Capítulo 13

Ya había apagado la linterna y la había vuelto a meter en la bolsa. Me agaché tras el escritorio de la señorita Minto y me metí en el hueco de debajo. No tenía sentido intentar salir por delante. La persona a la que había oído estaba ahí fuera. Repasé todas las opciones. Podía tratarse otra vez del vigilante, que simplemente estaba haciendo una segunda ronda por esa zona de la aduana. O quizá había visto que no estaba el candado en la puerta y había llamado a la policía.

Abrí la cremallera de la bolsa con cuidado. Lo justo para meter la mano y hurgar en su interior hasta encontrar la porra. Me encontraba en una situación delicada; si era el viejo vigilante, habría de usar la porra con tiento: un golpe demasiado fuerte y acabaría enfrentándome a una acusación de asesinato. Además, pese a mi desagradable propensión a la violencia, yo siempre evitaba usarla con los inocentes. Si resultaba que era un poli, habría de darle fuerte y salir corriendo. Pero golpear a un miembro del cuerpo de policía de Glasgow solía acabar resultando mucho más doloroso para el atacante. A sus compañeros les gustaba montarte una pequeña recepción en comisaría. Según decían, la cosa consistía normalmente en quitarte la ropa y envolverte en una manta empapada. Por alguna razón fisiológica que superaba mis entendederas, la manta mojada impedía que te salieran moretones mientras una veintena de highlanders caían sobre ti con botas y porras. La segunda parte era de tipo judicial: una agresión a un poli solía implicar una condena a prisión acompañada de castigo corporal: azotes. Te ataban a una mesa y te azotaban con unas varas resecas de abedul. Una tradición pintoresca, pero increíblemente dolorosa.

Después de examinar todas las posibilidades, me acurruqué bajo el escritorio. Oí que se abría la puerta. Una linterna recorrió el hangar un momento; enseguida se apagó y empezó a crepitar la hilera de fluorescentes sobre mi cabeza, hasta cobrar vida del todo.

– Tienes razón, Billy. -La voz tenía un deje de las Highlands. Un poli. Opción número dos. Supuse que Billy era el viejo vigilante nocturno-. Alguien ha roto la cerradura.

Una pausa. Permanecí absolutamente inmóvil, controlando la respiración y sin hacer caso de los latidos acelerados que resonaban en mis oídos. Durante todo el tiempo que llevaba en Glasgow, había logrado evitar que me acusaran de ningún delito. Aquello me iba suponer una buena condena, a menos que me ocupase del poli y del vigilante nocturno.

– ¡Muy bien! -gritó el highlander, alzando la voz en el interior del hangar-. ¡Policía, sé que está ahí! -«No, no lo sabes», pensé. Lo notaba en su tono-. Salga a la luz y no complique las cosas.

Silencio. Permanecí en tensión sin hacer ruido. Tenía la porra aferrada con tanta fuerza que notaba el pulso en los dedos, siguiendo el mismo ritmo que las palpitaciones de los oídos.

– Venga… no vayamos a cometer una tontería…

Usaba otra vez el tono de quien cree estar hablándole al vacío. Oí un crujido de madera: la tapa del mostrador levantándose. Ahora debía estar cruzándola con la porra en la mano. Las porras de la policía escocesa eran de palo santo caribeño: una de las maderas más duras y densas del planeta, capaz de partir huesos y machacar músculos. Hiciera lo que hiciese, tenía que evitarme un golpe en la cabeza. Ahora oí sus botas. Estaba cerca, delante de mí. Avanzó. Un paso. Dos. Su respiración lenta y pausada, no asustada. Movió algo, quizá una silla. Tres. Cuatro. Estaba junto al escritorio, pero no me veía. Aún.

– No hay nada desordenado -dijo-. Quizá los has ahuyentado, Billy. No parece que haya nadie.

Sus botas crujían en el suelo. Estaba mirando en derredor. «No mires bajo el escritorio -pensé-. Haz cualquier otra cosa, maldito highlander del demonio, pero no mires debajo del escritorio.»

– Billy, si tienes el número del propietario, ve a llamarlo -dijo con su acento cantarín-. Yo esperaré aquí a que llegue.

– De acuerdo, Iain… Voy para allá. -Una voz de viejo. Ansioso, solícito con la autoridad. «Estupendo -pensé-, una preocupación menos.» Pero tendría que eludir al poli para fugarme.

