6

Contreras vivía en una gran casa de ladrillo que lindaba con un parque, la residencia más espléndida que había tenido hasta la fecha un fiscal jefe, y le gustaba hacer alarde de ella. Aquélla sería la tercera visita de Pine. Las dos primeras fueron con ocasión de cócteles para el personal, en los que los investigadores y los fiscales se convertían en refinados borrachos que daban vueltas sobre alfombras orientales mientras camareros inmigrantes volvían a llenar sus copas. Nadie parecía saber exactamente cómo reaccionar ante aquellos actos con sus copas de cristal y la bebida sin límite, pero cada nuevo sorbo les ayudaba a confiar en que el Tribunal no pagase la factura. Los entendidos decían que los gastos corrían a cargo de la embajada de Perú, satisfecha de que su hombre disfrutase de una posición preeminente. Pero algunos creían que se ocupaba Contreras en persona.

Se contaba que Contreras se había casado con una mujer de familia acomodada, y que esa riqueza le había servido no sólo para ingresar en la judicatura peruana sino también para vivir a lo grande. La historia había adquirido peso y fundamento suficientes para que el personal siguiera bebiendo sin sentirse culpable. Pero para la mayoría había dejado de ser una novedad.

Vlado habría preferido pasar la noche encerrado en una habitación con expedientes e informes, leyendo otros documentos sobre su sospechoso. En cambio, caminaba por un sendero de ladrillo con su nuevo traje, oliendo la resina de los altos pinos en el crudo atardecer de noviembre.

La bandera roja y blanca de Perú ondeaba en la fachada, como si se tratara de una residencia consular y Contreras su inquilino acaparador de cargos. Un camarero abrió la puerta con una ligera inclinación y señaló hacia una espaciosa sala a un lado, con manteles blancos y fuentes de plata. Se oía ya un rumor de conversación, el tintineo de los cubitos de hielo en los vasos. Cabezas peinadas y calvas se congregaban bajo el resplandor de una espléndida araña.

Vlado se sentía perfectamente tranquilo, después de todo. Se ajustó por última vez el nudo de la corbata. El traje hacía maravillas en la impresión general que causaba, al parecer. La gente reaccionaba como si su cociente intelectual estuviera cuarenta puntos por encima del valor que tenía cuando llevaba encima el barro y los tejanos en Berlín.

– Si alguien te pregunta quién eres, di que eres empleado a menos que yo te presente -susurró Pine-. Procura estar cerca de mí. Y si la cosa se pone fea, limítate a sonreír todo lo que puedas y a reírles los chistes.

Vlado dudaba de que pudieran surgir demasiados problemas. La escena le parecía más bien una recepción con un exceso de ceremonia, algo en lo que podía participar un arzobispo, o un funcionario del gobierno que acabara de ser ascendido más allá de sus capacidades.

Oyeron una voz grave a sus espaldas.

– Calvin, comienzas a parecer aburrido ya de estas cosas.

Pine se puso tenso, y al volverse Vlado vio a Spratt, que parecía tan tenso como en la oficina. Relajarse no parecía formar parte de la manera de ser de aquel hombre.

– Así que, ¿todo listo para mañana?

– Más o menos -dijo Pine-. Un poco más de tiempo para preparar a Vlado no habría venido mal.

– Estoy seguro que lo hará bien. Y tú tendrás más tiempo para ponerle al corriente cuando estéis en Sarajevo.

Una extraña mirada pareció cruzarse entre ellos, y Vlado se preguntó qué significaba todo aquello. Se había saltado el almuerzo, así que agarró un puñado de cacahuetes de un recipiente cercano. Un camarero se presentó de sopetón y le sirvió una copa de vino. Spratt esperó hasta que el camarero se hubo marchado, miró a su alrededor para ver si alguien escuchaba y bajó la voz.

– Pero si los franceses mantienen su compromiso respecto a Andric, estaremos en el ajo. Y vosotros podréis cumplir vuestro cometido y estar de vuelta en cuestión de días.

– ¿De verdad piensas que será tan fácil?

– Tal como se nos ha presentado da la impresión de ser una operación infalible.

– Sólo espero que no estemos subestimando al viejo.

– No en tanto en cuanto lo mantengamos alejado de los guardaespaldas. Ahí es donde entra usted, Vlado. Eso es lo que le hace indispensable. Me preocupa más reunir a todos los testigos en el caso de Andric. Seguimos contando con Popovic como estrella, pero al parecer nadie ha visto a ese hombre desde hace más de un mes.

