Capítulo 2

Las calles por las que conducía de vuelta a mi apartamento estaban desiertas, y se me ocurrió que debía de haber cementerios más animados que Glasgow a las dos de la madrugada. Probablemente por eso me llamaron la atención los faros que se reflejaban en mi retrovisor. No sabía con seguridad si me habían acompañado desde Pollokshields, pero llevaban ahí el tiempo suficiente para despertar mis sospechas. No me detuve delante de mi casa; seguí por Great Western Road, giré en Byres Road y doblé a la derecha al azar por una silenciosa calle flanqueada de casas de vecindad y viviendas adosadas de piedra arenisca, tan tiznadas de hollín que parecían más negras que el cielo nocturno que se cernía sobre ellas. Los faros en mi retrovisor parecían guardar las distancias lo máximo posible sin correr el riesgo de perderme, pero desde luego seguían mi camino arbitrario. De nuevo al azar, me detuve frente a una casa de vecindad, bajé del Atlantic, cerré con llave y me interné en el zaguán con paso decidido.

El coche pasó de largo. Un Austin, de los grandes, negro o gris oscuro; el tipo de vehículo con el que patrullaba la policía. Vi las siluetas del conductor y el pasajero, pero no pude distinguir ningún detalle, salvo que uno de ellos tenía unos hombros que habría envidiado el mismísimo Atlas. Calderilla MacFarlane era un pez bastante gordo, pero no acababa de ver por qué su caso despertaba tanto interés. Tampoco entendía por qué despertaba yo mismo tanto interés en la policía, teniendo en cuenta mi relación totalmente tangencial con el caso. El coche dobló la esquina y luego oí el engranaje de su cambio automático mientras hacía un cambio de sentido en tres maniobras. Saliendo de las sombras, volví a mi coche y me apoyé en el guardabarros con los de brazos cruzados, aguardando a que el patrullero camuflado de la policía apareciera de nuevo. A veces me convendría no ser tan listo.

El Austin surgió finalmente por la esquina y se detuvo a mi lado. Era un modelo Sheerline, demasiado lujoso para la policía. Una figura se bajó del asiento del copiloto, desplegando su vasta y oscura anatomía y arrojando una sombra gigantesca a la luz de la farola.

– ¿Qué tal, señor Lennox? -dijo Deditos McBride con su vozarrón de barítono, sonriendo. Me incorporé del guardabarros. Vaya, vaya. Interesante.

– ¿Deditos? ¿Qué haces aquí? Creí que era la policía. ¿Por qué me andas siguiendo?

– Eso habrá de preguntárselo al señor Sneddon -dijo, muy serio-. Seguro que él podrá dilucidar la cuestión.

Deditos pronunció cada sílaba aplicadamente: di-lu-ci-dar.

– Sigues leyendo el Reader’s Digest, por lo que veo -dije con tono amigable.

– Estoy ampliando mi vocabulario.

Me dirigió una gran sonrisa. Yo ya me imaginaba el interés que le añadiría su enriquecido vocabulario a la experiencia única de que te arrancase los dedos de los pies con un cortapernos: la especialidad de Deditos como torturador y el origen de su apodo. O de su a-pe-la-ti-vo, como seguramente lo llamaría él.

– Un vocabulario expresivo es un auténtico tesoro -dije, devolviéndole la sonrisa.

– Vaya si tiene usted razón, señor Lennox.

– ¿El señor Sneddon quiere verme ahora? -pregunté, metiendo ya la llave en la cerradura de mi coche-. Yo te sigo.

Deditos dejó de sonreír en el acto y abrió la puerta trasera del Austin Sheerline.

– Le traeremos de vuelta aquí. Después. Si no representa un in-con-ve-nien-te.

– De acuerdo -dije, como si estuviera haciéndome un favor. Pero se me pasó la idea por la cabeza de que al volver tal vez no fuese capaz de contar hasta veinte con todos mis dedos.

Deditos McBride podía ser un sádico y un psicópata violento, pero al menos era un fulano simpático. No podía decirse lo mismo del conductor, un matón flaco, menudo y desagradable con la piel picada de viruelas y un corte de pelo con tupé demasiado aceitoso. Lo había visto otras veces acechando con aire amenazador junto a William Sneddon. Debo decir, para reconocerle sus méritos, que lo de acechar en plan amenazador le salía muy bien y compensaba de algún modo sus escasas dotes para la conversación.


