Tuve que aguardar al tranvía y eran casi las seis cuando llegué a mi oficina. Se avecinaba otra noche opresiva, con el aire pegajoso, denso y húmedo, y volvía a notar la camisa pegada a la espalda por el sudor. Davey Wallace me llamó a las seis en punto, tal como habíamos quedado. Él no sabía conducir y le dije que no se moviera de allí, que me esperase en el Atlantic hasta que fuera a buscarlo.
Decidí tomar un taxi a Blanefield y usarlo para que se llevara a Davey a casa. Viajar en taxi era uno de esos lujos que la mayoría de la gente solo podía permitirse en ocasiones especiales. Antes de salir, llamé a Sneddon y le conté lo sucedido en casa de MacSherry.
– ¿Él sabía que habías ido de mi parte? -preguntó.
– De entrada, no. Se lo dije al final.
– Putas ratas. Ya les enseñaré yo lo que es respeto.
– Entonces será mejor que envíe a un ejército. Por lo que yo he visto, el viejo todavía dirige una especie de banda. Y la reputación debe de habérsela ganado a pulso.
Omití contarle que MacSherry se había arrugado en cuanto había salido a relucir su nombre. Me tenía cabreado que el viejo hubiera intentado vaciarme los bolsillos. Que aprendiera un poco de respeto, como había dicho Sneddon.
– ¿Sí? Pues le organizaré un cambio de escenario. Apuesto a que no sale mucho de Bridgeton -dijo Sneddon, recordándome la promesa que me había hecho el comisario McNab. Había demasiado color local en Glasgow; quizá «largarme de una puta vez a Canadá» me iría bien para la salud.
– Saqué una cosa interesante de nuestro encuentro -expliqué-. ¿Sabía que Bert Soutar estuvo metido en negocios con Calderilla MacFarlane? Hacia el principio de la guerra.
– No. -Me di cuenta de que Sneddon estaba haciendo mentalmente el mismo rompecabezas que yo había hecho en Bridgeton-. No, no lo sabía. ¿Te parece significativo?
– Bueno, ese trato tan importante que acabó convertido en un cuento increíble sobre una academia de boxeo… A lo mejor Calderilla estaba ocultando los detalles, pero no a los protagonistas. Quizá sí tenía que ver con Bobby Kirkcaldy. Y quizás el acuerdo se negociaba a través del viejo compinche de MacFarlane: Bert Soutar.
– Pero MacFarlane iba a negociarlo conmigo…
Me daba cuenta de que Sneddon me planteaba el hecho para ver cómo lo encajaba yo en el cuadro.
– No olvidemos que Calderilla acabó con el cráneo cascado como un huevo -dije-. Yo supongo que todo tuvo que ver con ese acuerdo. Él estaba justo en medio y aspiraba a ganar mucho dinero, no una mera comisión. Y sospecho que Tío Bert está implicado de un modo u otro.
– ¿Crees que él le machacó la crisma a Calderilla?
– No sé. Tal vez. Aunque no veo por que tendría que haberlo hecho, salvo que algo se hubiera torcido en ese negocio, fuera cual fuese. Pero podría haber sido la persona que le ha estado enviando mensajes amenazadores a Kirkcaldy. Lo que sí tengo claro es que Kirkcaldy no nos agradece la atención que le estamos dedicando. Hablando de ello, ¿podría tomar prestados a un par de hombres para que vigilen por turnos la casa? Solo tengo a un chico conmigo.
– Está bien -dijo Sneddon-. Puedes quedarte a Deditos. Parece que os lleváis bien los dos.
– Sí. Como dos almas gemelas… Gracias. Ya le llamaré para decirle cuándo lo necesito.
Salí de la oficina nada más colgar y tomé un taxi hasta el Pacific Club. Como la otra vez, estaban haciendo los preparativos para la noche. El encargado que Jonny Cohen tenía controlando el negocio era un judío menudo y apuesto de cuarenta y pocos años llamado Larry Franks. Nunca lo había visto, pero él pareció reconocerme a mí, porque en cuanto entré se me acercó y se presentó. Iba sin chaqueta y tenía la camisa arremangada.
