10

Pine y Vlado salieron de Sarajevo en dirección norte por la carretera que pasaba por Kiseljak, Busovaca y Vitez. Durante el conflicto la carretera había sido territorio de fuego cruzado, en poder de las tres facciones en guerra, con controles protegidos por sacos terreros y alguna que otra mina. Travnik estaba a unos cien kilómetros, pero calcularon una hora más en previsión del mal estado de las carreteras y de la lentitud del tráfico, y hablaron poco para llenar el incómodo silencio mientras pasaban los kilómetros. Las montañas flanqueaban el trayecto mientras el pálido sol invernal ascendía en el cielo a su derecha.

Vlado tenía una ligera resaca, no tanto por las tres copas del brandy de ciruela del hotel sino por las revelaciones de la velada, que lo habían desvelado aquella noche como un bronco susurro a través de la almohada.

– Supongo que deberíamos revisar algunos detalles -dijo Pine, aclarándose la voz.

La esperanza de ambos era que Matek quisiera firmar el contrato a la mañana siguiente, viernes, el día de la operación contra Andric, y sincronizar la acción para agradar a todas las partes. La clave estaría en hacerlo ir a terreno neutral en el Café Skorpio.

– Es una pequeña ratonera cerca de la mezquita de Suleimán -dijo Pine-. Rakija barato que podría servir para despegar la pintura de la pared. Parece ser que Matek tiene un alijo de vinos italianos que le guardan en la trastienda. Ni siquiera tienen que cerrarlo con llave. Para eso sirve la reputación. Nadie se atrevería a tocarlo. Hay una parrilla de cevapi donde también suele parar, en un callejón a la vuelta de la esquina. Luego suele verse con una de sus amantes en el Skorpio. La harta de chianti o de algo más fuerte antes de subir al piso de arriba para divertirse durante una hora.

Por un lado, Vlado estaba escuchando. Por otro se preguntaba qué podría aprender de Matek sobre su padre sin revelar la verdadera naturaleza de su visita. Era probable que Pine también tuviera más información que mereciera la pena conocer. Pero no paraba de hablar, de revisar todos los detalles del día que tenían por delante. Tal vez fuera ésa su torpe manera de amortiguar el golpe. O tal vez sólo sentía vergüenza de haber tomado el pelo a Vlado.

– Para aquí -interrumpió Vlado-. Tengo que comprobar algo.

– Se nos hará tarde -dijo Pine.

– Lo cual me haría ser como cualquier otro bosnio -dijo Vlado con frialdad-. Sois vosotros y los alemanes quienes estáis obsesionados con la puntualidad. Vamos con tiempo de sobra. Para aquí.

Pine obedeció frunciendo el ceño, dio un volantazo y el coche se detuvo abruptamente en el arcén de gravilla.

– Quiero ver todo lo que puedas llevar contigo en relación con mi padre -dijo-. Aunque sólo tenga tiempo para echarle un vistazo.

– Ya has visto el expediente.

– Pero hay algo más, ¿verdad que sí? Alguien debe de haberse preguntado qué pasaría si yo exigía más información. Eso era un material de lo más endeble. Sólo unas cuantas fechas y cometidos. Si yo hubiera exigido más pruebas, ¿qué me habrías enseñado?

Pine suspiró, pero dicho sea en su honor, no rehuyó la mirada de Vlado.

– Está en mi portafolios -dijo-. Son sólo unas pocas páginas. Hay más en La Haya, pero dimos por sentado que con esto serviría. Si de verdad quieres verlo, ahí está. Pero si yo estuviera en tu lugar, no lo haría.

– No lo estás. Sácalo, por favor.

Pine asintió con la cabeza y cogió su portafolios. Lo abrió con un clic, revolvió entre su contenido durante un momento y sacó un delgado informe grapado con el sello de «Confidencial» bajo el membrete del Tribunal. Era un viejo informe de un agente de contraespionaje del ejército de Estados Unidos.

– Es un informe de testigos -dijo Pine-. De Jasenovac. Tomado en un campo de desplazados de Italia en mil novecientos cuarenta y seis.

A Vlado le entró la duda mientras echaba un vistazo a la cubierta. ¿Hasta qué punto necesitaba aquello? Decidió meterse de lleno en él antes de perder el valor.

– Daré un paseíto -dijo Pine al tiempo que abría la puerta del vehículo-. Si no te importa.

