EPÍLOGO

Berlín se vistió de gris para recibir a Vlado. Pero por una vez no le importó mientras su avión descendía atravesando sucesivos velos de nubes. Ni siquiera la exasperante llanura se hizo notar mientras el reactor describía círculos a escasa altura en la penumbra de una tarde de invierno en espera de una pista para aterrizar en Tegel.

Las autoridades, según lo acordado previamente, lo estaban esperando. Hasta entonces la policía de Berlín había hecho lo imposible para no parecer marcial ni prusiana. El teniente con el que había hablado desde Italia se había expresado de la manera anodina y razonable del presentador de televisión que modera un debate de un grupo de expertos sobre el euro mientras discutían la probabilidad de que Vlado siguiera siendo un hombre libre.

– Es de inmensa ayuda que usted se presentara -dijo el agente en un inglés escueto-. Dado que no participó realmente en el homicidio, y dadas también las circunstancias del pasado de la víctima, la mayoría de los factores pesan en su favor. Aunque desde luego tendremos que verificar su relato con los dos sospechosos principales.

No había problemas con eso. Haris y Huso habían estado encantados de entregarse a las autoridades internacionales en Sarajevo cuando se supo la noticia, después de llevar unos días esquivando a indeseables del hampa de Belgrado.

Pine había cumplido con su parte. Conocía a un alemán del Tribunal que era amigo de un amigo del inspector jefe. Dos llamadas telefónicas después, todo el mundo se sintió mejor tras restaurar el equilibro de una balanza que de lo contrario podía haberse inclinado injustamente en contra de un bosnio desarraigado.

De modo que Vlado recibió la bienvenida que le había faltado cinco años antes. Avisada como es debido esta vez, Jasmina desenterró un vestido que no se ponía desde antes de la guerra, para asistir a una boda en 1991. Sonja llevaba su único vestido de fiesta, ya una talla pequeño, pero eso sólo hizo que el momento fuera más conmovedor para Vlado, que lo interpretó como un signo de que su niña crecía demasiado deprisa.

Lo esperaban nada más cruzar la entrada de seguridad de su puerta, y salió a una gozosa implosión de gritos balcánicos y brazos que lo agarraban. Intercambiaron las frases al uso que nunca pueden dar de sí para envolver tales momentos.

– Cómo me alegro de que hayas vuelto.

– Y yo me alegro de estar aquí otra vez.

– ¿Los has atrapado a todos, papá?

– Sí, Sonja. He terminado ya con todo eso.

Volvieron a casa en un coche prestado, un Opel, no un Yugo, y Sonja habló como si le hubieran dado cuerda durante toda la mañana. ¿Era verdad que había molinos de viento en Holanda? ¿Había comido muchos espagueti? ¿Seguía habiendo un emperador con fila de centuriones? Chilló de placer cuando Vlado le dio una cajita de piedras del Vesubio que había descubierto justo a tiempo en una tienda de regalos del aeropuerto.

Irrumpieron en su apartamento, donde les recibió una oleada de olores de manjares y la fragancia de flores cortadas. El recuerdo de su deprimente llegada cinco años atrás se disipó entre el vapor del cordero asado y las bolas de masa calientes, y mientras celebraban su banquete el vino floreció como una bendición en la cansada cabeza de Vlado.

Pero cuando llegó el momento de contar las historias -las que sabía que debía contar acerca de su padre, de Lia, de las antiguas guerras y los antiguos pesares que inevitablemente daban lugar a los nuevos-, se sintió extrañamente claustrofóbico. Todo parecía estar atravesado en su garganta como un bocado demasiado inmenso para tragarlo. Y por un instante sintió el peso de aquellos primeros años, solo en un asedio con demasiadas cosas en que pensar y nadie a quien contárselas, mientras las palabras atrapadas se estancaban.

Jasmina, que pareció leer sus pensamientos, se levantó con rapidez de su silla. Durante un momento extraño, Vlado pensó que iba a darle una palmada con todas sus fuerzas en la espalda, como si se hubiera atragantado. Pero se dirigió a una mesa auxiliar, con la mirada expectante.

– Quería decirte que ha llegado esto para ti esta mañana -dijo alegremente, mientras cogía algo.

Era un pequeño sobre blanco, abultado como si fuera un enorme ravioli, con la parte de la derecha cubierta de sellos italianos con matasellos de Castellammare di Stabia. La letra era pequeña y esmerada. Vlado lo rasgó con cuidado y dentro encontró una pequeña nota: «Querido Vlado: Hay muchas cosas que debemos saber aún el uno del otro, y muchos recuerdos que compartir del hombre al que los dos amamos. Trae a tu mujer y a tu hija. Mi casa era suya, y ahora es tuya. Con cariño, Lea».

Observó que había escrito su nombre a la eslovena, y adjuntaba siete fotografías en blanco y negro. Copias nuevas de negativos antiguos, al parecer, hechas expresamente para ellos. Eran fotografías de su padre, joven y sonriente, algunas con Lea, otras con otras personas; pero comprobó aliviado que ninguna con Matek.

Orgulloso, como si hubiera ganado una buena mano al póquer, Vlado desplegó las fotografías ante él sobre el mantel. Con los ojos brillantes, miró a Jasmina, después a Sonja, y las dos ladeaban la cabeza como si tuvieran mil nuevas preguntas que hacer.

– Sonja -dijo-, ¿sabías que tenías una… -cómo podía llamarla-, una tía abuela en Italia? Al lado del mar. Ha sido un secreto todos estos años, pero un día podremos hacerle una visita, todos juntos.

A su público le entusiasmó la idea, y Vlado estuvo seguro de que a partir de entonces todo sería fácil, incluso los capítulos más oscuros que habría que contar después, en aquella noche emocionante en la que por fin había vuelto a casa.

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