– El señor Cohen me ha dicho que busca a Claire Skinner -dijo con una gran sonrisa. Tenía un acento difícil de situar, pero con un toque de Londres. Y otro toque de un sitio mucho más lejano. Era algo con lo que te tropezabas aún de vez en cuando: la guerra seguía arrojando su larga sombra y, aunque de todos los campamentos de desplazados esparcidos por la Europa de posguerra solo quedaba uno abierto, todavía había muchas personas que se estaban construyendo una nueva vida en otro lugar. Fuera cual fuese la historia de Franks, no parecía que hubiese acabado con su buen talante-. ¿Le sirvo una copa a cuenta de la casa?
– Gracias, pero no. Y sí, busco a Claire. Jonny me dijo que usted tiene la dirección.
– Aquí está. -Volvió a sonreír y me dio una nota doblada que se sacó del bolsillo del chaleco. Me pareció ver algo en su antebrazo; él se bajó la manga con desenvoltura-. Pero sería más fácil entrar en Fort Knox.
– ¿Qué quiere decir?
Desdoblé la nota; había una dirección en Craithie Court, Partick, escrita a mano.
– Es un nido de chochitos -dijo con tono inexpresivo, sin ningún indicio de lascivia-. Un hostal para mujeres solteras del ayuntamiento. Solo lleva un par de años abierto. Claire se aloja allí. Pero hay una patrona y le arrancará las pelotas si intenta entrar. Las visitas masculinas están estrictamente prohibidas. Le convendría más pillarla aquí la próxima vez que actúe.
– ¿Y eso cuándo será? -pregunté.
– La verdad es que quizá dentro de una semana o dos. Tengo contratado a un grupo nuevo para los dos próximos viernes.
– No. Necesito verla antes. -Miré la nota un momento, con la mente puesta en otra cosa-. Estoy buscando a Sammy Pollock. O Gainsborough, como él prefería que lo conociesen. El novio de Claire. ¿Lo ha visto últimamente?
– ¿A ese gilipollas? -Franks sonrió-. No, no en las últimas dos semanas.
– La última vez que lo vieron fue aquí. Parece que hubo un pequeño altercado a la salida del club, hará un par de semanas. ¿Usted lo vio u oyó algo?
– No. -Franks frunció los labios, pensativo-. La verdad es que no. Y nadie me dijo nada tampoco.
– Ya veo. -Me guardé la nota en el bolsillo-. Gracias. Y gracias por esa copa. Se la aceptaré la próxima vez.
– Claro.
Su sonrisa seguía presente, pero había cambiado. Él me leía el pensamiento y yo se lo leí a él. Decía: «No necesito su compasión».
Dejé el aire viciado del Pacific Club para salir al aire viciado de Glasgow. El taxi seguía esperándome fuera. Subí al asiento trasero y le dije al conductor que me llevara a Blanefield. Permanecí todo el trayecto en silencio, pensando en la actitud risueña de Larry Franks. Y en el número que había visto tatuado en la cara interna de su antebrazo.
Al bajarme del taxi, casi habría jurado que Davey Wallace seguía exactamente en el mismo punto y en la misma posición que cuando lo había dejado allí por la mañana. Nos sentamos los dos en el Atlantic y él se pasó veinte minutos glosando las notas detalladas que había tomado. Veinte minutos detallados de pura nada. Era un buen chico y tenía un entusiasmo que habría hecho reflexionar a muchos sobre su vocación.
– ¿Estás libre para hacer el mismo turno mañana? -le pregunté-. ¿Incluso un rato más?
– Claro, señor Lennox. A cualquier hora. Y no hace falta que me traiga usted. Ya sé dónde es y puedo tomar el tranvía.
– De acuerdo. Nos veremos aquí un poco más tarde; digamos a las seis. No creo que vaya a suceder nada durante el día. ¿Y qué hay de tu trabajo? ¿Estarás en condiciones para hacer el primer turno?
– No hay problema, señor Lennox.
– Bien -señalé. Desde luego que no era un problema para él. Ni siquiera tener que cruzar el Himalaya lo habría detenido. Le di un billete de cinco libras-. Ahora vete a casa.
– Gracias, señor Lennox -dijo con reverente gratitud.
