25

Vlado y Pine trabajaron con rapidez el domingo, pero sus esfuerzos apenas produjeron otra cosa que dolor de pies y estómagos vacíos. Recorrieron la ciudad, que de pronto se había vuelto fría, desde sus muelles hasta sus neblinosas colinas, preguntaron en pensiones y agencias de alquiler de camiones, cultivadores de cítricos y bolsas de trabajo. Pero en ninguna parte encontraron el menor rastro de Matek o Andric, ni a nadie que tuviera un nombre o una conexión balcánicos.

Su visita a uno de los cultivadores de cítricos fue típica, media hora de espera para ver al jefe, aunque era la temporada de baja actividad, una época de poda y contabilidad. A la primera mención de los registros de empleo, el hombre les dirigió una larga mirada de soslayo, como si se oliera una operación encubierta de inspectores de trabajo. Llegó a insinuar la posibilidad de un soborno antes de convencerse de que eran de verdad quienes decían ser. Y en ese momento perdió todo interés y les aseguró que en los años que siguieron a la guerra los trabajadores iban y venían como moscas de la fruta, demasiado numerosos e insignificantes para que contasen, y mucho menos para guardar registros de sus nombres y salarios. En lo referente a sus nóminas, eso era para tontorrones, para hombres de poca influencia y menos inteligencia.

– Me ha recordado a algunos clientes de mi padre allá en casa. Eso es lo que probablemente siguen pensando de sus empleados, que son como moscas de la fruta -observó Pine.

Pero era una actitud perfecta de supervisor, pensó Vlado, para el trabajador que intentaba pasar inadvertido o no dejar rastro. Con empresarios así, aquél habría sido un lugar fácil para lograrlo en los caóticos años de posguerra.

Regresaron al hotel cuando ya anochecía. Vlado se dirigía hacia el ascensor con su llave cuando oyó a Pine rezongar detrás de él. Vlado se volvió y lo vio ante el mostrador principal de recepción con otro mensaje de llamada telefónica en la mano.

– ¿Otra vez Janet?

– Peor. Mira.

Era un fax con membrete del Tribunal, y el mensaje era tan lacónico como un telegrama. «Contactad fiscal jefe Contreras de inmediato en el número siguiente. No hagáis más contactos, repito, ningún contacto, por teléfono, entrevista u otra forma en relación con este caso. Billete de vuelta reservado. Detalles siguen. Spratt.»

Vlado buscó la hora en la parte superior. El fax había llegado hacía dos horas.

– Y además esto -dijo Pine, levantando una segunda hoja-. Llegó hace unos minutos. Nuestro itinerario. A las diez de la mañana salida del vuelo desde Roma, lo que significa que tendremos que salir a eso de las cinco de la mañana si queremos cogerlo.

– ¿Nos retiran del caso?

– Eso parece. Esperemos que sea el resultado de un soplo o un cambio de estrategia. ¿Te importa escuchar?

Vlado se sintió de pronto acosado por el pánico. Recorrer todo ese camino y sentir que estaban tan cerca de un gran avance, y ahora los retiraban del caso, o quizá les asignaban un nuevo destino, aunque sabía que la primera opción era la más probable. Por el momento su único consuelo era imaginar la reacción de Spratt, sus orejas echando humo como las de un personaje de historieta.

– Vamos -dijo Pine-. Acabemos con esto.

Vlado se instaló en su puesto de escucha asignado en el borde de la bañera. El único sonido era el lento gotear del grifo de la bañera. Respondió a la llamada una secretaria que rápidamente los pasó, Contreras apareció en la línea con el tono brusco de un boletín de noticias, sin el menor cumplido ni preámbulo. Había dejado de representar el papel de gerifalte gentil y encantador, de cordial animador de la justicia en todas las naciones. Por el contrario, era el juez imperioso que pronunciaba una proclama exaltada desde el estrado.

¿Es usted consciente, señor Pine, de que a causa de las acciones de su compañero, además de las de Janet Ecker, el Departamento de Estado de Estados Unidos ha presentado ya una queja oficial ante mi oficina? -Su voz se elevó al pronunciar la palabra «oficial», como si de ese modo pusiera en el mismo nivel sus transgresiones y el asesinato en serie-. Dicen, y no sin cierta justificación a tenor de lo que he oído por mi parte, que han indagado acerca de asuntos y lugares que están totalmente vedados. Y sinceramente no puedo por menos de preguntarme qué clase de operación por libre están desarrollando ustedes tres. ¿Me lo puede decir?

– Ninguna, señor. Sólo seguíamos pistas sobre el posible paradero de…

– ¿Que seguían pistas? ¿Llama usted simplemente seguir pistas a acosar a un anciano ex agente de información, hasta el punto de que ha sufrido un ataque de apoplejía? ¿O husmear entre antiguos expedientes de inteligencia, ni siquiera desclasificados oficialmente, es simplemente seguir pistas?

