17

Robert Fordham contemplaba las calles de Roma desde su terraza en un cuarto piso, mientras se preguntaba en qué se había metido. Un cálido sábado de noviembre como aquél era fácil olvidar el tedioso desbarajuste que reinaba en Italia medio siglo atrás. Hoy sólo se veía prosperidad: muchedumbres elegantes que salían a disfrutar del aire fresco con una majestuosidad en mangas de camisa. Las mujeres de más edad compraban verduras en el mercado, las más jóvenes miraban escaparates. Cuando se cerraban los ojos, la exótica orquesta de las calles entraba a raudales: los zumbidos de las Vespas, las bocinas de los taxis, el minúsculo coro de los teléfonos móviles.

Pero, al cabo de una hora, y por su propia voluntad, estaría evocando el sombrío ambiente de la posguerra de 1946, y para una pareja de extranjeros, un estadounidense y un bosnio, un tándem como el que en otros tiempos le había hecho tanto daño.

Suspiró por su insensatez. Desde que había dado su consentimiento el día anterior por la mañana, su naturaleza cautelosa estaba desconcertada. Harto ya de llamadas telefónicas, de técnicos de reparaciones, de visitas que no fueran las de su ama de llaves, Maria, veía amenazas en cada rostro extraño. Aquella mañana, antes de dar su paseo habitual, se dio cuenta de que volvía a recurrir a los pequeños trucos de un oficio muy antiguo, dejando indicadores y señales para determinar si alguien había entrado en su apartamento, o lo había intentado, en su ausencia. Se detenía en todas las esquinas para mirar por encima del hombro, vigilaba sus flancos. Había escudriñado cada coche estacionado o de paso, en busca de un número excesivo de antenas, y se había sentido más aliviado de lo que estaba dispuesto a admitir cuando al regresar comprobó que su puerta estaba tal cual la había dejado.

No había más que remover un número suficiente de recuerdos de una época breve e intensa del pasado, pensó, para que los viejos hábitos y temores regresaran con ellos. Pero parte de él creía que pensar así sólo era prudencia. Seguía habiendo demasiada gente que no perdonaba, con memorias tan largas y claras como la suya, y Roma era su último refugio. Hacía tiempo que había abandonado las severas aldeas de tablones de Nueva Inglaterra por el desorden y la gloria eternos de aquella antigua urbe que se extendía a lo largo del Tíber, tras haberse impuesto la obligación de vivir y comer bien, al tiempo que se preocupaba lo menos posible del pasado.

¿Por qué, entonces, se había arriesgado a volver a aquella época en que la ciudad estaba agotada, cuando las carretillas de mano y los coches de caballos chirriaban en medio de una penumbra medieval de hambre y miseria? El señuelo no había sido desde luego la mujer que le había telefoneado para hacer la petición. Janet lo que fuera, supuestamente del Tribunal para Crímenes de Guerra. Se había mostrado muy simpática, y su buena fe cosechó resultados. Pero algo en su actitud llevaba el inconfundible tufillo de la Agencia, o de una organización semejante.

El Tribunal era el más reciente de los inventos que intentaba aprovechar su memoria. Los anteriores suplicantes fueron hombres anónimos vestidos de gris, que seguían intentando atusarse para disimular su descuido. Llamaban a su puerta, decían poca cosa y se marchaban asintiendo secamente con la cabeza cuando él rehusaba con buenos modales. Uno de los últimos se había hecho pasar por periodista, una iniciativa inteligente, pero no, gracias. Otro lo había abordado en un café, sin previo aviso, con la confianza y la cordialidad de un conocido olvidado hace tiempo. «Es que estaba de vacaciones, viejo, así que imagínate encontrarme aquí contigo. Hablemos de los viejos tiempos, ¿no te parece?» Aquél tampoco hizo negocio. Fordham conocía el valor y la seguridad del silencio tan bien como cualquier hijo de vecino. Después de todos aquellos años, ¿por qué darles una razón para moverse en su contra?

Habría dicho que no también en esta ocasión, hasta que oyó el nombre que le hizo enrojecer: Petric.