Vlado estuvo a punto de atragantarse con un cacahuete al oír el nombre de Popovic. En cierto modo esperaba que Spratt y Pine se volvieran hacia él para sorprenderlo con una trampa, exigiendo una explicación. Pero si aquella conversación iba dirigida a él, lo disimulaban bien.

– Creía que lo habían localizado -dijo Pine-. Holgazaneando en el Grand Hotel de Pristina.

– Debes de estar pensando en algún otro matón. Ni rastro de Popovic. No ha sido visto recientemente. Podría estar en cualquier parte. Viena. Kosovo -hizo una breve pausa-. Berlín. Belgrado. A lo mejor sería buena idea preguntárselo a Leblanc, nuestro amigo de Francia. -Spratt señaló en dirección a un rincón-. Al parecer se está quejando de eso.

Vlado intentó ver a quién se refería Spratt, pero había seis o siete personas en el lugar que había señalado.

– Parece ser que fue él quien ayudó a vincular estos dos casos, él y Harkness.

– ¿Quién es Harkness? -preguntó Vlado.

– Un fanfarrón entrometido -dijo Pine-. Paul Harkness. Oficialmente es el enlace especial del Departamento de Estado con el Tribunal. Estuvo destinado en la embajada en Belgrado, y después en Sarajevo. Pero que me aspen si sé qué hace de verdad como no sea meter las narices en los asuntos de los demás.

– No seas desagradable con Paul -dijo Spratt en tono de reconvención-. Ha hecho mucho por nosotros allí. Y nada de esto sería posible si no fuera por él.

– Lo cual debería decirnos algo sobre la operación en su integridad.

– ¿Qué le hizo interesarse por Matek? -preguntó Vlado.

Spratt miró hacia Pine, como para preguntarle hasta dónde sabía Vlado.

– No sabría decirlo con autoridad -dijo Spratt titubeando-, pero al parecer él o su homólogo francés Leblanc descubrieron algo en un viejo expediente. Forman una extraña alianza, debo decirlo. Esos dos han pasado los últimos cinco años intentando arrancarse el hígado el uno al otro y ahora se llevan como Ginger Rogers y Fred Astaire.

– Se parecen más a Jekyll y Hyde -dijo Pine-. Aunque sería difícil decir quién es quién.

– Muy acertado. Pero es el problema jurisdiccional lo que me preocupa más que cualquiera de las personalidades. No es de nuestra competencia perseguir a un viejo ustashi. Sólo estamos autorizados a investigar crímenes cometidos a partir de mil novecientos noventa y uno.

– ¿Así que nuestra parte de esta operación es ilegal? -dijo Vlado.

Pine sonrió atribulado, mientras Spratt hacía sonar el hielo en su copa. Las orejas se le habían vuelto a poner rojas.

– Técnicamente -Spratt pronunció la palabra con evidente desagrado-, no. Pero a efectos oficiales, lo único que vais a hacer es concertar una entrevista con Matek para el interrogatorio de un testigo potencial. Entonces, mientras él esté casualmente bajo nuestro control, una unidad de tropas de la SFOR lo detendrá en nombre de los croatas, que supuestamente están preparando un acta de acusación mientras nosotros hablamos.

– ¿Y extraoficialmente?

Spratt hizo una mueca, así que Pine retomó el hilo.

– Vamos a capturarlo, lisa y llanamente. A la mierda la jurisdicción.

– Si funciona, Contreras será aclamado por toda la ciudad, y nuestros patrocinadores internacionales se sentirán felices como almejas.

– Brindemos, pues, por Héctor Contreras -dijo Pine, alzando su copa-. El organizador de la fiesta.

– ¿Es un Ebenezer Scrooge? -preguntó Vlado.

Spratt levantó la vista con un destello de asombro.

– Parece que has elegido a uno avispado, Calvin -dijo, en un tono que parecía el del director del colegio hablando con el jefe de estudios-. No todos los bosnios habrían captado esa referencia.

– Leí mucho en inglés en la escuela -dijo Vlado, molesto por la actitud condescendiente-. Supongo que si quisiera mantener el personaje debería decir «Dios nos bendiga a todos», y dejar que Pine me subiera a hombros.

– Lo siento -dijo Spratt, haciendo sonar de nuevo el hielo-. Esto se me está acabando. Mejor voy a buscar más.

Vlado lo miró mientras se dirigía a la barra que estaba en el rincón.