Oí que el vigilante nocturno cerraba la puerta al salir. El poli seguía de pie a solo unos centímetros. Repasé a toda velocidad las alternativas: Barnier tardaría al menos media hora en llegar, pero no tenía ninguna garantía de que no fuera a presentarse entretanto otro poli.

El escritorio crujió de repente sobre mí. Poco me faltó para salir disparado de mi escondrijo, pero mantuve la calma. Se había sentado en el borde. Sonó el chasquido de una cerilla y enseguida me llegó un olor a cigarrillo. Oí un timbre amortiguado: el teléfono descolgado; luego el dial girando. El policía pidió que le pasaran con el sargento de guardia, le dijo que se estaba ocupando de un intento de robo y le dictó la dirección. Un intento de robo. El muy idiota ni siquiera había registrado el hangar, pero ya había llegado a la conclusión de que no había nadie. Le di las gracias de todo corazón al cuerpo de policía de la ciudad de Glasgow por reclutar efectivos de las Highlands.

El corazón se me aceleró. Sabía que debía actuar en cuanto colgase. El tipo no creía que hubiera nadie allí y lo pillaría desprevenido. Pero yo me encontraba en la peor posición posible para lanzarme al ataque. Aguardé tenso e inmóvil, pendiente de cada una de sus palabras.

– De acuerdo, sargento -dijo por fin. Oí el chasquido del auricular de baquelita sobre la horquilla del teléfono.

Ya estaba a punto de hacer mi salida cuando oí el tintineo de unos lápices que caían al suelo. Sonó un crujido mientras el poli se levantaba del borde del escritorio. Deduje que los había tirado sin querer. En lugar de apresurarme, salí de debajo del escritorio sin hacer ningún ruido. Me volví y me incorporé lentamente. Era un agente de uniforme, vaya que sí, y se había agachado soltando maldiciones (con ese estilo tan poético privativo de los highlanders) para recoger los lápices desparramados. Luego se puso otra vez de pie y se volvió hacia mí.

Ni siquiera tuvo tiempo de que se reflejase la sorpresa o el susto en su rostro. Le di en la sien izquierda con la porra y se fue al suelo. Un golpe más calculado que la teoría de la relatividad. Si mataba a un policía, acabaría colgado. Y si no podían pescarme a mí, algún primo bailaría al final de la soga para pagarlo. Había de notarse que se hacía justicia. Por la misma regla de tres, tenía que dejarlo fuera de combate el tiempo suficiente para darme a la fuga.

Lo miré y vi que estaba atontado más que inconsciente. Perfecto. Agarré la bolsa, salté por encima de él y salí por la puerta, apagando antes las luces. Todo valía con tal de confundir a mi aturdido follador de ovejas de las Highlands.

Al salir vislumbré a Billy, el vigilante nocturno, iluminado por la única farola de la zona. Estaba a unos cien metros y se quedó paralizado al verme. Me volví en la dirección contraria y le grité a un compinche imaginario:

– ¡Corre, Jimmy! ¡Es el vigilante!

Lo dije con mi mejor acento glasgowiano y luego corrí hacia el punto donde había cortado la alambrada. Lancé la bolsa por encima y me arrastré en plan comando por el hueco.

Miré a mi espalda. No había ni rastro del agente y el viejo vigilante no iba a arriesgarse a perseguir a dos bandidos del barrio de Drumchapel.

Corrí por la calle adoquinada a toda velocidad y me zambullí tras los arbustos de la cuneta del puente. Eché un último vistazo atrás. Nada. Me quité el suéter y me limpié el tizne de la cara con él. Tiré mi equipo de ladrón en el maletero, me puse la chaqueta y me senté al volante. Con los faros apagados, salí marcha atrás a la avenida principal. Conduje despacio y todavía sin luces hasta llegar al final de South Street. Solo entonces encendí los faros y tomé velocidad. Salí de la ciudad y de la jurisdicción de la policía de Glasgow. Curiosamente, tomé la carretera de Greenock y solo me crucé con un coche durante todo el trayecto. A aquellas horas no era sorprendente que las carreteras estuvieran vacías. Me pregunté si el coche con el que me había cruzado no habría sido el de Barnier, de camino al muelle desde Langbank.