Aquello era una forma pésima de perder el tiempo. Permanecí tres horas observando la casa sin que pasara nada. Luego llegó Kirkcaldy, presumiblemente después de su entrenamiento en el gimnasio de Maryhil, montado en su Sunbeam-Talbot deportivo, que llevaba la capota quitada. Un coche de más de mil libras. Desde luego Kirkcaldy era un boxeador de éxito, pero aun así parecía sacarles un provecho impresionante a sus finanzas. A lo mejor hacía horas extras repartiendo periódicos
Me recosté en el asiento del coche, deslizándome hacia abajo para apoyar la nuca, y me ladeé el sombrero sobre los ojos. No había motivo para estar incómodo. Aún hacía bochorno. Tenía del todo bajado el cristal de la ventanilla, pero la atmósfera era pegajosa y pesada y no corría ningún aire fresco. Me iba a costar mantenerme despierto. Encendí la radio, pero solo encontré a Frank Sinatra desgranando la letra de otra canción olvidable. Decidí repasar la situación para activar mi cerebro.
Todo aquello tenía relación con el asesinato de Calderilla, seguro. Kirkcaldy estaba metido hasta el cuello en un asunto que no seguía precisamente las normas pugilísticas del marqués de Queensberry. Existía una conexión entre él y MacFarlane a través de Soutar. Y allí estaba yo, con mi loable intención de no adentrarme en asuntos turbios, pero cada vez más empantanado en las ramificaciones de la muerte de Calderilla.
Entre tanto, en mi otro caso -el único legal al cien por cien- no estaba llegando a ninguna parte. Decidí que intentaría ponerme en contacto con Claire Skinner al día siguiente, pero sabía que no me serviría de nada. Sammy Pollock se había borrado de la faz de la Tierra, cosa nada fácil; me inquietaba pensar que para borrarse de aquella manera hacía falta un profesional. Y por otro lado, estaba la reacción de Jock Ferguson cuando le nombré a Largo. Si se trataba del mismo que Paul había dicho conocer, tenía que ser alguien que no perteneciera al círculo habitual de gánsteres, pero lo bastante importante al mismo tiempo para que un inspector del departamento de Investigaciones Criminales lo reconociera en el acto.
Yo no era muy dado a las reflexiones profundas de carácter personal, quizá porque había visto en la guerra a dónde conducen las profundas reflexiones personales: la locura o la muerte. Pero mientras permanecía allí, delante de la casa de un boxeador seguramente corrupto en las afueras de Glasgow, me entró de golpe un acceso de nostalgia.
Blanefield quedaba por encima de Glasgow. El sol ya estaba bajo en el cielo y se filtraba con tonos de oro, bronce y cobre a través de la neblina que cubría la ciudad en el valle abierto a mis pies. Me llegó entonces una reminiscencia: Saint John tenía crepúsculos similares. El corazón industrial de Estados Unidos se hallaba en Michigan y aquel aire espeso y lleno de mugre se desplazaba hacia el noroeste e impregnaba la atmósfera de la costa canadiense, de manera que el sol se derramaba en rayos de color granate sobre la bahía de Fundy. Pero la semejanza terminaba ahí. Pensé en aquellos días, antes de la guerra. Las cosas eran diferentes. A mí me parecía que la gente entonces era diferente. Y yo también lo era.
O quizá no.
Un coche se detuvo detrás del mío. Un Rover verde botella. No me hizo falta volverme para deducir que su conductor era Deditos. O eso, o había un eclipse de sol imprevisto. Vino hacia el Atlantic, se inclinó sobre el lado del copiloto y dio unos golpecitos en la ventanilla. Abrí la puerta y subió (me dejó impresionado la suspensión de mi coche).
– Hola, señor Lennox -dijo, sonriendo-. ¿Cómo está?
– Bien, Deditos. ¿Tú?
– Repleto de salud, señor Lennox. En plena forma. El señor Sneddon me ha enviado para que me encargue de vigilar la casa del señor Kirkcaldy. Después me relevará Singer.
– Será una larga noche, Deditos.
– Tengo la radio. He descubierto que el jazz tiene un efecto balsámico en mí.
– Estoy seguro. ¿Quién te gusta?
– Elephants Gerald, sobre todo -respondió sonriendo.
– ¿Quién?
– Ya sabe… Elephants Gerald. El cantante de jazz.
– Ah… -Procuré no reírme-. Quieres decir, Ella Fitzgerald.
– ¿Ah, sí? Creía que era Elephants Gerald. Ya sabe, uno de los artistas de jazz. Como Duke Wellington.
– Duke Ellington, Deditos -dije. Advertí que la sonrisa se había desvanecido en su rostro. Hora de irse-. Aunque a lo mejor me equivoco. Bueno, diviértete. Nos vemos más tarde.