Salimos de la ciudad hacia el oeste, cruzamos Clydeblank y tomamos la carretera de Dumbarton. El único coche que circulaba a aquellas horas. Dejamos atrás por fin las siniestras casas de la vecindad y salimos a campo abierto. Yo empezaba a sentirme incómodo: un paseo con Deditos McBride bastaba para despertar todos tus recelos, pero saber además quién reclamaba tu presencia era motivo de sobras para que se te empezaran a retorcer los tramos inferiores de tu aparato digestivo. Deditos era uno de los secuaces de Willie Sneddon. Y Willie Sneddon era el rey de la zona sur: uno de los llamados Tres Reyes, que controlaban casi todas las actividades delictivas de importancia en Glasgow. Willie Sneddon implicaba siempre malas noticias. De la peor especie.

Cuando salimos de la carretera y enfilamos el estrecho sendero de una granja, empecé a pensar que las noticias tenían todavía visos de empeorar. Incluso me sorprendí a mí mismo echando un vistazo a la manija de la puerta y pensando que saltar del coche a aquella velocidad no acarrearía una fractura de cuello, pero que te atraparan Deditos y su taciturno colega, en cambio, sí lo haría probablemente. Willie Sneddon era el tipo de anfitrión que podía ofenderse si declinabas una de sus invitaciones, de manera que una vez que echara a correr, si quería conservar mis dientes, los dedos de los pies e incluso la vida, habría de seguir corriendo hasta llegar a Canadá. Dimos un bote en un bache. Traté de calmarme. No era lógico que Sneddon me tuviera reservado algo desagradable -salvo su propia compañía, claro, que ya en sí misma podía colmar mi cuota mensual de experiencias desagradables-: yo no había hecho nada para ofenderlo a él ni a los otros dos Reyes. De hecho, a lo largo del último año había procurado no hacer ningún trabajo para ellos.

Decidí quedarme quietecito y correr el riesgo.

El camino de la granja acababa, como cabía esperar, en una granja: un gran edificio victoriano de granito que hacía pensar en un destripaterrones de cierta alcurnia. Junto a la casa había un inmenso establo de piedra que, supuse, no debía de usarse para su propósito original, a menos que fuera la residencia de una clase de ganado de cierta alcurnia también: los dos únicos ventanucos de su extenso flanco estaban cubiertos con unas espesas cortinas de terciopelo que relucían como ascuas en la oscuridad. Por debajo de la pesada puerta de madera se colaba una franja amarillenta de luz eléctrica.

Deditos y Happy Harry, el conductor, me escoltaron desde el coche hasta el establo. Adentro se oían voces, muchas voces. Risas, gritos, vítores. Deditos pulsó un timbre y se abrió una mirilla durante unos segundos, mientras nos inspeccionaban desde el otro lado.

– Nunca había estado en una taberna clandestina con productos lácteos -le dije jovialmente a mi nada jovial chófer-. ¿No tendrá Sneddon una lechería ilegal aquí?

Él, por toda respuesta, se mantuvo a mi lado con aire amenazador. Deditos volvió a tocar el timbre.

– Tal vez deberíamos probar la otra puerta, hermano -dije con acento de gánster neoyorquino, cosa que solo sirvió para desconcertar a Deditos e intensificar la expresión amenazadora de su colega.

Yo casi me había esperado que respondiera a la llamada una vaquilla con esmoquin. De hecho, no estaba tan lejos de la verdad: un matón con cuello de toro abrió de golpe. Cruzar el umbral era como zambullirse en una piscina; de golpe nos vimos inmersos en una densa y húmeda atmósfera de humo, efluvios alcohólicos y sudor, con un rastro de olor a sangre. Y al mismo tiempo que la vaharada de aire enrarecido, se nos echó encima un fragor de hombres vociferantes salpicado con algún que otro grito femenino, más agudo y estridente. El establo no estaba atestado, pero todos se agolpaban a empujones alrededor de una tarima sobre la cual dos tipos de poderosa musculatura se estaban dando de hostias con ganas. Los dos iban a pecho descubierto, pero llevaban pantalones y zapatos corrientes, y no equipo de boxeo. Ni guantes tampoco.

«Qué bonito», pensé. Una pelea a puño limpio. Un espectáculo no autorizado ni regulado, totalmente ilegal y de resultados fatales muchas veces. Yo nunca había entendido la necesidad de pagar para asistir a una pelea a puñetazos en el oeste de Escocia. En Glasgow, sobre todo, parecía más bien redundante, como pedirle una cita a una chica en mitad de una orgía.

Deditos me puso la mano en el hombro y yo casi me desmoroné bajo su peso.

– El señor Sneddon ha dejado dicho que te sirvamos una copa y que te digamos que esperes hasta que esté disponible.

