Nuestra caza se aplazó hasta nuevo aviso, y nos quedamos con dos palmos de narices. Y después Matek nos hundió.

– ¿Matek?

– Puso pies en polvorosa. Y a mí me echaron. Todo ello después de un gran alboroto en los aposentos personales de Draganovic, en el 21 de Borgo Santo Spirito, al lado de San Pedro. Propiedad oficial del Vaticano, así que no se lo podía tocar allí. Pero la acera de enfrente era blanco legítimo, y Matek me telefoneó desde allí una semana después del robo. Dijo que si acudíamos inmediatamente encontraríamos a los que estábamos buscando, que llegarían en un coche con bandera diplomática. Supusimos que se refería a Pavelic, viajando en el coche de Draganovic. Pero teníamos que atraparlo entre el coche y la entrada principal. Violar la extraterritorialidad del Vaticano era el gran tabú. Así que dos de nosotros nos dirigimos allí a toda prisa sabiendo que sería por los pelos.

– Creía que lo habían apartado del caso.

– Pero nadie había dicho qué hacer si nos caía como llovido del cielo. Llegamos allí, estacionamos a la vuelta de la esquina y esperamos en la acera. Diez minutos después apareció un coche negro con banderín diplomático. Sacamos a los dos primeros tipos. No reconocimos a ninguno de los dos, pero teníamos que hacer algo, así que dijimos que nos los llevábamos para interrogarlos. Pero entonces había ya una enorme conmoción. Un grupo de monjas había bajado las escaleras para ver de qué iba todo aquel alboroto. Gritaban, nos increpaban en italiano, en croata, en inglés. Parecía que aquello era el día de Nochebuena en San Pedro, tal multitud había.

»En algún momento en medio de todo aquello reparé en un camión que salía de un callejón un poco más allá. Miré al conductor, y podría haber jurado que era Matek. Sonreía. Y lo único que pude pensar fue que nos habían pillado. Pero nos llevamos a los dos tipos a Via Sicilia de todos modos. Buscamos sus nombres en nuestra lista de sospechosos, y por supuesto no estaban en ella. Así que pedimos disculpas. Y creo que se habría olvidado de no haber sido por la queja oficial. De la peor especie. Un testigo presencial afirmó que habíamos violado la extraterritorialidad. Dijo que los habíamos atrapado dentro de la verja. Y la queja se presentó directamente ante Angleton, que iba a asegurarse de que prosperaba.

– ¿Una monja?

– No. Un empleado llamado Pero Matek. Con una declaración de Josip Iskric que lo corroboraba.

– Pero ustedes eran su futuro asegurado -dijo Pine.

– Su futuro asegurado caducado. A partir de ese momento yo sólo podía ser un estorbo. A la mañana siguiente nos llevaron ante el embajador. Al terminar la semana yo estaba haciendo las maletas. Trasladado a Viena, donde pasé un año llevando mensajes de los británicos a los americanos, en una oficina donde todo el mundo estaba al tanto de mi gran cagada. El año siguiente, por supuesto, Ante Pavelic se embarcó en un carguero rumbo a Argentina.

– Estupendo -dijo Pine, sacudiendo la cabeza.

– Sí. Perfecto. Así que cuando terminó mi periodo de alistamiento volví a Harvard. Me gradué y me inscribí en las pruebas para el Servicio Exterior. Aprobé el examen pero nunca me dieron un destino. Falló la autorización de seguridad. Gracias a mis buenos amigos de Roma.

Hizo una pausa, dejando perdida la vista en el espacio, y después continuó en un tono más tranquilo.

– Años después me encontré con Fiorello en Boston. Para entonces ya era un vejestorio. Cataratas e hipertensión. Murió la primavera siguiente, así que supongo que quería ajustar cuentas. Me contó una historia que había circulado después de mi partida. Más o menos por la misma época del robo, Draganovic se había vuelto asustadizo en lo referente a sus cajas de oro, las que habían robado de Zagreb. Decidió que la oficina no era lo bastante segura, así que las trasladó a su residencia de Borgo Santo Spirito, donde habíamos hecho nuestra famosa «detención». Pero las dos cajas fueron robadas por dos conspiradores anónimos que desaparecieron entre la niebla, con destino desconocido.

– Iskric y Matek.

– Eso es lo que yo supuse. Desde entonces no he dejado de preguntarme si lo único que hicimos aquel día fuera de la verja fue proporcionar una distracción ruidosa para dar un golpe. Fiorello dijo que nadie había quedado muy contento con el asunto, incluida la gente de Angleton. Estuvieron algo inquietos durante un tiempo, como si hubieran robado algo más que el oro.

– ¿Información robada? -dijo Vlado.

– Tal vez. La mejor manera de hacer daño a un tipo como Angleton es robarle sus secretos. Y hablamos de una media vida larga. Aquel material sería todavía radiactivo.

– ¿Entonces nadie volvió a verlos, a Matek y a mi padre?

– Ni rastro. Pero poco antes de partir hacia Viena oí decir algo. Los croatas habían denunciado el robo de un camión, y la mañana antes de coger el tren lo encontraron. Vacío, por supuesto, y sin carburante. A la orilla de la carretera, a las afueras de Nápoles.

Vlado pensó en la fotografía de su padre y la mujer desconocida, de pie en el huerto de cítricos, con Matek, cerca de la ciudad de la que nunca había oído hablar.

– Calvin, ¿dónde tienes el mapa de Italia? -dijo.

Sacó la fotografía de su cartera mientras Pine rebuscaba en un portafolios. Desplegaron torpemente el mapa, apartando los platos entre un repicar de loza y cubertería. Vlado buscó el nombre de la ciudad que figuraba en el sello del reverso de la fotografía.

– ¿Cerca de Nápoles ha dicho?

Fordham asintió, sonriendo ahora, como si de pronto estuviera absorto en el espíritu de su búsqueda.

– Sí. Prácticamente a los pies del monte Vesubio.

– Castellammare di Stabia -dijo Vlado, posando triunfante un dedo en un punto del mapa-. Al otro lado del golfo de Nápoles. No muy lejos del Vesubio.

Pine esbozó una sonrisa.

– Tengo la impresión de que nos vamos a quedar al menos un día más en Italia -dijo dirigiéndose a Vlado.

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