16

Se pusieron en marcha antes de salir el sol, y cruzaron en medio de la oscuridad altos pasos de montaña donde sucios montones de nieve bordeaban el camino. Pero cuando llegaron a la salida sur de Jablanica, el vapor se elevaba desde el pavimento hacia la temprana luz de lo que sería un día de calor anormal para la estación.

– Por lo que recuerdo, es un poco exagerado incluso llamarlo pueblo -dijo Vlado-. Unas pocas granjas y casas, bastante dispersas. Pero sí recuerdo que se puede ver la casa de mi tío desde lo alto de la colina, cuando la carretera comienza a descender hasta el valle.

Después de salir de la carretera principal, las carreteras parecían más caminos de cabras con pretensiones, de tierra y grava, con más surcos aún que el que llegaba al complejo residencial de Matek.

– ¡Por Dios! -gritó Pine cuando los bajos del Volvo rozaron otro montículo de piedra-. Espero que a la Unión Europea no le importe invertir en otro sistema de escape.

Unas pocas curvas más tarde, Vlado gritó «¡Para!» y Pine detuvo con suavidad el coche en el arcén de una curva cerrada. Vlado se apeó rápidamente, pisando el borde de hierba de un saliente desde el que se divisaba un valle profundo y angosto. Pine se unió a él, captando el panorama. La brisa matinal era suave en el calor ascendente.

– Allí. El segundo tejado. ¿Lo ves? -Vlado parecía tan entusiasmado como un niño pequeño. La mañana traía la sensación de un volver a empezar, del comienzo de una aventura, sobre todo cuando Roma estaba esperándolos al final de la jornada-. No me lo puedo creer -dijo-. Recordaba exactamente esta vista. Mi padre nos hizo bajar a todos del coche. Creo que incluso sacó una fotografía.

– Esperemos que tu tía siga ahí abajo.

– Oh, ahí está -dijo Vlado, con una amplia sonrisa-. Mira la chimenea.

Volutas de humo blanco salían haciendo remolinos de un extremo del tejado rojo.

– Puede que sea otra persona.

Vlado negó con la cabeza.

– En Podborje no. Cuando la gente muere, nadie se muda a su casa. Nadie se muda ya a lugares como éste. Vamos.

Tardaron otros quince minutos en el descenso. No se habían cruzado con otro coche desde hacía al menos una hora. Pararon ante una casa de ladrillo revocado y con el tejado rojo. A la derecha había un establo de madera deteriorado por el clima. Al otro lado había campos pardos, con rastrojos de hierbajos y restos del trigo del verano anterior. El valle estaba en silencio, sólo se oía el sonido del viento en los campos, y el aire olía a humo.

La nieve cubría todavía parte del pequeño césped, pero se derretía con rapidez. Del establo llegó hasta ellos el golpeteo de una puerta de madera, y entonces vieron salir a una mujer de baja estatura y encorvada, con una larga falda, que llevaba dos baldes humeantes de leche, uno en cada mano. Observó escéptica a aquellos visitantes con su moderno coche blanco, pero no dejó de caminar hacia la casa.

Era ella, se dio cuenta Vlado, aunque recordaba su cara tersa y morena. Ahora estaba arrugada y hundida, amarillenta y con manchas, como una de esas muñecas de artesanía que se hacen con manzanas secas. Pero sus movimientos seguían teniendo fuerza.

– Tía Melania -se atrevió a decir Vlado tímidamente.

La anciana se detuvo, dejando con cuidado los baldes en el barro, entrecerrando los ojos a la luz de la mañana.

– ¿Vlado? -dijo con voz aguda pero fuerte-. ¿Eres tú, chico?

Vlado asintió con la cabeza y ella cayó de rodillas como si hubiera recibido un disparo, hizo la señal de la cruz rápidamente y musitó palabras que no pudieron oír. Se precipitaron a su lado, pero ella sonreía.

– Por favor -dijo jadeando-. Cuidado con la leche.

Luego se puso de pie, envolviendo a Vlado en un abrazo huesudo antes de dar un paso atrás para mirarlo a los ojos como si fuera la octava maravilla del mundo. Un gallo pasó pavoneándose, cacareando nerviosamente como si inspeccionara a los intrusos.

– No pensé que te volvería a ver -dijo-. Sobre todo cuando oí decir que tu padre había muerto. Debió de decirte cuánto deseaba no volvernos a ver nunca.

– No -dijo Vlado-. Nunca lo dijo. Pero sí recuerdo haber venido aquí.