Una chica de unos veinte años con mucho pintalabios y muy poco vestido se encontraba tras la mesa de caballetes cubierta con un crespón que hacía las veces de barra. Como era de esperar no tenían Canadian Club, y el escocés que acepté a falta de otra cosa me produjo en la boca el mismo efecto que debía de producir -supuse- el aguarrás en una pared recién pintada. Me volví hacia la pelea y observé a los espectadores. La mayoría de los hombres llevaban esmoquin; las mujeres, todas jóvenes y ostentosamente vestidas, eran cualquier cosa menos fieles esposas. La pinta de los tipos me revolvía las tripas: ese aspecto rosado, cepillado y fofo de los contables, los abogados y otros glasgowianos de clase media modesta sumergiéndose en los bajos fondos; un pequeño garbeo por el mundo del vicio. Deduje que debía de haber allí más de un funcionario del ayuntamiento de Glasgow e incluso uno o dos polis con una invitación personal de Sneddon. El hedor a corrupción se mezclaba con el del sudor y el alcohol que impregnaba el aire.

Un clamor del público me indujo a fijarme otra vez en los contendientes. A mí no me disgustaba el boxeo, pero aquello no era ningún deporte: no se precisaba otra habilidad que usar tu propia cara y tu cabeza para partirle los nudillos al contrario. El rostro de cada luchador era el espejo en el que se miraba su oponente: piel lívida, hinchada y magullada, con salpicaduras de saliva y chorretones de sangre; ojos reducidos a meras ranuras; pelo apelmazado de sudor y pegado al cráneo. Ambas caras parecían inexpresivas: ni miedo, ni rabia, ni odio; solo la fría concentración de dos hombres absortos en la dura tarea física de hacerle daño de verdad a otro ser humano. Cada golpe resonaba como una húmeda bofetada o con un impacto sordo y desagradable. Ninguno de los dos hacía el intento de esquivar los puñetazos de su oponente; solo de darse de hostias hasta que uno de ellos se desmoronase y no volviera a levantarse. Ambos parecían exhaustos, pues en la lucha a puñetazos no hay asaltos ni pausas para descansar o recuperarse. Si te derriban tienes treinta segundos para incorporarte y volver a la «raya»: la línea marcada justo en el centro de la zona de combate.

Hay algo en las peleas a puñetazo limpio que atrapa tu atención aunque no lo quieras, y yo también acabé totalmente concentrado en el espectáculo brutal que se desarrollaba sobre la tarima. Los contrincantes parecían ajenos a todo lo que les rodeaba, seguramente también a todo lo que quedaba antes y después de aquel preciso instante. Reconocía aquella sensación a causa de la guerra. Durante el combate no tienes pasado, ni historia, ni futuro, ni tampoco la menor conexión con el mundo exterior, ni siquiera con los hombres a los que matas de todos los modos posibles. Reconocía el mismo trastorno en esos dos hombres. Uno de ellos era algo más bajo pero también más fornido que el otro. La sangre de la nariz le embadurnaba el labio superior y parte de la mejilla, y su párpado hinchado y amoratado amenazaba con cerrarle del todo el ojo. Daba la impresión de que ya solo era cuestión de tiempo: tarde o temprano el más alto podría aprovecharse de su visión menguada. Bruscamente, sin embargo, el del ojo a la funerala lanzó un gancho más bien torpe pero brutal que se estrelló en la mejilla de su oponente con un chasquido espeluznante. Incluso a cierta distancia, a través de la espesa neblina de humo, vi que el tipo más alto se quedó alelado durante unos instantes, con los brazos muertos colgando a los lados.

Los espectadores rugieron de placer o de furia, según de qué lado hubieran apostado su dinero, mientras el bajo le asestaba a su adversario otro puñetazo capaz de partirle la nariz a cualquiera. A este empezó a chorrearle la sangre por la boca y la multitud volvió a rugir enloquecida. Aquello había terminado. El bajo había olfateado la victoria con sus narices ensangrentadas y se abalanzó sobre el otro, machacándole ruidosamente las costillas y el estómago a puño limpio. Un último gancho de izquierda disparó por el aire un arco de sangre y saliva y el tipo más alto se derrumbó como un árbol talado.

No hubo felicitaciones para el ganador ni conmiseración para el vencido. Todos se afanaban ya en la seria tarea de liquidar las deudas y se reprodujeron los empujones alrededor del corredor de apuestas de Sneddon, que estaba acompañado de un par de matones. Sneddon estaría contento: los rostros malhumorados de los que se hacían a un lado superaban con creces las caras radiantes y ávidas de los ganadores.