Dejé a Deditos de guardia en el Rover de Sneddon, tranquilizado por su promesa de que se mantendría muy abs-te-mio y ojo avizor, y me volví directamente a mi piso. Una vez más, al cerrar a mi espalda la puerta del vestíbulo que compartíamos, oí con toda claridad que se apagaba el sonido de la televisión en casa de los White. Subí a mis habitaciones y me dispuse a prepararme un café como es debido y unos sándwiches de jamón con un pan que debería haber consumido dos días atrás al menos, salvo que pretendiera usar las rebanadas como material de construcción.
Acababa de sentarme a comer cuando oí que sonaba el timbre de abajo y que Fiona White salía a abrir. Hubo una breve conversación y enseguida unos pasos pesados que subían por la escalera. No es que yo no fuera hospitalario, pero no tenía la costumbre de recibir visitas allí. De hecho, uno de los motivos por los que había convertido el Horsehead en mi oficina extraoficial había sido para mantener mi casa fuera del radar de la gente con la que trataba. Así que antes de contestar a la llamada que resonó en la puerta me acerqué al cajón donde guardaba siempre la porra y la deslicé en mi bolsillo.
Abrí por fin y me encontré plantado en el umbral a Jock Ferguson. Detrás venía otro tipo más fuerte y corpulento, de hombros enormes, embutido en un traje gris claro de solapas exageradamente estrechas. Llevaba un sombrero flexible de paja con una ancha cinta azul. Tenía la cara grandota y demasiado carnosa para resultar apuesto, y la piel con un bronceado más oscuro (varios veranos más) de lo que era usual entre los nativos de Glasgow. Lo único que le faltaba era un cartel colgado del cuello proclamando DIOS BENDIGA AMÉRICA. Encontrarme a Ferguson en mi puerta y en tan extraña compañía me dejó desconcertado unos segundos.
– ¿Jock? ¿Qué haces aquí?
– Hola, Lennox. ¿Podemos pasar?
– Claro… perdón. Adelante.
El enorme americano me sonrió de oreja a oreja al entrar. Se quitó el sombrero de paja, dejando al descubierto el corte más asombroso que había visto en mi vida. Tenía el pelo entrecano pelado casi al rape por detrás y en los lados, pero erizado dos dedos por la parte arriba. Lo más asombroso era la destreza del barbero para conseguir una superficie perfecta, absolutamente plana desde la frente hasta la coronilla. Te imaginabas a una especie de ingeniero capilar, con las tijeras en una mano y un nivel de burbuja en la otra.
– Lennox, este es un colega nuestro de Estados Unidos, Dexter Devereaux. Es investigador, como tú.
– Llámeme Dex -dijo el tipo con una sonrisa.
Le estreché la mano y me volví hacia Ferguson.
– ¿Dices que el señor Devereaux es un investigador como yo… -le pregunté-, o quieres decir un investigador como tú?
– Soy detective privado, como usted. -Devereaux me dirigió una sonrisa de colega-. Estoy aquí en una investigación privada. Criminal, pero privada.
– Muy bien… ¿y en qué puedo ayudarle? -dije. Entonces me di cuenta de que aún estábamos de pie-. Perdón… siéntese, por favor, señor Devereaux.
– Llámeme Dex, como le decía… Gracias.
Ferguson y el americano se sentaron en el sofá de cuero. Saqué una botella de whisky de centeno canadiense y tres vasos.
– Entiendo que no estarán tan de servicio como para no poder tomar una copa, ¿no?
– Personalmente nunca lo estoy hasta ese punto -dijo Devereaux, cogiendo el vaso y dando un sorbo-. Mmm, muy bueno -ronroneó-. Creí que aquí solo bebían escocés.
– Yo no soy de esa cuerda -apunté, y me senté en el sillón de enfrente.
Devereaux echó una ojeada al apartamento, deslizando la vista con aire despreocupado por el mobiliario, las botellas del aparador y los libros de las estanterías. Pero era la despreocupación aparente del golfista profesional que se dispone a hacer un swing.
– Cuántos libros -comentó, volviéndose hacia mí-. ¿Tiene algo de Hemingway?
– No -respondí-, nada de Hemingway. Del mismo modo que no tengo escocés de mezcla. Bueno, ¿y en qué puedo ayudarlo, señor Devereaux?
