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A última hora del día siguiente, tres países y dos jurisdicciones locales pugnaban por la custodia de los lingotes de oro hallados en el interior de la cappella Barzini. Italia fue la primera en reclamarla, seguida en rápida sucesión por Croacia y la República Federativa de Yugoslavia. Enviados de Roma, Zagreb y Belgrado estaban en camino, pero tendrían que competir primero con las autoridades municipales de Castellammare di Stabia, que habían trasladado las cajas a la cámara acorazada de un banco de la ciudad. Para ello habían tenido que desoír las enérgicas protestas de funcionarios de la autoridad regional de Nápoles llegados en el último momento. Al caer la noche incluso la Polizia di Stato consideraba la posibilidad de interponer una contrademanda, por entender que nada de valor se habría descubierto de no haber mediado las acciones independientes de uno de sus agentes que, como señalaban ya con énfasis, había puesto en peligro su vida en el cumplimiento del deber.

La prensa popular italiana de la tarde apostaba que la batalla duraría años, y cada hora llegaba por la autostrada la furgoneta de otro equipo de televisión. Las autoridades suizas, mientras tanto, habían comenzado a investigar sin hacer ruido si debían tener algún motivo para sentirse abochornadas o indignadas.

Un tanto perdido en medio de aquel bullicio estaba el hecho de que un importante sospechoso de crímenes de guerra había sido asesinado en la ciudad, y otro personaje más oscuro, al que se buscaba por cargos relacionados con acciones cometidas hacía medio siglo, había sido detenido. Y un indignado diplomático estadounidense parecía estar metido en un buen lío.

Y así fue como, entre el aluvión de entrevistas, interrogatorios y papeleos oficiales que siguió, Vlado no vio a Pine hasta casi el mediodía del día siguiente, cuando se encontró con él en el vestíbulo del hotel. Acordaron comer juntos. Tenían ya sus nuevos pasajes de avión a La Haya. Pero el veredicto acerca de si debían ser aplaudidos o vilipendiados a su regreso continuaba aparentemente en proceso de decisión, mientras Spratt y Contreras seguían observando los vientos dominantes que llegaban desde Washington, París y Berlín. Janet Ecker continuaba con permiso administrativo.

– Bien -dijo Pine mientras se sentaban-. Lo primero que he oído es que Matek no se opondrá a la extradición.

– ¿A Croacia?

– Sí. Está convencido de que puede quedar impune. Al parecer ya ha hablado por teléfono con sus abogados y con sus banqueros suizos. Da la impresión de que piensa que si toma la iniciativa habrá suficientes opiniones a su favor para dejarlo en libertad, sobre todo si el juicio se celebra en Zagreb. Quién sabe, puede que tenga razón.

– Tal vez -dijo Vlado-. Pero podría llevarse una sorpresa. Los croatas pueden decidir que es mejor darle un castigo ejemplar. Les brinda una oportunidad perfecta para la expiación nacional. Y al final, ni siquiera fue un buen fascista, sólo un ladrón que robó a todo el mundo, incluida la Ustashi.

– Lo cual me recuerda una cosa. Los croatas pueden querer que testifiques. Aunque sólo sea para ayudar a determinar la procedencia de algunos documentos.

– Los documentos -dijo Vlado, meneando la cabeza y frunciendo el ceño-. Ojalá me hubiera quedado con ellos.

Era el único aspecto de la noche anterior que seguía apesadumbrándole. Se los había entregado a eso de la medianoche. Una hora después habían intervenido fuerzas exteriores y Torello le había informado con pesar que el sobre y todo lo que contenía se estaba trasladando «arriba», porque de alguna manera habían pasado a formar parte de la ecuación de la lucha por el oro. Torello suponía que se estaba fraguando un trueque: el apoyo de Estados Unidos a la reclamación italiana a cambio de la devolución del material impreso que, por derecho, era legalmente propiedad del ejército estadounidense, al margen de lo que hubieran dicho los sacerdotes de San Girolamo sobre ese argumento.

– No tenía que habérselos entregado -dijo Vlado-. Es la misma historia de siempre.

– Yo no estaría tan seguro -dijo Pine, al tiempo que pasaba un sobre nuevo de papel manila por encima de la mesa-. Éste es tu juego de copias. Tengo otro para mí. Torello me los pasó a las tres de la mañana, nada más irte al hotel. Pudo desviarse unos minutos a la fotocopiadora antes de mandar los originales arriba. No he tenido mucho tiempo para echarles un vistazo, pero lo poco que he visto ha sido muy interesante. Membretes de Angleton, Colleton, el Vaticano. Mucha gente a la que poner en aprietos. Pero sí he visto el nombre de tu padre una o dos veces hacia la mitad del fajo, así que creo que te parecerá bien.

