Lo primero que hice a la mañana siguiente fue volver a la biblioteca Mitchell. No había quedado con nadie esta vez; estaba buscando una información muy concreta.
Me ayudó en la búsqueda una bibliotecaria más bien complaciente que se dejó engatusar por mi comedia de tío cachas. Era una morenita de unos treinta años, vestida con un estilo vagamente bohemio (o tan bohemio como lo permitía la formalidad de una biblioteca pública) y con una oscura melena suelta. La había divisado desde la otra punta de la sala principal, sujetando un montón impresionante de pesados volúmenes de referencia y apoyando, a su vez, un busto igualmente impresionante en la pila de libros. Parecía de estilo liberal, y yo siempre había creído que una actitud abierta era una ventaja en una mujer. Congeniamos de inmediato. Podía deberse, desde luego, a nuestra compartida bibliofilia, pero me dio la impresión de que tenía más que ver con la evidente y profunda admiración que yo demostraba por sus atributos.
En todo caso, su ayuda hizo que mi búsqueda resultara más rápida y eficaz que si hubiera tenido que arreglármelas por mi cuenta. Tardé cuarenta y cinco minutos en reunir los artículos de periódico, los informes oficiales y las listas de bajas que necesitaba. Naturalmente, había detalles que no pude obtener: Gran Bretaña era un país hermético, y casi diez años después del final de la guerra había datos del conflicto que seguían guardados en los sótanos de Whitehall, donde permanecerían al menos durante otros ochenta años. Pero encontré lo suficiente para apañármelas. También me las ingenié para conseguir la dirección particular de mi servicial morenita, así como una serie de precisas indicaciones sobre las horas a las que llamar; además del atuendo vagamente bohemio, llevaba un anillo de boda en la mano izquierda. Deduje que el marido no era bohemio ni tan liberal.
Después de prestarme su valiosa ayuda, me dejó en uno de los escritorios con todos los documentos necesarios. Yo buscaba información sobre un hecho muy concreto y me pasé dos horas leyendo relatos periodísticos e informes oficiales. Pero lo que más me interesaba era la lista de bajas y los listados de reclutamiento. Finalmente, encontré lo que andaba buscando: Alain Barnier había sido un joven oficial del Maillé-Brézé, cosa que explicaba su apego a esta parte del mundo. Y también sus visitas al monumento de Lyle Hill.
Pero mientras miraba absorto el nombre de Barnier impreso en la página, pensé que aquello dejaba sin explicar más cosas de las que explicaba.
Repasé números atrasados del Greenock Telegraph que cubrían los primeros años de la guerra. Había habido gran cantidad de marinos franceses destinados en la zona, y me leí todas las noticias que hacían referencia a las fuerzas francesas. Eran sobre todo los típicos artículos patrioteros, tipo «olvidemos ya a Napoleón, ahora somos amiguitos». Los escoceses tenían con los franceses una relación muy distinta de la que tenían los ingleses. Para algo había existido la Alianza Antigua, el tratado entre Francia, Escocia y Noruega que había precedido en varios siglos al Acta de Unión Británica y al cual los escoceses le atribuían románticamente gran importancia. La relación entre los marinos franceses y la población local había sido en general positiva. Por supuesto, no podía esperarse ningún comentario negativo en la prensa de los años de guerra.
Pero sí encontré algo significativo en la información de tribunales. Tres obreros de los astilleros de Greenock, exentos del servicio militar dada la importancia de su ocupación, habían comparecido en el tribunal del distrito acusados de alteración del orden, asalto y agresión a la autoridad. Al parecer, los tres trabajadores se habían visto envueltos en unos disturbios ocurridos en la ciudad. La policía local y el capitán de la Gendarmerie Maritime habían tenido que disolver una batalla campal que había partido de un bar de Greenock y se había ido extendiendo por las calles. La fecha era significativa: el 5 de julio de 1940, dos días después de que la Marina Real Británica atacara a la flota francesa en Mers-el-Kébir para impedir que los barcos cayeran en manos alemanas. Habían resultado hundidos diez navíos y perecido casi mil trescientos marinos franceses. Un desastre diplomático en toda regla que había dejado a los franceses mascullando «con amigos como estos…».
No hacían falta grandes dotes deductivas para imaginar que la tensión probablemente aumentó muchos grados y que debió de bastar el comentario de algún bocazas para desatar una pelea entre los marineros franceses y la población local. Desde luego, tampoco era imprescindible. En el oeste de Escocia no se necesitaba gran cosa para armar una pelea y, dado que muchas de las chicas del país se habían ganado con gran entusiasmo el mote de matelots’ matresses (colchón de marinero), los viejos motivos de toda la vida, o sea, el alcohol y los celos sexuales, siempre estaban a mano para los camorristas.