Al cabo de un rato todo el mundo se congregó en el bar. Yo me retiré a un rincón con mi escocés perforatripas y consideré el exitoso sesgo que había logrado imprimirle a mi vida. Casi todo me había salido mal. Unas cuantas decisiones diferentes y tal vez habría acabado rico y satisfecho de mí mismo a cinco mil kilómetros de Glasgow, ahorrándome la edificante experiencia de contemplar a dos monos magullados partiéndose la jeta en un establo escocés.


Deditos volvió con un tipo bajo y fornido de aspecto duro que iba vestido con un traje caro e impecable, aunque tampoco ostentoso. Llevaba el pelo rubio recién cortado y había en su rostro una especie de apostura brutal. Por desgracia, un feo y profundo costurón en la mejilla derecha, sin duda un antiguo corte con la navaja de afeitar, hablaba de una época en la que no había podido permitirse los refinamientos de alta costura que ahora traslucían sus ropas.

– Hola, señor Sneddon -dije.

– ¿Sabes dónde estás, Lennox?

– ¿En el garito de Hernando [1]?

– Ay… qué jodido gracioso -dijo Sneddon sin sonreír. Por lo visto no le gustaban los musicales de moda-. Esto es solo un pequeño negocio adicional. El más reciente. ¿Has visto la pelea?

– Sí. Encantadora.

– Estos pikeys [2]… -Sneddon sacudió la cabeza-. Pelean como bestias por cuatro peniques. Lo harían por amor al arte. Jodidos majaretas.

– Y usted controla las apuestas…

Sneddon asintió.

– Ha sido una buena noche.

– Apuesto a que sí…

El viejo Benjamin Franklin dijo en una ocasión que las dos únicas cosas seguras eran la muerte y los impuestos. Pero eso fue antes de la época de Sneddon; de otro modo habrían sido la muerte, los impuestos y la mano de Willie Sneddon en tu bolsillo.

– Tengo este sitio desde hace seis meses. Me costó un poco arreglarlo. Conseguí la casa, el establo y toda la granja de los cojones porque un tipo encopetado se jugó en los caballos más de lo que tenía en su cuenta. Gilipollas. No deja de tener gracia que me haya montado aquí un pequeño garito de apuestas, teniendo en cuenta que lo gané gracias a una apuesta.

– Sí, señor Sneddon. Es i-ró-ni-co -dijo Deditos, que permanecía junto a su jefe.

– ¿Estoy hablando contigo, joder? -dijo Sneddon, alzando la vista con furia hacia el gigantón. Deditos puso cara contrita y Sneddon se volvió otra vez hacia mí-. He mantenido en secreto este sitio hasta ahora. Ni siquiera creo que Cohen y Murphy sepan que existe. Así que mantén la boca cerrada.

Sneddon se refería a los otros dos Reyes: Jonny Cohen el Guapo y Martillo Murphy. Medité un instante sobre el hecho de que todo el mundo se sintiera en la necesidad de decirme que mantuviera la boca cerrada.

– Si no lo saben, seguro que pronto lo sabrán -le dije-. Esto es un pueblo disfrazado de gran ciudad. Ningún secreto dura demasiado.

– Como lo de Calderilla MacFarlane y su chola machacada…

Sneddon sonrió. O más bien contrajo un poco la cara intentándolo. El resultado fue una mueca fría, dura e indiferente.

– Sí… igual. Santo cielo, no ha tardado mucho en correr la voz. El cuerpo de MacFarlane no se ha enfriado todavía. ¿Por eso ha enviado a Deditos y a ese tipo simpático a recogerme?

Sneddon echó un vistazo a la gente por encima del hombro.

– Vamos a la casa principal. Es más tranquila…

Ya había estado varias veces en la casa de Sneddon en Bearsden, una mansión de estilo pseudogótico rodeada de acicalados jardines. Aquello era distinto. En cuanto pisé el vestíbulo de entrada, comprendí que me encontraba en un establecimiento comercial. Por fuera parecía una granja victoriana; por dentro era un burdel victoriano: pesados cortinajes de terciopelo rojo, divanes tapizados y cuadros de mujeres tetonas a lo Rubens decorando las paredes. El salón había sido reconvertido en un bar con varios grupos de sofás. Una chica sentada en uno de ellos miraba el techo aburrida mientras un cliente borracho la babeaba y manoseaba con torpeza. La voz de Mel Tormé canturreaba en el tocadiscos del rincón. Del bar se ocupaba otra chica de poco más de veinte años, que también lucía mucho maquillaje y muy poco vestido.

– ¿Qué te parece? -preguntó Sneddon con un tono que indicaba que le importaba una mierda lo que pensara.

– Agradable ambiente. Consigue despertar al romántico que llevo dentro.

