Capítulo 3

Es curioso: entonces no pensaba que la semana siguiente al asesinato de Calderilla fuese «la semana siguiente al asesinato de Calderilla». Tenía otras cosas en que pensar, otras cosas que hacer. Con frecuencia solo adviertes el significado de un momento en particular de tu vida retrospectivamente. En el momento en cuestión, se trata de la misma mierda de todos los días y te limitas a avanzar dando tumbos sin pensar que deberías guardar un álbum de recortes o una agenda, o fotografiar las pequeñas minucias cotidianas; conservar algún documento, en fin, que te permita mirar atrás en el futuro y decirte: si al menos hubiera sabido qué coño estaba pasando…

Obviamente, me vi con Lorna todos los días aquella semana. Y obviamente mantuve mis manos alejadas de su ropa íntima. Soy ante todo un caballero y la experiencia me había enseñado, además, que el ardor de las compañeras de cama más entusiastas disminuye con la tristeza. No con la muerte: con la tristeza. Durante la guerra descubrí que la presencia de la muerte y la violencia tienden a ser un poderoso afrodisíaco para ambos sexos. Baste con decir, pues, que me convertí en el más solícito y menos lujurioso de los pretendientes.

Para ser sincero, contaba con otras distracciones.

Dicen que los esquimales tienen cien palabras para describir la nieve. Los glasgowianos deben de tener el doble para los distintos tipos de lluvia que arrecian sobre la ciudad todo el año. En invierno, Glasgow se halla bajo el asalto incesante de unos proyectiles helados que te calan hasta los huesos; en verano la lluvia cae en goterones tibios y grasientos, como si el cielo sudase sobre la ciudad. De modo totalmente atípico, aquel año estábamos sufriendo un verano seco y abrasador. La mitad de la población se pasó las semanas escrutando el cielo e intentando pronunciar la palabra «azul». No tenían la costumbre.

Yo encontraba desconcertante aquel clima bochornoso. Normalmente, cualquier atisbo de luz solar se veía mitigado en Glasgow por el velo de hollín que vomitaban las fábricas y las chimeneas de las casas de vecinos. Pero durante aquel verano había momentos en los que el cielo se despejaba del todo, y el calor y la luz resplandeciente me recordaban los veranos en casa, allá en New Brunswick. Era solo un espejismo fugaz, no obstante, enseguida desbaratado por los gases y las columnas de humo negro que constituían la realidad de Glasgow.

Al menos podía lucir trajes ligeros, que siempre caen mejor. En cuestión de tejidos, los escoceses sienten una preferencia permanente por el tweed, cuanto más rasposo y tupido, mejor. Un escocés intentó tranquilizarme una vez diciéndome que el tweed de la Isla de Harris era menos rasposo debido a la tradición de empaparlo en orina humana. Tal vez se me podría haber tildado de maniático, pero yo prefería un tejido en el que no se hubiera meado un granjero apestoso.

Me había pasado tres días recogiendo toda la información que había podido sobre el boxeador de Sneddon. Bobby Kirkcaldy había nacido en Glasgow, pero se había criado en Lanarkshire, primero en un orfanato y después con una tía. Sus padres habían muerto prematuramente, ambos de ataque cardíaco, cuando Kirkcaldy era muy pequeño. Trágico, pero no infrecuente; si las enfermedades del corazón hubieran sido un deporte, el equipo olímpico británico habría estado integrado exclusivamente por glasgowianos.

El joven Bobby Kirkcaldy había usado los puños para abrirse camino y salir del suburbio de Motherwell que había constituido su hogar adoptivo. Digamos para situar su éxito en la adecuada perspectiva que Motherwell era esa clase de lugar del que cualquiera se habría partido la cara por salir. En mis pesquisas había rastreado un par de negocios en los que Kirkcaldy había invertido, y estaba claro que el tipo había recibido buenos consejos para sacarle partido a su éxito cuando colgara definitivamente los guantes. O eso, o era tan diestro en los negocios como en el ring. De hecho, para alguien que se acercaba al apogeo de su carrera pugilística, daba la impresión de tener puesta la mente -y el dinero- en otra parte.

Mi oficina estaba en un tercer piso de la calle Gordon, justo al lado de la Estación Central. Al llegar el jueves, ya había hecho casi todo lo que podía hacer por teléfono y tenía pensado salir por la tarde a visitar al joven Kirkcaldy. Pero antes decidí tomarme un café y leer el periódico, me gusta mantenerme al día. Y nunca se sabía cuando iban a pedirme consejo Rab Butler o Tony Eden para arreglar el país.

Todas las noticias eran lúgubres. Gran Bretaña no era la única nación que se debatía en el proceso de perder un imperio. El Viet Minh estaba sacando a los franceses a patadas de Indochina. En Gorbals, al sur de Glasgow, se había producido una reyerta entre bandas rivales de navajeros. Un hombre había sido arrollado por un tren en las afueras; la policía no había facilitado su nombre. Lo único que me animó un poco fue un anuncio que aseguraba que tomando una tableta de Amplex Clorofil cada día se obtenía un frescor inigualable en el aliento y en todo el cuerpo. Obviamente, un intento de introducirse en un mercado poco explotado.

Estaba leyendo la tira de Rip Kirby cuando me llevé una agradable sorpresa. Muy agradable: rubia y de metro sesenta. La reconocí en cuanto entró en la oficina a pesar de que nunca nos habíamos visto. Vestía con una elegancia que no estaba al alcance de Glasgow: blusa de seda de color crema, falda tubo azul pálido bien ceñida a su figura y unas medias de pura seda enfundando su largas piernas. Lucía en el cuello un collar de perlas -tan gruesas que el buzo probablemente había tenido que subirlas a la superficie de una en una- y unos pendientes a juego. Llevaba un sombrerito blanco tipo casquete y guantes del mismo color. La chaqueta, en cambio, a juego con la falda, la sujetaba en el mismo brazo que el bolso (un bolso que había nadado, en una vida anterior, en las aguas del Nilo o en los Everglades de Florida).

Me puse de pie y procuré que mi sonrisa no pareciese lasciva. Seguramente solo resultaba boba. Pero Sheila Gainsborough debía estar acostumbrada a las sonrisas embobadas de los hombres.

– Hola, señorita Gainsborough -dije-. Tome asiento, por favor. ¿En qué puedo ayudarla?

– ¿Me conoce?

Me dedicó una sonrisa típica de persona famosa: esa manera educada y mecánica de enseñar los dientes que no significa absolutamente nada.

– Todo el mundo la conoce, señorita Gainsborough. Desde luego todo el mundo en Glasgow. Debo confesar que no suelo recibir a muchas celebridades en mi oficina.