Se me pasó una idea por la cabeza. Iba a cruzar Langbank, aquel era el único momento en el que sabía con seguridad que Barnier no estaría en casa y llevaba encima todo mi equipo para un allanamiento. Enseguida me saqué la idea de la cabeza. No sabía si Barnier vivía solo. Y además, ya estaba bien de bromas por una noche. Pasé Langbank de largo y giré hacia el sur por una carretera secundaria que avanzaba entre campos y bosques. Pronto me encontré junto a un embalse en cuya sedosa e inmóvil superficie se reflejaban las nubes de terciopelo. Había una granja en la cabecera del embalse y fui bordeando la orilla hasta el extremo opuesto. Aparqué bajo unos árboles, me hice una almohada con el suéter usado y, a pesar de la incomodidad y de la adrenalina que aún bombeaba por todo mi cuerpo, me quedé dormido en cuestión de minutos.


Desperté de mal humor y traté de volver a dormirme para recuperar el sueño que había tenido: algo sobre Fiona White y una nueva vida juntos en Canadá. ¿O había sido Sheila Gainsborough? Por desgracia, me dolía la nuca y se me clavaba todo el rato el freno de mano, y no pude reanudar el sueño.

Me estiré. Me crujían todos los huesos. En el retrovisor, bajo la luz deslumbrante de la mañana, vi que tenía aún tiznados los pliegues y arrugas de la cara. Me parecía a Donald Wolfit con todo el maquillaje para salir al escenario. Me arremangué la camisa, me acerqué a la orilla del embalse y, tomando un poco de agua, me froté enérgicamente la cara y el cuello.

Cuando me hube asegurado de que no me quedaban vestigios de mi aventura nocturna, conduje de vuelta a la ciudad. Me sentía bastante satisfecho de mí mismo. No era poca cosa haberle atizado a un poli, pero estaba convencido de que a aquellas alturas el viejo vigilante nocturno habría jurado ya sobre la tumba de su madre que había visto a dos ladrones y que uno se llamaba Jimmy. El agente al que había golpeado solo habría atisbado fugazmente mi rostro embadurnado de tizne; y seguro que estaría más que dispuesto a jurar que «tenían que haber sido dos» para dejarlo fuera de combate.

Engañarse puede llegar a ser un pasatiempo muy agradable.

La sonrisa engreída, no obstante, se me despintó de la cara en cuanto enfilé Great Western Road hacia mi casa. Había un Wolseley 6/90 negro aparcado delante, con su impecable carrocería reluciendo bajo el sol matinal. Me quedé impresionado por el brillo que le habían sacado a la placa rectangular adosada al radiador, cuyas letras plateadas sobre fondo azul oscuro decían: POLICÍA.

Pasé de largo, giré y llegué hasta el quiosco, donde compré el periódico; luego volví atrás y aparqué justo en la esquina. Dejé la chaqueta en el coche, me quité la corbata y me enrollé las mangas de la camisa. Caminé hacia mi casa sin prisas, procurando adoptar un aire despreocupado. Seguramente era una comedia que los polis habían visto mil veces, la comedia del tipo haciéndose el inocente, pero tenía que dar la impresión de que había pasado la noche en casa y de que había salido solo a comprar el periódico. Aunque la cosa no resultaría si llevaban allí más de media hora.

Al acercarme, se abrieron de golpe las dos puertas traseras del coche de policía. El comisario Willie McNab salió por un lado y Jock Ferguson por el otro. Puse mi mejor cara de sorpresa (tan convincente, supuse, como la última vez que la había usado, cuando mi madre me había regalado por mi cumpleaños el suéter que le había visto tejer durante tres semanas).

– Caballeros… ¿qué puedo hacer por ustedes?

– Eres madrugador, Lennox -dijo McNab agriamente.

– Ya sabe lo que dicen. A quien madruga, Dios le ayuda.

– Sube al coche, Lennox.

McNab se hizo a un lado y me sostuvo la puerta. Me imaginé que sería la primera de una larga serie de puertas que habrían de cerrarse a mi espalda. Tenía la boca seca y el corazón me bombeaba enloquecido, pero mantuve una apariencia todo lo calmada que pude.

– ¿Puedo recoger la chaqueta? -pregunté, señalando mi puerta. Entonces vi a Fiona White en la ventana de su casa.

– Acompáñalo -le dijo McNab a Ferguson, que se encogió de hombros y me siguió.

– ¿A qué viene esto? -Aproveché que estaba solo con Ferguson mientras subíamos las escaleras.

– Ya lo verás -dijo. Sí, seguro que iba a verlo.

No nos dirigimos a la comisaría de Saint Andrew’s Square. Encajonado en el asiento trasero entre McNab y Ferguson, observé que bajábamos al río. Hacia los almacenes de aduanas.