– Cuidado con las minas -dijo Vlado distraídamente. El testigo se llamaba Dragan Bobinac. Era músico, violoncelista de la población serbia de Crveni Bok, a la orilla del río Sava, no muy lejos de Jasenovac. Su relato comenzaba con el día en que fue apresado cerca de su casa junto con varios cientos de sus vecinos, y tenía mucho que decir sobre el hombre conocido como Josip Iskric, que después se convirtió en Enver Petric:


Los soldados llegaron a nuestro pueblo a primera hora de la mañana, eran unos cien, al mando de dos tenientes. Después me enteré de que se llamaban Iskric y Rudec. Iskric era el que daba las órdenes, gritando a sus hombres para impedir que alguien escapase hacia el río. Algunos de sus hombres dispararon contra la gente mientras huía de sus casas. A todo aquel que se resistía lo golpeaban o lo apuñalaban en el acto. A los niños que no acudían con suficiente rapidez los disparaban o los golpeaban en el rostro con palos o bayonetas. A algunos los tiraron al río inmediatamente, todavía sangrando y vivos. Mientras marchábamos vi el cuerpo desnudo de una mujer a la orilla del río. Le habían sacado los ojos y le habían metido una barra metálica por los genitales. Iskric nos ordenó a mí y a otro hombre que la arrojásemos al río. El otro hombre se llamaba Cedomir, era un panadero del pueblo. Cuando Cedomir vio a la mujer cayó de rodillas y dijo que era su sobrina. Iskric sacó el arma que llevaba en la funda del costado y ordenó a Cedomir que se levantara si no quería que lo matase, pero Cedomir siguió en el suelo llorando. Iskric se puso delante de él y le disparó en la cara, y luego hizo rodar el cuerpo con su bota. Me ordenó tirar los dos cuerpos al río. Los llevé hasta el agua, pero la mujer se enganchó en una rama después de flotar unos metros corriente abajo, y entonces Iskric me ordenó meterme en el río para soltarla. Durante todo ese tiempo la columna se había detenido, lo habían visto todo. Algunos niños lloraban. Me metí en el río hasta las rodillas y tiré de la rama, y después miré cómo la mujer flotaba hacia la corriente principal, que se la llevó río abajo.


Vlado no pudo soportar más la escena. Pasó a un relato del interior de Jasenovac.


Yo era una de las diez personas empleadas en el taller de carpintería del campo principal. Íbamos andando al taller desde nuestros barracones cuando nos ordenaron detenernos para dejar pasar a una gran columna que venía en dirección contraria. Eran mujeres jóvenes -ciento cincuenta, quizá doscientas- al mando de varios guardias y del teniente Iskric. Alguien ordenó a las mujeres que se detuvieran también, y nos miramos. Caían lágrimas de sus ojos, e Iskric pronunció un discurso, diciendo a nuestra columna que las mirásemos bien porque una hora después todas aquellas mujeres estarían muertas, y que a la mañana siguiente tal vez nos matarían también a nosotros si no trabajábamos duramente todo el día. Nos obligaron a mirar mientras llevaban a las mujeres al río. Las cargaron en balsas que las trasladaban a la otra orilla, donde la corriente era más fuerte. Cuando saltaban a la orilla eran empujadas por los guardias, que las apuñalaban con las bayonetas y les abrían la garganta y el estómago con cuchillos. Pudimos oír con toda claridad sus alaridos y sus gemidos cuando las acuchillaban o apaleaban. Luego arrojaban o empujaban sus cuerpos a la corriente, a veces cuando todavía estaban vivas y gritaban.


El relato de Bobinac terminaba unas páginas más adelante con su huida al mes siguiente. A él también lo habían transportado finalmente a la otra orilla del río junto con otros cien presos. Se escapó porque uno de los guardias lo metió de forma precipitada en la corriente cuando sólo tenía una herida superficial de una bayoneta en el estómago.

Había más, pero Vlado ya tenía suficiente. Volvió a dejar las hojas con cuidado en el portafolios de Pine. Bajó el cristal de la ventanilla, el aire frío y húmedo en la cara le pareció caliente y seco, hervía de vergüenza y repugnancia. Cuánto material como aquél estaría archivado en La Haya, se preguntó. Cuántos capítulos de relatos insoportables como aquéllos. Tendría que ver todos y cada uno de ellos, por muy atroces que fueran.