Ya me disponía a pasar a otra cosa cuando una declaración de uno de los testigos me impulsó a seguir leyendo. Un grupo de franceses se había visto rodeado por una turba airada y había tenido que ser rescatado por una fuerza combinada de agentes de la policía local, gendarmes navales franceses y fusiliers marins. El testigo explicaba en su declaración que algunos de los oficiales franceses habían recurrido a una «extraña especie de lucha con los pies» para repeler a la multitud.
Le pedí a mi bibliotecaria si podría fotocopiarme el reportaje y, después de un poco de persuasión y de una buena dosis de encanto Lennox, accedió. Aunque tendría que pagar los gastos y volver otra vez para recoger las copias.
Era casi hora de almorzar y di mi paseo diario para ver a Davey en el hospital. Su cara se estaba volviendo algo más reconocible, pero él parecía menos contento que justo después de sufrir el ataque. Cuando has recibido una paliza, pasa un tiempo hasta que el dolor se instala del todo y llena los recovecos que va a ocupar; hasta que te empapa los músculos y los huesos. Y normalmente, invita a su lado a la conmoción y la depresión. Era evidente que el cuerpo maltrecho de Davey Wallace estaba ahora del todo habitado por esos inquilinos.
Ahora se me ocurrió de golpe que yo había estado tan obsesionado con lo sucedido inmediatamente antes del ataque que ni siquiera le había preguntado a Davey si había pasado algo fuera de lo normal aquel día, durante su turno de vigilancia.
– ¿Ha encontrado mi libreta, señor Lennox? -farfulló Davey entre los hierros que le sujetaban los dientes. Porque esa era otra: con razón te amustiabas y deprimías después de una paliza si habías de ser alimentado a través de un tubo porque tenías los dientes inmovilizados con hierros. Quienquiera que le hubiera hecho aquello a Davey había abierto una cuenta conmigo y los intereses estaban subiendo a toda velocidad.
– No, Davey -le dije-. No había ni rastro en el sitio donde estaba aparcado el coche.
– He estado pensando en esa libreta, señor Lennox. Aquí tengo mucho tiempo para pensar. A mí nunca se me pierde nada, soy muy cuidadoso; incluso con lo que me pasó, en medio de toda aquella confusión. La libreta estaba en el bolsillo de mi chaqueta. Debería seguir allí, pero ha desaparecido. Los que me dieron la paliza se la llevaron. Quizá vi algo o a alguien que ni siquiera me tomé en serio, pero ellos creyeron que lo había dejado anotado.
– ¿Qué?
– Me he estado devanando los sesos. Tengo la cabeza como un bombo de tanto pensar. -Hizo una mueca. El dolor, en algún punto de su cuerpo, había hecho un ligero movimiento solo para recordarle su terca presencia-. Como le digo, he tenido mucho tiempo para pensarlo, pero ese día no pasó nada en especial. Lo único que se me ocurre es un coche que vi.
– ¿Alguien que iba a casa de Kirkcaldy? -pregunté. Le encendí un cigarrillo y se lo puse en los labios.
– No. Había dos personas en el coche, pero no llegué a verlas bien. Solo atisbé al conductor cuando pasaban. Yo pensé que iban a aparcar y que entrarían en casa del señor Kirkcaldy, pero el coche pasó de largo. Ya sé que es una tontería, pero me dio la sensación de que quizá me habían visto allí, vigilando la casa, y habían decidido no detenerse.
– No es una tontería, Davey. Es instinto. Si Dex Devereaux estuviera aquí te diría que es algo imprescindible para un detective o un agente del FBI. ¿Te fijaste en la marca del coche?
– No entiendo mucho de coches -dijo Davey tristemente, como si me hubiera fallado otra vez-. Las marcas y demás. Pero por eso preguntaba por mi libreta, porque anoté el número de la matrícula. Era un coche grande. De lujo.
– ¿De qué color?
– Rojo -dijo Davey-. Rojo oscuro. De color vino.
– ¿Borgoña?
– Perdón, no sé… ¿Eso es color vino?
– ¿Sabes cómo es un Lanchester? ¿O un Daimler Conquest?
– Lo lamento, señor Lennox. No sé nada de coches, como le digo.