– ¿Ah, no? -Frunció el ceño y el arco impecable de sus cejas descendió un poco mientras se dibujaba un pliegue en la piel, por lo demás impecable, de su frente. Todo impecablemente-. Me habría imaginado… -Desechando la idea y desarrugando el ceño, tomó asiento y yo la imité-. Nunca había pisado la oficina de un detective privado. Ni tampoco había visto a ninguno, vamos, dejando aparte a Humphrey Bogart en las películas.

– Ganamos mucho en persona. -Sonreí ante mi propia agudeza. Bobamente-. Y yo prefiero llamarme «investigador». Así pues, dígame, ¿por qué necesita un investigador ahora?

Ella abrió su bolso de cocodrilo de sesenta guineas y me entregó una fotografía. Era una toma profesional, propia del mundo del espectáculo, en color. No reconocí al joven que aparecía en la foto, pero decidí al instante que no me gustaba: su sonrisa era postiza y demasiado aplomada. Iba con una camisa de aspecto caro, con el último botón desabrochado y las solapas desplegadas sobre el cuello de un traje gris claro de aspecto todavía más caro. Llevaba el pelo castaño bien cortado y ligeramente aceitoso. Era apuesto, pero de un modo demasiado pulido y remilgado. A pesar de su pelo oscuro, tenía los ojos del mismo azul deslumbrante que Sheila Gainsborough.

– Es mi hermano. Sammy. Mi hermano menor.

– ¿Él también está en la industria del espectáculo, señorita Gainsborough?

– No. Bueno, no exactamente. Canta de vez en cuando, pero ha probado todo tipo de cosas. Algunas, me temo, no son del todo… honorables. -Suspiró y se echó hacia delante, apoyando los antebrazos en el borde de mi escritorio. Tenía la piel bronceada; no oscura: solo una pátina dorada. Volvía a fruncir el ceño de aquel modo encantador-. Quizá la culpa sea mía. Lo he malcriado dándole más dinero del que puede manejar.

Advertí que tenía un acento algo americanizado. Yo hablaba como ella, pero en mi caso se explicaba porque me había criado en Canadá. Sheila Gainsborough, en cambio, que yo supiera, no había pasado de la costa de Dunoon en dirección oeste. Deduje que habría recibido lecciones de voz para hundir su acento de Glasgow en mitad del Atlántico.

– ¿Tiene Sammy algún problema?

También yo me incliné sobre el escritorio y fruncí el ceño, aprovechando la oportunidad para recorrer de un vistazo la superficie de su blusa.

– Ha desaparecido -dijo.

– ¿Cuánto tiempo hace?

– Una semana, quizá diez días. Teníamos una cita en el banco porque había dejado en descubierto la cuenta que le abrí, pero no se presentó. Eso fue el jueves pasado. Fui a su apartamento, pero no estaba. Detrás de la puerta encontré el correo de dos días.

Saqué una libreta del cajón e hice algunas anotaciones solo para guardar las apariencias. La gente se siente reconfortada si tomas notas; es como si te lo estuvieras tomando un poco más en serio. También ayuda asentir con aire enterado.

– ¿Había hecho lo mismo otras veces? ¿Desaparecer sin avisarla?

– No. Así no, al menos. No durante una semana. De vez en cuando se iba de juerga, uno o dos días, nada más. Y siempre que estoy aquí, ya me entiende, cuando no ando de gira o en Londres, nos vemos los sábados y vamos a almorzar a Cranston’s Tea Rooms, en Sauchiehall Street. Él nunca se lo pierde.

Anoté. Asentí. Con cara de enterado.

– Dice que tenía un descubierto en la cuenta. ¿Se han retirado más fondos desde que él se ausentó?

– No sé… -De pronto pareció perpleja, como si le hubiera fallado a Sammy, o me hubiera fallado a mí, por no comprobarlo-. ¿Puede averiguarlo usted?

– Me temo que no. ¿Ha dicho que iba a asistir a la reunión del banco con él?

– La cuenta está a nombre de los dos -contestó.

Seguía frunciendo su frente por lo demás impecable. «Con motivo», pensé. Su hermano parecía un derrochador, un calavera de tomo y lomo. Si no había tratado de sacar dinero de aquella cuenta ya en números rojos significaría que no estaba derrochando o dándose la gran vida, o simplemente que estaba sin vida.

– Entonces puede comprobarlo usted misma -le dije-. El banco le facilitará esa información a usted, no a mí. Incluso la policía necesitaría una orden judicial. ¿Ha ido a ver a la policía, señorita Gainsborough?

– Estaba esperando. Pensaba que Sammy aparecería. Y luego, como no ha aparecido, he pensado que sería mejor recurrir a un detective privado… Quiero decir, a un investigador.

– ¿Por qué a mí? -pregunté-. Es decir, ¿quién la ha puesto en contacto conmigo?

– Tengo un mánager, Jack Beckett. Dice que lo conoce.

Fruncí el ceño.

– No sabría…

– Al menos de oídas. Me dijo… -titubeó, como dudando si poner en palabras el resto de su pensamiento-. Me dijo que era usted de fiar y que tenía contactos con… Bueno, que conocía a gente como la que Sammy ha venido frecuentando.

– Ya veo -dije, tratando aún de situar el nombre de Jack Beckett. Tomé una nota mental para darle las gracias apropiadamente si me tropezaba con él por aquellas referencias tan entusiastas.

Se hizo un silencio. Sonó la bocina de un taxi en Gordon Street. Un murmullo de voces subía desde el exterior y se colaba por la ventana, que había dejado abierta con la esperanza de que se refrescara la oficina. Reparé en un hilo de sudor que se deslizaba por el cuello lustroso de Sheila Gainsborough.

– ¿Y con qué tipo de gente exactamente se relacionaba Sammy? Me ha dicho que se había metido en asuntos poco honorables. ¿A qué se refería?

– Como le decía, Sammy no está en el mundo del espectáculo como tal, pero a veces hace algún trabajillo como cantante. No es que sea muy bueno, para serle sincera, pero sí lo bastante para Glasgow. Ha actuado en algunos clubes nocturnos y se ha mezclado con malas compañías. También se ha aficionado al juego. Creo que por ahí se ha ido gran parte del dinero.

– ¿Qué clubes?

– No lo sé… No son los mismos donde yo empecé. Había uno que frecuentaba mucho, creo que también cantaba: el Pacific Club, cerca del río.

– Ah, sí -dije. «Ay, joder», pensé. Uno de los locales de Jonny Cohen el Guapo.

– ¿Lo conoce?

– Conozco al dueño. Podría hablar con él.

– ¿Ha oído hablar del Poppy Club? -me preguntó.

– La verdad es que no. ¿Por qué?