Sneddon soltó un bufido, una especie de aproximación a una risa. Luego le dio un golpecito en el pecho a Deditos, señalando con el mentón al borracho y a la chica. Deditos obedeció en el acto y se los llevó fuera del salón.

– Bueno, ¿y que hace un buen muchacho como yo en un sitio como este? -pregunté. Sneddon le dijo a la chica del bar que nos sirviera un par de whiskys y advertí que ella sacaba una botella de malta de debajo de la barra. Buen material.

– Tú estabas esta noche en casa de Calderilla. ¿Qué negocios te traías con el tipo? ¿Te había pedido que husmearas un poco para él?

– Solo husmeaba a su hija, si acaso. Puro placer, nada de negocios.

– ¿Seguro? -Sneddon me miró entornando los ojos y bajando la cabeza. Así solo se le veía la frente, lo cual era una ventaja en Glasgow. Atenas había sido la cuna de la democracia; Florencia había dado al mundo el Renacimiento; Glasgow había llevado a su máximo refinamiento el arte del cabezazo: el Beso de Glasgow, como lo conocían cariñosamente en todas las naciones del mundo-. Me cabrearía de verdad si no fueras del todo sincero conmigo.

– Mire, señor Sneddon, yo me lo pensaría muchas veces antes de mentirle a usted. Sé que Deditos no adquirió su sobrenombre porque sepa bailar como Fred Astaire. Les tengo cariño a los dedos de mis pies y me gustaría creer que el amor es mutuo. De todos modos, ya me ha preguntado lo mismo esta noche el comisario McNab.

– ¿McNab? -Sneddon dejó el vaso sobre la barra-. ¿Qué coño pinta él en todo esto? Creía que se trataba solo de un robo que se había acabado jodiendo.

– Es un caso importante, deduzco. Calderilla era un tipo conocido -le dije, sin traslucir lo impresionado que me tenía por la velocidad y la precisión de su sistema de información. Aunque enseguida comprendí que yo formaba parte de él-. En fin, le ha costado convencerse de que yo no estaba enredado con MacFarlane.

– ¿Así que tú no tenías nada que ver con Calderilla y sus negocios?

– Como he dicho, estoy saliendo con su hija. Nada más. ¿Cuál es el problema?

Sneddon agitó una mano, como ahuyentando una mosca.

– Nada. Solo que tenía un asunto entre manos con Calderilla.

– Ah.

Sneddon me lanzó una mirada.

– Escucha, Lennox. Si andas frecuentando la casa de MacFarlane quizá podrías echarme una mano.

– Si puedo… -Sonreí para disimular un mal presentimiento.

– Tenme al corriente de los progresos que haga la policía. Y si se presenta la ocasión, a ver si encuentras algo así como una agenda de Calderilla o un dietario: cualquier cosa donde apuntara los detalles de sus citas, tal vez un cuaderno con anotaciones y demás.

– ¿Puedo preguntar por qué?

– ¡No, joder! ¡No puedes! -Dio un largo suspiro, como cediendo a la insistencia de un niño para que le compren un helado-. De acuerdo… He tenido una reunión con Calderilla esta tarde. Sobre un proyecto en el que estábamos trabajando juntos. Me estoy metiendo en el tema de las peleas… no como esta noche, o sea, no un par de pikeys de mierda dándose de hostias. Boxeo de verdad. Estaba hablando con MacFarlane sobre un par de púgiles. Y las cosas podrían complicarse si la policía lo descubriera.

– ¿Qué era lo que aportaba Calderilla?

– Eso no importa. Mira, el asunto no era de envergadura, pero no quiero llamar la atención de la policía. Nunca me gusta ese tipo de atención, y mucho menos si el cabronazo de McNab lleva el caso. ¿Puedes encargarte, sí o no?

Puse cara de estar pensándomelo.

– No pretendo hacerme el gracioso, señor Sneddon, pero si yo tuviera una cita con usted… bueno, no creo que anotara ese tipo de cosas en mi agenda. Porque podría convertirse en una prueba, como usted mismo dice. No creo que los negocios de MacFarlane fueran como para querer tenerlos anotados.

– Eso es porque no piensas tal como yo y como MacFarlane. Yo sí tengo agenda. Cada puta cita, cada charla que mantengo con Murphy o Cohen va directa a la agenda. Pruebas, como tú dices. Las Pruebas del Rey, por si algún día las necesito. Cohen y Murphy hacen lo mismo. Es como un seguro. Y me consta que MacFarlane tenía la mente como un puto colador… al menos para estas cosas. Como corredor de apuestas, era capaz de decirte quién corría dónde y cuándo y cómo iban las apuestas sin pensarlo siquiera, pero para las reuniones y demás había de apuntarse la hora y la fecha o se le olvidaba.