¿Podía haber alguna relación? ¿Y en un lugar tan insólito como el Tribunal para Crímenes de Guerra? Hacía años que no hablaba su idioma, aunque tenía idea de que había miles de bosnios que llevaban el apellido Petric. Pero tenía sus dudas, y por un breve instante, mientras escrutaba las aceras bajo sus pies, no vio a la gente que iba de compras con sus sillitas infantiles y sus motocicletas, sino que evocó visiones tenues de aquel otro tiempo: niños delgados y mugrientos con pantalones cortos oscuros trasvasando gasolina del jeep de su flota de automóviles, ancianos encorvados vendiendo cigarrillos reliados en la acera y prostitutas con el cabello negro como el azabache y todo su arrugado esplendor ofreciendo media hora de ternura por una miseria de liras o de vales canjeables del ejército de Estados Unidos. Por un poco más incluso acompañaban después al cliente a dar un paseo, agarrados del brazo, cruzando la Villa Borghese, donde los niños entre risitas se subían a los árboles de la orilla del estanque de los patos para tirar piedrecitas a los soldados estadounidenses y sus acompañantes.

La sombra que inevitablemente caía sobre tales recuerdos era una figura balcánica encorvada que desaparecía a la vuelta de la esquina, un rostro afilado, desnutrido, de ojos oscuros, un rostro que podía leer tus más profundas ambiciones y sacar el máximo provecho de ellas.

– Signore -dijo una voz de mujer, haciendo volver a Fordham al aquí y ahora. Era su ama de llaves, Maria-. Sus invitados han llegado.

Se alejó del sol y entró en la casa, donde las paredes enlucidas parecían retener su frescor de pleno invierno.

– Muy bien -dijo con resignación-. Dígales que pasen.


Una doncella esperaba a Vlado y a Pine en la puerta cuando llegaron al cuarto piso. El signore Fordham acababa de despertarse de su siesta, les informó con gravedad, aunque el hombre que salió a saludarlos parecía lejos de estar adormilado o poco preparado. Los miró con recelo, deteniéndose algo más de lo normal en Vlado. Luego avanzó con la mano tendida pero ligeramente temblorosa, como si le hubiera conmovido lo que acababa de ver. Sus ojos de color azul claro brillaban. El cabello blanco le cubría la cabeza, peinado hacia atrás desde una frente despejada. Era alto, más o menos de la misma estatura que Pine, y pese a ser un poco cargado de espaldas había algo militar en su porte. Vestía de manera casi formal para la ocasión, con pantalón de lana americana azul y camisa blanca almidonada.

– Bienvenidos a Roma, caballeros. Tenía la esperanza de que el asunto de Pero Matek no volviera a surgir nunca en mi presencia, pero no me sorprende mucho que así sea. Hace un día demasiado bueno para quedarse dentro, así que he pensado que podíamos salir a la terraza. ¿Café?

– Por favor -respondieron los dos, y Fordham hizo una seña con la cabeza a Maria.

– Una pequeña cuestión previa, si no tienen inconveniente. Si han traído alguna identificación del Tribunal, me gustaría verla.

Vlado miró a Pine mientras ambos sacaban sus carteras, y de ellas las tarjetas de identificación metidas entre el pequeño fajo de liras que habían cambiado en el aeropuerto. Fordham miró las tarjetas detenidamente y comparó sus caras con las fotografías antes de devolvérselas, sin pedir disculpas por su aparente falta de confianza.

Se sentaron en la terraza, un tanto incómodos después de aquella exhibición. Tras una rápida inspección, a Vlado el apartamento le había parecido espartano, con pocos signos del revoltijo que solía llenar las viviendas de los viejos, sobre todo de los prósperos que habían viajado mucho. No había colecciones de fotografías, recuerdos ni objetos de interés. Sólo una o dos pinturas. Los muebles eran tan genéricos que podían ser los de un hotel con pretensiones. La terraza ofrecía el cuadro más exuberante, un suelo de baldosas pintadas, una mesa y sillas de forja, cerrada por altas plantas colgantes en gigantescas macetas de terracota. Era como un rincón en un bosque. Antes de sentarse, Vlado saboreó la vista: un torrente de peatones y ciclomotores descendiendo desde el Coliseo, que resplandecía no demasiado lejos a la luz ámbar de las últimas horas de la tarde.