– Cuando fui al apartamento de Sammy había una nota junto al teléfono que decía: «The Poppy Club». Nada más. Sin ningún número. He mirado en la guía, pero no figura ningún Poppy Club ni en Glasgow ni en Edimburgo.

Apunté el nombre en mi libreta. En plan tranquilizador.

– ¿Cuál es el nombre completo de Sammy? -dije.

– James Samuel Pollock.

– ¿Pollock?

– Es mi auténtico apellido. Era: me lo cambié oficialmente.

– ¿Así que se llamaba Sheila Pollock?

– Ishbell Pollock.

– ¿Ishbell?

– A mi agente no le pareció que Ishbell Pollock sonara como debe sonar el nombre de una estrella de la canción.

– ¿De veras? -dije, como si me dejara perplejo que alguien no fuera capaz de apreciar el encanto de un nombre como Ishbell Pollock.

La verdad era que habían hecho un buen trabajo con ella. Una cantante de club: una entre mil. Solo que en su caso contaban con una extraordinaria materia prima. Sheila Gainsborough poseía la belleza -sin duda la poseía- y la voz necesaria para sobresalir del montón. La habían descubierto, la habían aderezado, transformado, dirigido. Tal vez poseía la belleza y la voz, pero desde luego un nombre como Ihsbell Pollock y un acento de Glasgow habrían sido desdeñados más aprisa que unas bragas recicladas el Día de la Victoria.

Escribí el nombre completo de Sammy en mi libreta.

– ¿Cuándo vio por última vez a su hermano?

– En el almuerzo del Tea Rooms, el sábado hizo una semana.

– ¿Y los amigos, las chicas, la gente que solía frecuentar? Me ha dicho que andaba con malas compañías. ¿Podría darme algún nombre?

– Tiene un amigo, Barnier, un francés. Sammy lo nombró un par de veces. Creo que eran amigos, aunque también podría tratarse de negocios.

– ¿Nombre de pila?

Ella meneó la cabeza.

– Sammy siempre lo llamaba Barnier. Tampoco puede haber muchos franceses en Glasgow.

– No lo sé -dije-. Probablemente vienen en manada por la cocina escocesa. -Los dos sonreímos-. ¿Alguien más?

– Un día estaba en su apartamento y Sammy recibió la llamada de una chica. El tono era íntimo. Lo único que saqué fue su nombre: Claire. También conocía a un par de tipos con una pinta que no me gustaba nada. Tipos duros.

– ¿Nombres?

– Lo siento. Solo los vi una vez mientras esperaba a Sammy fuera del club. Daban la impresión… no sé, de como si no quisieran ser vistos. Pinta de vagos más bien. De veintitantos años. Uno moreno, de metro setenta; el otro, quizás un par de centímetros más bajo, con el pelo rubio rojizo. El moreno tenía una cicatriz en la frente en forma de media luna.

Me la quedé mirando, sumido en profundas reflexiones. Ella me sostuvo la mirada, obviamente más tranquila al ver que había provocado tan profundas reflexiones investigativas. En realidad, lo que yo estaba pensando era cómo sería tumbarla sobre mi escritorio.

– De acuerdo. Gracias -dije, cuando ya tuve todos los datos-. ¿Sería posible que fuéramos juntos al apartamento de su hermano… a echar un vistazo?

Ella miró su reloj.

– Salgo esta noche para Londres en coche cama. Y me quedan un montón de cosas por hacer. ¿Podríamos ir ahora mismo?

Me puse de pie, sonriendo.

– Tengo el coche en la esquina.


El Atlantic había estado mucho rato al sol y bajé los cristales de las ventanillas antes de sujetarle la puerta a Sheila Gainsborough para que subiera. Me sorprendí a mí mismo echando vistazos a todos lados con la frenética esperanza de que algún conocido (cualquiera) me viera en ese momento invitando a mi coche a aquella mujer bella, rica y famosa. Pasaron dos chavales sin prestar ninguna atención, seguidos de un viejo con gorra que, pese a la temperatura, llevaba una gruesa chaqueta azul marino y un pañuelo atado al cuello. Se detuvo solo para escupir profusamente en la acera. No me lo tomé como una señal de que estuviera impresionado.

Incluso con los cristales bajados, el interior del coche resultaba sofocante, si bien la atmósfera era embriagadora: el olor a madera y cuero recalentados se mezclaba con la lavanda del perfume de Sheila y con un leve aroma almizcleño procedente de su cuerpo.

El apartamento de Sammy Pollock estaba en la parte oeste del centro de la ciudad, pero no propiamente en el West End. Circulamos en silencio por Sauchiehall Street hasta que la numeración empezó a llegar a los millares y entonces me indicó que doblara a la derecha. Un tramo angosto de parque separaba las hileras de adosados de tres pisos de estilo georgiano. Había algunos niños retozando por la hierba. Las madres, con los cochecitos al lado, se recostaban en los bancos, sumidas en la apatía del bochorno veraniego y de la maternidad.

El apartamento de Pollock ocupaba dos plantas de una de aquellas casas adosadas que ya solo resultaban imponentes a medias. Aquella piedra arenisca debía de haber relucido en su día con brillos dorados. Sobre la puerta había un arco de vidrios coloreados, otrora vivaces, que tenía un aire casi vienés: estilo Charles Rennie Mackintosh o algo similar. Pero la ciudad de Glasgow no cesaba en su labor, en su sucia labor. El humo y el hollín vomitados sin pausa habían ennegrecido la piedra y deslucido los vidrios. Era como ver a un clérigo con levita y calzones después de haber bajado varias veces a una mina.

– ¿Siempre ha tenido usted una llave? -le pregunté a Sheila mientras abría la puerta.

Ella dio un suspiro.

– Bueno, señor Lennox, veo que ha deducido la situación por sí mismo. El apartamento es mío. Lo compré yo, lo amueblé y se lo dejé a Sammy. También le paso una asignación.

– ¿Qué edad tiene Sammy?

– Veintitrés años.

– Ya veo -dije. Me imaginé a un chico de veintitrés a quien se lo proporcionaba todo una hermana que, por su parte, no había cumplido aún los treinta. Pensé en la época en que yo tenía veintitrés años y avanzaba combatiendo por Europa con la única vaga esperanza de llegar a los veinticuatro. Sammy Pollock solo tenía trece años menos que yo, pero pertenecía a una generación totalmente distinta. Vivía en un mundo distinto.

Ella me leyó el pensamiento.

– ¿No aprueba el modo de vida de Sammy?

– Envidio su modo de vida. Ojalá lo hubiera podido llevar yo a su edad. Es usted una hermana muy generosa.