– Ya está -gritó con voz temblorosa.

Lo que necesitaba era una caminata a paso ligero para serenarse, pero no pensó que la mereciera. Era mejor tomárselo así, reconcomerse y sentirse culpable en el asiento contiguo al de una persona que tenía las manos limpias, mientras circulaban por aquel paisaje donde los ejércitos habían marchado durante generaciones, de una guerra a otra.

Pine estaba a unos cinco metros delante del coche cuando Vlado llamó. Por un instante Pine se detuvo, mirando en la otra dirección como un autoestopista desamparado. Luego se volvió y regresó lentamente, frotándose las manos para calentárselas mientras se sentaba al volante. Puso en marcha el motor sin decir palabra.

Pasaron dos kilómetros antes de que se rompiera el silencio.

– ¿Estás bien? -preguntó Pine en voz baja.

Vlado asintió con la cabeza.

– No peor que ayer. -Se encogió de hombros, exasperado-. No esperes que esté bien. Limítate a esperar que haga mi trabajo. Limítate a llevarme a la reunión. Al menos ahora sé con qué clase de persona estoy tratando.

– Desde luego -dijo Pine sin apartar la vista de la carretera.

Vlado esperó un momento, y después preguntó:

– Ese testigo, Bobinac. ¿Está vivo todavía?

– Vive en Novi Sad, creo. Está dispuesto a testificar en el juicio de Matek.

Al cabo de unos minutos de silencio, Pine reanudó con cautela su improvisada sesión informativa.

– El Skorpio está en una calle ancha -dijo-, y no hay forma de salir por la parte trasera sin pasar por la cocina. La puerta de la cocina está cerrada con candado. Es una trampa en caso de incendio, pero perfecta para nosotros porque tiene que salir por delante aunque decida echar a correr. Intenta que lo del Skorpio sea idea suya. Pero si empieza a hablar de otra reunión en la casa, insiste en que tu jefe nunca se reúne con la gente de la zona en su propio terreno, en que la reunión tiene que ser en la ciudad. Eso lo conducirá adonde queremos que vaya.

– Aparte de que soy el hijo de su viejo amigo, y su nuevo socio en el delito. ¿Cómo va a decir que no?

– Sí, eso también.

Vlado no quería soltarlo. Todavía no.

– Pero dime. ¿Qué habríais hecho si no me hubierais encontrado? ¿O si yo no hubiera existido? ¿Se habría concertado este trato a pesar de todo? Y no me vengas con todo eso del plan B.

– Probablemente. Sólo que habría resultado más difícil. Podríamos haber esperado hasta que hubiera ido al café por su propia voluntad, y entonces intervenir. Pero a la SFOR no le gusta hacer las cosas así. Hay que involucrar a confidentes a sueldo, y una vez hecho eso todo el asunto tiende a hacer agua como un viejo barco pirata. Así que buscábamos a alguien para simplificar eso, y entonces fue cuando te encontramos.

– ¿Cómo apareció mi nombre?

– Por Harkness o Leblanc, al parecer.

Aquellos nombres lo dejaron helado, sobre todo el de Harkness, al recordar el rostro del hombre en la oscuridad mientras farfullaba acerca de Popovic. Por lo que sabía, Leblanc también había andado husmeando en sus asuntos. Cualquiera de los dos podía ser el hombre que apareció en la puerta de Haris en Berlín. Leblanc era demasiado listo para preguntarle directamente por Popovic, de la manera en que lo había hecho Harkness. Pero nada de eso debía importar para aquella operación.

– He oído que encontraron tu nombre mientras investigaban a Matek -continuó Pine-. Supongo que a través del expediente de tu padre. Examinamos documentación en busca de familiares vivos de cualquiera de los dos. No podíamos creer la suerte que habíamos tenido. Una semana después me metieron en un tren con destino a Berlín. Contreras quería moverse rápido. Los franceses también. No sabían durante cuánto tiempo podrían mantener el impulso político en los ministerios de Exteriores y Defensa. Fue cosa de Leblanc. A los franceses sigue sin entusiasmarles la idea de agarrar a Andric. Será la primera detención en su sector desde el Acuerdo de Dayton. Pero la razón principal de que hicieras encajar las piezas es que a la SFOR le encantó la idea. No hay nada que les guste más que ordenar una hora, una fecha y un lugar seguro para atraer a un sospechoso. Ni siquiera estoy seguro de que hubiéramos podido hablarles de éste sin una garantía como la que tú ofreces. Si puedes ofrecerla.

