11

Matek observaba la llegada de Vlado desde su ventana, sin haber decidido cómo iba a saludar al chico. Había estado irritable toda la mañana, gritando a Azudin porque el café no estaba lo bastante caliente, refunfuñando por el pan, aunque era el mismo pan de todas las mañanas.

Cuando vio el rostro del joven que salía del coche supo que no había dudas en cuanto a los lazos de sangre. Sabía que a veces se veía al padre en el hijo porque se lo buscaba. Pero en aquella ocasión la semejanza era evidente, no tanto en los rasgos como en el porte, resuelto, con la cabeza alta. No era de esas personas que pedían disculpas por creer en lo que creían. Igual que su padre. ¿Pero en qué creía éste? Era la pregunta estrella de la mañana, y tenía intención de encontrar la respuesta.

Después se rió a pesar de sí mismo de la idea de que en realidad pudieran hacer negocios juntos, y seguía sonriendo cuando Azudin acompañó al chico -tenía que dejar de pensar en él como en un chico, aquel hombre tenía ya treinta años bien cumplidos- hasta la habitación. La sonrisa se amplió cuando vio la incómoda mirada en el rostro de Vlado. Vaya por Dios, al chico le daba vergüenza. Así que Matek cruzó a buen paso la estancia y, sin decir palabra, dio a Vlado un gran abrazo de oso como si fuera un abuelo ruso, sintiendo el vigor y los huesos del aquel joven debajo de sus mangas de lana. Y a pesar de sí mismo notó que las lágrimas brotaban de sus ojos. Atrajo a Vlado hacia sí y le habló al oído, recordándose en silencio que no debía emplear ninguna de las palabras equivocadas del pasado.

– Ah, Vlado, tu padre y yo. Tu padre y yo. Cuántas cosas pasamos juntos. Pero de eso hace ya mucho tiempo.

Luego la ola de nostalgia alcanzó la cresta y se rompió, y Matek se retiró, retrocediendo para mirar a Vlado a la cara, inspeccionando la fría reserva en aquellos ojos que tan bien conocía.

Vlado había intentado débilmente corresponder al calor, aunque fue difícil mientras los grandes brazos lo agarraban con tal fuerza. Ahora por lo menos podía ofrecer una sonrisa, no grandilocuente pero sí suficiente para cumplir con su deber familiar. Luego el hombre grande se retiró y, con paso bamboleante, fue a sentarse tras el baluarte de su escritorio.

Había abierto una botella de vino tinto y tenía preparadas dos copas, limpias hasta relucir. Nada de copas manchadas hoy.

– Ya sé que es temprano, pero hazme el favor. -Sirvió una copa a Vlado-. Tenemos que beber por tu padre.

Un chianti, advirtió Vlado, decidiendo que le iría mejor tratar de actuar como detective observador que como una especie de sobrino extraoficial. Buscar los detalles. Concentrarse en el negocio que tenía entre manos. Pero la presencia de su padre era inevitable, como si se asomara desde un rincón, asintiendo severamente, recordando a Vlado que fuera respetuoso y cortés.

La decoración no era la que esperaba. Parecía lo normal para el alcalde de una pequeña ciudad o de un jefecillo. Tampoco casaba con el vino.

Matek debió de darse cuenta de las miradas de aprobación.

– Para los europeos y los americanos suele ser sólo rakija, porque eso es lo que esperan de mí. Para ti, algo que me gusta de verdad. -Matek levantó su copa-. Por tu padre.

Vlado levantó la suya y bebió.

– Y también por su hijo -dijo Matek.

Vlado sabía que era su turno, pero le costó.

– Y por su amigo -dijo finalmente, complaciendo a Matek.

Ninguno de los dos habló durante un momento. Vlado decidió dejar que Matek tomase la iniciativa; su mente seguía saltando a demasiados lugares a la vez.