– ¿Adónde vamos? -pregunté, como si no tuviera ni idea. Giramos, tomamos la calle adoquinada y pasamos junto al puente del ferrocarril donde había escondido el Atlantic.

No nos detuvimos.

Seguimos hasta divisar a un agente de uniforme que llevaba en las mangas unos puños de tráfico a rayas blancas y negras. Estaba sobre un ribazo lleno de hierba que parecía bloquear el paso, pero al acercarnos nos hizo señas de que avanzáramos. Entonces distinguimos la entrada apenas visible y cubierta de maleza de una pista de adoquines con el ancho justo para el Wolseley y descendimos bamboleándonos hacia la orilla. La pista se ensanchaba al final para desembocar en una zona despejada junto al agua. Aquello había sido evidentemente un muelle de trabajo, pero la Luftwaffe se había encargado de dejarlo impracticable para el resto del siglo. Entre la hierba asomaban enormes bloques de hormigón, como dientes partidos, de cuyo extremo sobresalían varillas retorcidas y oxidadas. En un lado había una excavadora con la pala apoyada pesadamente en el suelo. Junto al agua, en lo que debía de haber sido la zona de carga, se apiñaban cuatro coches de policía y una ambulancia que debía de haber pasado apuros para meterse por el sendero. No sabía de qué iba aquello, pero no parecía que tuviera que ver con mi asalto a la oficina de Barnier.

McNab y Ferguson me llevaron hasta donde se encontraban los demás vehículos.

– Lo han encontrado esta mañana los trabajadores que están despejando el terreno para instalar más almacenes -dijo Ferguson-. Creemos que lleva muerto al menos un día.

– ¿Quién? ¿Qué tiene que ver esto conmigo? -pregunté, ahora sinceramente confundido. La trasera de la ambulancia estaba abierta y dentro, sobre la camilla, vi un cuerpo cubierto con una manta gris.

– ¿Qué tiene que ver contigo? -me soltó McNab con desdén-. Eso quiero saber yo. Según nuestras informaciones, llevas una semana buscando a este tipo. Y ahora aparece muerto.

Sentí un espasmo en las entrañas. Hice un pequeño viaje por el tiempo y me imaginé a mí mismo delante de Sheila Gainsborough, tratando de encontrar las palabras adecuadas para decirle que había encontrado al fin a su hermano. Muerto.

Así que John Largo no era ningún fantasma. Ninguna figura indefinida y sin sustancia. Y había acabado atrapando a Sammy Pollock.

McNab retiró la manta.

– Supongo que lo conoces.

– Supone bien -dije con tranquila resignación, mirando el cadáver. La tranquila resignación era para disimular mi sorpresa. Y mi alivio-. Es Paul Costello.

Costello tenía los ojos totalmente abiertos. Había mugre y granos de arena en ellos y me dieron ganas de parpadear al mirarlos. Su rostro estaba lívido y su pelo, desgreñado. La palidez de la piel contrastaba brutalmente con el vívido color de la herida abierta a lo largo de su garganta, como una sonrisa de payaso. Estaba muerto, muy muerto.

– ¿Por qué buscabas a Costello? -preguntó McNab, tapando la cara muerta con la manta.

– Su padre, Jimmy, me lo pidió -respondí. Era verdad, aunque no fuese toda la verdad-. Paul Costello desapareció hace unos días. Sin previo aviso, y lo que es más importante, sin dinero.

– Ya -dijo McNab, con una voz preñada de sospechas-. El inspector Ferguson, aquí presente, dice que se lo contaste cuando fue a verte con ese yanqui, Devereaux.

– Exacto.

– Y la visita se produjo porque andabas mencionando por ahí el nombre de Largo. Así que dime, ¿esto es obra de Largo, según tú?

Miré el bulto del cadáver cubierto con la manta gris.

– Sinceramente, no lo sé. Pero si Largo es un criminal tan importante y peligroso como Dex Devereaux parece creer, entonces diría que sí.

– ¿Sí? Bueno, gracias por tu valiosa perspicacia, Lennox. Siguiente pregunta: ¿quién coño es ese cliente tuyo tan famoso? El pariente de la otra persona desaparecida.

Suspiré.

– Como le dije al inspector Ferguson, no puedo infringir el secreto profesional.

– Secreto profesional, los cojones…

McNab dio un paso hacia mí. No me hacía falta bajar la vista para saber que ya tenía los puños cerrados. Lo que sucediera ahora sería solo el principio.

