Se estaba haciendo tarde, pero pensé que haría una parada en el Horsehead para tomarme una copa antes de volver a casa. El Horsehead se había convertido para mí en una oficina extraoficial. En su momento había llegado a ser mi principal lugar de trabajo, pero últimamente había hecho un intento de reformarme y pasaba menos tiempo allí.
Cuando llegué, Big Bob me miró con una amplia sonrisa y yo se la devolví. Buen tipo, Big Bob. No sé a qué se habría dedicado antes de ponerse detrás de una barra, pero era un tipo duro de verdad. Con la guerra aún tan reciente, había una especie de regla tácita: si reconocías a otro hombre que había pasado por aquella picadora de carne, te abstenías de hablar de ello. Te identificabas mutuamente, como si fuerais de una misma raza, pero no lo comentabas.
– Vaya, vaya, joder. -Bob me sirvió un Canadian Club-. ¿Dónde te habías metido? Creí que te habías vuelto al puto Canadá.
– ¿Tú también trabajas para la oficina turística de New Brunswick? -Frunció el ceño-. He estado muy liado, Bob. ¿Alguien ha preguntado por mí?
– No… solo ese mierdecilla.
Señaló al joven que estaba al final de la barra. Yo lo miré y le hice un gesto para que se acercara.
– Deduzco que llevará calentando esa media pinta toda la noche -le dije a Bob, que asintió con aire de complicidad-. Anda, ponle una pinta.
– ¿Cómo va, señor Lennox?
Davey Wallace se me acercó con una gran sonrisa y Big Bob le tendió su cerveza. Davey medía metro setenta, tenía un aire tan lozano como lo permitía la atmósfera de Glasgow y llevaba un traje de segunda mano demasiado grande que debía de haber sido caro en su día, una guerra y una generación atrás.
– Hola, Davey.
– Los negocios, ¿bien? -dijo con atropellado entusiasmo-. ¿Algún caso nuevo?
– Como siempre, Davey -respondí sonriendo. Davey Wallace era un soñador: buen chico, pero un soñador. Para muchos, Glasgow era una cárcel y un hogar en igual medida. Los barrotes que los mantenían confinados eran el sistema de clases y, en la mayoría de los casos, la falta de una alternativa viable a los oficios manuales. Los astilleros y las fundiciones se tragaban a todos los jóvenes. A veces me preguntaba si en Rotten Row, la maternidad de Glasgow, no les pondrían ya directamente «aprendiz», y no «varón», en el certificado de nacimiento.
Davey era aprendiz -aprendiz de soldador- y hacía el turno de mañana en el astillero. Había empezado a los quince años y lo más probable era que trabajase allí hasta los sesenta y cinco. Para entonces ya habría abandonado su pasión por el rock and roll, porque se habría quedado sordo con el estruendo antes de los cuarenta. Pero ahora, con diecisiete años, huérfano desde los siete, criado hasta los quince en un orfanato, soltero y sin hijos que lo ataran todavía más a un ineluctable destino industrial, Davey Wallace se metía en un cine cada tarde y todos los sábados por la noche y se encontraba con una pandilla diferente: Bogart, Cagney, Mitchum, Robinson, Mature.
Cuando descubrió que yo era un investigador privado de verdad, se me acercó en el bar como un pobre pastor griego al mismísimo Zeus. Desde entonces aprovechaba cualquier ocasión para recordarme que si alguna vez buscaba a alguien que me echara una mano…
– Gracias por la pinta, señor Lennox.
– De nada, Davey. ¿No deberías estar en la cama? Tu turno de trabajo empieza muy temprano.
– Duermo por las tardes sobre todo. -Y luego, como corrigiéndose-: Pero siempre estoy disponible… Ya sabe, por si necesitara ayuda en sus casos, señor Lennox. Siempre estoy aquí.
Intercambié una mirada con Big Bog, que sonrió.
– Escucha, Davey -dije-. No es como tú te crees. No es como en las películas. Lo que yo hago para ganarme la vida no tiene ningún glamour.
Su expresión pareció apagarse.
– Debería probar allá en los astilleros. Cualquier cosa tiene glamour en comparación.
– ¿De veras? -Sonreí-. Creía que era fascinante…
O no captó el chiste o no le hizo gracia, porque se limitó a mirar su pinta de cerveza con aire taciturno. Una tradición escocesa, ya me había dado cuenta. Solté un suspiro.