– Debe entender una cosa… -Sin soltar el pomo de la puerta, me miró muy seria con sus deslumbrantes ojos azules-. Soy cinco años mayor que Sammy. Nuestros padres murieron y… bueno, me siento responsable de mi hermano. Yo he tenido suerte, me ha sonreído la fortuna. Y eso me ha permitido ayudar a la única persona que me importa en este mundo. Sammy no es mal chico. Solo un poco tonto a veces. Inmaduro. Lo que me preocupa es que se haya enredado con malas compañías. Que se haya metido en líos.

– Comprendo. -Señalé la puerta, que seguía sujetando sin decidirse a abrir-. ¿Pasamos?

– Alguien ha estado aquí -fue lo primero que dijo cuando entramos en la sala de estar. Ciertamente, estaba todo hecho un desastre. Parte del mismo era producto de una vida de soltero a todo tren: ceniceros repletos, botellas de cerveza pegajosas y vasos de whisky dudosamente hermanados con mesitas de nogal de aire carísimo; una chaqueta tirada de cualquier modo en un sillón, un par de platos sucios, una taza de café. Ese era un paisaje que yo mismo conocía bien. Pero había otra dimensión en aquel desbarajuste, un elemento adicional que no hablaba de dejadez, sino de una firme determinación. Como si alguien hubiera estado buscando algo. Con prisas.

– ¿Sammy? -dijo Sheila, levantando la voz, y avanzó precipitadamente hacia el pasillo. Di un par de pasos y la detuve, poniéndole una mano en el brazo. Tenía la piel cálida; un poco húmeda bajo la punta de mis dedos.

– Déjeme echar un vistazo -dije-. Espere aquí.

Ya había cerrado la mano sobre la cachiporra de acero elástico forrado de cuero que siempre llevaba encima. Cuando llegué al pasillo y Sheila ya no me veía, la saqué del bolsillo de la chaqueta.

– ¿Señor Pollock? -Nada-. ¿Hola?

Avancé a lo largo del pasillo. Había un teléfono de color marfil sobre la repisa de un colgador y otro cenicero repleto al lado. Advertí que algunas colillas eran con filtro, cosa no muy frecuente, y que tenían un ribete rojo de pintalabios. Me metí una en el bolsillo. Seguí adelante, echando una ojeada a cada habitación sin detenerme. El apartamento era luminoso y estaba amueblado con mucho lujo, pero todas las habitaciones se encontraban patas arriba y había papeles y trastos esparcidos por el suelo. Subí las escaleras y me encontré el mismo panorama en el piso superior. Llegué al dormitorio de Pollock, también un barullo de objetos desparramados por el suelo. Me llamó la atención una cosa brillante que relucía a la luz del sol. Cuando me hube asegurado de que estábamos solos en el apartamento, llamé a Sheila para que subiera.

– Ha dicho antes que alguien había pasado por aquí. Entiendo que el piso no estaba así cuando vino la última vez.

Ella negó con la cabeza.

– Sammy nunca ha sido muy meticuloso con la casa, pero no hasta este punto… Parece que hayan entrado a robar.

Señalé con el mentón la mesilla de noche. Había un cenicero de vidrio de plomo y un gran encendedor de mesa de oro.

– Ningún ratero se iría sin meterse eso en el bolsillo. No ha sido un robo. Era un registro. -Me agaché y recogí el objeto que me había llamado la atención: una refinada cajita con bisagras de acero que había quedado abierta en el suelo. Eché una ojeada y vi su contenido desparramado alrededor-. ¿Tiene su hermano algún problema médico que yo deba conocer? -Volví a colocar la jeringa y la aguja en la caja metálica y se la mostré a Sheila-. ¿Es diabético?

Ella la miró y su expresión se tornó sombría.

– No. No tiene ninguna enfermedad.

– ¿Pero esto le dice algo?

Sheila me miró con dureza antes de responder.

– Yo me he movido con un montón de músicos. Es parte de mi trabajo. Y los músicos y los artistas… bueno, experimentan con algunas sustancias.

– ¿Estupefacientes?

– Sí. Pero no creo… o al menos nunca he tenido motivos para creer que Sammy estuviera metido en este tipo de tonterías.

Durante unos momentos los dos contemplamos en silencio el estuche metálico de la jeringa que yo sujetaba en mis manos, como si fuera a revelarnos sus secretos si lo mirábamos el tiempo necesario.

– Quizás haya sido el propio Sammy, claro -dije. Habría podido sonar más convincente-. Tal vez vino a recoger algunas cosas, a prepararse una maleta. -Me guardé en el bolsillo el estuche de la jeringa.

– Voy a revisar los armarios y los cajones -dijo ella con desgana-. Quizá me dé cuenta si falta alguna cosa. O si se ha llevado ropa.

Pasó por mi lado. El ambiente era sofocante y estaba cargado y, mientras pasaba, me volvió a llegar una oleada a lavanda y almizcle. El envoltorio y la carne. «Ay, Lennox -me dije-, esta vez te ha dado fuerte.»

De repente se oyó un ruido abajo. Nos quedamos paralizados. Alguien estaba abriendo la puerta del apartamento. Ella la había dejado cerrada, lo cual significaba que quien viniera ahora tenía una llave. Detuve a Sheila, que ya se dirigía a la puerta del dormitorio, obviamente con la intención de llamar a su hermano. Me llevé un dedo a los labios, me deslicé junto a ella y bajé con sigilo lo más aprisa posible, mientras volvía a sacar del bolsillo mi porra flexible. Llegué al pie de la escalera justo cuando se abría la puerta del vestíbulo y aparecía en el pasillo un joven de pelo negro y tez oscura.

– Hola -dije con una sonrisa, ocultando la porra. El tipo del pelo oscuro me miró con unos ojos como platos.

– ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? -Ahora, cuando la sorpresa dio paso a la suspicacia, entornó los párpados. Yo seguí sonriendo y aferré la porra con más fuerza.

– ¿No ha visto esas películas en las que alguien suelta: «Aquí hago yo las preguntas»? Bueno, ese soy yo. Empecemos por esta: ¿cómo es que tiene la llave de un piso que ni es suyo ni ha alquilado?, ¿y cómo es que entra y sale a su antojo?

– ¿Es usted poli?

– Digamos que investigo la desaparición de Sammy Pollock.

– Pero no es un poli… -Entornó más los párpados. De repente parecía haber perdido la seguridad-. ¿Lo envía Largo?

– ¿Largo?

El tipo pareció aliviado. Volvió a surgir la dureza en su expresión. Agachó un poco la cabeza y se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta. Hora de jugar.

Arriba, Sheila Gainsborough debió de deslizarse hacia la escalera: una tabla del entarimado crujió. Mi amiguito de pelo oscuro levantó la vista, algo intimidado. Pensó, evidentemente, que yo había venido con refuerzos. Me ofendió un poco que creyera que los necesitaba para ocuparme de él.