– Si le digo quién es, ¿la mantendrá al margen? Salvo que estuviera directamente implicada, quiero decir.

McNab soltó una risotada. Una risotada sin duda burlona y siniestra.

– ¿Crees que me hace falta negociar con tipos como tú, Lennox? Haré lo que me pase por los cojones, hablaré con quien me pase por los cojones. Esto es una investigación de asesinato, payaso.

– Y un poco más que eso. Miremos las cosas de frente, comisario. Alguien está montando algo muy grande en esta ciudad. Más grande de lo que sería capaz ninguno de los mafiosos locales. Usted puede tratarme ahora a patadas y sentirse el rey del mambo, y yo haré lo que desea y me retiraré del asunto. A mí ni me va ni me viene. Pero si trabajamos juntos, podría acabar llevándose todo el mérito por haber resuelto el caso más importante que se ha visto en esta ciudad en años. Recuerde que Dex Devereaux no puede practicar detenciones aquí… -Le eché una mirada significativa a Ferguson-. Sí, Jock, ya sé que Devereaux es del FBI. Lo supe en cuanto me lo trajiste a casa. -Miré otra vez a McNab-. No pretendo hacerme el gracioso, pero este caso tiene implicaciones que usted no comprende. No las comprende porque esta clase de mierda no había llegado a Glasgow hasta ahora. De acuerdo… ahí va: mi cliente es Sheila Gainsborough, la cantante. Ahora puede dejar que me ocupe de ese lado del asunto o empeñarse en ensuciarle la alfombra con sus zapatos. Pero, si lo hace, no cuente conmigo.

– Yo soy policía, Lennox. -McNab me miró como si inspeccionase una cosa repulsiva que acabara de arrancarse de la suela-. ¿Eso no significa nada para ti? Yo no he de trapichear con gente como tú. Tengo a cientos de agentes en quienes confiar. Policías de verdad, no gilipollas canadienses.

– Muy bien -dije, encogiéndome de hombros-. Usted decide.

– Un momento. -Jock Ferguson se interpuso entre nosotros-. Lennox tiene parte de razón, señor. Y nosotros no contamos con nadie como él a quien recurrir.

– ¡Pero si trabaja para putos criminales, por el amor de Dios! ¿Cómo sabemos que no les pasa información a ellos en lugar de pasárnosla a nosotros?

– Sí, estoy trabajando para uno de los Tres Reyes -reconocí-. Pero no en este asunto, sino en otra cosa. Y lo que hago para él es una investigación perfectamente legal. Ya sé que tiene una pésima opinión de mí, comisario; no lo culpo, a veces yo la comparto. Pero no soy un delincuente.

Me detuve. Me había salido un discurso magnífico. Me gustaba sobre todo la parte en la que había proclamado mi adhesión a la ley. Dejando de lado, naturalmente, las leyes referidas al robo, el allanamiento y la agresión a un policía.

– ¿Sheila Gainsborough? -dijo McNab-. ¿Cómo demonios has conseguido a una clienta semejante?

– Me muevo en los círculos más selectos, señor McNab. Bueno, ¿puedo ocuparme del lado Sammy Pollock/Sheila Gainsborough de la cuestión?

McNab me dirigió una larga y dura mirada.

– Por ahora, Lennox. Pero recuerda que esto ahora es una investigación de asesinato.

Volví a mirar el cuerpo de Paul Costello. Así que no iba a poder ajustarle las cuentas, después de todo.

– No creo que se me olvide -le dije.


McNab se quedó en el escenario del crimen. Jock Ferguson y yo volvimos al reluciente Wolseley de la policía.

– Te llevo -dijo-. Aunque he de hacer una parada por el camino, si no te importa.

– Me alegro de que me lleves tú.

No me duró mucho la alegría. Avanzamos solo un trecho por South Street y enseguida nos desviamos hacia la verja de los hangares donde tenían sus oficinas los importadores.

– No tardaré -dijo Ferguson mientras parábamos. Delante de las oficinas de BARNIER Y CLEMENT-AGENTES DE IMPORTACIÓN-. Un allanamiento de mierda. No me metería si no fuera porque un estúpido agente consiguió que le dieran una paliza.

– No tengo prisa.