– Parece que nos ocupamos de un caso popular.

– Bueno, cualquier cosa que meta a Andric en el saco no puede ser muy mala. Quién sabe, puede que hasta aprendas un poco de tu historia.

– Nadie dijo nunca gran cosa sobre el origen de la guerra. Sólo las explicaciones heroicas.

– ¿Ni siquiera aquel tío viejo y cascarrabias del que hablaste?

– El tío Tomislav -dijo-. Debía de tener diez u once años la última vez que fuimos a visitarlo. Allá en mitad de ninguna parte. Grandes colinas áridas donde sólo había cabras y serpientes de cascabel. Yo dormía en un cuarto en la parte de atrás de la planta alta cuando mi tío y mi padre se quedaron en el jardín trasero, jugando a las cartas y bebiendo brandy. Me desperté en plena noche y estaban gritando, iban de acá para allá como viejos discutidores borrachos. Y tuve la sensación de que estaban hablando de la guerra. Nada concreto, sólo un montón de viejas rencillas sobre quién la empezó, quién hizo qué, todas esas cosas de las que nadie hablaba nunca. Fue quizá la única vez que oí a mi padre hablar de política. Me acerqué a mirar por la ventana. Resollaban como toros, locos de remate. Era casi divertido, pero también aterrador. Mi tía y mi madre salieron y se los llevaron a la cama. A la mañana siguiente nos marchamos sin esperar siquiera a tomar el café, que es casi tan descortés como largarse con la plata. -Miró a Pine-. ¿Y tú qué me dices de tu familia? ¿Cómo es tu padre?

– Oh -resopló Pine, sonriendo-. Atticus Finch. Bueno, eso es lo que parecía siempre. O así se vestía. Ahí tienes otra referencia literaria.

– ¿Atticus? ¿Un nombre romano?

– Supongo que leerías sobre todo literatura británica. Atticus Finch aparece en Matar a un ruiseñor. Un heroico abogado del sur. Defendía los derechos civiles antes de que los derechos civiles se pusieran de moda. Y por la mañana mi padre salía a trabajar con una pinta idéntica a la suya. Trajes de lino y cloqué. Un vestuario hecho para secarse la frente en las escalinatas de los juzgados, al lado de la estatua de Nuestros Muertos Confederados.

– ¿Entonces tu padre era un paladín?

Pine negó con la cabeza.

– No exactamente. Dudo que ninguno de sus clientes huyera jamás de una turba linchadora, aunque en su haber quiero creer que ninguno de ellos dirigió una. Se habrían quedado en sus porches a unas manzanas de distancia, bebiendo y preguntándose qué significaba todo aquel alboroto. Médicos, banqueros, constructores. -Agitó su vino, con la mirada ausente-. Miembros de cámaras de comercio estrechadores de manos y deseosos de librarse de este o aquel problemilla. Una esposa que ya no era ninguna jovencita o un arrendatario que se retrasa en el pago de la renta. Esas cosas de las que no se quiere que la gente hable en el club de campo. Y mi padre les ofrecía discreción con D mayúscula. Por unos buenos honorarios a la hora, desde luego. Supongo que por eso nunca pudo soportar la idea de que su hijo frecuentase los barrios bajos con matones y sabuesos. Con un salario del gobierno, nada menos.

Vlado se preguntó a qué venía aquel tono de decepción. Todo le parecía perfectamente respetable. Pero la expresión de Pine pasó de la decepción a la preocupación, y al volverse Vlado vio acercarse a una mujer desde el extremo opuesto de la sala, con una mirada adusta en el rostro y un paso decidido sobre sus altos tacones. Se acercó a Pine, y después, al reparar en Vlado, se giró para hablar con los dos.

– Hola, Calvin.

– Janet.

– ¿Adivina a quién le ha tocado bailar con la fea de ayudar a los croatas a procesar a Matek?

– ¿A ti?

– No parece que te decepcione mucho.

– No es eso. Es que, en fin…

Vlado observó con interés el lenguaje corporal de los dos. La mujer se acercó aún más, como si disputara el derecho de Pine al lugar que ocupaba en el suelo. Pine se retiró, pero sin mover los pies, lo que le hizo parecer tenso y sin equilibrio. Formaban una pareja curiosa. A Vlado se le ocurrió que si hubiera que engendrar a partir de aquella pareja, se podía producir una nueva especie de ave zancuda, un poco vacilante sobre unas piernas largas y delgadas y con cuerpos huesudos. O quizá la mujer sólo se sentía incómoda con los tacones altos. Tenía unos ojos grandes de color avellana y un cabello castaño claro que contorneaba un rostro ovalado. Su boca pequeña y remilgada apenas parecía moverse cuando hablaba, como si estuviera acostumbrada a transmitir secretos.