– Si no es policía, que lo jodan. -Dio media vuelta y se dirigió al pequeño vestíbulo con celeridad, aunque sin traslucir ningún pánico.

– Ah, no. No puede… -Me apresuré a agarrarlo del hombro-. Aguarde un momento…

Era ocho o diez centímetros más bajo que yo y calculó mal el codazo brutal que me lanzó. En vez de darme en la cara o en la garganta, me golpeó en el pecho y me mandó hacia atrás. Eso le dio tiempo para abrir la puerta. Ya iba a cruzarla cuando corrí tras él y le asesté una patada a la puerta con todo el ímpetu de mi cuerpo. El filo de madera le dio en el hombro, rebotó y se estrelló en su mejilla, de tal modo que se le quedó la cara entre la jamba y la puerta. El tipo estaba aturdido. Se le formó un grumo de sangre en la mejilla, que enseguida se convirtió en un reguero que le chorreaba por un lado de la cara y por el cuello, tiñéndole la camisa de rojo.

– Ay, perdón -dije-. ¿Lo he pillado con la puerta?

Volvió a llevarse la mano al bolsillo, pero ahora con gestos lentos e imprecisos. Le aticé con fuerza con la porra, dos veces. El primer golpe se estrelló en su muñeca con un crujido; el segundo le dio en la nuca. Se le apagaron las luces y se derrumbó: la mitad dentro y la mitad fuera del umbral. Lo cogí por detrás del cuello de la camisa y lo arrastré del todo al interior del apartamento.

Al volverme vi a Sheila en mitad de la escalera, con unos ojos alarmados y la mano en la boca.

– ¿Hacía falta esto? -preguntó cuando se recobró un poco.

– Él ha empezado -respondí-. Y lleva algún arma en el bolsillo que estaba a punto de sacar. -Me agaché y saqué una navaja automática. Accioné el resorte para mostrarle la hoja-. Ya lo ve… defensa propia.

– Parece disfrutar mucho defendiéndose, señor Lennox.

Me encogí de hombros y levanté aquella figura desmoronada. El tipo aún seguía grogui, pero me observaba con mirada aviesa. Eso no me gustó, así que le di un par de reveses en la mitad sana de la cara. Para marcar territorio.

– Por el amor de Dios, ya basta, Lennox.

Sheila se acercó y me miró con dureza. Tenía razón, ya era suficiente. Era incluso demasiado. Sentía esa tensión y ese ardor peculiar en el pecho: el afán de causar daño a otro que había adquirido en la guerra latía aún en mi interior. Me di cuenta de que a Sheila no le gustaba la persona que tenía delante. Al menos ya teníamos eso en común: yo no me gustaba mucho a mí mismo.

Llevé a la sala de estar a nuestro visitante y lo dejé caer sobre un sillón. Sheila nos siguió. Se apoyó en la pared, encendió un cigarrillo y empezó a fumar con ansiedad. Aparte de eso, parecía tranquila y serena. Impresionante aplomo.

Le eché un vistazo al tipo. Veintitantos años, traje azul cruzado de raya diplomática, ni barato ni caro, y lo mismo la camisa y la corbata. Me fijé en que los zapatos eran de cuero marrón, y no muy nuevos. Me entraron ganas de darle otra bofetada: zapatos negros o granates con traje azul, nunca marrones.

– ¿Cómo te llamas?

– Que le jodan -dijo, sujetándose la muñeca.

– Hay una dama presente. -Agarré un puñado de tela rayada-. Cuida tu lenguaje o te llevarás unas cuantas caricias más.

El tipo miró a Sheila y farfulló una disculpa.

– Bueno, ¿cómo te llamas?

– Costello.

– Muy gracioso. Y supongo que Bud Abbot [4] está fuera vigilando.

Retorcí el tejido barato de su traje.

– Es la verdad. Paul Costello. Me llamo así.

Lo solté en el acto y me erguí.

– ¿Eres el hijo de Jimmy Costello?

– Sí. Soy yo -respondió, recuperando la seguridad en sí mismo-. ¿Ha oído hablar de mi padre? Entonces ya sabe cómo se va a poner cuando le diga que me ha hecho esto. -Alzó la muñeca y me mostró la mejilla.

– ¿Cómo es que tienes la llave de este piso?

– Ocúpese de sus asuntos. Voy a telefonear a mi padre y él se encargará de ajustarle las cuentas como es debido.

Asentí.

– Señorita Gainsborough, ¿podría esperarme en el coche? -Le tendí las llaves, pero ella no las cogió.

– ¿Qué piensa hacer? -preguntó con un tono que traslucía suspicacia y reprobación a la vez.

– No se preocupe -dijo Costello-, no va a hacerme nada. No sabía con quién se las tenía, y ahora que lo sabe va a tratar de librarse a base de labia. Pero no podrá. -Me miró con desdén.

– Como dice el señor Costello, tenemos una pequeña discrepancia. Necesito hablar con él a solas. -Sacudí las llaves del coche como quien toca una campanilla-. Por favor.

Ella tomó las llaves a regañadientes y salió dando un portazo. Paul Costello me dedicó una mirada aviesa y feroz.

– Se está cagando en las patas, ¿no? Sabe muy bien quién es mi padre. Debería averiguar con quién trata antes de empezar a dárselas de gallito. -Hizo una mueca, sujetándose la muñeca lastimada con la otra mano-. Creo que me la ha roto, joder.

– Déjame ver. -Me agaché y Costello me miró con recelo-. En serio, déjame.

Extendió la mano y yo palpé la articulación con todo cuidado. Él soltó un grito.

– No es tan grave -dije-. Me parece que he fracturado un par de huesos, nada más.

– ¿Nada más? Espere a que lo sepa mi padre.

– Tienes razón -le dije, examinándole aún la muñeca-. Siempre has de saber con quién tratas antes de meterte con nadie. Mírame a mí…

Costello hizo otra mueca cuando encontré otro punto sensible en su muñeca. Se le estaba empezando a hinchar. Quizá tenía una fractura más importante, después de todo.

– Mírame a mí, por ejemplo. Yo sé quién es tu padre. -Hundí el pulgar con fuerza en su muñeca inflamada; él soltó un grito-. Y me importa una mierda. ¿Te crees que el cerdo irlandés de tu padre va a darme miedo?

Intentó apartar la mano y lo recompensé con otro cruel apretón. Más gritos.

– La verdad es que trabajo para los Tres Reyes. ¿Sabes quiénes son?

Costello asintió, mirándose con desesperación la muñeca, que no conseguía zafar de mi tenaza.