– ¿Y si no puedo? ¿Y si Matek dice que cerramos el trato en su casa o en ningún otro sitio?

– No puedo imaginar que lo haga, teniendo en cuenta lo que está en juego. Lleva mucho tiempo deseando este contrato.

– Pero supongamos que lo hace.

Pine se volvió hacia él por primera vez, mientras los neumáticos repiqueteaban en la carretera.

– No lo sé. Dímelo tú. En realidad nos dejamos llevar por el instinto.

– Tal como dijiste, chapucero.

– Hay veces en que eso es lo mejor que se puede hacer aquí abajo.

Vlado deseaba que Pine dejara de decir aquí abajo, como si se tratara de un pintoresco rincón del Infierno.

– ¿Cuánta gente de la SFOR participará?

– ¿Soldados? Es difícil saberlo. Nunca tenemos ese tipo de información. Yo diría que por lo menos veinte. Dos vehículos blindados para el transporte de tropas y tal vez un todoterreno Humvee con una gran ametralladora instalada en la parte trasera. Cuando se pongan en marcha parecerá que van en busca de Gengis Khan.

– ¿No será un poco…?

– ¿Idiota? ¿Ridículo? ¿Ruidoso? ¿Suficiente para infundir pánico a todo aquel que esté en los alrededores y puede que a él también? Desde luego. ¿Has visto alguna vez a policías o soldados que actúen de cualquier otra manera?

Vlado sonrió arrepentido.

– Supongo que no.

Se preguntó cuántas personas más en La Haya sabrían lo de su padre cuando lo conocieron. Harkness y Leblanc, desde luego. Era de suponer que Contreras y Spratt también, mientras sonreían y departían como si no supieran nada. Quizá Janet Ecker también. Todos ellos lo habían mirado a los ojos sin titubear lo más mínimo. Y aquéllos eran los buenos. No era de extrañar que Pine se hubiera molestado tanto cuando Leblanc hizo el comentario socarrón sobre las «sorpresas» que lo esperaban en Sarajevo. Tal vez el francés había intentado avisarlo de alguna manera indirecta, aunque más bien le había parecido un chiste torpe, algo para sacar de quicio a Pine.

Todos lo habían engañado, y ahora él estaba a punto de engañar a Matek, todo en nombre de la familia. Se preguntó cómo se sentiría cuando llegara el momento de la verdad, y el anciano -el amigo de su padre, para bien o para mal- lo mirase a los ojos, cuando se diese cuenta de lo que estaba sucediendo. Precisamente lo que Vlado necesitaba esa mañana. Otra razón para sentirse podrido. Al menos a partir de mañana podría llamar a Jasmina. ¿Quién sabe lo que pensarían en ese momento ella y Sonja? Más de dos días sin una palabra, excepto de la secretaria del Tribunal. Y tantas cosas que contarle, tantas cosas que resultarían difíciles y embarazosas. Ella no había conocido a su padre, sólo había visto su fotografía.

– Ahí está la salida a Travnik -dijo Pine-. Las nueve y veinte. Vamos bien.

La mejor época de Travnik había pasado hacía mucho tiempo, arrasado por incendios catastróficos, y en épocas más recientes por las agotadoras corrientes de refugiados. Un siglo atrás era un centro de los visires otomanos que gobernaban Bosnia para el sultán. Los diplomáticos europeos iban y venían, observados por el joven novelista bosnio Ivo Andric, que registró con escepticismo sus actividades en Crónica de Travnik. Su casa en la ciudad, en otros tiempos un popular museo, era ahora ignorada en gran medida. No importaba su premio Nobel. Era el serbio que había descrito a los turcos y a sus conversos islámicos locales como tiranos sedientos de sangre, que merecían venganza.

Lo único que ahora quedaba de aquella época eran unas pocas mezquitas antiguas, como la de Suleimán, y el castillo del siglo xv que dominaba la ciudad desde el monte Vlasic, el antiguo baluarte de los reyes de Bosnia.