– No te preocupes, Davey. Lo has hecho muy bien. Perfecto. Tengo una corazonada sobre el ocupante de ese coche. Y es importante. Gracias. Me has sido de gran ayuda.
Lo dejé en su habitación, algo más animado con mis elogios, y llamé a Lorna desde una cabina del propio hospital. Seguía fría y distante, pero yo procuré hacerme el dicharachero para ocultarle el motivo de mi llamada: una pregunta informal camuflada entre toda la paja de la charla intrascendente.
– No -me contestó-. Jack no está aquí ahora. No se pasa la vida en esta casa, ¿sabes?
– ¿Se te ocurre dónde podría estar?
– No lo sé. En el trabajo, probablemente. Tiene un despacho encima del gimnasio de boxeo de Maryhill. ¿Por qué? ¿A qué viene este repentino interés por Jack?
– No, por nada -mentí, mientras me preguntaba cuántos gimnasios de boxeo podría haber en Maryhill-. Solo quería comentar con él la pelea de anoche.
Cambiando de tema, le pregunté cómo estaba y si quería que me pasara a verla aquella noche. Lorna me dijo que pensaba acostarse temprano: el médico le había dado algo para ayudarla a dormir. Tal vez eso explicara por qué sonaba tan distante, pensé. Aunque su frialdad no solo era farmacológica. Quizá yo estaba perdiendo facultades. Siempre me desconcertaba que las mujeres fueran capaces de resistirse a mis encantos después de haberlos experimentado. Pero ellas, por lo visto, se las arreglaban muy bien sin ellos.
Es curioso cómo acaban encajando las cosas: unas cintas rojas atadas a un carromato gitano, un comentario espontáneo de Tony el Polaco, el color de un coche recordado por Davey Wallace, una referencia a un oficial de los Fusiliers Marins en un informe judicial de Greenock, una actitud cautelosa en la respuesta de Lorna.
Me había dispersado demasiado al trabajar en dos casos a la vez: dos casos que habían ido creciendo hasta convertirse en algo mucho más grande de lo que parecía al principio. De entrada, había creído que encontrar a Sammy Pollock iba a ser una tarea sencilla que no habría de interferir en mis esfuerzos para llegar al fondo del asunto Kirkcaldy. Debería haber previsto que no hay nada sencillo en esta vida. La verdad era que ya llevaba tiempo sospechando que ambos casos tenían cierta relación. Había una extraña coincidencia cronológica. La desaparición de Sammy Pollock había coincidido con dos cosas: el robo de uno o varios de los demonios de jade kylan de Alain Barnier y la muerte inesperada de Calderilla MacFarlane.
Willie Sneddon era ese tipo de hombre tan retorcido, por utilizar una expresión de mi padre, «cuya tumba habría que cavar con un sacacorchos», y yo todavía tenía motivos para dudar que me hubiera contado todo lo que había que contar sobre su relación con Bobby Kirkcaldy. Pero no tenía motivos para dudar de lo que me había contado. Y eso incluía el hecho de que alguien había dejado aterrorizado a Calderilla MacFarlane antes de que Sneddon se hubiera reunido aquel día con él.
Ahora bien, para mí una coincidencia venía a ser como el socialismo: una bonita idea, que tiene buena pinta de lejos, pero que estudiada de cerca te resulta imposible aceptar. Yo estaba convencido de que el asesinato de MacFarlane tenía conexiones al menos con uno de los dos casos. Este se movía en la sombra, tenía dinero y las manos puestas en casi tantos pasteles como Sneddon. Con una diferencia: MacFarlane podía quemarse los dedos. El cuadro se iba formando en mi mente y, como un Picasso, era bastante feo y embrollado, y no tenía a mi modo de ver ningún sentido.
Mi problema básico e inmediato era cómo seguir a dos tipos escurridizos a la vez: Alain Barnier y Jack Collins. Entonces se me ocurrió una idea. Pero antes tenía que hablar con Collins.
Había solo un par de exiguas oficinas arriba y toda la planta baja estaba ocupada por el gimnasio de boxeo. El edificio, de dos pisos, era muy viejo y las esquinas se veían carcomidas. Entré en el gimnasio y subí las escaleras.
Me recibió una secretaria que no parecía haber sido contratada por sus habilidades taquigráficas. Tenía el pelo de ese tono rubio que sale directamente de un frasco y una figura directamente salida de las fantasías de un adolescente. Separó sus labios carmesíes, me mostró su blanca dentadura y me hizo pasar a la oficina interior.