– No hemos acosado a nadie, señor. Ese hombre habló con nosotros por su propia y libre voluntad.

– El mismo hombre, supongo, que desde hace años estaba desacreditado por ser absolutamente poco fidedigno. Hasta el punto de haberse convertido en un estorbo para su propio gobierno y ser relevado de sus funciones. Pero no obstante él también presentó una queja oficial sobre el comportamiento de ustedes, antes de que le ocurriera la desgracia.

– ¿Fordham? Pero si es… Habló con nosotros por voluntad propia.

– La hemos recibido esta mañana directamente desde la embajada de los Estados Unidos en Roma.

Pine no respondió. Janet Ecker tenía razón. Alguien estaba haciendo uso de todos los recursos posibles, y sólo podía ser Harkness y los que estaban por encima de él.

– Ninguno de nosotros sabe con certeza qué intentaban hacer exactamente -prosiguió Contreras-. Pero dado el nivel de abuso que parece que hemos sufrido en este caso hasta la fecha, no sólo participando en la huida de Andric sino también en la de Matek, varios de nosotros hemos comenzado a preguntarnos cuáles son las motivaciones de todos ustedes. Y hacer intervenir en esto al bosnio, algo que fue idea suya según me han informado, fue nuestro primer error.

– ¿Idea mía?

– Nos equivocamos al esperar objetividad de un nativo. Su relación personal con todo esto sólo ha hecho que la situación se enredase más cuando las cosas comenzaron a irse a pique.

Vlado se mordió la lengua. Era evidente que Contreras no estaba al tanto de que estaba en la línea, y habría colgado en el acto si hubiera podido hacerlo sin llamar la atención sobre su presencia.

– En cuanto a usted y la señorita Ecker -continuó Contreras-, los rencores que puedan tener en contra de sus antiguos patronos no tienen cabida en el trabajo que ahora desempeñan.

– Pero si nosotros…

– Basta. No es éste el foro apropiado para defenderse o explicarse. Habrá tiempo sobrado para eso cuando vuelva. Debe salir de Italia mañana, y mientras tanto no debe hacer más llamadas, realizar más entrevistas ni seguir más pistas, como usted prefiere llamarlas. Y se le prohíbe expresamente realizar cualquier nuevo contacto con los agentes de la ley locales. No se gana nada difundiendo más nuestra vergüenza. ¿Está todo claro?

– Muy claro.

– Preséntese a mí en cuanto llegue. Que venga Spratt con usted, y también el bosnio. Se le dará de baja y se le devolverá a Berlín. Cuanto antes mejor. Hasta mañana, entonces.

– Sí, señor.

Así que aquello era el final, pensó Vlado mientras se cortaba la comunicación. Levantó el auricular mudo como un martillo y lo dejó caer contra el borde de la bañera, resquebrajando la porcelana y el auricular. Que el Tribunal pagara los daños, pensó exaltado, con el codo dolorido por el impacto del golpe. Miró hacia el grifo que goteaba, que seguía marcando los segundos, y se levantó con rigidez de su incómoda posición privilegiada. Los sobresaltos y sufrimientos de los últimos días habían sido difíciles, pero al menos habían llevado hasta las puertas del descubrimiento, o al menos eso parecía. Ahora tendría que volver antes de llamar siquiera, y lo único que conseguiría a cambio de sus problemas sería la humillación de un despido perentorio. Se preguntó vagamente en qué habían quedado todas las solemnes promesas de reasentamiento, de encontrarle un nuevo trabajo como investigador, pero nada de aquello parecía relevante en ese momento. Al menos su familia estaría a salvo, aunque puede que ni siquiera eso fuera verdad si Leblanc o Harkness filtraban la noticia de la suerte de Popovic.

– Lamento que hayas tenido que oír eso -dijo Pine, apareciendo en la puerta del cuarto de baño-. Ha sido muy cruel. -Vlado asintió con la cabeza, demasiado furioso para hablar-. Lo siento, Vlado. Te han tratado de forma terrible. Y por si sirve de algo, utilizarte a ti no fue una idea mía. Ya sabes de dónde vino. Pero supongo que alguien ha comenzado ya a reescribir la historia.

– Sí. Es curioso que esto siga sucediendo.

– Ojalá yo…

– No importa -dijo Vlado. Estaba temblando de ira y de angustia-. No importa.

– Bueno, supongo que lo único que nos queda por hacer es esperar. Dormiremos un poco y nos largaremos lo más temprano posible por la mañana. Quizá podamos cenar algo más tarde, si te sientes con ánimos.

Vlado no pudo pensar en una respuesta adecuada, así que salió, caminando aturdido hasta su habitación. Después de cerrar la puerta se sentó en la cama unos minutos. Luego se levantó y abrió el pequeño frigorífico del minibar, miró en su interior y vio una ordenada hilera de refrescos, licores y cervezas. Seleccionó una botellita, whisky escocés, de ningún modo su preferido, pero serviría, al igual que las demás botellitas, sin tener en cuenta su contenido. También en este caso, el Tribunal podía pagar la maldita cuenta. Bebería hasta acabar con todo. Llamaría al servicio de habitaciones.