– Una cosa más antes de comenzar -dijo Fordham-. ¿Les han seguido en el camino hasta aquí?

Pine pareció desconcertado.

– Nosotros… hemos venido más o menos directamente desde el hotel -acertó a decir por fin-. Y fuimos directamente del aeropuerto al hotel. Imagino que no he prestado demasiada atención. La verdad es que no forma parte de nuestro adiestramiento.

– Supongo que no -dijo Fordham, en tono decepcionado.

Se levantó, avanzó con cuidado hasta el borde de la terraza y se inclinó para ver sin ser visto por alguien que estuviera abajo.

– Hay un hombre ahí abajo -dijo, volviendo a su silla-. En el portal de enfrente, leyendo un periódico. Chaqueta azul, corbata verde. Apareció poco antes de que ustedes llegaran. ¿Está con ustedes?

Miró primero a Pine, luego a Vlado.

Ninguno de los tenía la menor idea de a quién se refería. Pine se levantó para ir a echar un vistazo, pero Fordham se apresuró a hacerle señas de que volviera a sentarse.

– No tiene sentido llamar más la atención. Es probable que no sea nada. Sólo una sensación.

– Somos nosotros quienes lo buscamos a él -dijo Pine, intentando imprimir un tono de ligereza-. No al revés.

– No es Pero Matek el que me preocupa. Son los otros.

– ¿Los otros? -dijo Vlado.

– El problema es que ninguno de ustedes dos tiene la menor idea de lo que está haciendo. Como yo tampoco la tenía.

– Por eso estamos aquí -terció Pine-. Para averiguarlo.

– Puede que contárselo nos haga un flaco favor a todos nosotros. Esas cosas sucedieron hace mucho tiempo, pero en algunos lugares no han perdido su valor ni su fuerza. Esta clase de información tiene una media vida muy larga. Parte de ella deberían haberla enterrado en plomo y guardado bajo llave. -Se volvió hacia Vlado-. Usted debería saberlo tan bien como cualquiera, diría yo. ¿Es usted hijo suyo, o su parentesco es más lejano? Me refiero a Enver Petric, desde luego, cuyo verdadero nombre era Josip Iskric.

– Era mi padre -dijo Vlado, sintiendo que le había despojado de su única ventaja en la entrevista.

¿Cómo lo había averiguado aquel hombre con tal facilidad? Sin duda no había sido a través del Tribunal. Tal vez fuera un salto deductivo que sólo es posible en una mente suspicaz, incluso paranoica. Sin embargo, durante un instante irracional, Fordham pareció una suerte de guía espiritual, un viejo místico escéptico que a través del follaje de su terraza podía ver la neblina del pasado. Sus ojos azules se encendieron. Estaban en juego poderosas emociones, pero Vlado no era capaz de interpretarlas.

– Sospeché que podía ser su hijo desde el mismo instante en que oí su apellido. En cuanto entró por la puerta estuve seguro. Esos ojos. Su forma de escuchar. El carácter serio.

Otra vez aquella palabra. Vlado se estremeció.

– Es la única razón por la que accedí a entrevistarme con ustedes. Y aun entonces, aquella mujer que llamó estuvo a punto de quitarme las ganas.

– ¿Janet Ecker? -preguntó Pine-. ¿Qué dijo?

– No fue lo que dijo. Fue su actitud. Igual que el hombre al que acabo de ver al otro lado de la calle. También en este caso, nada definitivo. Sólo una sensación. Me llamó la atención igual que ellos. La gente de la Agencia. Los que han estado rondando por aquí durante años, intentando conseguir un ascenso a mi costa. Supongo que me preocupó que ella pudiera ser de su mundo y no del de ustedes.

Vlado y Pine se miraron. Las precauciones del anciano de pronto no parecían tan quisquillosas, y desde luego no eran para reírse de ellas.

