22

Se registraron en un hotelito con vistas aceptables y un personal atento que parecía tener poco que hacer durante la temporada baja. El botones abrió una ventana para ventilar la habitación y Vlado inhaló profundamente el aire salobre que llegaba del mar. Su habitación daba a las montañas, no al mar. El director se había disculpado, las vistas al mar estaban más solicitadas, eso sin contar que eran más caras, pero Vlado lo prefería así. ¿Quién quería que lo tentase el agua verde y llena de espuma cuando estaba aún demasiado fría para nadar? A él que le dieran las colinas y los bancales, con las estrechas carreteras que desaparecían en pliegues rocosos.

Hurgó en su cartera, sacó la vieja fotografía y la volvió a estudiar mientras el aflautado parloteo de los niños ascendía hasta él desde la calle. Por enésima vez miró detenidamente el rostro de su padre, y después el de la mujer. Estaba claro, como lo había estado cada vez que la había mirado antes, que la relación entre ellos no era un simple pasatiempo, aun en el caso de que sólo hubiera durado un verano. Parecían totalmente a gusto el uno con el otro. También cabía la posibilidad de que le estuviera dando demasiada importancia, un hijo atribulado que intentaba hacer cuanto estaba en su mano. Tal vez la satisfacción que exhibían sólo fuera cansancio, resignación, un momento de reposo al final de un día cansado, de subir a esas escaleras y arrancar los limones de los árboles.

Llamaron a la puerta, y después se oyó la voz de Pine.

– ¿Estás listo?

– Ahora mismo voy.

La jefatura regional de la Polizia di Stato estaba a sólo un kilómetro del hotel, así que fueron a pie para estirar las piernas después del largo trayecto en automóvil. El edificio era una monstruosidad de esquinas angulosas y cristales oscuros, incrustado en el límite del puerto. A medida que se acercaban, un estruendo de sonidos metálicos y gemidos de carretillas elevadoras ahogaba los ruidos de la calle. Nada más cruzar el umbral de la entrada del edificio había un mostrador de recepción, detrás del cual había hileras de mesas en las que se amontonaban los papeles. Los pocos funcionarios que trabajaban durante el fin de semana andaban de acá para allá con sus uniformes en dos tonos de azul, con una taza de café en la mano y cigarrillos encendidos en los labios. Pine lo captó enseguida.

– Una típica comisaría -dijo-. ¿Estás seguro de esto?

– A lo mejor damos con un policía atípico.

Una mujer se les adelantó y les hizo una pregunta en italiano, pero cuando Pine respondió en inglés, respondió resueltamente en el mismo idioma.

– ¿Qué desean, caballeros?

– Somos del Tribunal para Crímenes de Guerra de La Haya -dijo Vlado, tomando la delantera aunque sólo fuera porque ya había tratado con la policía italiana-. Estamos aquí por cortesía, y para alertarles de la posible presencia de dos sospechosos.

– Tengo exactamente al hombre que necesitan -dijo ella, al tiempo que descolgaba un teléfono.

– ¿Dos? -dijo Pine entre dientes.

– Hay que hacer las cosas a lo grande. Les impresionará más. Además, Harkness dijo que los casos estaban relacionados.

– Del mismo modo que dijo que Fordham sólo era un charlatán embustero.

– El inspector detective Torello los recibirá -dijo la mujer-. Síganme.

Los condujo hasta una puerta cercana y después, entre un laberinto de escritorios, hasta un despacho acristalado en la parte posterior, donde Torello los esperaba expectante en la puerta.

Era alto y delgado, vestía traje, precisamente lo que querían, a menos que resultara ser una especie de funcionario de relaciones públicas con pretensiones, y parecía atento y despierto. El infatigable trabajador de la oficina, pensó Vlado, dispuesto a hacer horas extras y a trabajar los fines de semana si con ello lograba salir de aquel lugar de mala muerte.

– Supongo que preferirán hablar en inglés -dijo Torello-, y el mío es bastante bueno, si se me permiten decirlo. Bienvenidos a Castellammare, caballeros. ¿Cuándo han llegado?