Sonreí. Toda una proeza, porque un viejo con gorra y con una gastada chaqueta de tweed me estaba mirando a través de la ventanilla trasera. Billy, el vigilante nocturno, en persona. Allí estaba, liándose un cigarrillo. Aunque no había llegado a verlo de cerca, reconocí su figura ancha y encorvada y su gorra desastrada. Confié en que no fuera a devolverme el cumplido. Ahora mismo me encontraba en el asiento trasero de un patrullero y con un conductor uniformado delante, lo cual me daba el aspecto de un sospechoso detenido. Yo me había convencido de que Billy no me identificaría: solo me había visto de lejos. Pero quizá al verme ahora como si estuviera bajo arresto sería capaz de establecer la conexión.

– Creo que voy a estirar las piernas -le dije al chófer. Me apeé y encendí un cigarrillo. Billy me observó mientras lo hacía, como examinándome mejor. Se me acercó, vacilante, con el pitillo todavía sin encender entre los labios. Por lo menos no gritaba pidiendo ayuda. Entornó los párpados bajo la visera de su gorra mugrienta.

– Disculpe, agente -dijo-. ¿Tiene lumbre?

– Claro -respondí, con súbita y explicable alegría. Le encendí una cerilla-. Muchas emociones hoy…

– Sí -dijo con pesadumbre-. Demasiadas para mí.

– ¿Lo dice por el asalto?

– Sí… Esos gamberros le dieron una tunda a ese joven policía.

– ¿Usted los vio?

– Sí… Pero mal. Para serle sincero, me había dejado las gafas en casa. Nuevecitas, pagadas por la seguridad social. Dos pares tengo. Y justo una noche que pasa algo, se me olvidan en casa, las puñeteras. -Meneó la cabeza y yo resistí el impulso de darle un beso-. Pero los vi igual. Corriendo. A los dos. -Se inclinó, confidencial-. Teddy Boys. Esos Teddy Boys no crean más que problemas. Tuvieron suerte de que no los pillara.

Sonreí. Esta vez con una sonrisa auténtica. Con una sonrisa agradecida, sincera y feliz. Llevaba hasta ahora una mañana infernal: una montaña rusa de emociones. Todas las cosas capaces de darme un susto habían sucedido. Solo me faltaba ya que el poli al que le había atizado apareciera de repente, dotado de una memoria fotográfica provocada por el mismo golpe. Claro que se trataba de un poli de las Highlands, y una memoria fotográfica no sirve de nada si no hay película en la cámara.

Pero no: no iba a aparecer. Por desgracia, al mirar por encima de la gorra de mi nuevo amigo, atisbé la siguiente sorpresa que se avecinaba.

Caminando con aire resuelto desde la verja de entrada hacia las oficinas, vi venir a una mujer menuda pero robusta con el pelo peinado en lo que podía describirse solo como una agresiva permanente. La señorita Minto.

Observé cómo reparaba en los coches de policía y cómo deducía que algo había sucedido: algo que amenazaba aquel reino suyo tan celosamente guardado donde imperaba un orden perfecto. Lo único que me faltaba era que me viese; o que me preguntara delante de Jock Ferguson qué estaba haciendo allí.

– Disculpe -le dije a Billy, dándome la vuelta para que no me viera la señorita Minto, y deambulé con despreocupación entre los hangares, como para revisar la parte trasera y evaluar los daños. Oí a mi espalda sus pasos decididos, crujiendo en la grava y luego resonando en los peldaños de madera de la oficina. Giré en redondo, tiré el cigarrillo y regresé al coche. Ahora era el mejor sitio para no permanecer a la vista. Solo esperaba que la señorita Minto no volviera a emerger de la oficina y me viera dentro del patrullero de policía.

Me eché hacia delante entre los asientos, apoyé los codos en los respaldos y me sujeté la cabeza con una mano para que no me viesen la cara desde la puerta de la oficina. Como excusa para invadir su espacio, empecé a darle conversación al agente que estaba al volante. Un esfuerzo considerable: era solo ligeramente más hablador que Singer, el guardaespaldas mudo de Sneddon. Tras lo que me pareció una verdadera eternidad, Jock Ferguson salió de la oficina y subió al coche.

– Perdona -dijo-. Ahora sí te llevo a casa.

– No importa, Jock -le dije jovialmente-. Yo habría dicho que a estas alturas ya estarías por encima de un mero allanamiento.

Ferguson se encogió de hombros.

– Los cabrones golpearon a un poli. Eso lo cambia todo. Nadie envía a la enfermería impunemente a uno de los nuestros.

– Cierto -dije, y procuré pensar en otra cosa. Más me valía.

Загрузка...