– Escucha, Davey. No te puedo ofrecer trabajo porque no tengo trabajo que ofrecer. A duras penas saco para mis gastos a veces. Pero vamos a hacer un trato: si sale un asunto para el que necesito un par de ojos más o cualquier otro tipo de ayuda, te avisaré. ¿De acuerdo?
Él levanto la vista y sonrió, ilusionado.
– Cualquier cosa, señor Lennox. Puede confiar en mí.
– Está bien, Davey. ¿Por qué no te acabas la cerveza y te vas a casa? Si necesito algo, me pondré en contacto contigo.
Dejé que siguiera a mi lado hasta que se acabó la pinta. Una vez que se hubo marchado, Big Bob volvió a acercarse y me sirvió otro Canadian Club.
– ¿Sabes que solo guardo este mejunje para ti? -me dijo-. ¿Por qué no podrás beber escocés como todo el mundo?
Recorrí el local de un vistazo, tratando de vislumbrar algo a través de la espesa neblina de humo gris. En la mesa del rincón se apiñaba un corro de viejos con gorra, jugando al dominó y fumando apestosos pitillos liados a mano. Sumidos en la nube de humo, solo hacían una pausa en el juego para dar un sorbo de whisky y enseguida depositaban sus fichas en la superficie llena de cercos de la mesa con la jovialidad de unos macabros titanes derribando lápidas en un cementerio. Glasgow en su punto goyesco más álgido.
– No sé, Bob -dije, melancólico-. A lo mejor es un placer que me reservo…
– ¡Joder, me cago en la…! -exclamó, mirando bruscamente por encima de mi hombro. Me di la vuelta y vi a cuatro jóvenes que habían entrado por la puerta lateral-. ¡Tommy, Jimmy! -dijo Bob, llamando a los otros camareros, y los tres salieron de detrás de la barra con aire decidido y se fueron hacia el grupo de jóvenes.
Reparé en que los recién llegados iban con toscas ropas de trabajo; uno de ellos con un tabardo de cuero sin mangas sobre la chaqueta, y los cuatro con botas de goma. También advertí que llevaban el pelo más largo de lo normal y que el tipo del tabardo lucía unos espesos y rizados mechones oscuros. Todos tenían la piel tostada de quien pasa mucho tiempo a la intemperie.
– Putos pikeys -masculló Bob entre dientes al pasar por mi lado-. Vosotros… largo de aquí. Ya os he dicho otras veces a los de vuestra calaña que aquí no sois bien recibidos.
– Solo queremos un trago -dijo Ricitos con aire sombrío y un ligero deje irlandés. Era evidente que estaba acostumbrado a recibimientos similares-. Una copa. Tranquila, sin jaleos.
– Aquí no se os servirá ninguna. Vosotros no sabéis beber sin armar jarana. Ya me han destrozado el local otras veces los de vuestra cuerda. Y ahora, largo.
Uno del grupo miraba a Bob con hostilidad, con la actitud del que está pensando en empezar la bronca. Ricitos le puso la mano en el hombro y le dijo algo que no llegué a oír. El tipo relajó la musculatura y salieron en silencio, aunque sin prisas.
– Putos pikeys -repitió Bob cuando ya se habían ido.
– ¿Gitanos? -pregunté.
– Vagabundos irlandeses. Han venido a la feria de Vinegarhill, en Gallowgate. Tienen un campamento junto a las viejas fábricas de vinagre.
– A mí me han parecido bastante razonables.
Big Bob cruzó sus brazos de Popeye sobre su pecho musculoso.
– Sí, ahora lo parecen. Pero con unas copas encima se ponen como locos. Y me verías a mí recogiendo los restos del mobiliario al final de la noche si dejara beber aquí a esos chatarreros de mierda. Beber y pelearse, es lo único que saben hacer.
– Ya… beber y pelearse -repetí, tratando de entender cuál sería la diferencia con los clientes habituales de Glasgow-. Es curioso. La otra noche estuve en una pelea de pikeys.
– ¿Ah, sí? Seguro que había sangre y mocos por todas partes. Como putos locos, te lo digo.
Bob meneó la cabeza de un modo que curiosamente me recordó la admiración con la que Sneddon se había referido a sus luchadores irlandeses.