Ella siguió mirándolo detenidamente, como si buscara signos de falsedad. Pareciendo satisfecha por fin, dijo:

– Entrad. Tengo una cosa para ti, pero primero voy a hacer café. Y estoy horneado pan. Comeréis algo.

Una vez dentro, Vlado presentó a Pine como su «amigo de América».

– Pero no entenderá nada de lo que diga, así que no te preocupes.

Ella se rió.

– Entonces será como con tu padre. Tampoco entendía nunca lo que yo decía, o fingía no entenderlo. Tu madre, en cambio, siempre supo que decía cosas sensatas.

La casa olía a pan caliente. Les hizo sentarse a una mesa tosca, hecha de forma muy parecida a la de Konjic, sacó una hogaza de pan moreno de la boca de un inmenso horno y puso una cafetera a hervir, haciendo el café a la turca, molido más fino que el polvo, que dejaba un sedimento turbio en todas las tazas.

– La mujer de la granja de al lado y yo horneamos para las dos -dijo-. Ella también es viuda. Vivimos a dos kilómetros de distancia, y nos turnamos para hacer el camino. Tardará una hora en venir, así que tenemos mucho tiempo para hablar. Pero primero, unos huevos. Venid.

La siguieron de nuevo al exterior, pasando ante el establo con su olor a estiércol y frialdad húmeda hasta llegar a un viejo gallinero, donde se agachó entre las aves, que batieron sus alas mientras sacaba un huevo de cada uno de los seis nidales. Una vez de regreso en la cocina cogió una sartén de hierro ennegrecida de un gancho de la pared y comenzó a hacer huevos revueltos con todos ellos. Puso platos y tenedores ante ellos y se sentó a un extremo de la mesa.

– Supongo que no debería sorprenderme tanto al verte, cruzando las montañas cuando el sol apenas ha aparecido en el cielo. Y además con un americano. -Sonrió, con los ojos brillantes de picardía-. Siempre decías que ibas a ser explorador, ya sabes. Un viajero de los mares. O al menos de eso trataban todos tus libros cuando eras niño. ¿Es eso lo que eres ahora?

– Se me había olvidado por completo -dijo Vlado, riendo-. ¿No era Magallanes mi preferido, porque había sido el primero en dar la vuelta al mundo?

– Sí. Querías ser el Magallanes yugoslavo. Decías que querías navegar por Tito. Tenías que haber visto la cara que puso tu padre cuando lo dijiste. Era lo único que podía hacer para no gritarte, pero se contuvo. Tu madre y yo nos reímos de buena gana y te azuzamos. Éramos terribles.

– ¿Y el tío Tomislav?

– Oh, esas cosas ya no le preocupaban.

Vlado hizo una pausa que duró lo suficiente para que Pine, que había estado callado hasta entonces la interpretara. Aquello motivó una pregunta de la tía Melania.

– He visto el símbolo de la Unión Europea en vuestro coche. ¿Es para ellos para quienes trabajas?

Cuando Vlado le dijo que trabajaban para el Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra, sus ojos se abrieron del todo. Volvió a evaluar a Pine con más detenimiento y después preguntó:

– ¿Es ése el motivo de que estés aquí? ¿Crímenes de guerra?

– Sí, pero es muy complicado.

– Esas cosas suelen serlo. -Ahora miraba hacia abajo, sosteniendo la taza de café en el regazo-. ¿Qué te contó tu padre de la guerra?

– La verdad es que nada. Pero me he enterado de algunas cosas en la última semana. Sobre lo que hizo. Dónde estuvo. Que se fue a Italia después, cosas así.

– Entonces tal vez puedas entender por qué después él y tu tío Tomislav nunca se llevaron bien de verdad.

– ¿Por la guerra?

– Sobre todo por lo que pasó después. Tu padre había viajado con otro chico de aquí. Pero Rudec.

Pine oyó el nombre e hizo un gran esfuerzo para entender lo que se decía. Vlado confiaba en que Pine tendría el tino de ser paciente y no interrumpir.

– Sí. He oído hablar de ese Rudec.

Negó con la cabeza, bebió un sorbo de café y habló muy despacio, en tono grave.

– Entonces puede que también conozcas a un hombre llamado Josip Iskric.

– Sí. Era mi padre.

Ella asintió con la cabeza y guardó silencio durante unos instantes.

– Iskric era también mi apellido, por supuesto. Hasta que me casé con tu tío Tomislav. Nuestra familia vivía por todo este valle. Ahora sólo quedamos unos pocos. A muchos los mataron en la guerra.