– No es fácil -prosiguió Fordham- salir al descubierto de este modo. Tal vez siga buscando una expiación. El perdón de los pecados. Aunque Dios sabe que no soy católico.

– ¿Expiación? -preguntó Vlado.

– Esa parte viene después -dijo, todavía inescrutable-. Paciencia.

Se levantó, se acercó de nuevo al borde de la terraza, inclinándose como lo había hecho antes. Aparentemente satisfecho, pero sin revelar nada, volvió a su asiento.

– ¿Qué sabe usted de aquellos tiempos, de todos modos? -preguntó dirigiéndose a Vlado-. ¿Le contó muchas cosas su padre?

– Nada. Ni siquiera supe hasta hace unos días que había vivido aquí.

Fordham asintió con la cabeza, sin dejar traslucir sorpresa.

– Entonces supongo que la única manera de contarle correctamente esta historia es llevarle a la escena del crimen -dijo. Vlado se preguntó incómodo cuál podía ser el crimen-. Además, es una bella tarde romana, y este tiempo no va a durar. Vamos. Pediré un taxi.

Cuando bajaron no había rastro del hombre del periódico y la corbata verde.

El trayecto fue extraño. Cambiaron de taxi dos veces, y Fordham sólo habló con los taxistas, eludiendo sus preguntas. Cruzaron la ciudad en dirección norte, pasando junto a las ruinas del Foro, y después por calles abarrotadas junto a los compradores y los turistas de temporada baja, pasando a duras penas por la parte alta de la plaza de España antes de girar en dirección oeste hacia el río. Hasta que tomaron el tercer taxi, a la orilla del Tíber, Fordham no paró de volverse una y otra vez para mirar hacia atrás.

Arrellanándose por fin en su asiento, dijo:

– ¿Qué saben de cómo funcionaban aquí las cosas en mil novecientos cuarenta y seis?

– Sólo lo que he visto en los cables -dijo Pine-. Y no eran muy ricos en contexto.

Fordham asintió con la cabeza.

– La ciudad propiamente dicha no era tan diferente. Era la gente la que componía un revoltijo de mil demonios. Refugiados de media Europa, y nadie tenía un céntimo. Pero para los que huían o tenían algo que ocultar, era un lugar extraordinario. Los italianos estaban demasiado atareados purgándose unos a otros para preocuparse demasiado de otras nacionalidades. La política giraba a la izquierda una semana, a la derecha a la siguiente. Igual que hoy, la única diferencia es que ahora es una vez al mes. Los carabinieri dejaban prácticamente en nuestras manos y en las de los británicos el manejo de los extranjeros. Los croatas y la Ustashi eran competencia de mi departamento. Yo era uno de los ocho funcionarios investigadores del 428 Destacamento del CIC. Contraespionaje del ejército. Teníamos una pequeña oficina en el 69 de Via Sicilia. El espionaje británico estaba en el piso de arriba, pensando que seguían dominando los mares. También estaban los sobrantes de la OSS, James Angleton y su gente, que técnicamente seguían trabajando para el ejército aunque oficialmente sin cartera. La CIA no había nacido todavía. Angleton era un tipo extraño. Alto y flaco. Llevaba un abrigo grande, un sombrero grande. Uno de los nuestros fue a verlo una vez y se lo encontró andando a gatas por el suelo, buscando micrófonos. Lo cual naturalmente nos hizo preguntarnos si él nos los habría colocado a nosotros. Ya le preocupaba más Moscú que los nazis supervivientes. Odiaba a Tito. Veía a cualquier tipo de la Ustashi como a un aliado en potencia.

– ¿Había muchos croatas aquí? -peguntó Vlado-. ¿Y bosnios?