Pero cuando estaba a la mitad del primer trago se dio cuenta de que no le apetecía, y vertió el resto en el lavabo. Abrió la ventana y las contraventanas, y miró hacia la borrosa neblina de las colinas, donde los contornos de la tierra apenas eran visibles en la oscuridad del anochecer. Hacía demasiado frío para mirar durante mucho tiempo, así que cerró la ventana. La habitación estaba ahora llena de aire marino. Se tumbó en la cama, sin quitarse los zapatos. La pantalla digital roja del reloj de la mesita de noche decía que eran las 5:37. La gente en la calle se dirigía a sus casas a cenar y pasar una velada tranquila. El final de la jornada laboral. Y entonces se acordó de Amira y de que había dicho que la llamara. Tal vez había encontrado los nombres, los de los pasaportes de la Cruz Roja, si es que habían existido. Oficialmente, era ya una información inútil, supuso. Pero sólo si se trabajaba para el Tribunal. Prácticamente acababa de ser despedido. ¿Por qué obedecer órdenes entonces, cuando todas las promesas se habían roto? Se incorporó y cogió el teléfono. Seguía siendo policía, un hijo curioso, deseoso de enterarse de todo lo que pudiera. Marcó sin pensar el número de línea exterior, pero se comunicó con el encargado de noche, que le recordó con toda cortesía que su línea estaba bloqueada.

Por supuesto, pensó. Nunca habían confiado en él y nunca le consideraron de verdad otra cosa que una utilidad, un lubricante para un acoplamiento áspero y precipitado que había salido mal desde el principio. Aquel pensamiento furioso bastó para hacerle salir, con el abrigo y la cartera en la mano, el corazón latiendo como cuando los dedos golpean en una mesa con impaciencia e irritación. Bajó corriendo las escaleras, demasiado impaciente para esperar el ascensor, cruzó el vestíbulo y salió disparado al aire del atardecer. Se paró un momento para ponerse el abrigo. Sólo tardó cinco minutos en encontrar un tabacchi, donde compró una tarjeta telefónica con las liras que le había gorroneado a Pine la noche anterior. Encontró una cabina y marcó el número de la casa de Amira, con el bolígrafo y el cuaderno preparados.

Amira respondió de inmediato, parecía tan impaciente como Janet Ecker la víspera. Feliz, incluso.

– Creo que he encontrado lo que buscábamos -dijo-. Dos nombres. Ambos italianos, con fechas de nacimiento que concuerdan con las que me diste. ¿Tienes algo para escribir?

Cuando terminó le dio las gracias, le dijo que estaría en contacto con ella, y colgó, lamentando ser tan brusco pero deseoso de conservar todos los segundos posibles de la tarjeta. Una calle más allá entró en un café. Cuando un camarero se acercó a él, sacó la billetera y calculó qué podía permitirse. Pero se dio cuenta de que lo que de verdad deseaba en ese momento era tiempo, así que le hizo señas de que no se acercara y buscó en su cartera hasta que encontró la fotografía.

Examinó el rostro de su padre, después el de la mujer.

– ¿Pero quién es esta mujer con la que estás, signore Giuseppe di Florio? – dijo para sí mismo en voz baja-. ¿Tu amante? ¿Tu mujer? ¿Está viva todavía?

Se acercó con su cartera hasta la barra, mientras ordenaba los fragmentos de su escaso italiano.

– ¿Telefono libro? -preguntó con aire vacilante.

– Sí -respondió el barman, que se alejó unos pasos, cogió un volumen delgado y con las esquina dobladas y lo dejó caer encima de la barra reluciente.

– Grazie.

– Prego.

Había once Di Florio en la guía. Si se había vuelto a casar -suponiendo para empezar que fuera su mujer-, ninguno de ellos serviría de nada. Pero suponiendo que no lo hubiera hecho, y que siguiera viviendo en la ciudad, y que estuviera viva -un peso de suposiciones que de pronto parecían apabullantes-, podía ser uno de esos once. Estaba así de cerca, quizá. Copió todos los números, dejó la guía en la barra y se encaminó a la cabina de la calle pasando junto al camarero. Insertó su tarjeta y comenzó a marcar el primer número.

Pero con limitado italiano, ¿qué diría? Y aunque lo hubiera hablado con fluidez, no estaba seguro de saber cómo debía proceder. «Hola. Mi padre tenía el mismo apellido que usted y puede que fuera su esposo, ¿podemos hablar?» Cálmate, se dijo. Colgó y pensó en ello.

Torello, pensó. Su única esperanza. Dejó el auricular en su sitio y comenzó a andar en dirección a la comisaría, de nuevo un investigador al acecho.

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