Por el momento centraba su atención en Pine. Cuando se movía, su cabello casi le rozaba la cara, y Vlado podría haber jurado que Pine se estremecía, de forma ligerísima, al tiempo que sostenía su copa de vino delante de él en actitud defensiva.

– Bueno, hay que ver el lado positivo de las cosas -dijo Janet-. Puede significar que no se han enterado. De lo contrario nunca nos habrían emparejado en un asunto tan delicado.

Vlado carraspeó, tanto para recordarles su presencia como para pinchar el globo de su conversación. Ella se volvió sin inmutarse.

– Tú debes de ser el bosnio. Vlado, ¿no es así?

Por alguna razón no le importó viniendo de ella, tal vez porque su actitud brusca parecía dirigida más a Pine que a él. O quizás era el rastro de ironía en su tono, como si estuviera diciendo que sabía exactamente cómo era tratar de demostrar su valía ante aquella multitud.

– Sí. Vlado Petric. ¿Y tú quién eres?

– Janet Ecker -dijo Pine-. Una abogada tomada en préstamo de la NSA. Es decir, la Agencia Nacional de Seguridad. Descifradores de códigos y fisgones oficiales, básicamente, así que suele ser la que maneja la información cuando comienza a volverse compleja.

– Tal vez por eso me asignaron a Matek -dijo Janet-. Para asegurarse de que algo tan delicado no se pasara a los croatas. O a los franceses. Me hacen trabajar horas extraordinarias con el rotulador negro.

– ¿Y vosotros dos sois amigos o algo así?

Pine se estremeció, pero una sonrisa brilló brevemente en el rostro de Ecker, como si compartiera la leve insurrección de Vlado. Éste se preguntó cuánto habría bebido.

– Puedes decirlo así -dijo Janet-. Pero no lo andes contando por la oficina. Y si vas a estar aquí mucho tiempo, yo no lo diría donde te oigan. Ya ves, Calvin estuvo meses buscando una buena chica holandesa pero se conformó con una americana. Hasta que encuentre algo viajando por tu parte del mundo. Cumpliendo con su cometido para mejorar las relaciones diplomáticas.

Pine se ruborizó. Vlado consideró la idea de ir a buscar otra copa, pero felizmente Ecker cambió de tercio.

– ¿Y qué sabes de su expediente? -preguntó a Vlado-. Me refiero al de Matek.

Era agradable ser tratado de pronto como un igual, aunque sólo fuera como parte de su batalla personal con Pine.

– No he visto gran cosa. Sólo el resumen. Pero parece un ustashi cualquiera.

– Hasta el momento sólo hemos tenido acceso al material desinfectado -dijo Pine.

– Si me salgo con la mía tendréis derecho a todo lo que queráis. Es un material increíble.

– Eso dijo Spratt el otro día.

– Spratt no sabe de la misa la media. Y sin algunas de mis conexiones no estoy segura de que yo llegase a saberlo.

– ¿Y eso qué quiere decir?

– Quiere decir que ha habido una gestión un tanto extraña de la información. Alguien ha tratado de impedir que demasiadas piezas sueltas sirvan para algo más allá de los cargos específicos. Hay un montón de viejos cables del Departamento de Estado y de informes del CIC que constituyen una lectura muy interesante. Pero algunos han sido considerados demasiado interesantes.

– ¿El CIC? -preguntó Vlado.

– Cuerpo de Información del Ejército. De los Estados Unidos, que no salen muy bien parados en este asunto, aunque la mayor parte del material sea de hace cincuenta años.

– ¿Pero qué puede resultar tan embarazoso después de tanto tiempo? -preguntó Vlado.

– Detalles, en su mayor parte. Y nombres. James Angleton, por lo pronto. Ya está muerto, pero hace tiempo fue todo un personaje en la CIA. El máximo paladín de la guerra fría. Y nada más acabar la guerra él y muchos otros estaban dispuestos a hacer la vista gorda con muchísimos nazis. No hay nada nuevo en ello, pero el argumento esgrimido fue que sólo ayudamos a escapar a unos pocos criminales de guerra auténticos. Klaus Barbie, uno o dos científicos espaciales. Esos materiales te obligan a hacerte preguntas. Y eso antes de leer lo referente a los llamados «bienes desaparecidos». En el peor de los casos parece que Matek podría haber ayudado a saquear el Banco Estatal de Croacia cuando la guerra tocaba a su fin. Al margen de eso, lo mejor es que mantenga la boca cerrada.