– Por favor… Dex. En cuanto a lo que puede hacer por nosotros… Usted mencionó a John Largo ante el inspector Ferguson, tengo entendido.
– Le pregunté si lo conocía o sabía algo de él.
– ¿Y qué sabe usted de John Largo? -Devereaux apartó los ojos de mí mientras daba un sorbo de whisky.
– Lo único que sé es que su nombre de pila es John, y lo sé porque a Jock se le escapó. Y ahora también sé que debe de ser un pez gordo de verdad para que alguien esté dispuesto a mandar a su costa a un detective privado de veinte dólares la hora a través del Atlántico. Y eso, me temo, es lo único que sé. Aparte de que alguien que era amigo de alguien que ha desaparecido lo conoce. Y ahora también él ha desaparecido.
– Paul Costello. Ya te he hablado de su padre -le aclaró Jock a Devereaux, que asintió sin disimular su impaciencia, aunque todavía con la sonrisa puesta. Hubo algo en ese breve intercambio que me reveló todo lo necesario sobre la jerarquía de aquella relación. Esta podía ser la ciudad de Ferguson, pero era el americano el que llevaba la voz cantante en el caso. Fuera quien fuese Largo, y se dedicara a lo que se dedicase, aquello era muy gordo.
– ¿Quién es ese amigo de Costello que ha desaparecido? -me preguntó Devereaux, y dio otro sorbo de whisky. De nuevo la pregunta y la acción llevadas a cabo con una despreocupación profesional.
– Me temo que no puedo responder, señor Deveraux -dije, devolviéndole la sonrisa-. Secreto profesional. Mi cliente no quiere que intervenga la policía.
– ¿Es usted canadiense? -me preguntó.
– Sí. De New Brunswick. Saint John.
– Eso queda prácticamente en Maine. Yo soy de Vermont.
– ¿De veras? Eso queda prácticamente en Québec.
Devereaux se echó a reír.
– No se equivoca. ¿Sabía que tenemos el porcentaje más alto de americanos de origen francés en todo Estados Unidos? Más alto que en Luisiana. De ahí procede mi apellido. -Soltó una risotada-. De Vermont, quiero decir, no de Luisiana.
– Sí. Lo sabía, de hecho. Como usted dice, Nueva Inglaterra queda casi en la frontera de Saint John. Y New Brunswick es totalmente bilingüe.
– Exacto.
Devereaux soltó un suspiro, como si aquella breve charla le hubiera producido una gran satisfacción. Me daba la sensación de que la comedia de solidaridad entre ambas orillas estaba a punto de concluir abruptamente.
– ¿Sabe, señor Lennox?, nos sería de gran ayuda si pudiera encontrar el modo de decirnos quién es su cliente.
– No puedo, señor Devereaux. Como investigador privado, usted mismo debería saberlo. Pero eso es lo único que no puedo hacer. Por lo demás, le ayudaré en todo lo que esté en mi mano. ¿Quién es John Largo?
Devereaux miró su vaso. Jock Ferguson no había tocado el suyo. Cuando Devereaux levantó la vista, seguía sonriendo todavía, pero ahora el termostato había bajado al mínimo.
– No puede esperar que confiemos en usted, señor Lennox, si usted no confía en nosotros. Seamos sinceros. Me he visto con los colegas del inspector Ferguson, y la policía de aquí parece también enormemente interesada en el señor Largo. Si a usted lo detuvieran por ocultación de pruebas podría resultar un proceso largo y doloroso.
– Yo no delato a mis clientes, Dex. Ni por una paliza, ni por dinero, ni muchísimo menos por una amenaza. -Me puse de pie-. Creo, caballeros, que deberían marcharse.
Devereaux alzó las palmas en son de paz.
– Está bien, está bien… Calma, colega. La verdad es que no puedo contarle gran cosa de Largo. Pero tiene usted razón, es un pez gordo. Y está aquí, en Glasgow, en alguna parte. Ya me he enterado de toda la historia de los Tres Reyes… una especie de Cosa Nostra escocesa de pacotilla. Permítame que le diga… Perdón, no puedo seguir llamándolo señor Lennox, ¿cuál es su nombre de pila?
– Llámeme Lennox, como todo el mundo.