Jack Collins se hallaba sentado tras un escritorio y una espesa nube gris de humo de cigarrillo. Cuando entré, estaba repasando con el dedo una columna de un libro mayor y accionando la manivela de una máquina de sumar. Iba en mangas de camisa, con los puños protegidos con unos manguitos que le llegaban por encima del codo. Visto de cerca, confirmó la primera impresión que me había dejado: relamido, vestido con ropa cara y acicalado hasta un grado excepcional para una ciudad como Glasgow, donde se entendía que el garbo y la elegancia consistían en sacudirse el polvo de carbón de la gorra antes de arrastrar a una chica a un callejón oscuro. Era un tipo delgado, de cara alargada y rasgos elegantes, aunque tal vez demasiado delicados. Llevaba su pelo oscuro peinado hacia atrás, dejando despejada una frente amplia y bronceada, y lucía un bigotito fino tan pulcro que debía habérselo recortado una hora antes.
– Aquí hay alguien que quiere verte, Jacky -dijo la rubia asomándose por encima de mi hombro.
– Senga -respondió él con hastío-, ¿cuántas veces te he dicho que primero preguntes el nombre?
– Soy Lennox -dije, servicial.
– Lo sé -respondió él, mirando todavía a «Senga» y haciéndole un gesto de impaciencia-. Está bien, sigue con lo que estuvieras haciendo. Y cierra la puerta… Disculpe -añadió, volviéndose hacia mí-. Le estoy enseñando.
– Imagino que debe de ser agotador -dije, y me senté frente a él.
Apagó el cigarrillo y enseguida encendió otro.
– Perdón -murmuró, empujando el paquete hacia mí-. Sírvase.
– No, gracias. -Saqué mi paquete y encendí uno de los míos-. No fumo cigarrillos con filtro. Son franceses, ¿no? -Señalé el cenicero lleno de colillas. Los filtros tenían dos cercos dorados.
– Sí, son Montpellier. No suelo fumar esta marca, pero conseguí un lote a través de un importador amigo mío. Usted es el tipo que ha estado saliendo con Lorna, ¿no?
– Su medio hermana… sí.
Me miró sin alterarse. Frío, imperturbable.
– ¿Lo sabía usted?
– ¿Que es hijo de Calderilla MacFarlane? Lamento decírselo, pero no es un gran secreto. Lo sabe la mitad de Glasgow.
– Ya veo. ¿Qué puedo hacer por usted, señor Lennox? -dijo todavía relajado. O era un tipo muy frío o esperaba mi visita.
– He estado indagando últimamente sobre ciertos asuntos relacionados con Bobby Kirkcaldy y he pensado que usted tal vez podría aclarármelos.
– ¿De veras? ¿Por qué yo?
– ¿Sabe, Jack? ¿Le importa que le llame Jack? Yo soy un tipo bastante filosófico. Reflexiono sobre la naturaleza de las cosas. Y una de las cosas sobre las que vengo reflexionando es sobre la naturaleza de las coincidencias.
– Ah. -Fingió no estar impresionado. O quizá no fingía.
– Sí… Así como la naturaleza no tolera el vacío, yo no tolero una coincidencia -le dije.
– ¿En qué tipo de coincidencia está pensando?
– Bueno, de entrada usted es el hijo medio secreto y del todo ilegítimo de Calderilla MacFarlane. Esta ciudad tiene una población de más de dos millones de habitantes; y no obstante, resulta que el asesino de su padre entrenaba en el gimnasio de aquí abajo. De hecho, toda su defensa se basa en que recibió una llamada anónima en el único lugar donde se lo podía localizar por teléfono: en el gimnasio de aquí abajo. Luego está Bobby Kirkcaldy, conocido por su riguroso régimen de entrenamientos. ¿Dónde resulta que entrena? En el gimnasio de aquí abajo. Y luego, claro, tenemos el hecho de que todos los corredores de apuestas de la ciudad están escocidos porque Bobby Kirkcaldy se vino abajo en mitad de un combate que se esperaba que ganase con facilidad. Todos salvo usted.
– Yo no soy corredor.
– Oficialmente no. Pero usted y Calderilla tenían montado un auténtico tinglado MacFarlane e Hijo. Deduzco que usted se ha hecho cargo de sus apuestas. Por eso la policía no encontró ni un solo documento de valor. Dios mío, tiene usted que haberse movido deprisa. Y debo añadir que la aflicción por su padre no le enturbió la agudeza para los negocios, ¿no es así?