– Háblame de la guerra.

– Lo peor vino después. Fue entonces cuando tu padre y Pero se marcharon del país. Pero tu tío se quedó, y las nuevas autoridades, la gente de Tito, lo metieron en la cárcel durante algún tiempo. A él y a algunos otros de las milicias locales. Él nunca se había metido en política. Combatió en el Ejército de Defensa Nacional porque todos sus amigos también lo hicieron. Pero él nunca se cosió la gran U de la Ustashi en los hombros como algunos de ellos. Como tu padre, para empezar, al menos durante algún tiempo. Y también como ese Rudec, como si alguna vez le hubiera preocupado otra causa que la suya.

»Pero a tu tío no le interesaban las causas, y creo que eso fue lo que lo salvó. Unos amigos suyos del pueblo, la familia Seratlic, eran serbios. Sobrevivieron. Alguien debió de esconderlos durante la guerra, porque cuando terminaron los combates todos los demás serbios del valle estaban muertos o se habían marchado. Se fueron hacia el norte. Pero Seratlic respondió por Tomislav. Por qué, no lo sé, porque Tomislav no habría hablado en su favor, y desde luego no los habría escondido. Siempre hizo lo que le mandaron. Pero una vez les habíamos vendido leche a un precio justo, cuando su padre tenía una lechería. Así que tu tío salió de la cárcel. Otros se quedaron dentro. A algunos los fusilaron. Juicios rápidos a los que nadie asistió jamás. Leías un párrafo en el periódico y eso era todo. Eran malos tiempos.

»Pensamos que tu padre había muerto. Rudec también. Y cuando no supimos nada de ellos durante unos cuantos años, tuvimos la certeza de que así era. Mi único hermano, muerto. Después, en mil novecientos sesenta y uno, recibimos una carta suya. Nos decía que la quemásemos después de leerla. Ni siquiera llegó por correo ordinario. La trajo un viejo montado en una mula a quien se la había dado otra persona en un tren. No constaba su verdadero nombre en ella, pero supimos quién era por lo que decía.

– ¿La guardas todavía? -preguntó Vlado, más como hijo que como investigador.

– La quemamos, como él pedía. Nos decía que un día vendría a vernos, pero que por el momento era demasiado peligroso. Decía que estaba cerca de Sarajevo, que había aprendido un oficio y había conocido a una mujer. Pero no nos decía cuál era su nuevo nombre, ni el de su pueblo. Cuando tú eras un niño, sólo sabía que te llamabas Vlado. A lo mejor ahora puedes decirme tu apellido. Siempre me lo he preguntado. ¿Me lo puedes decir?

– Petric -dijo Vlado, sintiéndose fraudulento al pronunciarlo, una creación de la falsificación y el engaño-. Vlado Petric. Siempre ha sido mi nombre.

Ella asintió con la cabeza de manera cortante, aceptándolo.

– Antes de que siga -dijo Vlado-, tengo que decirle a mi amigo algo de lo que hemos estado hablando -puso al corriente a Pine, omitiendo la parte relacionada con su nombre.

– Pregúntale si en la carta de tu padre se mencionaba a Rudec -dijo Pine.

La respuesta fue no.

– Pero Rudec está vivo, ¿verdad que sí? -preguntó Melania-. La visita tiene que ver con él.

– Sí. Pero ahora se llama Matek. Lo estamos buscando. En parte por el pasado. En parte porque ha matado a un compañero nuestro.

Ella negó lentamente con la cabeza, pesarosa.

– Entonces os ayudaré si está en mi mano. Pero me temo que no sé gran cosa. Nunca regresó. Nunca escribió ni envió una palabra a nadie. Sólo tu padre volvió, y hasta tuvo que entrar a escondidas en el valle. Dijo que si alguien averiguaba su verdadero nombre lo mandarían a la cárcel, o lo matarían. Pero por supuesto Tomislav, al ser hombre, tenía que hablar de la guerra. Así que después de cenar, y después de la tercera copa de brandy, Tomislav comenzó a hacer preguntas. Sobre la guerra y sobre el año en que tu padre se fue al norte.

Vlado sabía adónde llevaba el norte: directamente al río Sava y a Jasenovac.