– Sí, eres el hijo de tu padre -dijo Matek finalmente-. Es la única persona que he conocido que podía quedarse ahí sentada sin decir palabra, decidida a hacerme hablar primero, incluso con negocios importantes pendientes.

Vlado se sonrojó.

– Lo siento, pero hay una cosa que debo preguntarte enseguida -dijo Matek-. ¿Cómo te enteraste de que existía? ¿Por tu padre?

Vlado tenía instrucciones estrictas sobre aquel punto. Debía responder que no tenía libertad para decirlo. Era algo que le había inquietado durante toda la mañana, porque parecía evidente que Matek se olería que había gato encerrado. ¿Por qué no iba a poder el hijo de Enver Petric contestar a una pregunta tan sencilla, máxime cuando tenía poderes para ofrecer un contrato a un hombre a quien la Unión Europea había considerado poco idóneo sólo un mes antes? También prefería no comenzar su conversación con una mentira, sintió que podía estropearlo todo. Y aquella primera pregunta, al menos, podía contestarla con bastante sinceridad sin tener que revelar nada. Así que incumplió el plan.

– Mi padre nunca dijo una palabra -respondió Vlado, mirando a Matek a los ojos, sintiéndose como si estuviera conectado a un polígrafo-. No supe de su existencia hasta años después de que él muriera.

Matek también se había jurado tener cuidado con sus palabras. Pero él también parecía atrapado en el instante, quizás al ver su propia juventud reflejada en lo que quedaba de la de Vlado.

– Entonces debió de ser tu tío Tomislav. Es el único que me conocía de aquellos tiempos.

Matek pareció volver entonces a la posición de firmes, y Vlado sintió que había bajado la guardia momentáneamente, al dejar caer aquel nombre.

– Sí -respondió Vlado, dejándose llevar por el instinto-. Fue el tío Tomislav. Habló de usted en una carta, no mucho antes de morir. Después, cuando me hice cargo de este trabajo hace un mes, no tardé en ver su nombre en una lista. No podía estar seguro de que fuera el mismo Pero Matek. Pero cuando averigüé la edad que tenía… Bueno, todo pareció encajar.

– Debió de contarte muchas historias en esa carta, tu tío.

El tono de Matek cambió, se hizo profesional; Vlado se puso en guardia.

– Nada de historias. Sólo decía que usted y mi padre eran viejos amigos, y eso era todo. Le escribí, pidiéndole más información, porque mi padre nunca había hablado del pasado, de los años de la guerra. No era uno de esos hombres que van por ahí diciendo que se lanzaron en paracaídas en todos los valles y cuevas de Yugoslavia, luchando con los partisanos. Pero cuando llegó mi carta, Tomislav había muerto. Mi tía me contestó. Y no se acordaba de gran cosa.

– Pero si Tomislav se estaba muriendo, seguro que debió de decirte algo más que mi nombre.

Matek sirvió más vino, y a Vlado se le ocurrió de pronto que era como un viejo verde que intentaba emborrachar a su joven cita. En el exterior, un tractor se puso en marcha penosamente, con el resoplido del motor diésel golpeando como un martillo neumático.

– No -dijo Vlado-. Nada.

Matek asintió con la cabeza, pues no quería dejar traslucir ninguna sensación de alivio. Vlado decidió que aquél era un buen momento para pasar a los negocios, pero no pudo resistirse al pie que Matek acababa de ofrecerle.

– Lo cierto es que esperaba que usted pudiera rellenar todos esos espacios en blanco que mi padre dejó al morir. Que me dijera cómo era entonces. Ya sabe usted lo callado que era. Apenas me contó nada.

Vlado sabía que acababa de desviarse peligrosamente del guión. Pine había sido categórico en cuanto a ese punto. Si Matek quería hablar del pasado, muy bien. Tú no lo saques a colación. Pero a la mierda con ellos. Ellos habían abierto la caja, y estaría bueno que él la cerrara antes de hurgar en su contenido.