– Permítame que le diga, Lennox, que John Largo podría acabar con los Tres Reyes en un abrir y cerrar de ojos. La diferencia entre Largo y los Tres Reyes viene a ser como la diferencia entre un tiburón y las algas de una charca. Al tiburón le tienen sin cuidado las algas, ni siquiera sabe que existen, pero podría destruir su hábitat de un solo coletazo. Por lo que nosotros sabemos, John Largo está un escalón por encima de la categoría criminal; prácticamente constituye una amenaza para la seguridad de Estados Unidos. Una amenaza especialmente astuta, peligrosa y dotada de recursos.
– ¿Y qué hace en Glasgow?
– Se ha pasado los últimos cinco años montando una operación que abarca el mundo entero. Ha ido colocando peones en diferentes países, como eslabones de una cadena, hasta llegar aquí.
– Déjeme adivinar… El de aquí es solo el penúltimo eslabón de la cadena, ¿verdad? Por eso ha venido usted.
Devereaux ensanchó su sonrisa y miró a Ferguson.
– ¿Sabes, Jock?, tenías razón. Es un tipo listo. -Y volviéndose hacia mí, añadió-: Sí, ya lo creo. Su familia procedía de aquí, ¿no? Quiero decir, es usted de origen escocés.
– Exacto. Mis padres se embarcaron en Port Glasgow.
– Ellos y centenares de miles… millones de personas más. Rusos, judíos, alemanes, polacos. Todos salían de este puerto junto con los escoceses que emigraban a Canadá y Estados Unidos. Este es uno de los grandes puntos de partida, Lennox, como Marsella, Nápoles o Róterdam. Y no solo de personas. Largo tiene algo que quiere hacer llegar a Estados Unidos y cuenta con gente en Nueva York que está esperándolo. Gente que posee la infraestructura necesaria para sacarle el máximo partido a esa oportunidad comercial.
Di un sorbo de whisky y asentí.
– Déjeme adivinar. Esa gente no salió hacia Estados Unidos desde Glasgow, sino más bien desde Palermo o Nápoles.
– Ya digo que es usted un tipo listo, Lennox. Confío en que lo sea lo bastante para apreciar el cuadro completo. Y es un cuadro de enorme tamaño.
– ¿Cómo sé yo que a usted no le han enviado aquí por esos nuevos americanos devoradores de espagueti?
Devereaux soltó una risotada que no me gustó.
– El inspector Ferguson puede responder por mí. Y si eso no le basta, llame al comisario McNab. El cuerpo de policía de la ciudad de Glasgow me está brindando un gran apoyo.
– Muy generoso de su parte -dije.
Hubo una pausa preñada de expectación: más preñada que una chica de Gorbals después de un fin de semana en Largs.
– Muy bien… Esta es la cuestión -decidí responder con mi mejor tono de «vale, me rindo, les daré todo lo que llevo»-. Mi cliente es una figura pública. Como ya le dije a Jock, estoy investigando la desaparición de una persona. Y esa persona desaparecida es un pariente muy cercano de mi cliente. Me pasé por su apartamento y de golpe va y entra Paul Costello con una llave. Este me toma por policía. Cuando le digo que no lo soy, me pregunta si me envía Largo. Acabamos manteniendo una discusión, por cierto bastante acalorada. Le pregunto quién es Largo y él se zafa de la pregunta en cuestión diciendo que Largo es un tipo al que le debe dinero. Ya está. Eso es todo. Luego, unos días más tarde, el papá de Costello me llama y yo le explico lo sucedido. Entonces él me cuenta que Paul ha desaparecido.
– Igual que el pariente de tu cliente -observó Jock Ferguson, dando su primer sorbo de whisky.
– Lo cual no significa que una cosa tenga que ver con otra.
– ¿Y qué hay de ese Bobby Kirkcaldy? -preguntó Devereaux-. Jock dice que está metido en un caso relacionado con él y que fue justamente mientras usted le preguntaba sobre Kirkcaldy cuando nombró a Largo.
Agité la mano en el aire con vaguedad.
– No… eso no tiene ninguna relación. Simplemente se me ocurrió preguntarle durante la conversación si le sonaba el tal Largo. Por cierto, he preguntado por él por toda la ciudad. A nadie le suena de nada.
– No es de extrañar -dijo Devereaux-. Como le he dicho, Largo se mueve en un nivel distinto.