– No creo que yo pueda ser de ayuda. Los polis se han llevado de su estudio un montón de cajas de material. Me imagino que ya le habrán echado el guante a esa agenda.

– Vamos, Lennox, tú eres más listo. -Sneddon me dirigió una dura mirada-. Calderilla no iba a dejar su agenda en un sitio tan obvio, y los putos polis son demasiado idiotas para mirar donde no sea obvio. ¿Sabes una cosa?, si yo fuera un tipo suspicaz empezaría a pensar que no quieres ayudarme. Incluso que has estado tratando de evitarme. Y quizá también a Murphy y Cohen. ¿Qué pasa, Lennox?, ¿te has vuelto demasiado bueno para nosotros?

– He hecho incluso más de lo que me correspondía por usted, Sneddon… -Dejé el vaso en la barra. Igual iba a necesitar las manos libres, aunque solo fuera para que Deditos me arrancara los dedos-. Si no recuerdo mal, fue a mí a quien llamó usted el año pasado, cuando hubo la redada y se lo llevaron a Saint Andrew’s Square. No creo que usted, ni Murphy ni Cohen puedan quejarse de mí. Pero tampoco son mis únicos clientes.

Sneddon me miró con desdén.

– Muy bien, Lennox. Eres un tipo duro, ya lo he captado. Encuéntrame el dietario de Calderilla, o cualquier cosa que usara para anotar esta clase de asuntos, y te pagaré trescientos pavos. Tanto si figura mi nombre como si no.

– Echaré un vistazo, si puedo -contesté.

Le había dicho a Sneddon al principio que me lo pensaría muy bien antes de mentirle, pero cuando llegó el momento de hacerlo me decidí apenas en un parpadeo: no tenía la menor intención de fisgonear para él por la casa de MacFarlane. Aunque, por otra parte, trescientos pavos eran trescientos pavos. Mejor mantener todas las opciones abiertas.

– ¿Era solo para esto para lo que quería verme?

– Hay otra cosa.

Hice una sonrisa forzada. Sneddon me caló en el acto.

– Siempre que no consideras que eres demasiado nuevo para hacerme un puto trabajo, Lennox -dijo maliciosamente.

– Claro que no.

– De todos modos, no debes preocuparte. No tendrás que ensuciarte las manos. Es un trabajo legal.

– ¿De qué se trata?

– Como te digo, me estoy metiendo en el tema de las peleas. Yo y Jonny, el judío, tenemos unas participaciones en un púgil.

– ¿Usted y Jonny Cohen el Guapo?

– Sí, yo y Cohen. ¿Te molesta?

– ¿A mí? Para nada. Es muy ecuménico de su parte.

– Yo no tengo prejuicios. Haría negocios con cualquiera, absolutamente con cualquiera. -Hizo una pausa-. Salvo con los fenianos [3], claro. En fin, ese joven boxeador en el que tenemos una participación… está empezando a triunfar. Tiene un gancho de derecha como para destrozarte la jeta. La cuestión es que le han estado dando problemas últimamente.

– ¿Problemas?, ¿de qué tipo?

– Putas estupideces. Un pájaro muerto en el buzón, pintura en el coche… esa clase de mierda.

– Suena como si hubiera cabreado a alguien. ¿No ha hablado con la policía?

Sneddon me lanzó una mirada.

– Sí, claro. Fue lo primero que le dije en vista de que tengo una relación tan íntima con ellos… Vamos, Lennox, usa la cabeza. Si los polis empiezan a husmear, tarde o temprano se presentarán en mi puerta o en la de Jonny Cohen. Y nosotros preferimos no darle publicidad a nuestra inversión. Fue Cohen quien dijo que deberíamos buscarte para que te ocuparas del asunto. Con discreción, eso sí.

– Discreción -dije, sentencioso- es mi segundo nombre. Bueno, ¿y a quién ha cabreado tanto como para que le organice una vendetta?

– A nadie. O al menos, a él no se le ocurre nadie. Es decir, ha maltratado a unos cuantos en el ring, pero no creo que la cosa vaya por ahí. Yo diría que alguien ha apostado fuerte a que va a perder con el boche. Quieren darle un susto antes del combate. Ya me entiendes, como echar una ración de pescado con patatas en la caseta de un galgo la noche antes de la carrera.

– Un momento… ¿dice que peleará con el boche? ¿Se refiere a Jan Schmidtke? ¿No será Bobby Kirkcaldy su boxeador?

– No es mi boxeador. Solo poseo una parte, si quieres decirlo así. Bueno, ¿qué pasa?

Solté un largo silbido.