Aunque era aparentemente una pregunta de compromiso, en el fondo quería saber cuánto tiempo llevaban ya merodeando por su territorio.

– Acabamos de llegar -dijo Pine-. Salimos esta mañana de Roma por carretera -continuó y entregó a Torello su tarjeta de visita.

– Bueno, desde luego estoy a su servicio, aunque nuestro cupo habitual de casos internacionales se compone de contrabandistas y refugiados.

– Podría decirse que esos sujetos son refugiados -dijo Pine-. Sospechosos que nos han eludido recientemente en Bosnia, y tenemos razones para creer que uno o los dos podrían estar en su zona.

Torello arqueó las cejas y les ofreció cigarrillos que sacó de un cajón del escritorio. Vlado aceptó uno, Pine negó con la cabeza.

Torello era bien parecido y no llevaba alianza de boda. Sí, era ambicioso desde luego, pensó Vlado, o de lo contrario un domingo cálido como aquél habría estado en una playa con una mujer joven. Vlado buscó fotografías familiares y no las encontró, pero sí advirtió la presencia de un esmoquin planchado, recién traído de la lavandería, colgado de una percha en un rincón.

Torello estudió la tarjeta de visita de Pine durante un momento.

– Pues dígame a quiénes están buscando y por qué creen que podrían haber venido aquí.

– Podemos darle dos posibles nombres de uno de ellos -dijo Pine. Vlado sabía que no tenía intención de responder a la segunda parte de la pregunta de Torello-. Pero Matek o Pero Rudec. Es posible que haya oído hablar del otro individuo. Marko Andric, general serbio. Uno de nuestros sospechosos de rango más alto. Tengo datos y una fotografía de cada uno de ellos si tiene a mano una fotocopiadora.

– Desde luego. Y esta tarde consultaré con algunos hoteles y pensiones para comprobar si se han registrado recientemente titulares de pasaportes yugoslavos. Les daré también cartas de presentación oficiales, si lo desean. Les serán de utilidad si piensan hacer averiguaciones por la zona. ¿Será así?

Era bueno. Ofrecía un servicio al tiempo que metía la nariz un poco más en sus asuntos. Pine dudó, así que Vlado contestó.

– Podría ser. ¿Qué puede decirnos de los cultivadores de cítricos locales? De sus prácticas de contratación de personal y de los registros de empleados que puedan llevar.

– En estas fechas no tienen mucha actividad. No contratarán temporeros hasta dentro de unos meses. En cuanto a los registros -se encogió de hombros-, igual que todo los demás, al menos en principio. Pero con las contrataciones temporales nunca se puede estar seguro. Encontramos algunos ilegales de vez en cuando. Albaneses. También algunos bosnios. ¿Creen que sus hombres podrían estar buscando trabajo?

Vlado miró a Pine, sin saber con seguridad si debía ir más allá. Pine asintió con la cabeza.

– Uno de ellos podría haber trabajado en un huerto de frutales hace tiempo.

– ¿Cuánto tiempo?

– Cincuenta años. Quizás en mil novecientos cincuenta y dos. O hace menos, en el sesenta y uno.

Torello arqueó las cejas.

– Nada más terminar la guerra, entonces. Bueno. Aquella época fue muy interesante aquí.

– ¿Y eso?

– Como suelen serlo las guerras. No había trabajo, en realidad, así que si alguien ganaba dinero es que probablemente estaba haciendo algo ilegal. Mucha gente moviéndose. Y los soldados, claro. Fuerzas de ocupación. Americanos en su mayoría, a los que parecía gustarles holgazanear por la playa, al menos eso es lo que me han contado algunos mayores. Puedo darles los nombres de algunos de los cultivadores más importantes. Sus oficinas estarán abiertas mañana. Dudo que sus archivos les sean de gran ayuda, y eso suponiendo que conserven documentación tan antigua. Pero supongo que merece la pena intentarlo. -Hizo una pausa mientras hacía caer la ceniza del cigarrillo-. Mientras tanto, contéstenme, por favor. ¿Por qué no uno solo, sino dos criminales de guerra balcánicos fugitivos, con toda Europa para elegir, quieren venir a esta pequeña motita de la bella costa de Amalfi?