– Se está poniendo muy ofensivo, señor Lennox. ¿Y qué le hace pensar que yo no salí perdiendo? Todo el mundo esperaba que la pelea fuera un paseo para Bobby Kirkcaldy.
– Un amigo mío cree que alguien estaba en el ajo. Alguien que más que compensar sus apuestas se dedicó a disimularlas.
– No debería creer todo lo que le cuente Tony el Polaco -dijo Collins con desdén. Un chico listo, desde luego.
– La verdad es que no entiendo todo lo que Tony el Polaco me dice. Y antes de que empiece a señalar con el dedo, conviene que sepa que he preguntado por ahí y que todo el mundo dice que fue usted quien se sacó un dineral con ese combate. Así que hay muchos dedos señalándole.
– ¿Qué es lo que quiere, Lennox?
Se agazapó en la silla, con los codos en los apoyabrazos y los dedos entrelazados bajo la barbilla. Una pose de falsa concentración.
– Lo que quiero es saber en qué se habían metido usted, Calderilla y Bobby Kirkcaldy. Willie Sneddon me contrató para que averiguase quién trataba de intimidar a Kirkcaldy y cuidara su inversión. Ahora, después de la farsa de anoche, me parece que alguien salió ganando y que la inversión de Sneddon se ha ido al garete. O eso, o ha habido algún tipo de acuerdo para librarlos a todos del apuro. Lo que quiero saber es con quién.
Collins me observaba todavía tranquilo y sin ningún nerviosismo. Tuve que resistir la tentación de rodear el escritorio y sacarle la silla de debajo de una patada.
– Si lo que dice es cierto, ¿a usted qué le importa? ¿Por qué habría de importarle? Ya ha hecho su trabajo para Sneddon, el combate se ha celebrado y el resultado es el que es, tanto si le gusta a Sneddon como si no.
– Bueno, en primer lugar, tengo la curiosa sensación de que no fue un gitano camorrista y resentido quien mató a Calderilla. En segundo lugar, aunque usted parece llevarlo increíblemente bien, a Lorna se le ha venido el mundo abajo y siento que también le debo algo a ella. Y en tercer lugar… -Me levanté, apoyé los nudillos en el escritorio y aproximé mi cara a la suya-. En tercer lugar, y esto es lo que me revienta de veras, hay un chico en una cama del Southern General que tiene que comerlo todo con una pajita, simplemente porque es posible que lo viese a usted cuando iba a hablar con Bobby Kirkcaldy. Y aquí es donde la cosa se complica. No era ningún secreto que Kirkcaldy y Calderilla hacían negocios juntos, y usted era el socio de Calderilla al menos en uno de sus trapicheos. Lo que me pregunto es quién estaba en el coche con usted y por qué no quería ser visto allí aquella noche.
– Escuche, Lennox… si realmente está interesado en aclarar la muerte de Jimmy, como dice, se lo agradezco, aunque a mi modo de ver la policía ya tiene al culpable. Pero dejando eso aparte, ¿de veras cree que yo podría tener algo que ver con el asesinato de Jimmy? Como usted ha dicho, era mi padre, sea o no del dominio público, y siempre cuidó de mí. Pensábamos hacer juntos un montón de cosas. Tenía grandes planes para mí. ¿Por qué cree que habría de estar implicado en su muerte?
– No, no creo que lo esté. No creo que haya sido el responsable de su muerte ni tampoco que la deseara. Por sí sé que está asustado. Y también sé que Calderilla estaba muerto de miedo antes de que lo mataran. Y la persona que lo asustó de esa manera lo tiene bailando a usted al son que le toca, por temor a que le aplique el mismo tratamiento.
– Eso son sandeces, Lennox. Dios sabe de dónde saca todas esas ideas. Yo ni siquiera me acerqué a la casa de Kirkcaldy ese día ni ningún otro.
– ¿Qué día? Yo no he dicho cuándo fue. Ni si era de día o de noche.
Collins soltó una risotada.
– Escuche, no va a enredarme para que diga nada porque no tengo nada que decir. Está llamando a la puerta equivocada.
– ¿De veras? Yo lo veo de otro modo. Pero como usted dice, no tengo nada con que sustentarlo. Todavía. Cuando lo tenga, será interesante ver quién se convierte en su peor problema, si la policía o Willie Sneddon. Pero entre tanto, piénselo bien. Si decide que necesita mi ayuda para salir del lío en el que se ha metido, llámeme.
Le lancé mi tarjeta sobre el escritorio con aire incisivo. Él, con el mismo aire incisivo, no la recogió.