Llegué a mi casa hacia las diez. Al pasar frente a su puerta, oí que Fiona White apagaba el televisor. Lo había comprado yo seis meses atrás, cuando mi situación financiera atravesaba uno de sus raros períodos de bonanza. Me había inventado el pretexto de que el aparato quedaría mejor en su sala de estar, que había más espacio o una sandez por el estilo. Lo cierto era que yo no tenía mucho interés en la televisión. Seguía sin creer que fuera a reemplazar a la radio. Una de mis mayores decepciones había sido ver por primera vez al actor Valentine Dyall en televisión. Resultó que detrás de la voz del Hombre de Negro de Cita con el miedo que había oído en la radio se ocultaba la cara anodina y dispéptica de un empleado de banco.
Yo le había dicho a la señora White que, si no tenía inconveniente, bajaría a su sala de estar cuando quisiera ver la televisión, pero que con toda libertad podían mirarla ella y los niños siempre que les apeteciera. Así lo hacían, me constaba, pero ella tenía la costumbre de apagarla mientras yo estaba en mi piso. Y cuando le aseguré que no me importaba que la mirasen tanto como quisieran, me respondió que le daba miedo «gastar el tubo». La verdad era, desde luego, que no quería sentir que me debía nada. No quería deberle nada a nadie. Esa era una barrera que ella había alzado mucho antes de que yo la conociera. Fiona White era una mujer atractiva y todavía joven, pero no recordaba haberla visto nunca sonreír.
Subí a mis habitaciones y escuché un rato el Servicio Exterior de la BBC; luego sintonicé el Servicio Nacional, que dedicaba un espacio entre sus noticias al próximo combate entre Bobby Kirkcaldy y Jan Schmidtke. Era una de las peleas que más expectación habían despertado en la historia pugilística de la ciudad, a pesar de que el resultado estaba cantado. Todo el mundo coincidía en que el pesado boxeador alemán era inferior y se vería superado por un fino estilista como Kirkcaldy.
Sonreí con engreimiento al recordar que me las había arreglado, a fin de cuentas, para conseguir una entrada para la pelea. La sonrisa se me fue despintando, no obstante, mientras pensaba que las ambiciones de Willie Sneddon y Jonny Cohen picaban cada vez más alto: tener una participación en Bobby Kirkcaldy los catapultaba más allá de Glasgow. Empezaba a ponerme nervioso la idea de verme involucrado de algún modo en los turbios manejos que debían desarrollarse entre bastidores en un espectáculo deportivo de alcance nacional.
Aunque, claro, los manejos turbios eran mi especialidad.
Desde hacía más o menos un año, es decir, desde que me había visto metido en una serie de chanchullos en los muelles y había acabado con varios orificios donde no debía tenerlos, había procurado regenerarme un poco. No era fácil hacer una descripción de mi historia sin recurrir a alguna palabrota y resultaba verídico afirmar que mi vida, en resumen, era una gran cagada. Eso era lo que la gente debía decir de mí: «Ah, ahí va Lennox. Buen tipo. Pero la ha cagado bien». Así pues, había hecho un gran esfuerzo en los últimos doce meses para disminuir el nivel de la cagada. Tenía una ambición: que una mañana, mientras me afeitaba, pudiera mirarme al espejo sin que la persona que me devolvía la mirada me disgustase.
Lo cierto era que yo había sido un muchacho honrado, alegre y entusiasta, canadiense por los cuatro costados, que se había criado a orillas del Kennebecasis, con unos padres adinerados y una educación primorosa junto a la flor y nata en el Rothesay Collegiate College. Ninguna cagada hasta ahí. Pero luego un pequeño cabo austríaco había decidido joderlo todo, no solo mi pequeño mundo, desde luego, y me encontré convertido en un oficial de la Primera División Canadiense, a seis mil kilómetros de casa, hundido en el barro y la sangre hasta las rodillas. La Primera División, o al menos quienes la dirigían, mostró un raro entusiasmo en mandar a la matanza a mis compatriotas. Normandía, Dieppe, Sicilia; allí donde hubiera un festival de artillería pesada con carne humana, nosotros solíamos ser los primeros invitados. Mi viaje empezó en Sicilia y abarcó todo el itinerario completo por Italia, Holanda y Alemania. En algún punto de ese grand tour europeo, el chico de Kennebecasis se convirtió en otra baja de aquella guerra. Y resultó que la persona en la que me convertí durante todo ese proceso encajaba a la perfección en Glasgow.
Fue en Glasgow, en efecto, con un uniforme de desmovilizado que en otras circunstancias no me habría puesto ni muerto, y ya con un billete de barco a Halifax, Nueva Escocia, en mi poder, cuando tropecé por vez primera con los Tres Reyes.