– Bueno, trabajo para todos ellos de vez en cuando. Conozco a tu padre y sé que no pinta nada. Es un don nadie. Si Martillo Murphy quisiera aplastarlo podría hacerlo sin más, como quien aplasta una chinche. Así que corre con tus cuentos a papá y yo haré lo mismo con Martillo Murphy. ¿Nos vamos entendiendo? -Subrayé la pregunta con otro cruel apretón. Su rostro se contrajo de dolor. Cuando aflojé, el asintió frenéticamente-. De acuerdo. Ahora que ya nos entendemos, creo que podremos mantener nuestra pequeña charla. A ver… ¿por qué tienes la llave de este apartamento?

– Me la dio Sammy.

– ¿Por qué?

– Somos amigos.

– ¿Qué quieres decir? ¿Compadres de juerga o de cama?

– ¡Qué coñ…!

Corté su obscenidad con un ligero apretón.

– No soy ningún maricón -protestó cuando recuperó el resuello-. Sammy y yo solo somos amigos.

– Bueno, a lo mejor va a parecerte algo difícil de creer -le dije con modestia-, pero yo tengo montones de amigos y ninguno tiene la llave de mi piso. Inténtalo de nuevo, Costello… Junior.

– Es la verdad. Sammy me deja pasar aquí la noche de vez en cuando. Yo también trabajo en el club.

– ¿Qué club? ¿El Poppy Club?

– ¿Poppy Club? No lo conozco de nada. Yo trabajo en el Riviera… el local de mi padre. Sammy canta allí a veces.

– ¿El Riviera? -Di un bufido-. Qué glamour. ¿Y en qué punto exacto de la costa de Liguria se encuentra el club de tu padre?

Costello me miró como si le hablase en chino. En Glasgow más bien convenía limitar las referencias culturales.

– ¿Dónde está el Riviera Club?

– En Partick, cerca del río.

Está vez el bufido se convirtió en carcajada. Costello pareció ofenderse.

– Es un sitio con clase -dijo.

– Seguro. Debe de figurar en el itinerario de toda la gente de categoría. Me imagino que debes cruzarte a menudo con la princesa Margarita.

– Que le jodan.

– Venga, venga, Junior. No te pongas picajoso o tendré que de darte la mano otra vez. Hablando de hacer manitas… ¿cómo es que sois tan íntimos Sammy y tú? A mí no se me habría ocurrido relacionaros.

– Los dos tenemos ideas, proyectos de negocios. Él ya está harto de ser solo el hermano de Sheila Gainsborough. Y yo estoy harto de que me tomen solo por el hijo de Jimmy Costello.

– Para, por favor, que se me caen las lágrimas. ¿Cuándo viste a Sammy por última vez?

– Hace un par de semanas. He estado fuera.

– ¿Dónde?

– ¿A usted qué le importa?

Sonreí y apreté. Él contrajo la cara y me miró con furia.

– En Londres… -masculló entre dientes-. He estado en Londres un par de semanas

– ¿Entonces no sabías que había desaparecido? -Le solté la muñeca y prendí un cigarrillo.

– Está disfrutando, ¿no, joder? -Sonrió con malicia pese al dolor-. Le gusta hacer daño a la gente. De veras disfruta, ¿verdad?

– No generalices, por favor. -Me hice el ofendido; luego sonreí con aire zalamero-. No disfruto haciendo daño a la gente; solo haciéndotelo a ti; digamos que es una cosa entre tú y yo. Y ahora dime… -Dejé de sonreír y me eché hacia delante-. ¿Sabías que Sammy había desaparecido?

– ¿Desaparecido? Pero… ¿ha desaparecido? Ya sé que no está aquí, pero eso no significa que haya desaparecido. Intenté localizarlo por teléfono un par de veces desde Londres. Pensé que no lo había encontrado, que no había tenido suerte. Por eso he venido hoy.

– ¿Qué tipo de negocios? -Le tiré el humo a la cara.

– ¿Cómo?

– ¿En qué tipo de negocios estabais pensando meteros Sammy y tú?

– Bueno, no sé… como agentes artísticos. Pensábamos representar a algunos de los músicos que trabajan en los pubs y los clubes. A los mejores. Nosotros conocemos a muchos y se nos ocurrió que podríamos ofrecernos como representantes.

– ¿Seguro que vais a hacerle la competencia al gran Bernard Delfont, y no a la Imperial Chemical Industries?

– ¿Cómo? -Costello me miró con irritación.

– Me estaba preguntando si no estaríais pensando en meteros en el negocio farmacéutico.

Me saqué del bolsillo la cajita metálica, la abrí y le enseñé la jeringa.

– ¿Se supone que esto tiene que decirme algo?

– Me preguntaba si Sammy y tú no estabais pensando en suministrarles algo más que asesoramiento artístico a vuestros amigos músicos.

– No sé de qué me habla, oiga.

Si mentía, disimulaba muy bien, aunque su expresión estaba casi totalmente dominada por el dolor; y me dio la impresión de que ahora la mejilla lo atormentaba tanto como la muñeca.

– ¿Quién es Largo?

– ¿Qué?

– Primero me has tomado por un poli, y luego has creído que me había enviado un tipo llamado Largo.

– ¿Largo? No es nada. Quiero decir, nadie. Un tipo al que le debo dinero. Pensaba que lo había mandado a usted para ver si me presentaba aquí.

– ¿Sammy conoce a Largo? ¿También le debe dinero?

– No.

Costello me sostuvo la mirada. No parecía mentir, pero con un tipo de su ralea era difícil saberlo.

– No me has contestado. ¿Quién es Largo? Nunca he oído hablar de él.

– Un tipo.

– Un tipo que envía gente a cobrar sus deudas, por lo visto.

– Oiga, Largo no tiene nada que ver con Sammy. No se conocen. -Hizo una mueca dolorida y se colocó la muñeca sobre el pecho con la otra mano.

– La llave -le dije guardándome el estuche de la jeringa.

– ¿Qué?

– Que me des la llave. Sammy Pollock no es el propietario de este apartamento y tú todavía menos. Así que dame.

Una vez que me hubo entregado la llave con la mano buena, lo alcé del sillón y lo llevé hasta la puerta. El calor se nos echó encima en cuanto salimos a la calle.

– Esto no va a quedar así -dijo Costello con una mirada de odio, sujetándose la muñeca. Di un paso hacia él y se alejó corriendo en la dirección contraria.


Sheila Gainsborough estaba junto al coche. Su pelo rubio relucía bajo el sol.

– Bueno, ¿ha conseguido sacarle la verdad a golpes?

– Escuche, señorita Gainsborough, a ver si nos entendemos. El joven señor Costello al que acabamos de conocer es un sujeto indeseable. Conozco a su padre, o al menos sé quién es. Jimmy Costello es todavía más indeseable. Es un gánster y un matón. Usted ha recurrido a mí porque tiene un problema: su hermano ha desaparecido y lo primero que hemos descubierto es que le han puesto la casa patas arriba. Luego aparece Costello Junior con una llave del piso que paga usted, como si estuviera acostumbrado a entrar y salir a su antojo. Lamento que mis métodos le parezcan un poco directos, pero después de haber conocido al joven Costello me siento mucho más inquieto por su hermano que hace una hora.