– Tal vez debamos ir a buscarte otra copa para enterarnos de más cosas -dijo Pine, que pareció arrepentirse de sus palabras desde el mismo instante en que las pronunció.

– Ésa es la idea que tiene de un chiste -dijo Ecker dirigiéndose a Vlado-. Un par de copas siempre le han funcionado bastante bien en lo que a mí respecta. De hecho, tal vez eso fue todo.

– No era eso lo que quería decir.

– Ha sido un placer conocerte -dijo Janet, volviéndose de nuevo bruscamente hacia Vlado-. Creo que voy a ir a buscar otra copa.

Se alejó con el mismo ímpetu con el que había llegado.

– Lamento lo que ha ocurrido -dijo Pine después de una incómoda pausa.

– No pasa nada.

– Ha sido un gran error por mi parte.

– Ella no parece un gran error.

– No en ese sentido. Quiero decir que me he portado como un imbécil en todo esto. Por suerte para los dos nadie se ha enterado.

– Esas cosas pasan.

– Sí. Pero si alguien pregunta…

– No te preocupes.

– Gracias. El problema es que es muy buena, así que me sigue gustando trabajar con ella. Y por encima de todo domina las lenguas balcánicas, así que no se pierde nada en la traducción.

Pine escrutó la sala, quizás en busca de Janet Ecker. Aparentemente convencido de que el camino estaba despejado, dijo:

– Disculpa, pero necesito tomar algo un poco más fuerte que el vino. ¿Te interesa?

– No, gracias.

Pine se encaminó hacia la barra, dejando a Vlado aislado por un momento en el mar creciente de gente; el volumen de la conversación se había elevado hasta alcanzar un clamor. Sintió un golpecito en el hombro, y al volverse vio una cara pálida y serena de ojos castaños y brillantes.

– Usted debe de ser monsieur Petric -dijo el hombre.

– Y usted debe de ser monsieur Leblanc.

– Así que Pine ya le ha prevenido acerca de mí.

– Me temo que sí.

Leblanc era apuesto y despierto, con los ojos en constante movimiento. Hablaba con las manos, haciendo pequeños aspavientos aquí y allá, rápidos y vivos. En su indumentaria lucía toda la clase de fiorituras que sólo los franceses parecían capaces de manejar, y aunque llevaba un traje oscuro como todos los demás hombres, de alguna manera parecía estar un poco por encima de los demás. Su piel era de una palidez que revelaba que no pasaba mucho tiempo al aire libre, pero Vlado sabía que las apariencias podían ser engañosas. Cuántos de aquellos supuestos diplomáticos que habían llegado a su país durante la guerra tenían veleidades de hombres de acción, y ése parecía ser el caso de Leblanc, quien, como Vlado sabría más tarde, era aficionado a seguir de cerca la estela de las grandes ofensivas de ambos bandos, viajando en un humilde Renault azul mientras los obuses estallaban a unos cientos de metros. Evitaba los chalecos antibalas que gozaban de gran popularidad entre tantos fotógrafos y trabajadores asistenciales, y se vestía para la guerra como si en cualquier momento pudiera recibir una invitación para almorzar en París.

– Tengo un gran respeto por monsieur Pine -dijo Leblanc-. Uno de los pocos que no es tan partisano, por arriesgar un juego de palabras yugoslavo. Y en aras de la igualdad de trato, confío en que al menos le haya advertido acerca de monsieur Harkness, del Departamento de Estado estadounidense.

– Así lo ha hecho.

– Entonces dígame. ¿Cuántas personas ha conocido esta noche que afirmen entender a su país? Bastantes, creo. Un americano está allí una semana y cree que tiene la respuesta a seis siglos de problemas en los Balcanes. -Leblanc esbozó una ligera sonrisa. Vlado no pudo evitar secundarlo-. Los ingleses son peores -continuó Leblanc-. Leen unos cuantos libros y piensan que lo han entendido, pero al menos tienen el buen talante de guardárselo para sí mismos. Nada de apoyarse en tu hombro con una copa en la mano para confiar su conocimiento secreto al oído, esperando tu aprobación. Recuerde siempre que no hay nada que un americano ansíe más que la aprobación.