– Supongo que a nosotros también nos gustaría saberlo -dijo Pine-. Para serle sincero, haber venido aquí es haber dado una especie de palo de ciego.

Torello sonrió torciendo el gesto, como diciendo que por ahora podía vivir con aquella explicación coja.

– Déjenme el número de donde se hospedan. Les enviaré los nombres de esos cultivadores de cítricos esta tarde, junto con la carta de presentación.

Otra jugada hábil, pensó Vlado, para averiguar de inmediato dónde se alojaban Pine y él. Pero a menos que algún policía local resultase ser uno de sus sospechosos, y las probabilidades de que eso sucediera parecían bastante remotas, aquella vez era probablemente la última que verían al signore Torello.


Dieron cuenta de un copioso almuerzo antes de volver al hotel y decidieron disfrutar de la tarde mientras pudieran. Llevaban ya casi tres días sin parar, y la comida les brindó la ocasión que tanto necesitaban de relajarse, aun cuando Vlado seguía esperando que Harkness apareciera en cualquier momento, sonriendo burlonamente desde la mesa de al lado.

Mientras el camarero se llevaba los platos antes de traer el café, Pine se recostó en su silla y se dio unas palmaditas en el estómago.

– Es verdad lo que dicen. Los italianos saben vivir. Se toma la comida fuerte a mediodía y después se duerme para reponerse. ¿Era así Bosnia antes de la guerra?

– Menos en lo de la comida y la siesta.

Se echaron a reír, disfrutando del calor y del olor del mar. Cuando volvieron al hotel, la información de Torello les estaba esperando tal como les había prometido, una copia para cada uno metida en sus casilleros.

– Eficiente como un alemán -dijo Pine-. Y en domingo.

– Le encantaría saber qué estamos haciendo de verdad.

– Esa impresión me dio. Mierda. ¿Qué es esto?

En el fondo del montón de Pine había una nota rosa de aviso de llamada telefónica.

– Llama lo antes posible. Urgente. Janet -leyó en voz alta-. Se acabó la tarde tranquila. Será mejor que subas. Se puede escuchar. Es de esos sitios que tiene una extensión en el cuarto de baño.

Janet Ecker contestó a la mitad de la primera señal de llamada. Estaba en su despacho en domingo, algo absolutamente insólito. Pero sus noticias eran más extraordinarias si cabe.

– He encontrado la conexión que buscábamos.

– ¿Quieres decir entre…?

– No hace falta decir nombres. Entre el viejo y el nuevo.

– ¿De verdad crees que esta clase de seguridad sigue siendo necesaria?

– Es probable que no tenga sentido, sobre todo teniendo en cuenta lo que he estado haciendo todo el fin de semana.

– ¿Y qué es?

– Sacudir todos los árboles del bosque para ver qué caía. He estado en contacto con todos mis antiguos contactos en la comunidad, como a ti te gusta decir, así que quién sabe cuántas alarmas he hecho que se disparen por el camino.

– ¿Pero ha sido productivo?

– Hasta hace una hora, no. Comenzaba a sentirme como el profesor que entra en clase y encuentra a los alumnos copiando en pleno examen. Todos callados. Incluso asustados. Y hablo de personas chismosas por naturaleza. Ni siquiera me devolvían las llamadas, y los pocos que lo hacían no servían para nada. Entonces recibí un telegrama, precisamente. Cifrado. En un código que todavía entiendo, por suerte. Me mandaba a un servicio de entrega nocturno, donde me estaba esperando un paquete.

– Enviado a un nombre falso, por supuesto.

– Por supuesto. Todo envuelto en intrigas y misterio. Siempre forma parte del juego. Pero aparentemente se había difundido la consigna: no decir nada ni a mí ni a nadie del Tribunal.