– Oh -dijo Matek, cogiendo la botella para servir vino de nuevo y dejándola después al ver que las dos copas estaban todavía llenas-. Bueno, hicimos lo que suele hacerse en un pueblo pequeño. Hacíamos deporte juntos, íbamos a la escuela. Luego vino la guerra, que lo cambió todo. Hubo pocos combates para nosotros, desde luego. Ni siquiera lo llamaría así. Sólo marchas, en su mayor parte. Traslado de personas o de suministros de un lugar a otro. Y siempre bajo la lluvia, daba la impresión. Siempre bajo la lluvia y el frío. Marchar y esperar y cavar. Muy poca acción. Sólo trabajo físico. Esas cosas que nunca se cuentan en los libros de historia. Salimos del país después de la guerra, ya sabes. Durante unos pocos años. Seguro que tu padre te lo contó.

– No. No me contó nada.

– ¿Nunca te dijo que cruzamos la frontera?

– Mi padre nunca decía nada de aquellos años, por mucho que mi madre y yo le preguntásemos. Así que dejamos de preguntarle. -Vlado se permitió tomar un buen sorbo, largo, de su copa. Todo iba mucho mejor de lo que esperaba-. ¿Y adónde fueron?

– Primero a Austria. A pie, junto con miles de personas. -Vlado recordó la historia de los camiones. Un convoy en dirección norte partiendo de Zagreb-. En las carreteras que llevaban a Austria había atascos de kilómetros, todo el mundo intentaba salir antes de que llegaran los rusos desde el este. No habíamos estado con los hombres de Tito, ya sabes. Sólo alguna milicia local. Y al terminar todos luchaba contra todos. Había una confusión masiva, y sabíamos que habría castigos, sin importar por quién hubieras luchado. Así que lo mejor era marcharse, y finalmente cruzamos la frontera. Trabajamos en una granja durante unos meses, en Austria. Finalmente llegaron unos soldados británicos y nos pidieron los papeles. Nos mandaron a un campo para desplazados en Italia, en Fermo. Un lugar horrible, pero tu padre y yo seguíamos juntos. Había miles de personas allí. La comida era horrible. Piojos. Enfermedades. Terrible. Luego nos mandaron por fin a casa. A través de la Cruz Roja. No era buen momento para admitir que habías estado en el ejército «equivocado», aunque sólo hubieras sido un soldado raso que cavaba zanjas. Así que volvimos igual que nos habíamos ido, a pie. Cruzamos la frontera de noche por las colinas, y nos establecimos en lugares que estaban lejos de donde nos habíamos criado.

Después de aquella sarta de mentiras, Vlado no pudo resistirse a hacer una última prueba.

– ¿Y eso cuándo fue? -preguntó.

– En mil novecientos cuarenta y seis.

Nada menos que quince años antes de la verdad que Vlado conocía. ¿Pero qué sentido tendría aquella mentira, a no ser el de borrar los años de Roma?

– Yo me vine aquí. Tu padre se fue a un pueblo cerca de Sarajevo, los dos nada más que con lo puesto. Pensamos que era mejor no estar juntos, ni siquiera estar en contacto, habida cuenta de la situación política. Así que nos distanciamos con el paso de los años. Creo que sólo supe de él una vez, tal vez dos, aunque no sabía que tuviera esposa e hijo. Como puedes ver, yo no tengo familia. Nunca tuve un hijo, aunque quise tenerlo. Tuve envidia de él cuando me enteré.

Estaba claro que Matek había terminado con el tema del pasado. Pero Vlado no pudo resistirse a hacer una última pregunta.

– Mi padre, ¿cómo era? Cuando era joven.

– Un idealista. Siempre demasiado, pensaba yo. Hasta podía haberse dicho que era un fanático.

A Vlado se le cayó el alma a los pies. Había visto la obra del fanatismo en la última guerra.