Existe esa falsa idea de que todos los gánsteres son iguales; de que todos los policías son iguales. Algunos creen incluso, a veces con cierto motivo, que todos los gánsteres y todos los policías son iguales. La verdad es que los bajos fondos constituyen una comunidad como cualquier otra, con la misma variedad de personalidades, tipos y caracteres que encuentras en los demás estratos sociales. Ni siquiera puedes afirmar que todos comparten la misma inmoralidad. Algunos delincuentes poseen un estricto código moral. Otros no.
Los Tres Reyes eran buen ejemplo de ello. Todo lo que Willie Sneddon, Jonny Cohen y Martillo Murphy no controlaran en Glasgow no merecía la pena ser controlado. En 1948, los tres principales señores del crimen se sentaron a almorzar civilizadamente en el sofisticado marco del Regency Oyster Bar para hablar del futuro. Resultado: además de dividir la cuenta a partes iguales, hicieron exactamente lo mismo con Glasgow.
Lo que había precedido a ese almuerzo no había tenido nada de elegante ni de civilizado. Una cruenta guerra entre bandas, con Sneddon y Cohen por un lado, y Murphy por el otro, había amenazado con llevárselos a todos por delante, sin contar con que los beneficios habían sido la primera víctima del enfrentamiento. Cuando Sneddon, Cohen y Murphy salieron aquel día del Regency tuvo lugar una coronación: los tres cabecillas se convirtieron en los Tres Reyes del hampa.
Pero como decía, nadie es igual a nadie ni siquiera en ese submundo, y los Tres Reyes eran muy distintos. Willie Sneddon era un ejemplar realmente desagradable. Taimado y maligno, Sneddon, el hombre fuerte de Gorbals, había robado, torturado y asesinado hasta llegar a la cumbre. Pero era un tipo inteligente, incluso sutil.
La sutileza, en cambio, no era una cualidad que pudieras relacionar con Martillo Murphy, de igual modo que no se te ocurriría asociar un camello con el Antártico. Michael Murphy se había ganado el sobrenombre de Martillo tras hacer papilla los sesos de Paul Cochrane, el jefe de la banda rival, con un mazo de plomo de cabeza cilíndrica delante de los miembros de las dos bandas. Murphy era un hombre de inteligencia limitada, pero poseía una crueldad tan sobrecogedora y monumental como el resentimiento que acarreaba consigo. Después de aquella brutal exhibición había acogido su nuevo mote con entusiasmo y, según decían, empuñaba un martillo y machacaba rodillas, codos o cráneos sin la menor contemplación siempre que se presentaba la ocasión adecuada. Era útil, me había confesado él mismo una vez, tener un sello distintivo.
Jonny Cohen, el tercer Rey, ofrecía la ilustración perfecta de la variedad de tipos y personalidades que coexistían en el seno de la cofradía del crimen. Conocido como Jonny el Guapo por su aspecto de estrella de cine, Cohen era un tipo decente y un marido y padre ejemplar que llevaba una vida tranquila en Newton Mearns, Tel-Aviv junto al Clyde, como se conocía el barrio en Glasgow. O al menos era un hombre decente y de vida tranquila cuando no estaba atracando bancos, organizando robos de joyerías, controlando apuestas ilegales y cosas parecidas. También se podía decir sin faltar a la verdad que Jonny había hecho gestiones en su día para que el Señor acogiera en su seno a bastantes almas, pero se trataba siempre de competidores o de compañeros de juego en el gran tablero de Glasgow, nunca de civiles. A mí Jonny me caía bien. Tenía motivos: me había salvado el pellejo. Y además, cuando yo había llegado a Glasgow, Jonny había sido el primero en sugerir que él y sus «colegas» tal vez pudieran usar mis habilidades.
No pretendo dar una falsa impresión. Yo sabía perfectamente con qué clase de gente me estaba enredando. Y era consciente de que algunas de las investigaciones que llevaba a cabo por cuenta de ellos me obligaban a bordear, y con frecuencia a rebasar, la siempre borrosa frontera entre lo lícito y lo ilícito. Me había visto envuelto en algunos sórdidos trapicheos y, con el paso del tiempo, había empezado a tener la sensación de que me estaba convirtiendo en un personaje que no me gustaba nada. Por eso había hecho un serio esfuerzo en los últimos doce o trece meses para enderezar el curso de mi vida, y ello implicaba tener menos relación con los Tres Reyes. A cambio, me había entregado a un trabajo digno y honrado en favor de la comunidad, montando sobre todo simulacros de adulterio en hoteles de mala muerte para solventar casos de divorcio. Los dos casos en los que ahora trabajaba, no obstante, amenazaban con arrastrarme de nuevo hacia los brazos acogedores de los hombres más peligrosos de Glasgow.