Sheila Gainsborough frunció el ceño otra vez de aquel modo delicioso.

– ¿Le ha dicho Costello qué hacía aquí y por qué tenía la llave?

– Bueno, para empezar ya no la tiene. -Le tendí la llave, que desapareció en las fauces del cocodrilo-. Costello dice que eran amigos y socios en potencia, pero ha sido bastante impreciso en cuanto al tipo de negocio. Agentes de músicos, dice. ¿Su hermano tiene idea de cómo trabaja un representante?

– ¿Sammy? En absoluto.

– Tampoco creo que Costello haya hecho un cursillo. -Encendí el motor, pero hice una pausa antes de arrancar-. ¿Le dice algo el nombre Largo?

– ¿Cómo?, ¿ese pueblo de la zona de Fife?

– No, no es un sitio. Es una persona. Costello creía que me había enviado un tipo llamado Largo.

Sheila miró un momento a lo lejos, pensando. Su fragancia impregnaba el sofocante silencio del coche.

– No -dijo al fin-. No conozco a nadie llamado así. Y nunca le he oído a Sammy ese nombre.

– De acuerdo. -Sonreí-. La llevo otra vez a la ciudad. Le recomiendo que siga con sus planes y viaje a Londres. Yo husmearé por ahí. ¿Cómo puedo contactar con usted?

Abrió con un chasquido el cocodrilo y sacó una tarjeta.

– Es el número de mi agente. Se llama Humphrey Whithorn. Si necesita hablar conmigo, él sabe cómo localizarme. Pero ¿qué piensa hacer? No tiene nada para seguir investigando.

– Están los clubes donde trabajaba. Empezaré enseguida por ahí. -Tomé la tarjeta. El nombre de Sheila Gainsborough estaba grabado en letras plateadas sobre papel vitela blanco. El nombre de Whithorn aparecía abajo, a la derecha, en caracteres más pequeños. Como todo lo relacionado con ella, aquella tarjeta hablaba de refinamiento y de dinero. Traté por un momento de imaginarme el nombre Ishbell Pollock grabado en la tarjeta: imposible-. Entre tanto, convendría que comprobara en el banco si Sammy ha intentado retirar de la cuenta más dinero.

La llevé de vuelta a mi oficina y le hice más preguntas sobre el estilo de vida de Sammy. Cuando se me agotaron ya los clavos ardiendo, le prometí hacer todo lo posible para encontrar a su hermano. Ella me tendió la mano, asintió y se puso de pie. La acompañé a la puerta, lo cual no es un gran paseo en mi diminuta oficina, y le dije que estaríamos en contacto. Mientras la miraba bajar por la escalera, advertí que parecía deslizarse, más que andar, cuando se movía: su mano enguantada rozaba apenas la barandilla y sus altos tacones besaban ligeramente los peldaños de piedra. Sheila Gainsborough poseía una gracia que no había visto en una mujer desde hacía mucho. Me recordó por un momento a otra persona y sentí que se me encogían las tripas. Esa otra persona estaba muerta.

Cuando desapareció por la escalera regresé al calor de mi oficina. Me senté ante mi escritorio y, durante un buen rato, procuré identificar de dónde procedía la incómoda sensación que empezaba a asaltarme.


El piso en el que me alojaba estaba en Great Western Road, un sitio bastante aceptable: toda la planta superior de una típica casa victoriana de Glasgow.

No es raro tropezarse con un lugar de este tipo por pura casualidad: alguien conoce a alguien que conoce a alguien que alquila una habitación. La casualidad que había propiciado que mi piso quedara disponible consistió en que un submarino alemán dio por azar a una fragata de la Marina Real justo en mitad del casco. La fragata se hundió en un abrir y cerrar de ojos, llevándose al fondo a un joven oficial llamado White. Nada de particular: una vida humana más entre los millones que se habían extinguido prematuramente durante la guerra. Ese dato insignificante desde el punto de vista estadístico había constituido, sin embargo, una tragedia demoledora para la atractiva y joven esposa y las dos hijas del joven oficial de la Marina. Un futuro que había brillado en su momento de un modo tan prometedor yacía ahora cubierto de óxido en el fondo del Atlántico con el casco de la fragata destrozada.

Yo me había tropezado con la truncada familia White cuando buscaba dónde alojarme gracias a un anuncio publicado en el Glasgow Herald. Contando solo para sobrevivir con una pensión de viudedad de la Marina, Fiona White había hallado una solución drástica pero bien práctica: transformó la planta superior de la casa en un piso más o menos independiente y lo puso en alquiler, insistiendo en que el inquilino escogido debería contar con unas referencias excelentes. Las mías habían sido las más excepcionales que pude obtener de un falsificador profesional y la señora White me había aceptado. Lo que yo no acababa de entender era por qué me había permitido quedarme, teniendo en cuenta que había recibido un par de visitas de la fuerza pública local en el curso de los dos últimos años. Pero claro, el piso no era barato y yo pagaba con toda diligencia cada semana. A decir verdad, podría haberme trasladado a un sitio mejor, pero me había encariñado con la pequeña familia White. A cualquiera que me conociese no le habría sorprendido que mi primer pensamiento al ver a la joven y atractiva viuda hubiera sido que tal vez podría consolarla. Era sin duda la clase de mujer a la que cualquiera le encantaría consolar. Pero, con el paso del tiempo, se había colado espontáneamente en mi actitud hacia ella un desagradable elemento caballeresco y había acabado desarrollando un sentimiento protector para con la triste y pequeña familia del piso de abajo.

Había un teléfono en la pared del vestíbulo que compartíamos, justo al pie de la escalera, y lo primero que hice al volver a casa fue llamar a Lorna. Esperaba contentarla con esa llamada, pero ella se empeñó en que pasase a verla.

«Lo de comportarse como un caballero estaba empezando a convertirse en una mala costumbre», pensé mientras conducía hacia Pollockshields. Cuando llegué, me sorprendió encontrarme otra vez al colega de las Hébridas montando guardia en la puerta.

– Solo para tranquilidad de las damas -me aclaró el tipo con su acento cantarín.

Me senté entre Lorna y Maggie. El ambiente parecía tan cargado que temía que me cayera un rayo en cualquier momento. Traté de ofrecer consuelo, de aplacar los ánimos. Me esforcé en charlar de cosas intrascendentes, evitando cualquier asunto que nos recordara que habían pasado solo veinticuatro horas del brutal asesinato. Maggie preparó té y me ofreció un cigarrillo del cartón que había sobre la mesita de café. Me fijé en la marca: Four Square, fabricados por Dobie, de Paisley.