– ¿Y usted dice eso después de estar cuánto tiempo en Estados Unidos?

– Touché. Pero lamento decepcionarle. Estuve cinco años destinado en Washington en la década de 1980. Esa necesidad la encuentra usted en todos ellos. En Pine también. Perdone a un americano los pecados de su país y será amigo suyo mientras viva. Pero supongo que debería alegrarme de su bravuconería y su ignorancia. Los que son como Harkness son los que crean dificultades. Él conoce de verdad los Balcanes. Lo vive y lo respira. Un conocimiento como el suyo convierte el elemento cómico en algo peligroso.

– Pensaba que eran ustedes socios en esto.

– Oh, lo somos. Socios de buen grado. Quizá no pueda evitar ser un poco desconfiado ahora que por fin estamos de acuerdo en algo. Pero la pregunta más importante por el momento, monsieur Petric, es: ¿qué sabe usted de nosotros? ¿Qué sabe de Estados Unidos, por ejemplo?

– La música, sobre todo. Rock'n'roll. Escuchábamos todo lo que podíamos en el instituto. Los Eagles, Talking Heads. Y libros. Hemingway, Fitzgerald.

– ¿Y qué le decían sobre los estadounidenses esas canciones y esos relatos?

Vlado se lo preguntó. Las canciones significaban sobre todo pasarlo bien, ofrecían un lugar con el que soñar. Pero aquello parecía una respuesta demasiado superficial para Leblanc, y se dio cuenta de que se había dejado intimidar.

– Me hablaban de su generosidad. Y de optimismo.

– Cuando tienes tantas cosas que propagar, no es tanto generoso como indiscriminado. Todo el mundo recibe algo si está alrededor de los americanos durante el tiempo suficiente. No lo confunda con la confianza. Pero ya basta. Su acompañante ha regresado. Salud.

Inclinó su copa de vino hacia la de Vlado.

– Salud.

Pine llegó con un bourbon en la mano, con aspecto compungido por haber dejado a Vlado a merced de Guy Leblanc.

– Hola, Guy. Espero que no te haya interrogado demasiado, Vlado.

– Lo cierto es que ha hablado prácticamente él solo.

– ¿De qué?

– De los americanos.

Pine se rió y Leblanc le secundó, sin parecer avergonzado en lo más mínimo.

– Es uno de sus temas preferidos.

– Pero lo importante, monsieur Petric -interrumpió Leblanc-, es que no tardará en partir por fin rumbo a casa. Y sin duda le esperarán algunas sorpresas.

Pine dirigió a Leblanc una mirada hermética.

– Al ver adónde ha llegado su país, quiere decir. Han pasado muchas cosas en cinco años.

– La mayor parte del daño ya estaba hecho cuando me marché. Dudo que me sorprenda demasiado.

– Me refería más al sentido psicológico. Es una nación conquistada, regida por dólares y marcos alemanes. Espero que no se desilusione demasiado.

Un camarero pasó ofreciendo más vino.

– Monsieur parece haber tomado ya suficiente -dijo Pine, sin sonreír.

Leblanc rió ligeramente y aceptó tomar otra copa.

– ¿Está seguro de que no está insinuando que un francés no aguanta bien la bebida? No te preocupes, Calvin, tus secretos están a salvo conmigo.

Una vez más, la alarma sonó en el fondo de la mente de Vlado.

– A propósito de secretos -dijo Pine-, ¿cuál es el último respecto a Popovic? No hemos oído ni una palabra desde hace semanas, y se supone que usted es el hombre del plan.

La sonrisa de Leblanc se desvaneció. Vlado agarró con fuerza su copa de vino.

– No hay por qué preocuparse. Sigue siendo, como a ustedes los americanos les gusta decir, nuestra mejor baza.

Estaba en un hoyo, claro que sí, pensó Vlado, reprimiendo un súbito deseo de confesar.

– Sólo hasta que ustedes decidan jugarla algún día -dijo Pine.

Leblanc se volvió hacia Vlado.

– Ha sido un placer, monsieur Petric. Y sólo el primero de muchos encuentros, espero.

– El placer también ha sido mío.

Lo vieron desaparecer entre la multitud.

– Menudo gilipollas, ¿verdad? -dijo Pine-. Pero por alguna razón me cae bien de todos modos. Y no es que me fíe ni un pelo de él.

– No creo que él tampoco se fíe de ti.

Pine se echó a reír.