– Quería saber qué había sido de Rudec, y adónde habían ido, qué habían hecho todos aquellos años. Tal vez tu padre se había dejado pervertir por una mala política, le dijo Tomislav. Por todos aquellos hombres que marchaban al paso de la oca con los alemanes, llevando sus grandes U. Haciendo reverencias ante curas y políticos, como si fuera una especie de cruzada. Porque entonces, claro está, tu tío sólo escuchaba ya lo que Tito tenía que decir. Así que tu padre y él discutieron, luego se pelearon. Por suerte entonces estaban ya tan borrachos que no podían hacerse mucho daño. Rompieron vasos, tiraron sillas.

– Yo los vi por la ventana. Como dos toros en un ruedo. Resoplando y escarbando.

– Como dos toros borrachos. -Melania sonrió, enseñando sus mellas-. Pero tu madre y yo los llevamos a la cama. En cuanto los acostamos perdieron el conocimiento.

Dejó de hablar, como si aquello fuera todo lo que tenía que decir sobre el asunto.

Vlado bebió el café fuerte y amargo, sintiendo en la lengua el tacto arenoso agradable y familiar. Por alguna razón sabía mejor allí, en aquel valle tranquilo escondido entre las colinas.

– Cuéntame algo más de Pero Rudec -dijo-. ¿Lo conocías?

– Oh, sí. Un chico bien parecido, sobre todo cuando llevaba el uniforme de la academia de oficiales. Pero también era siempre un poco inquietante.

– ¿De qué manera?

– Ya sabes. Siempre el primero en hacerlo todo, especialmente con las chicas. Siempre buscando la manera más fácil de hacer algo. Los atajos. Pero también sabía caer bien a los padres. Ser encantador con la madre mientras intentaba todo lo habido y por haber con la hija. Algunos padres lo calaban y lo echaban, pero era muy ladino.

– ¿Saliste con él?

– Oh, no. Era fruta prohibida. Y yo ya estaba prometida a Tomislav. Algo bueno, también. No tardó en saberse que una chica del valle, Mirta, estaba embarazada. Pero fue al poco de comenzar la guerra, y aquello le dio a Pero la oportunidad de escapar. Tomislav y tu padre se alistaron en la milicia local. En cuanto a Pero, se presentó voluntario para una unidad que se dirigía hacia el norte. Una especie de SS de la Ustashi, aunque no la llamaran así, y creo que le gustó la idea porque lo alejaba de Mirta y su padre. Por supuesto que tuvo que disfrazarlo y hablaba de su valentía y su deber. Pero nadie lo creyó. También le gustaba la idea de hacerse con algún botín. Como un pirata.

– ¿La gente sabía dónde habría botín?

– La gente había oído hablar de lo que esas unidades hacían. Quemaban aldeas y se lo llevaban todo. Intentaban aniquilar a los chetnik Algunos voluntarios habían vuelto porque no podían soportarlo. -Negó con la cabeza-. No creo que Pero pensara una cosa u otra de los chetnik, pero nunca volvió.

– ¿Cómo fueron las cosas por aquí?

– Hubo incursiones de todos los bandos, de acá para allá, por las colinas. En el último año de la guerra un grupo de partisanos o de chetnik, nadie supo a ciencia cierta quién fue, atacó y quemó una aldea cerca de aquí. Tomislav y tu padre fueron los primeros hombres en llegar después. Todas las familias habían sido asesinadas en sus camas. Todo el mundo quería venganza. Y fue entonces fue cuando tu padre se marchó hacia el norte.

– ¿En el último año de la guerra?

– Sí.

Vlado se quedó desconcertado. El expediente decía con claridad que su padre se había ido al norte dos años antes, al mismo tiempo que Matek. Atribuyó la discrepancia a la neblina de la memoria de su tía, sabiendo hasta qué punto podían mezclarse esas cosas con el paso del tiempo.

– ¿Pero Tomislav se quedó?

– Su padre no quería que se fuera. Nuestro padre pensaba igual. Pero Josip se fue de todos modos. Estaba decidido.

Así nacía un criminal de guerra, pensó Vlado. Buscando venganza y encontrándola, pero una venganza de la clase más terrible.

– Y terminó en Jasenovac.

– ¿Es eso lo que has oído?

– Sí. Junto a Rudec.

La anciana guardó silencio por un momento, mientras jugaba con su servilleta.

– Siempre había oído decir eso de Rudec -dijo-. Pero nunca estuve segura en lo tocante a tu padre.

– ¿Por eso discutieron él y el tío Tomislav aquella noche?

– ¿Y quién lo sabe? Tu madre y yo no podíamos soportar el ruido, así que los dejamos solos allí en la parte de atrás. Después oímos que las cosas se ponían peor, pero cuando llegué a la planta baja ya estaban el uno encima del otro.