– Miles. Venían de los campos de desplazados o desde Austria. Muchos de ellos querían llegar a Argentina o a Estados Unidos. El propio Ante Pavelic terminó siendo asesor de seguridad de Juan Perón, ya sabe. Tenían que haber incluido una canción sobre él en Evita. Debíamos prenderlos, pero por un motivo u otro siguieron colándose por las rendijas, la mayoría con la ayuda de una red de evacuación dirigida por sacerdotes croatas de la Confraternidad de San Girolamo. Allí es adonde nos dirigimos. San Girolamo. El padre Krunoslav Draganovic dirigía el cotarro. También era el jefe de la Comisión Pontificia de Auxilio al Refugiado, lo que le permitía relacionarse con todos los campos de desplazados. A veces enviaban gente de vuelta al otro lado de la frontera con nuestra ayuda, para que pusieran bombas o para que organizaran un lío de mil demonios. Pero casi siempre enviaban todos sus huevos podridos a lugares seguros en el extranjero. Les daban nombres nuevos y los metían en cargueros rumbo a Argentina, Estados Unidos, Canadá, donde a usted se le ocurra pensar. Todo el mundo llamaba Ruta de las Ratas a la red de Draganovic. Así se escapó Klaus Barbie.

– ¿El Carnicero de Lyon?

– Sí. Fue algo más que embarazoso cuando después se supo que lo habíamos ayudado a escapar, con Draganovic manejando las cuerdas. Las instrucciones para tapar el asunto decían que Barbie era la excepción, no la regla.

– ¿No está usted de acuerdo? -dijo Pine.

– Ninguno de los que estamos aquí. Pero ya no hay pruebas, por supuesto. Por eso mantengo la boca cerrada.

Hizo una pausa para dar más instrucciones al taxista. Seguían remontando el curso del Tíber, mientras el tráfico se hacía más denso. La cúpula de San Pedro se alzaba a lo lejos a su izquierda.

– El día que conocí a Matek estaba buscando a un nazi. Un antiguo hombre de las SS al que deteníamos una y otra vez y los británicos dejaban en libertad una y otra vez. Fiorello, nuestro oficial al mando, estaba decidido a seguir insistiendo hasta que los británicos lo dejaran encerrado. Así eran las cosas entonces. Nunca se estaba seguro de quién estaba de tu parte de un día para otro. Teníamos una lista de sus amantes, y las visitamos una a una hasta que él apareció. Elegí a Inge, a la que siempre vi como Marlene Dietrich, sobre todo por su forma de hablar. Vivía en una vieja pensión venida a menos en la Via Abruzzi, un lugar lleno de exiliados. Siempre olía a repollo hervido.

»Inge estaba allí, pero no nuestro hombre de las SS. La había dejado plantada por otra chica que vivía en la otra punta de la ciudad, así que telefoneé dando su nombre y decidí revisar los libros de registro. Así hacíamos las rondas entonces, comprobando los libros de registro y después visitando a los recién llegados, asegurándonos de que sus papeles estaban en regla. Casi todo el mundo tenía alguna clase de información, y sólo costaba unos pocos cigarrillos. Y aquel día, el nombre de Matek era la última inscripción. Así que le hice una visita.

– ¿Hablaba usted su idioma? -preguntó Vlado.

– ¿El serbocroata? Un poco. Pero Matek había aprendido algo de italiano en Fermo. Acababa de llegar y estaba bastante flaco después de todo aquel tiempo en el campo. Era evidente que sus documentos estaban hechos a la carrera, pero tenía esa mirada en los ojos que disuadía de hacer algo al respecto. Dijo que el padre Draganovic en persona lo había sacado de Fermo, así que suscitó mi interés de inmediato. El padre había viajado hasta el campo en un vehículo para personal del ejército de Estados Unidos, algo que por la razón que fuere no me sorprendía. Había celebrado una misa para unos cientos de croatas, y luego dijo que si alguien tenía peticiones especiales que hacer que fuera a verlo después. Matek había conseguido trabajo en San Girolamo como mecanógrafo y conductor, lo que despertó aún más mi interés. Llevaba meses intentando recabar alguna información allí.

– ¿Qué clase de información?

– Llevaban la lista original de todos los refugiados políticos, nombres, alias, graduación militar, de todos aquellos a los que alguna vez habían dado alojamiento o alimentos o que intentaban embarcarse, incluidos todos los peces gordos de la Ustashi que estaban escondidos. Habíamos recurrido a otro empleado que debía pasarnos una copia, pero una semana después sacaron su cadáver del Tíber. Así que había que tener cuidado.