– No son los que fumaba la otra noche -observé-. Aquellos con boquilla de papel corcho.

– Ah, ya. -Se encogió de hombros-. Me los había traído Jimmy. No es mi marca habitual.

Me llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y saqué la colilla que había cogido del cenicero repleto que había en el vestíbulo de Sammy Pollock. Se la enseñé a Maggie, para que viera el doble cerco dorado que remataba el filtro. Ella frunció el ceño.

– Son esos, sí. ¿De dónde lo ha sacado?

– Un caso en el que estoy trabajando. Una persona desaparecida.

– ¿Es francesa esa persona?

– No, que yo sepa. ¿Por qué?

– Montpellier, así se llama la marca. Es francesa. Alguien le dio a Jimmy media docena de paquetes; seguramente eran de contrabando. Tal vez por eso se ha tropezado con otro que los fuma; quizá han pasado un camión entero de contrabando.

– Puede. -Me volví hacia Lorna-. ¿La policía tiene alguna noticia? ¿Han dicho algo de la investigación?

– El comisario McNab ha venido otra vez -murmuró. Tenía los párpados pesados y el dolor apagaba su expresión-. Me ha hecho varias preguntas más.

– ¿Qué clase de preguntas?

– A quién había visto papá en las últimas semanas. Si había sucedido algo fuera de lo normal.

Asentí. Willie Sneddon había hecho bien en mantener en secreto su reunión y sus asuntos con Calderilla.

– ¿Y había sucedido algo fuera de lo normal últimamente?

– No. -Maggie respondió por Lorna-. Nada que nosotras sepamos. Pero Jimmy nunca soltaba prenda. Todo lo relacionado con sus negocios se lo guardaba. -Hizo una pausa-. Solo hubo una cosa… aunque quizá no vale la pena ni mencionarla…

– Siga.

– Alguien le dejó una caja. Una entrega.

– Ya me acuerdo -dijo Lorna, arrugando el ceño-. Fue muy raro. Una caja de madera que no contenía más que un par de palos y una bola de lana.

– ¿De lana?

– Sí -contestó Lorna-. Lana roja y blanca hecha un ovillo.

– No parece significativo -comenté-. ¿La policía ha vuelto a revisar las cosas de tu padre? Su estudio, quiero decir.

– No. ¿Por qué?

– Solo por curiosidad. -Me encogí de hombros y di un sorbo de té-. ¿Tu padre tenía algún dietario o agenda en casa?

– ¿Por qué lo pregunta? -Fue Maggie la que me interrumpió con suspicacia nada disimulada. El problema de la suspicacia es que puede ser contagiosa: ahora fui yo el que se preguntó por qué se sentía en la necesidad de actuar con cautela.

– Como ya le dije la otra vez, la policía no se destaca precisamente por su imaginación. Tal vez no se les haya ocurrido buscar un dietario en su casa.

– Jimmy no lo necesitaba -dijo Maggie-. Él lo guardaba todo aquí. -Se tocó el pelo ondulado a la altura de la sien-. No le hacía falta un dietario.

– Ya me lo suponía… No importa.

– ¿Tú crees que podría ser de ayuda? -me preguntó Lorna sin la desconfianza de su madrastra.

– Tal vez. Al menos sabríamos a quién vio el día de su muerte.

Decidí dejarlo correr. A lo mejor bastaría con la respuesta de Maggie para quitarme a Sneddon de encima.

Me quedé más de una hora. Al menos hasta que tuve la sensación de haber cumplido mi deber como consorte de la afligida hija. Lorna me acompañó a la puerta y me besó cuando ya me iba. Había cierta desesperación en su manera de abrazarme, clavándome los dedos crispados en los brazos. Eso me entristeció. Ella necesitaba algo de mí y yo habría querido dárselo, pero no podía. No estaba en mi mano dárselo.

Lorna y yo nos habíamos enredado solo por divertirnos, nada más. Y así debería haber funcionado la cosa entre nosotros. Ahora, sin embargo, con su padre asesinado y encontrándose sola, buscaba algo que ninguno de los dos se había comprometido a ofrecer.

Ella pareció percibir esa falta y se apartó de mí bruscamente. Una fría presencia se había materializado en sus ojos: una escarcha de lucidez y de rencor.

– Escucha, Lorna… -empecé.

– Ahórratelo, Lennox.

Cuando ya salía del sendero de acceso, un coche que estaba a punto de entrar se vio obligado a frenar para darme paso. Le di las gracias con un gesto, pero el conductor no me respondió y se metió por el sendero en cuanto hube pasado. Ni siquiera miró en mi dirección, pero yo sí le eché un buen vistazo. El coche era moderadamente lujoso, un Manchester Leda o un Daimler Conquest casi nuevo de color granate, con la carrocería impecable y reluciente como una gota perfecta de sangre fresca. El conductor mismo también parecía bastante impecable. Conducía con la cabeza descubierta, así que vi que rondaba los treinta años y que tenía el pelo oscuro y un bigotito fino. Un tipo pulcro. Bien vestido, por lo que había visto.

Me detuve junto al bordillo y sopesé la idea de volver atrás para ver qué quería. No era policía; demasiado elegante para serlo, y con un coche demasiado caro. Me bajé del Atlantic, recorrí a pie un trozo del sendero y me agazapé tras un arbusto para echar un vistazo. El tipo ya estaba en la puerta y ahora vi que, en efecto, llevaba un traje caro. Era alto, quizá me sacaba cinco centímetros, cosa poco frecuente en Glasgow. Maggie abrió la puerta y lo hizo pasar. Lo conocía, eso estaba claro, y los dos echaron instintivamente un vistazo al sendero, como para comprobar que no había nadie mirando. O tal vez él le había dicho que acabábamos de cruzarnos. No podían verme detrás del arbusto de evónimo y desaparecieron en el interior. Se habían saludado de un modo a medio camino entre lo íntimo y lo profesional. Quizá tuvieran algo entre manos.

Había, sin embargo, un límite a lo que pudieran hacer a hurtadillas. Lorna seguía en la casa. A menos… Se me ocurrió una idea poco caritativa sobre mi querida amiga, tan recientemente golpeada por la desgracia, y la deseché casi en el acto. «Aquí no hay ningún complot, Lennox. Y si lo hubiera -me dije-, será mejor que no te metas. Ya te lo han advertido.» Por otra parte, aun suponiendo que hubiera existido el deber moral de llevar al asesino de Calderilla ante la justicia, yo tenía otros casos de pago a los que dedicarme primero.

Y los deberes morales no eran mi fuerte, además.

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