– Lo que yo digo es… ¿no podría ser que estemos hablando de dos Largos diferentes? Yo ni siquiera sabía su nombre de pila hasta que Jock lo mencionó. Quizá no se trate de John Largo.
– Tal vez -dijo Devereaux-. Pero nos consta que está aquí en Glasgow. Y el hecho de que usted lo nombrara es la única pista que hemos tenido en meses.
– Por el amor de Dios, Lennox. -Ferguson dio rienda suelta a su frustración-. Dinos quién es tu cliente. No tenemos más que hablar con Jimmy Costello. Él nos lo dirá igualmente.
– En ese caso le habréis sacado el dato a él, no a mí. Y yo no me fiaría mucho de Costello como fuente de información. -Di un suspiro y me volví hacia Devereaux-. Miren, yo les he dicho todo lo que podía, que es prácticamente todo lo que hay. Así que… ¿por qué no salimos de este punto muerto y me cuentan lo que saben de Largo y en qué está metido, y yo les digo si encaja con algo más de lo que ha sucedido?
Devereaux se puso de pie y se colocó el sombrero de paja sobre aquella alfombrilla perfectamente nivelada y erizada que tenía en la cabeza.
– Quizá lo hagamos. Y gracias por su tiempo, Lennox. La próxima vez invito yo a las copas -dijo con su acostumbrada sonrisa amistosa. Y sin embargo, no lograba entender por qué, a mí me sonó como una amenaza.
Diez minutos después de que se marcharan, volvió a sonar un golpe en la puerta. Abrí y me encontré en el umbral a Fiona White. Iba con un vestido camisero rosa de manga corta y llevaba puesta una mirada de reprobación; un conjunto al que ya me había acostumbrado.
– Pase, por favor, señora White -le propuse, a sabiendas de que no iba a entrar. Nunca entraba. Sus ojos verde claro relucían fríamente, pero advertí que aun así se había repasado los labios antes de subir.
– Señor Lennox, ya le dije cómo me sienta ver a la policía en mi puerta. Después de la última vez que lo detuvieron…
La interrumpí alzando una mano, como quien para el tráfico.
– Escuche, señora White. Uno de los caballeros que han venido era policía, tiene razón. Pero seguro que habrá advertido que el otro era americano. Se dedica a lo mismo que yo. -Hice una pausa para que registrara un hecho tan impresionante: yo me movía a escala internacional. La miré a la cara. Lo había registrado, sí, pero sin el menor efecto-. No han venido a detenerme ni a interrogarme, señora White. Han venido como colegas para recabar mi opinión sobre un caso. En lo que se refiere al último incidente… creí que había quedado claro: se trató de un malentendido. Un malentendido que usted misma contribuyó decisivamente a solventar.
Me miró con frialdad. A mí me apetecía de veras hacerla entrar en calor, encontrar aunque fuera el último rescoldo de feminidad que quedase en ella y echarle mi aliento hasta que prendiera de nuevo la llama. Y creo que ella lo sabía.
– Bueno, pues le agradecería que se abstuviera de resolver sus asuntos en esta casa.
– El inspector Ferguson es amigo mío, señora White. Sus visitas no son solo de trabajo, sino también sociales. Y como sabe usted bien, no acostumbro a recibir visitas de ninguna clase. -Era cierto. Nunca llevaba mujeres allí, y había hecho lo posible por mantener aquel piso aparte del resto de mi vida. Como un refugio casi. Suspiré-. Por favor, pase y tome asiento, señora White. Me gustaría hablar con usted de un par de cosas.
– Ah. -Un velo aún más frío y duro pareció cubrir su mirada.
Le añadí a mi sonrisa un gesto de impaciencia, indicándole el sofá. Fiona White accedió con una expresión rencorosa y pasó por mi lado. No se sentó en el sofá, sino en el sillón, justo en el borde, con los hombros rígidos, sin acomodarse y dando a entender que era solo cosa de un momento.
– ¿De qué quiere hablarme?
– Llevo dos años viviendo aquí, señora White, y he pagado el alquiler regularmente y sin retrasos, incluidos los seis meses que pasé fuera del país el año pasado. No hago ruido; no me emborracho ni canto viejas baladas irlandesas de madrugada. No traigo aquí a jóvenes damas para enseñarles mis cuadros. En conjunto, me considero un inquilino bastante modélico.