– ¿Le habló Pero Matek de sus antecedentes militares? -preguntó Vlado.

– Unas cuantas mentiras. Pero no nos preocupamos mucho de eso, porque al cabo de unos días llegó de Washington la orden de que fuéramos en busca de Pavelic, el dictador en persona, y de pronto Matek era nuestra mejor baza para obtener información privilegiada.

– ¿Cuándo fue eso? -preguntó Pine.

– En junio de mil novecientos cuarenta y seis. La gente de Tito llevaba meses gritando que teníamos escondido a Pavelic en Italia. Creo que alguien en Washington se cansó finalmente de oírlo.

– ¿Era verdad? -preguntó Pine-. ¿Lo escondíamos?

– Lo cierto es que no lo habíamos buscado. Sobre todo gente como Angleton. Pero nuestros chicos se apuntaron a la busca y captura, y por la ciudad corrió el rumor de que Pavelic estaba escondido en Castelgandolfo, la residencia de verano del Papa, con sus pavos reales y sus gallineros. También estaban allí supuestamente algunos de sus antiguos jefes de seguridad y miembros de su gabinete. La única manera de saberlo con certeza era sacar aquella lista de San Girolamo. Y vaya si lo hicimos, con la ayuda de Matek.

El taxi llegó a su destino y se detuvo junto al Ponte Cavour, bajo los sicómoros pelados que bordeaban el Tíber.

– Será mejor que sigamos moviéndonos mientras hablamos -dijo Fordham, mirando rápidamente a su alrededor mientras cruzaban una concurrida calle-. Así son más difíciles las escuchas.

Pine puso los ojos en blanco.

Entraron en una modesta pero espaciosa piazza, uno de cuyos lados daba al bulevar que bordeaba el río. En el centro de la plaza había un montículo alto y cubierto de hierba que parecía brillar a la luz del atardecer. Los otros tres lados estaban bordeados por largos edificios de cinco plantas de construcción bastante reciente según los criterios romanos, cuadrados y severos, con hileras de estrechas ventanas rectangulares. Los de los lados norte y este estaban hechos de mármol blanco lavado, pero la del costado sur era de feos ladrillos marrones. Estaba unido a una oscura y desvaída capilla que parecía tener siglos de antigüedad.

– El túmulo es el mausoleo de César Augusto -dijo Fordham-. Todo lo demás de la plaza es creación de Mussolini, y ese condenado y feo montón de ladrillos del costado sur es San Girolamo. Los croatas no podían permitirse el mármol, supongo. Pero funcionó lo bastante bien para Draganovic y su Ruta de las Ratas.

Fordham señaló los muros de mármol del edificio más cercano, el que estaba detrás de ellos. Debajo de las ventanas había tallas de ejércitos de la Roma de la Antigüedad pero también de los ejércitos fascistas de la segunda guerra mundial. Inscripciones en latín recorrían la parte alta, con el nombre de Mussolini en lugar destacado, junto con una referencia a su lejano predecesor, Augusto.

– Cuesta creer que siga aquí -dijo Vlado, que estaba acostumbrado a Berlín, donde todos los restos de los nazis habían sido bombardeados, enterrados o adscritos a la categoría de museos.

San Girolamo exhibía también el arte de la época con tres enormes y vistosos mosaicos encima de las ventanas del quinto piso. Jesús estaba en la del centro, con una multitud aduladora a sus pies. En las dos piezas que la flanqueban aparecían sacerdotes atendiendo a muchedumbres, era de suponer que en Croacia. Las inscripciones de ese edificio estaban también en latín, aunque el damero símbolo de Croacia ocupaba un lugar destacado. Había pintadas hechas con aerosol en los ladrillos, una calavera y unas tibias coronadas por las palabras «Gioventu Nazista».

– ¿Qué significa Gioventu? -preguntó Vlado.

– Juventud -dijo Fordham-. Juventud nazi. Supongo que siguen sintiéndose cómodos aquí.