– ¿Así que nunca llegaste a saber de verdad qué fue lo que provocó aquello?

Melania hizo una pausa, como si se resistiera a continuar.

– Algo relacionado con Rudec, si de verdad quieres saberlo.

Fijó la mirada en el suelo. Pine debió de percibir el cambio de tono, porque de pronto pareció prestar más atención y se inclinó hacia delante en su silla.

– ¿Qué fue?

– Oh, Vlado, de verdad no creo que quieras saber todo aquello. El pasado es el pasado. Deja que siga en la tierra.

– Me temo que alguien que no soy yo lo ha desenterrado ya.

Ella suspiró, dejó su taza de café en la mesa y se enderezó en su silla.

– Tomislav me lo contó al día siguiente, cuando todos vosotros os habíais ido. Ni siquiera entonces, cuando comenzó a explicármelo, pudo recordar del todo por qué las cosas se les habían ido tanto de la mano. Pero había surgido el nombre de Rudec. Tomislav había oído algunas cosas después de la guerra. Sobre ese lugar que has mencionado.

– Jasenovac.

– Sí. Rudec y otros cuantos habían sido al parecer algunos de los peores. Todas las historias disparatadas sobre asesinatos, tortura. Siempre me había preguntado si tal vez no había sido precisamente la gente de Tito la que lo había inventado. Pero la familia Seratlic, los que habían ayudado a Tomislav, se lo oyeron contar a primos que habían sobrevivido a aquel lugar. Dijeron que todo era verdad.

»Tu padre le dijo a Tomislav que dejara de repetir aquellas historias, sobre todo las que se referían a Rudec. Dijo que aquello era demasiado peligroso. Y Tomislav pensó que tu padre estaba siendo un cobarde. Tu padre insistió, y le dijo a Tomislav que no debía decir jamás esas cosas a nadie. Tomislav perdió la paciencia. Y, en fin, el resto lo viste desde tu ventana. -Volvió a hacer una pausa-. Pero lo extraño fue lo que tu padre hizo a la mañana siguiente.

– ¿Marcharse temprano de la manera en que lo hizo?

– Antes de eso. Antes de que te hubieras levantado. Tomislav estaba todavía dormido, roncando. Tu madre hacía las maletas. Yo estaba en la cocina, inquieta por lo que había visto la noche anterior, mi marido y mi hermano rodando por el suelo como un par de animales. Estaba haciendo pan cuando bajó tu padre. Me dijo que sentía que las cosas hubieran salido tan mal pero que le preocupaba de verdad lo que sucedería si hablábamos de Rudec o como se llamase ahora. Tu padre dijo que le haría más daño a él que a Rudec, por cosas que habían pasado después de la guerra.

– ¿Después de la guerra?

– Sí. En Italia.

– Pero no durante la guerra.

– No. Tu padre no hablaba de aquellos años. Ni una palabra. Sobre todo de la época después de irse al norte.

– A ese lugar.

– Sí. A ese lugar -dijo y bajó la cabeza.

– Estuvieron en Roma quince años -dijo Vlado-. Pudieron suceder muchas cosas. Podía referirse a cualquier cosa. Al trabajo que hicieron contra Tito, tal vez.

Ella negó con la cabeza.

– No en Roma. Después. Cuando estuvieron en la costa. En otra ciudad, donde él y Rudec vivieron durante años, según tu padre.

En ninguno de los dos expedientes se decía nada de aquello.

– No sabía que hubieran vivido en un lugar distinto de Roma.

– Sólo estuvieron en la ciudad uno o dos años, dijo. Después se fueron al sur. En busca de trabajo, creo, o tal vez porque era más barato. No dijo gran cosa aparte de eso. Sí dijo que no había querido marcharse de Italia. Dijo que era feliz con su nueva vida, contigo y con tu madre. Sin embargo, y estoy intentando recordar cómo lo dijo exactamente, porque fue muy extraño, dijo algo así como: «Me encanta mi nueva vida, pero nunca terminé de verdad la antigua». Luego me dio algo, y comprendí al menos una parte de lo que quería decir. Aunque no con certeza, porque no dijo nada más. Sólo me lo dio y me dijo que no lo tirase nunca, pero que nunca dejara que tu madre o tú lo vieseis. Creo que no podía soportar destruirlo, pero tenía miedo de guardarlo por si uno de vosotros lo encontraba.

– ¿Y qué era? ¿Lo guardas todavía?