– Supongo que no me lo dirías si no confiases en mí un poco. O tal vez estés demasiado cansado para que te preocupe.

Era curioso que dijera aquello, pensó Vlado. La expresión de Pine parecía casi nostálgica. Vlado tomó un sorbo de su copa y sintió que se le subían los colores a la cara a medida que el alcohol se adentraba en su organismo. Se dijo que debía desacelerar. El peso del día comenzaba a pesarle en las piernas, y quedaba mucho que hacer, además de la partida temprano a la mañana siguiente. En poco más de doce horas aterrizarían en Sarajevo. Estaría en casa. En casa con una compañía incierta y un trabajo extraño, pero en casa no obstante.

– Por Dios -dijo Pine-. Ahora viene hacia aquí Harkness.

– ¿El de la pajarita?

– Sí. Le gusta pensar que es prácticamente británico después de todos los años que lleva en el extranjero. Dice cosas como «pollo» y «viejo amigo», o «bencina» en vez de gasolina. Cuando viste prendas de tweed, da la impresión de que viene de cazar aves en una propiedad rural. Pero no es un dandi. No dudará en avanzar hacia un tiroteo con sus botas de media caña, como el gran cazador blanco en un safari.

Vlado observó a Harkness mientras se acercaba. Supuso que aquel hombre tenía cuarenta y muchos años, algunos más que Leblanc. Sus mejillas estaban rojas, y su nariz hendía el aire como si fuera el más perspicaz de los sabuesos.

– Hola, Calvin. Me alegro de verte, viejo amigo.

– Hola, Paul. Te presento a Vlado Petric.

– Sí, el último hombre honrado de los Balcanes. ¿Qué tal se siente?

– Como si se estuvieran divirtiendo ustedes un poco conmigo.

– Buena respuesta. Pero sólo era mi forma hiperbólica de comenzar con un cumplido.

A esas alturas Vlado sentía ya cansancio y fastidio después de casi una hora de ser sometido a examen.

– Al menos no me ha endilgado el sermón de los antiguos odios sobre lo que ha ido mal en mi país.

– Oh, el antiguo odio está totalmente demodé en estos tiempos, viejo amigo. Ahora todo es oportunismo económico y la cólera de Milosevic. A los americanos nos gusta personalizar nuestros conflictos. Así es más fácil venderlos a la vox pópuli. Stalin. Sadam. Slobodan. Todos suenan más o menos bien, ¿no lo cree así? Y si el viejo Slobo se sienta alguna vez en el banquillo estoy seguro de que ya se nos ocurrirá otro. Estamos haciendo poco a poco la transición de Marx a Mahoma, lo que hace que Bosnia sea más interesante si cabe al ver cómo nos hemos unido a los musulmanes. -Se rió de buena gana de lo que acababa de decir, el color se le subió a la cara, y después continuó-. Tendrá que acostumbrarse a un sentido del humor más tosco si va a pasar mucho tiempo con Pine. Un chico de Carolina del Norte. Me sorprende que pueda siquiera entenderlo con ese acento.

– Lo que el señor Harkness intenta decir es que no he estudiado en las grandes universidades del este. Sólo en la escuela pública, aunque no en el sentido británico.

– Tranquilo, Calvin. Leblanc debe de haber comenzado con mal pie.

Alguien en el extremo opuesto de la sala comenzó a dar golpecitos con un tenedor en una copa. Era Contreras, que resplandeciente, con un traje oscuro y una flor roja en el ojal, sonreía a su audiencia.

– Ruego a nuestros invitados a la cena que tengan la bondad de pasar al comedor. Y a los demás les deseo una velada muy agradable.

El remolino de gente se dividió como una ameba, y una parte se encaminó a recoger sus abrigos, mientras el resto se dirigía lentamente hacia dos puertas corredizas que se abrieron a otra sala provista de arañas, más larga y estrecha, con ventanas desde el suelo hasta el techo que daban a un jardín poco iluminado en el que ya era noche cerrada. Cuando Vlado comenzaba a escudriñar la mesa en busca de la tarjeta que indicaba su puesto, una voz le susurró al oído desde su espalda. Era Harkness, que seguía rondando por allí.

– Me gustaría hablar un momento con usted más tarde, si tiene un momento. Se trata de un amigo común de ambos. -Su aliento apestaba a ginebra-. No es necesario que Calvin esté presente, si no tiene inconveniente. Que disfrute de la cena.