– Siempre era más patriota que yo. Yo sólo buscaba aventuras, y en segundo lugar, oportunidades. Porque aprendí una cosa sobre la guerra. Y estoy convencido de que para ti no es ningún secreto, teniendo en cuenta el negocio en el que estás ahora. La guerra es algo terrible, pero trae consigo oportunidades, y una de dos, o las aprovechas o te barren junto con todos aquellos que han renunciado a todo control de sus vidas. A tu padre nunca le gustó mi forma de pensar.

Poco después comenzaron a hablar de negocios, la parte supuestamente crucial de su conversación. Resultó ser la parte más fácil. Matek confesó que llevaba algún tiempo deseando conseguir una parte del negocio de remoción de minas, y accedió a reunirse en Travnik a la mañana siguiente con su «jefe», aparentemente el que tendría que aprobar la elección de Vlado. Matek incluso propuso el nombre del Skorpio.

Vlado sacó un fajo de papeles para que Matek los leyera detenidamente y los firmara. Era un acuerdo de principio, que Matek debía leer y llevar consigo a su reunión de la mañana siguiente. Era de la oficina de la Unión Europea, auténtico. No tenía sentido poner en peligro la operación con falsificaciones.

Se despidieron en la puerta, la partida más contenida que la presentación, y Vlado insistió en que al día siguiente él invitaría a la comida y a la bebida. Luego emprendió el camino de regreso a Travnik, chirriando al bajar la colina mientras Matek observaba el descenso del automóvil blanco por las curvas y contracurvas, avanzando entre el polvo.


Matek trabajaba ya en su conversación como si fuera una ternilla, dándole vueltas en la boca, preguntándose qué era lo que no le había dejado buen sabor. Estaba sin duda la procedencia de Vlado. Era el hijo de Enver, de acuerdo. Tal vez fuera ése el problema. Serio hasta decir basta, igual que su padre. Deseoso de hacer las cosas por las razones correctas, no por cómo servirían a sus intereses. Pero ¿cuáles serían las razones correctas para un hombre joven como Vlado?

Matek decidió que necesitaba dar un paseo para pensarlo. Se puso por encima un abrigo y salió de la casa, pasando por delante del observador Azudin sin decir palabra. Pasó por donde estaban las cabras y siguió en dirección a una alta loma rocosa entre los árboles, desde donde las vistas del valle eran las mejores. Escuchó los pocos pájaros que se habían quedado a pasar el invierno, ruidos apenas perceptibles entre la maleza gris helada.

Lo que de verdad no podía tragarse era aquello del tío Tomislav. ¿Cuándo coño habría revelado el padre de Vlado a Tomislav su nuevo apellido, Matek? ¿Y por qué habría corrido el riesgo? Era posible, supuso. Pero Enver era un hombre cuidadoso, conocía como cualquiera las consecuencias de filtrar datos delicados. El chico tenía que haberlo sabido por alguien, sin embargo, y si no era Tomislav, ¿quién entonces?

Matek interrumpió su paseo y regresó a su despacho. Marcó el número del Skorpio.

– ¿Sí?

– Soy Matek. ¿Está Osman por ahí?

– ¿Acaso no está siempre?

– ¿Está sobrio todavía?

– Como siempre a esta hora del día. No estará completamente inservible hasta dentro de unas horas.

– Ponme con él.

Hubo una pausa, luego el sonido de una silla raspando el suelo, un repicar de vasos, seguido de otra voz.

– Osman.

– Soy Matek. Escucha con atención porque tengo un trabajo para ti. Hay un hombre alojado en el Hotel Orijent al que me gustaría que controlases. Con discreción, por favor. Se llama Vlado Petric, y me gustaría saber qué está haciendo. Si viaja en compañía de alguien. En ese caso, cómo están registrados, quién paga las facturas. A qué se dedican. Síguelo y pregunta por ahí. Entérate de todo lo que puedas. Pero no tienes que acercarte a él, ni hablar con él. ¿Lo has entendido?