– Una inversión inteligente, señor Sneddon. Kirkcaldy es buen material. Y tiene razón, está triunfando.

– Vaya… -Una vez más, Sneddon sonrió de la única manera que sabía hacerlo: con desdén-. No sabes cómo me complace que mis inversiones cuenten con tu puta aprobación. Cohen y yo perdimos el sueño pensando que nos habíamos lanzado sin contar con tu visto bueno.

Había que reconocerlo: a Sneddon se le daban mucho mejor los sarcasmos que a McNab. Pero aun así no me llegaba a la suela del zapato.

– Solo quería decir que Kirkcaldy es un bien muy valioso -aclaré-. Las apuestas están muy altas en su caso. Literalmente. ¿Tiene idea de quién está intentando darle un susto?

Sneddon se encogió de hombros.

– Esa es tu misión. Averígualo… Y si lo logras, que no se den cuenta de que les sigues la pista. ¿Te interesa el trabajo?

– ¿La tarifa de siempre?

Sneddon buscó en el bolsillo de su traje hecho a medida, sacó una cartera y me tendió cuarenta libras en billetes de cinco. Era más de lo que ganaba la mayoría en un mes, pero no pareció aligerar gran cosa la cartera de Sneddon.

– Hay otros cien esperándote para cuando me des el nombre de quien esté detrás de todas estas sandeces.

– Muy bien.

Tomé el dinero con una sonrisa, como parte de la política que solía seguir con mis clientes. Aunque claro, sonreír cuando me daban dinero me salía bastante espontáneamente. Era un trabajo fácil. Legal, había dicho Sneddon. Solo tenía que dar un nombre. Procuré no pensar demasiado en cómo le quedaría la cara a su propietario una vez que lo diera.

– Me ha dicho que estaba hablando con Calderilla MacFarlane sobre un par de púgiles. ¿Kirkcaldy era uno de ellos?

– No, joder. Nada de tanta categoría, solo un par de promesas con cierto potencial. Calderilla ni siquiera conocía mi interés en Kirkcaldy; has de andarte con ojo con lo que le cuentas a un puto corredor de apuestas. Aquí está la dirección de Kirkcaldy. -Sneddon me dio un papel doblado-. ¿Necesitas algo más?

Fruncí exageradamente el ceño, en plan pensativo, aunque en realidad la idea se me había ocurrido en cuanto había oído el nombre de Kirkcaldy.

– Quizá no sea mala idea que me pase, si puede, una entrada para el gran combate. Así podría ocuparme de cualquiera con pinta sospechosa.

– Francamente, joder, espero que llegues al fondo del asunto mucho antes. Pero bueno… puedo conseguírtela. ¿Algo más?

– Si hay algo, le avisaré -dije, maldiciéndome por dentro por no haber encontrado un pretexto para pedir dos entradas.

– De acuerdo. Ya puedes largarte de una puta vez -dijo Sneddon. Me pregunté si la reina recién coronada seguiría la misma etiqueta en la corte-. Y que no se te olvide echar un vistazo para encontrar el dietario de Calderilla. Voy a decirle a Singer que te acompañe otra vez hasta tu coche. Conoces a Singer, ¿no?

Sneddon le hizo una seña para que se acercara al tipo del tupé que nos había traído a la granja.

– Ah, sí… no hemos parado de charlar durante todo el trayecto. -Me incliné hacia él en plan confidencial-. A decir verdad, me ha costado meter baza.

Sneddon me dedicó otra de sus sonrisas desdeñosas. A Singer, desde luego, no le hizo gracia mi agudeza. A lo mejor me estaba volviendo paranoico, pero me parecía percibir en él una actitud aún más amenazadora.

– Sí -dijo Sneddon-. Singer no tiene demasiada conversación. Tampoco es que haga honor a su nombre y sea un gran cantante, ¿verdad, Singer?

El matón interrumpió su pose acechante para menear la cabeza.

– Podría decirse que es un hombre de acción, no de palabras. -Sneddon hizo una pausa para sacar un cigarrillo de una pitillera de oro tan pesada que daba la impresión de que iba a torcerle la muñeca. No me ofreció-. Su padre era un hijo de puta de verdad. Le daba unas palizas del carajo cuando era un crío, y también le zurraba a la madre. Ya me entiendes, más de lo normal. Pero Singer poseía un talento que había heredado de su vieja: tenía una vocecita extraordinaria. O eso me han dicho, yo nunca lo oí. El caso es que en las bodas y mierdas parecidas la gente siempre pedía a Singer y a su madre que se pusieran de pie y cantaran una canción. Tampoco hacía falta insistirle mucho, ¿verdad, Singer? Se pasaba el día cantando. Era la única cosa que tenía el pequeño bastardo…

Miré a Singer, que me devolvió la mirada con aire inexpresivo. Obviamente ya estaba acostumbrado a que Sneddon contara sus intimidades a cualquier desconocido. O eso, o bien le tenía sin cuidado.