Aquellos comentarios le resultaron inquietantes, y fue un alivio encontrarse finalmente sentado en una silla, donde nadie pudiera acorralarlo en busca de más conversación. Se habían pasado la última hora recordándole la parte de su antiguo trabajo que no echaba de menos. La política y las maniobras de la oficina. Intentando decir lo correcto al tiempo que pensaba en el significado más profundo de los comentarios extemporáneos. Dos días antes sólo tenía que preocuparse de atinar con su alemán al pedir una wurst con patatas fritas, ahora contestaba a abogados y diplomáticos. Miró a los dos lados: el jefe de operaciones a su derecha, un fiscal a quien no conocía a su izquierda. La única persona que podía tenderle una emboscada desde la retaguardia era un camarero.

La comida era excelente, cordero al horno con patatas, ensalada y judías verdes, aunque al parecer Vlado era el único que comía con fruición. Los demás parecían hartos de aquellas viandas, pero no vivían de un salario de excavador de zanjas. A pesar de haber sido anunciada como una comida de trabajo, la cena fue en gran medida ceremonial, con más brindis que detalles operativos. Los nombres de Andric y Matek no se mencionaron ni una sola vez, aunque el tema de la «misión en curso» surgió reiteradamente.

Cada vez que Vlado miraba a su alrededor, le parecía que Leblanc, Harkness o Ecker lo observaban, aunque sólo Ecker esbozaba una sonrisa cuando le devolvía la mirada. Vlado advirtió que Pine parecía centrado en Leblanc, Harkness o Ecker. Un grupo curioso, por decir algo al respecto.

Contreras culminó su papel con un discurso pesado, palabrería florida acerca de los enemigos comunes del odio y la intolerancia. Fue su última línea lo que llamó la atención de todo el mundo, cuando comentó que era un placer que la misión actual se hubiera gestado en los pasillos diplomáticos de París y Washington.

Los abogados del Tribunal bajaban la vista o arrastraban los pies con aparente embarazo, pero Contreras no se dio cuenta o no le importó.

El último brindis de la velada fue por Pine y Vlado. Lo propuso Janet Ecker. Sus palabras parecieron perfectamente apropiadas siempre y cuando se pasase por alto la línea acerca de la «gran relación de Pine con el pueblo bosnio».

Mientras los congregados se dispersaban en el cortante aire nocturno, Vlado salió a la oscuridad con el alivio de un estudiante que ha terminado los exámenes finales. Un codazo por aquí, un empujón por allá, pero en general nada demasiado grave. Y entonces una nube de ginebra apareció junto a su hombro izquierdo, y la voz de Harkness retumbó desde la penumbra como una premonición.

– Dime, viejo amigo. Hay una cosa que quería preguntarte durante toda la velada. -Su tono era bajo, de complicidad-. ¿Cómo es que un tipo inteligente que tiene que excavar zanjas se ve mezclado en las actividades de un personaje turbio como Branko Popovic?

Vlado dio gracias por la oscuridad, pues la conmoción debió de apreciarse en su cara. No sabía qué decir.

– Es perfectamente comprensible -prosiguió Harkness- que no le venga bien hablar de esto precisamente ahora. Pero es amigo mío, ¿sabes? O, más exactamente, una fuente valiosa. Así que dale un mensaje cuando tengas la ocasión -titubeó-. ¿Pero entiendes siquiera una palabra de lo que estoy diciendo?

Harkness estaba ahora delante de él y lo estudiaba detenidamente. Su mano derecha agarraba el antebrazo de Vlado con una fuerza que parecía aumentar cada segundo. Habían llegado al final de la acera, y otros invitados pasaban junto a ellos, llamaban taxis y montaban en limusinas.

– No creo que lo entienda -dijo Vlado en voz baja, sorprendido de la seriedad con que podía mentir.

– Tanto mejor -dijo Harkness, con una expresión indescifrable-. Pero si por casualidad estás mintiendo, o peor aún, si por casualidad estás trabajando para ese hombre, entonces puedes estar seguro de que me volverás a ver, y en más lugares de los que te gustaría.

Con un último apretón, Harkness lo dejó unirse a la corriente de la multitud. Vlado cayó en la cuenta de que no le había dicho cuál era el mensaje que debía transmitir a Popovic. Miró a su alrededor en busca de Pine, necesitaba un rostro familiar. De pronto se preguntó si volver a casa era tan buena idea. Con tratado de paz o no, acababan de recordarle que seguía siendo un lugar peligroso, un paisaje de minas, de dolor y de intereses bien ocultos.

Загрузка...