– ¿Pero qué era?

– Una copia de un antiguo mensaje interceptado en mil novecientos sesenta y uno, de un puesto de escucha de la NSA en Zúrich. Una transmisión del Ministerio del Interior yugoslavo a las autoridades bancarias suizas. Parte de la búsqueda yugoslava de bienes federales robados a través del Banco Estatal de Croacia en abril de mil novecientos cuarenta y cinco. La sustancia eran las notas de un interrogatorio realizado por un agente de seguridad militar en un puesto fronterizo de la costa. Había interrogado a dos yugoslavos que regresaban al país desde la otra orilla del Adriático. Pero Matek y Enver Petric. El agente los interrogó durante cuatro horas y los tuvo detenidos durante toda la noche. Después los dejó marchar. Sin cargos. Es extraño, dada la información que facilitaron.

– ¿Cuál fue?

– Historias sobre el oro que habían visto en Roma. Cajas. Además de toda la mierda que quieras sobre el padre Draganovic. Nombres de criminales de guerra fugitivos que habían desaparecido como por arte de magia, etcétera.

– ¿Y por qué los dejaron marchar?

– Soborno, supongo. Con dinero o con información privilegiada.

– ¿Por qué dices eso?

– Por sentido común, por un lado. El nombre del agente de seguridad, por otro. Un prometedor teniente del ejército.

– Marko Andric -dijo Vlado.

– Exactamente. Entonces tenía veintidós años. Pasó los treinta años siguientes labrándose su ascenso en la cadena de mando, lo que en las fechas de la caída de Srebrenica le hacía estar al mando de una brigada en el Cuerpo del Drina. Durante ese tiempo pidió permiso para salir del país al menos seis veces. El seguimiento de las pistas que Matek y Petric pudieran haberle dado es una suposición mía.

– ¿El destino era Italia?

– Nunca lo sabremos. Todas las peticiones se denegaron. No era algo insólito, teniendo en cuenta su rango. Siempre les ponían nerviosos los desertores. Pero al menos tuvo influencia para asegurarse de que Matek tampoco salía del país. Ni Petric. Es probable que sus nombres figuraran en una especie de lista de vigilancia fronteriza. Y cuando las cosas podían haber comenzado a abrirse en los años siguientes a la muerte de Tito, comenzó la guerra, y Andric siguió estando demasiado ocupado para viajar.

– Hasta ahora, cuando desaparece de la circulación el mismo día que Matek -dijo Pine-. Después de que nuestros amigos Harkness y Leblanc organizasen una operación conjunta para detenerlos.

– Entonces puede que sea verdad que estamos buscando a los dos -dijo Vlado.

– ¿Y cuál sería entonces la relación con Popovic? -preguntó Pine.

Vlado se dio cuenta de que seguía estremeciéndose al oír aquel nombre. Esperó a que Pine pasara por alto la noticia de la muerte de Popovic, preguntándose cómo la explicaría. Pero Ecker habló primero.

– ¿Quién sabe? -dijo-. ¿Correo? ¿Intermediario? O tal vez sólo algo sacado de la imaginación de Harkness para despistarnos. Parece haber funcionado con Leblanc, de todos modos. Lo último que he oído es que estaba en Berlín, buscándolo.

Aquello era una mala noticia, pensó Vlado. Y un punto más en el que Harkness aparentemente había dicho la verdad. Tal vez ninguna de sus advertencias fuera un farol, algo que le daba qué pensar, por decir algo.

– Ojalá tuviéramos pistas mejores -dijo Pine.

– ¿Pero qué pistas tenéis? -preguntó Ecker.

– Huertos de limoneros. Más o menos. Matek y Petric podían haber trabajado en algunos, suponiendo que llegaran a vivir aquí. Lo único que tenemos como prueba es una etiqueta en el reverso de la fotografía de Vlado.

– Bueno, hagáis lo que hagáis, actuad con rapidez. Tal como he agitado las cosas, tengo la sensación de que el lunes no va a ser un día muy agradable por aquí.

Загрузка...