– Claro.

– Y no hables de esto con nadie si quieres seguir bebiendo en esta ciudad.

– Entendido.

Osman era un borracho, pero no era un imbécil, y hasta entonces siempre había tenido la boca cerrada.

– Quiero saber de ti antes de que termine el día. A las seis como muy tarde, y antes de que vuelvas a beber algo. Si lo haces bien, tendrás pagada la cuenta del bar para una semana.

– Sí, señor.

Matek no necesitó añadir que sus instrucciones eran una orden. Las órdenes eran su única manera de tratar con la gente, pues era bien conocido que a menudo a la desobediencia le seguían de cerca accidentes terribles.

Osman no perdió tiempo. El personal del Hotel Orijent era siempre un blanco fácil, y unas cuantas llamadas telefónicas hicieron el resto. A las cinco de la tarde estaba sediento y de nuevo al teléfono.

Matek acababa de volver de otro paseo cuando recibió la llamada. No había trabajado mucho, había estado demasiado inquieto. En esa ocasión fue directamente por el camino de las cabras hasta la cima, motivado por los acontecimientos del día a echar un vistazo a un lugar que no visitaba desde hacía años.

Azudin apareció en la puerta principal, sin aliento.

– El teléfono, señor.

Seguía sonando.

– ¡Pues contesta, imbécil!

– Pensaba que como ya había vuelto… Sí, señor.

Desapareció en el vestíbulo mientras Matek se sacudía el barro de las botas, recordando su primer paseo hasta la colina tiempo atrás, una noche de verano con luciérnagas y el ladrido lejano de los perros de las granjas. Era 1961. La casa sólo tenía una planta entonces, y había hecho el recorrido de casi dos kilómetros en plena noche, descalzo en medio del rocío y un poco borracho, la serenata de los grillos al raspar la hierba alta con sus pantalones. Entonces el paseo le había resultado fácil, incluso para alguien lo bastante idiota para atravesar una colina pedregosa sin zapatos. Había bebido mucho solo en aquellos tiempos, había pasado demasiado tiempo revisando sus papeles y sus pasaportes, preguntándose dónde esconderlo todo, sabiendo que eran una especie de dinamita pero también una especie de seguro, incluso un plan de jubilación. Había resuelto el asunto subiendo a la colina con una pala en una mano y una caja en la otra, y dentro de la caja había una bolsa de cuero engrasado. Ahora el cuero estaba probablemente mohoso y tieso; puede que lo supiera con certeza muy pronto, dependiendo de lo que Osman tuviera que decirle.

Llegó a su despacho, gritando por el vestíbulo a Azudin:

– Cogeré la llamada aquí dentro. Vete a casa temprano. Me ocuparé de los cabos que queden sueltos.

Levantó el auricular, escuchó con atención durante unos instantes, habló poco. La noticia era inesperada, pero trató de no revelar su conmoción a Osman. No tenía sentido que el borracho del pueblo supiera que estaba afectado, o no tardaría en saberlo todo el mundo. Así que mantuvo la voz firme, pero al colgar, Matek se dio cuenta de que le temblaban las manos. En parte era por la cólera, en parte también por el miedo, miedo a lo desconocido. Porque por primera vez en más años de los que Matek podía recordar, su futuro era incierto, y esta vez no funcionaría ninguno de los remedios habituales. Se imponían medidas extraordinarias. ¿Pero cuáles? En este punto zozobró, de nuevo inseguro, hasta que cayó en la cuenta de que la respuesta podía estar tan cerca como otro paseo hasta la colina, de vuelta a aquel lugar donde había enterrado un jirón íntimo de su vida. Si el camino hacia el futuro se bloqueaba, caviló, ¿quién iba a decir que no se podía huir hacia el pasado? Después de librarse de unos pocos impedimentos, desde luego. Pero esa parte sería la más fácil. Esa clase de asunto siempre lo había sido.

Загрузка...