Fiona White me miró en silencio con aquel aire duro y desafiante. Si esperaba de ella una confirmación de mis méritos, no parecía que fuese a obtenerla.
– Simplemente me da la impresión de que la he decepcionado como inquilino -proseguí-, de que usted preferiría no haberme aceptado. Si ese es el caso, señora White, dígamelo ahora y lo tomaré como un aviso para abandonar estas habitaciones.
– Usted mismo decide si se queda o se marcha, señor Lennox -dijo ella, ahora con un atisbo de fuego bajo el hielo-. La verdad es que no sé qué espera que diga. A mí me parece que es usted quien no está satisfecho conmigo como casera. Le pido disculpas si mi actitud le molesta. Si ese es el caso, desde luego es muy libre de marcharse.
– No quiero marcharme, señora White, pero me gustaría recibir con toda libertad alguna visita de vez en cuando, o que usted tomara algún que otro mensaje telefónico para mí, sin verme obligado a sentir que ello supone para usted una tremenda imposición. Escuche, ya entiendo que usted por propia voluntad no habría dividido su casa para alojar a un inquilino. Pero lo ha hecho y yo estoy aquí. Y si no fuera yo, sería otro. No se me puede culpar a mí de las circunstancias que obligaron a poner este piso en alquiler.
Me levanté y fui al aparador. Saqué la misma botella de whisky de antes y me serví un vaso. Había también en el aparador una botella de jerez oloroso Williams and Humbert y, sin preguntar, le serví un vaso a la señora White y se lo ofrecí. Por un instante, pareció que iba negar con la cabeza. Pero finalmente cogió el vaso sin decir palabra.
– Si quiere quedarse, quédese -dijo ella-. Pero no espere de mí una medalla al mérito simplemente porque cumple sus obligaciones contractuales.
Dio un sorbo de jerez. Tal vez eran imaginaciones mías, pero me pareció detectar un cierto aflojamiento en sus hombros.
– Me gusta estar aquí -dije-. Ya se lo dije. Y me gustaría poder hacer algo por las niñas. -Me refería a sus hijas.
– No nos hace falta ninguna caridad, señor Lennox. No necesitamos nada de usted. -El deshielo había sido falso o fugaz. Dejó el vaso en la mesa y se puso de pie bruscamente-. Si eso es todo, señor Lennox, será mejor que vuelva con las niñas.
– ¿Qué es lo que le molesta de mí, señora White? -dije-. ¿Es porque soy canadiense? ¿Es por mi trabajo? ¿O simplemente por el hecho de que esté aquí?
Era lo que faltaba. Pasamos de un aire gélido a una Edad de Hielo en toda regla.
– ¿Qué pretende decir con eso?
– Quiero decir que yo estoy aquí. Que volví. Que sobreviví y su marido, no. A veces creo que le molesto porque represento a todos los que volvieron de la guerra.
Ella se dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Me adelanté y puse la mano en el pomo. Iba a abrirle, pero ella malinterpretó mi intención y trató de sacarme la mano del pomo. Me agarró con decisión y yo sentí en la muñeca la fuerza de sus dedos cálidos y esbeltos. Ahora la tenía muy cerca, su cuerpo estaba a solo unos centímetros del mío. Sentí el aroma a jerez de su aliento, la fragancia a lavanda de su cuello. Nos quedamos paralizados un momento, mirándonos a los ojos. Ella respiraba agitadamente; yo no respiraba. Fue un segundo que pareció durar eternamente; luego abrió de golpe la puerta y bajó furiosa las escaleras.
– Buenas noches, señor Lennox -dijo con voz insegura mientras bajaba.
– Señora White… Fiona…
Una vez abajo, abrió la puerta de su apartamento y, sin volverse, cerró de un portazo.
Volví adentro y me serví otro whisky, seguramente para brindar por mi habilidad diplomática y conmemorar la última vez que había vivido una situación tan cargada de tensión sexual. Me pregunté qué habría sido de Maisie MacKendrie, con quien había bailado en una velada de la parroquia presbiteriana de Saint John cuando ambos teníamos quince años.
Pero no solamente pensé en eso. Me bebí mi whisky reflexivamente. Tenía muchas cosas en que pensar.
En Dex Devereaux, por ejemplo. Y en lo asombroso que era que el cuerpo de policía de Glasgow se mostrara tan dispuesto a colaborar. Hasta rozar el servilismo.