Zigzaguearon por las calles estrechas y abarrotadas hasta que encontraron el pequeño hotel. Vlado dejó su bolsa al cuidado de Pine en el vestíbulo y cogió las llaves del coche. Pine le deseó suerte. Ahora estaba solo, podía internarse con el Volvo entre las colinas y no volver si no quería. Pero Matek lo esperaba en su montaña, el único que quedaba que podía acompañarlo hasta el pasado. Por muy difícil e incómoda que prometiera ser la reunión, no había forma de que Vlado pudiera rechazar la invitación.

Encontró sin dificultad la desviación hacia el monte Vlasic y subió durante varios kilómetros dando volantazos por un camino de tierra donde los bajos del Volvo golpeaban en las roderas más profundas. Más arriba los árboles pelados estaban cubiertos de hielo. En algunas curvas, Vlado miró hacia la ciudad de Travnik y recordó que Pine había mencionado que Matek podía ver gran parte de! camino desde su casa, y que siempre sabía cuándo se acercaba un visitante. Vlado creyó alcanzar a ver un tejado rojo que surgía más arriba, pero el camino era demasiado sinuoso y estrecho para permitirse el lujo de mirar más tiempo. Mientras tanto, alguna cámara de la parte posterior de su cerebro seguía revisando todos los recuerdos recuperables de su padre, buscando indicios perdidos, atando cabos sueltos del pasado para ver si componían algo significativo. Su padre se había hecho pasar por un musulmán que nunca acudió a la mezquita, un musulmán que bebía. Ninguna de aquellas características era insólita allí abajo, como habría dicho Pine, pero Vlado recordaba que su padre también había asistido a misa de vez en cuando con su esposa y su hijo, y aquellos domingos parecían cobrar sentido en ese momento. Además, había puesto a su hijo un buen nombre cristiano, Vladimir. Debía de haber salido a hurtadillas en ocasiones a confesarse, suponía Vlado, si era más o menos católico. El párroco había tenido probablemente la suerte de conspirar con él, de oír sus pequeños pecados, pero es probable que nunca los grandes.

¿Y aquel viaje hacía tanto tiempo para visitar al tío Tomislav? Aquella noche en la parte trasera de la casa, con todos aquellos gritos y la bebida. ¿Por qué había comenzado todo aquello? ¿Había combatido el tío en la guerra también?

Vlado se acordó de un crucifijo de madera colgado en el dormitorio de su tío y su tía, el Jesús sangrante con el rostro angustiado vuelto que siempre parecía estar mirando hacia una grieta del techo. Por supuesto. Toda la familia de su padre había sido católica. El imbécil del hijo podía haberlo ligado como se montan las cuentas de un rosario si se hubiera tomado la molestia de pensarlo. Pero los hechos habían ocurrido cuando era un niño. Tito había pedido que los crucifijos y las medias lunas se considerasen poco más que símbolos pintorescos de su pasado, y Vlado había accedido obediente, sin pararse a pensar en su significado.

Vlado volvió a ver el tejado rojo, ahora mucho más cerca. Matek probablemente estaba observando su coche, cuyo motor retumbaba como algo que se acercara a él horadando un túnel en la montaña. Los amortiguadores del Volvo chirriaron al pasar por otra sucesión de curvas, y allí estaba, una pequeña caseta con una barrera de hierro oxidada cerrando el paso. Un hombre con un fusil Kalashnikov colgado a la espalda salió de la caseta entre una nube de humo gris. Sin uniforme, sólo unos pantalones tejanos y un jersey oscuro, con el cigarrillo pegado a los labios. Se acercó al coche y revisó los papeles de Vlado, que llevaba una tarjeta de identidad de la Unión Europea además de algunos otros documentos. Si había una cosa que la gente de la Unión Europea tenía en abundancia, era papel. El guardia sacó un teléfono móvil del bolsillo de atrás y marcó un número. Después tiró de una cuerda para levantar la barrera abriendo el paso.

Mientras hacía a Vlado una seña de que pasara, gritó:

– Es la casa grande de arriba. Vaya hasta la parte delantera. Azudin lo acompañará hasta el señor Matek.

Señor Matek. Cuánto tiempo habrían tardado en enseñar a éste a decir «señor», se preguntó Vlado. Si no trabajase allí, es probable que estuviera arrancando nabos y coles, o bebiendo en el altillo de un granero, quedándose dormido y prendiendo fuego al heno con sus cigarrillos. En cambio esgrimía un arma automática, con poder para matar por orden del hombre al que Vlado se disponía a visitar.

Nunca estaba de más recordarse con quién se estaba tratando exactamente.

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