– Pero aquello sacaba de quicio a su padre. El tipo llegaba borracho a casa y nadie podía decir ni pío. En cuanto Singer chistaba, su padre le daba una paliza como para cagarse. A veces, literalmente. Así, un día llega el viejo con una curda fenomenal. El pequeño Singer está canturreando inocentemente en la cocina con su madre, pero al padre se le ocurre que debería tener un plato en la mesa. Se pone como loco. Agarra a Singer y empieza a darle. La madre se interpone y trata defender al renacuajo. ¿Y sabes lo que hace entonces el tipo?

Me encogí de hombros. Miré a Singer. Yo le sacaba mis buenos diez centímetros, pero él tenía una pinta de duro tremenda. Una pinta despiadada. Y sin embargo, no me gustaba la manera que tenía Sneddon de regodearse en su desgracia.

– Le rebana el cuello a la madre de Singer -dijo Sneddon, respondiendo a su propia pregunta. Había un matiz de admiración en su voz-. Tomó una navaja y le cortó el cuello de oreja a oreja delante del chaval. Y Singer no volvió cantar, ni tampoco a hablar, desde entonces.

– Lo siento -le dije a Singer, porque era la única cosa que se me ocurrió decir. Él me miró, inexpresivo.

– Sí… un hijoputa de primera el padre de Singer. Lo colgaron al muy cabronazo en Duke Street y a él lo metieron en un orfanato, y luego en una especie de granja por el hecho de que no hablara y tal. -Sneddon miró a Singer con complicidad-. Pero tú no estás loco, ¿verdad? Solo eres malo, eso sí, de todas todas. Yo supe de él porque Tam, uno de mis chicos, estuvo encerrado un tiempo a su lado. Compartían celda. ¿Le cuento cuál era tu especialidad, Singer?

Como era de esperar, este no respondió. Pero tampoco asintió ni se movió. Ni siquiera pestañeó.

– Alguien lo denunció a la policía por un robo que había cometido. Pero aparte del testigo no había ninguna prueba. Ahora bien, Singer no mató al cabronazo, no señor. Le cortó la puta lengua. Entera. Una especie de justicia poética, ¿no?

– Sí. -Singer seguía impasible-. Digno de Auden.

– En fin -dijo Sneddon-. Me gusta tenerlo cerca. ¿Sabías que a los antiguos griegos les gustaba tener a unos cuantos mudos en los funerales? Dolientes profesionales de cara triste y patética. Ahora yo cuido de Singer, ¿no es cierto, Singer?

Él asintió.

– Y Singer cuida de mí. Y de mis intereses.


En el trayecto de vuelta hacia la ciudad sentí la ausencia de Deditos en el coche todo el tiempo, como si este hubiera dejado un doble vacío de espacio y de silencio. Saqué un Player’s Navy Blue y le ofrecí el paquete a Singer, que meneó la cabeza sin quitar la vista de la carretera. Era esa clase de tipo: centrado. A mí se me había olvidado dónde había dejado el coche exactamente, pero él encontró el camino a la primera.

– Gracias -le dije al apearme.

Singer iba a arrancar ya cuando, impulsivamente, di unos golpecitos en su cristal. Él lo bajó.

– Oye, solo quería decir… -¿Qué?, ¿qué demonios era lo que quería decir?-. Quería decirte que lamento las bromitas que he hecho antes… ya me entiendes, que si no hablabas y tal. No sabía lo de… bueno… toda esa situación de mierda…

Me quedé callado. Era lo mejor, teniendo en cuenta que parecía haber perdido la facultad de enhebrar una frase coherente.

Singer me miró un momento, con aquel aire suyo frío e inexpresivo; luego hizo un gesto de asentimiento y arrancó. Observé cómo se alejaba el Austin hasta desaparecer por la esquina, preguntándome por qué demonios, después de toda la mierda que había visto y provocado yo mismo en mi vida, me había sentido en la necesidad de disculparme ante un gorila de tres al cuarto de Glasgow. Tal vez fuera porque lo que le había sucedido a Singer había tenido lugar cuando era un crío. Era lo único que encontraba difícil aceptar: las cabronadas que sufrían los niños. En la guerra. En sus propias casas.

No por primera vez reflexioné sobre la pintoresca vida que me había forjado en Glasgow. Y sobre la gente tan interesante que me veía obligado a frecuentar.

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