Aquel lugar le puso los nervios de punta a Vlado, y por primera vez desde que comenzó el viaje pudo sentir la presencia persistente de su padre, un espectro pálido y harapiento que se movía debajo de aquellas palabras e imágenes, haciendo el saludo a un guardia armado al pasar por la puerta. Aquellos insignificantes jugadores, sus compatriotas, en aquellas grandes luchas del continente; instigadores y asesinos que encendieron la hoguera de Europa y después se fueron a combatir entre ellos mismos. Incluso el gran Pavelic, asesino de millones de personas, no había sido prácticamente nada allí, escondido entre sotanas y en conventos, y después viajando en el vientre de un buque de carga con un nombre falso.

– Parece que los croatas se sentían aquí como en casa -dijo Pine.

– Oh, eran grandes aliados. Otra nación católica que adulaba a Alemania, y en la otra orilla del Adriático. Era una amistad de siempre, y por eso el Vaticano se lo tomó tan mal cuando Tito se hizo con el poder.

– Pero si no podían permitirse el mármol, ¿cómo es que pudieron permitirse la Ruta de las Ratas? -preguntó Vlado.

– Parece ser que Draganovic tenía unas cuantas cajas de oro ahí mismo en su despacho. Robadas del Banco Estatal de Croacia cuando la guerra terminaba.

Vlado recordó la referencia a la salida de Matek de Zagreb en un convoy de camiones transportando «bienes del Estado». No era de extrañar que el buen padre lo hubiera ayudado a salir del campo de desplazados.

– Es probable que tuviera noventa kilos. Los británicos lo ayudaron a traerlo desde un monasterio de Austria.

Hicieron una pausa mientras miraban hacia los muros pardos de San Girolamo. Los mosaicos apenas eran ya visibles a la luz cada vez más tenue.

– ¿Podemos entrar? -preguntó Vlado.

– Usted podría hablar para que lo dejaran entrar. Pero todo estará guardado bajo llave. Igual que aquel fin de semana del cuarenta y seis.

– ¿Matek tenía llave?

– Varias. De los archivadores y de las oficinas. Las había robado por supuesto. Sólo por un día o dos. Nos las dio para que hiciéramos copias y se quedó con algunas para él. Aquello formaba parte de su trato.

– ¿Qué otra cosa pidió?

– Quería la luna. Pero nada de dinero, insistimos. Así que se presentó con una lista de peticiones. De lo más ecléctico. Unas pocas herramientas. Cigarrillos. Pero en su mayor parte un montón de pases y documentos de viaje, para tener libertad de movimiento. No se los dimos hasta que él nos entregó la mercancía, por supuesto. También quería documentos para un amigo. Un cómplice. Había llegado a la conclusión de que no podía conseguirlo sin un par de manos adicionales.

Vlado dejó que aquellas palabras se asentaran un momento.

– Mi padre.

– Sí.

– Así que fue entonces cuando lo conoció.

– Poco antes del robo. Tuve que asegurarme de que lo aprobábamos. Y así lo hice, aunque con reservas.

– ¿Por su historial en la guerra?

Fordham asintió tristemente con la cabeza.

– Pero probablemente no por lo que usted cree. -Miró a su alrededor, como si le preocuparan de nuevo las escuchas. No había nadie a la vista, pero la oscuridad caía. El aire era frío-. Caballeros, si hemos de continuar, y si quieren que les dé lo que de verdad han venido a buscar, hay lugares mejores para hablar de cosas así. Aquella furgoneta azul de allí me está poniendo los pelos de punta desde que llegamos. -Ni Vlado ni Pine habían reparado en su presencia-. Y hay una parte que no estoy seguro todavía de que deba contársela. Por su propio bien, además de por el mío.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Pine, que seguía mirando a su alrededor en busca de la furgoneta azul.

Fordham cerró con fuerza los labios, y de pronto pareció más viejo que durante toda la tarde.

– Me refiero a que sólo porque hayan transcurrido más de cincuenta años no quiere decir que haya perdido su capacidad de hacer daño. Incluso de matar. Pero después de cincuenta años, supongo que ha llegado por fin el momento de que yo quede limpio. -Se volvió hacia Vlado-. Con usted, en particular.

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