– Sí. Y tal vez debería haber cumplido su deseo y no haberte hablado de ello. Pero si te ayuda a encontrar a Rudec… -Se encogió de hombros-. Porque él también es parte de ello.

– Enséñamelo, por favor.

Ella asintió con la cabeza, puso las palmas de las manos sobre la mesa y se apoyó para ponerse de pie lentamente. Al pasar puso una mano ligeramente sobre la cabeza de Vlado, a la manera de un sacerdote que imparte una bendición.

– Lo tengo en el cajón de mi tocador, donde ha estado desde aquella noche. Ni siquiera llegué a enseñárselo a Tomislav.

Salió cojeando, entumida después de una hora sentada a la mesa, pareciendo varios años más vieja que cuando llegaron.

– ¿Qué pasa? -susurró Pine-. ¿Adónde va?

– Ha ido a buscar algo que mi padre dejó aquí hace años. Cuando yo era un niño.

Pine no dijo nada. Sólo se oía a las gallinas al otro lado de la ventana, cloqueando y escarbando, inclinando las cabezas bajo el sol. La tía Melania regresó con un pequeño cuadrado de papel. Cuando le dio la vuelta, vieron que era una vieja fotografía. Se la entregó a Vlado. Se había vuelto marrón, pero se veía bien.

Era su padre, con una amplia sonrisa, un hombre joven y saludable que rodeaba con su brazo los hombros de una mujer sonriente a la que Vlado nunca había visto. Estaban al pie de una escalera de mano apoyada en un limonero. Mallas de gasa se extendían de la copa de un árbol a otra, filtrando la luz del sol. Junto a ellos había otra pareja, y Vlado sólo tardó unos segundos en reconocer los rasgos de Pero Rudec, o Matek, como ahora lo conocían. Su tía tenía razón. Matek había sido apuesto, con el toque justo de picardía en la expresión para parecer misterioso. Las dos parejas estaban en un pequeño claro cubierto de hierba, rodeado de árboles de cítricos. A un lado de la hierba había un círculo de piedras blancas, más oscuro en el centro, como si alguien hubiera encendido una fogata.

La mujer que estaba con su padre era delgada y tenía el cabello oscuro. Parecían muy cómodos el uno con el otro, mientras que la acompañante de Matek parecía rígida, incómoda, o quizás aquello fuera imaginación de Vlado.

– ¿Sabes cómo se llama ella? -preguntó Vlado.

– No. Nunca dio ninguna explicación. Sólo me pidió que la guardara.

– ¿Puedo quedármela?

– Sí -dijo Melania-. Y llévate ésta también. La envió después.

Era una fotografía de su padre y él en las montañas, admirando el paisaje. Vlado reconoció la vista, a unos kilómetros de Sarajevo, con el monte Jahorina al fondo. Parecía tener unos seis años, iba con pantalón corto, tenía las rodillas huesudas y calzaba unos zapatos pesados. Su padre estaba de pie detrás de él. Los dos exhibían amplias sonrisas, el mismo aspecto de comodidad que lucía su padre en la fotografía de Italia, aunque en esta ocasión sus manos grandes y fuertes estaban colocadas en ademán protector sobre los hombros de su hijo. ¿Eran las manos de un asesino? Vlado notó que se le saltaban las lágrimas, así que inspiró profundamente y volvió a mirar la otra fotografía, dándole la vuelta en busca de una inscripción. Sólo vio el sello del estudio: «Martelli Fotografía. Castellammare di Stabia. 1958». Nunca había oído hablar de aquel lugar. Tal vez fuera la ciudad de la costa de la que había hablado su tía.

– ¿Sólo fotografías? -preguntó Pine.

Parecía decepcionado.

– Tal vez nos enteremos de más cosas en Roma -dijo Vlado-. Y en este otro lugar. -Dio la vuelta a la fotografía una vez más, pronunciando el nombre lentamente-. Castellammare di Stabia. Puede que también tengamos que ir ahí.

– Puede ser -dijo Pine, en tono escéptico.

La tía Melania, que no había entendido ni una palabra de su inglés, dijo:

– ¿Quieres que te dé un consejo de anciana, Vlado? ¿Algo que dure más que una taza de café y una rebanada de pan caliente?

– ¿Por qué no? -dijo Vlado, esbozando una sonrisa. Pero vio que ella estaba seria.

– No vayas -señaló la fotografía-. Deja esas cosas donde tienen que estar.

– Me temo que ya es demasiado tarde para eso.

Ella asintió.

– Si no tienes más remedio. Puede que hasta sea para bien.

La expresión de su rostro decía todo lo contrario.

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