– ¿Qué vas a hacer con los tuyos?

– Lo he hecho ya. He mandado por fax todo el paquete al apartamento de Janet. Ella tiene tiempo de sobra ahora, además de algún que otro interés personal. Me ha asegurado que antes de que termine la semana habrá remitido copias a tres congresistas del comité de información y a los cazadores de nazis de plantilla del fiscal general, además de un juego anotado a un amigo suyo que trabaja en The New York Times. Demasiado para que se guarde el secreto, ¿eh?

A Vlado le entraron ganas de reírse a carcajadas, de ponerse a bailar encima de la mesa. Había sido una semana desgarradora y emotiva, pero aquel final era perfecto.

– ¿Pero qué significa esto para Harkness? ¿Cargos penales?

– No es seguro -dijo Pine, con una sonrisa compungida-. Volvió a la embajada de Estados Unidos en Roma. Según mis noticias, ha salido ya del país. Dispararte le puso en una situación un tanto delicada. Pero falló, por suerte para los dos. La única persona a la que llegó a herir fue a Matek. Ése fue según parece el argumento por parte de Estados Unidos, y dadas sus relaciones, además de que no se llevó ni un centavo, fue suficiente. La policía mantiene su nombre al margen del caso, y a la prensa sólo parece interesarle el oro. Si hay alguien que puede montar un escándalo, es Leblanc.

– ¿Dónde está?

– Siguiendo pistas falsas en Berlín, eso es lo último que he oído. Al parecer sabía que Harkness andaba metido en algo pero no podía imaginarse en qué. ¿Quién sabe si tenía alguna noticia sobre lo que estaba enterrado aquí? Pero puedes apostar que le gustaría echar un vistazo a estos papeles.

– ¿Entonces Harkness sale libre de todo esto?

Pine se encogió de hombros.

– Su carrera se resentirá. Supongo que eso ya es algo. Su carro estaba enganchado al de Colleton, y los dos han visto cómo se les salían las ruedas en las últimas semanas. Pero lo más probable es que llegue a un buen acuerdo. Probablemente una nueva vida en un lugar de clima cálido.

– Un trato mejor que el que nunca consiguió Robert Fordham.

Pine asintió con expresión grave.

– He vuelto a llamar al hospital esta mañana. Me han dicho que falleció podo después de las doce de la noche. Estoy intentando que Torello pida una autopsia. Pero ni aun así es probable que encuentren una marca de inyección. Demasiado fácil de ocultar si se sabe lo que se está haciendo. -Pine bajó la voz-. Otra cosa que debes saber, por si te sirve de algo. Torello me ha dicho que Harkness estaba haciendo ruido anoche sobre lo que te pasó con Popovic en Berlín. No preguntes cómo se ha enterado, pero yo diría que no será la última vez que salga a colación. Lo siento.

– No pasa nada -dijo Vlado-. He decidido hacer un informe completo sobre todo eso.

– ¿Qué quieres decir?

– Una declaración jurada para la policía de Berlín sobre lo que sucedió con Haris y su amigo. Sobre lo que hice. Dónde está el cadáver. Tienen que saberlo.

– ¿Por qué? ¿Por qué lo vas a hacer?

– Porque lo necesito.

– ¿Qué? ¿Confesar? Cuéntaselo a un cura.

– No. Alguien de mi familia tiene que quedar limpio.

Pine hizo una mueca y negó con la cabeza.

– Entonces es por tu padre. «Bendíceme, porque él pecó, y yo también.» Supongo que el catolicismo ha salido a flote.

– No. Es para quedarme tranquilo. Y porque es justo. Mi padre tuvo su oportunidad de redimirse el último día en Jasenovac, y la aprovechó. Lia di Florio es la prueba. Para mí no hay vida que salvar, sólo una historia que contar. Ayer Harkness intentó utilizarlo en mi contra, y supe que estaría sometido a esa clase de presión durante el resto de mi vida.

– Bueno, todavía no es demasiado tarde para cambiar de opinión, ya sabes.

– En realidad sí lo es. Esta mañana he hablado con un teniente de la policía de Berlín.

Pine se quedó sin habla un instante.

– Haré lo que pueda por ti, desde luego -hablaba lentamente-. Tengo algunos contactos en la policía alemana. Pocos, de todos modos. Y además, el Tribunal sin duda os debe una, a ti y a tu familia. Todo puede salir bien todavía.

– Ya ha salido bien -dijo Vlado, más convencido que nunca de tener razón.

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