Uno de los rasgos comunes de los miembros de la cofradía criminal es que no suelen llevar horarios de funcionario. La extorsión bajo amenaza, el vicio, los robos a mano armada y el control de los burdeles son tareas que te dejan hecho polvo, y el gánster típico tiende a ser poco madrugador. Así pues, decidí esperar a la tarde siguiente para hacerle una visita a Jonny Cohen, a pesar de que sabía que él precisamente era, de todos los Reyes, el que seguía un horario más normal. Lo llamé después del almuerzo y quedamos en vernos, muy oportunamente, en el Pacific Club a las cinco.
Me planté delante del Pacific y pensé en el glamour. Una cosa curiosa, el glamour. La palabra era originalmente escocesa de pura cepa y designaba un hechizo o un encantamiento lanzado con intención de embelesar. Resultaba extraño que, habiendo inventado la palabra, los escoceses fuesen incapaces de aclararse con el concepto en sí. Siempre que intentaban ponerlo en práctica les salía rematadamente mal. Bueno, eso no era del todo cierto. Había excepciones: Sheila Gainsborough tenía glamour a espuertas; con naturalidad, sin esfuerzo. Una rara proeza, considerando sus orígenes.
El Pacific Club pretendía ser glamouroso, pero no lo lograba. Fracasaba estrepitosamente. (Un tipo de fracaso que tal vez habría consolado a Neville Chamberlain por el pacto de Múnich: él no era el único que la cagaba). El club ocupaba la planta baja y el sótano de un edificio negro de hollín situado en Broomielaw, en la orilla norte del Clyde a su paso por el centro de la ciudad. Era un sitio lúgubre incluso a la luz del día, porque estaba casi del todo metido bajo el enrejado del puente del ferrocarril que atravesaba el río. El calor aún apretaba cuando llegué y era un alivio sumergirse en la atmósfera fría y húmeda del local, casi como internarse en una cueva subterránea.
Oficialmente, el Pacific era un club privado solo para socios, un subterfugio legal que permitía a Jonny el Guapo burlar prácticamente todas las normas del consumo de alcohol. Como todos los locales nocturnos, tenía durante el día un aspecto deprimente y chabacano, algo así como un centro de vacaciones de la costa fuera de temporada. El ambiente estaba despejado, pero el olor agrio a cigarrillo revenido lo impregnaba todo. Había dos docenas de mesas con las sillas amontonadas encima, un pequeño escenario y una barra en la esquina. La decoración de estilo náutico consistía básicamente en los salvavidas con el rótulo SS PACIFIC CLUB que colgaban de las paredes y en unas cuantas redes distribuidas sin mucha convicción sobre el escenario. Encima de la exigua barra curvada había una tabla también decorada con redes que proclamaba que aquello era el BAR HAWAIANO. Entre las redes, en fin, se veían algunos caparazones de cangrejo. Quizá fuese solo cosa mía, pero yo no lograba imaginarme ningún lugar del universo conocido (o de otros paralelos) más alejado de una isla tropical bañada por el sol y rodeada de un mar azul que el barrio de Broomielaw de Glasgow.
Desde luego, si no para pescar cangrejos, el Pacific Club era un lugar tan bueno como cualquiera para pillar unas ladillas.
Me presenté a las cinco menos diez, justo cuando llegaban los empleados y empezaban a bajar las sillas de las mesas y a prepararlo todo para una larga velada de copas de precio desorbitado, chicas semidesnudas y jazz mediocre. Jonny el Guapo ya estaba allí. Me sonrió ampliamente, mostrando una dentadura perfecta sobre su barbilla partida a lo Cary Grant. Se le veía impecable, fresco, descansado. A mí tampoco se me da mal engalanarme cuando quiero, pero tuve la sensación de que el sastre y el barbero de Jonny se habían confabulado para provocarme complejo de inferioridad; de repente notaba la camisa pegada a la espalda por el sudor. Jonny llevaba su espeso pelo negro primorosamente cortado y durante un instante me pregunté si sería factible viajar a Hollywood desde Glasgow cada quince días para cortarse las puntas. Por el momento, decidí no quitarme el sombrero.
– ¿Sigue Escocia donde solía, Lennox? -Me tendió la mano y se la estreché.
– Se equivoca de personaje.
– ¿Cómo?
– Que no es ese el personaje de Macbeth. MacDuff le hace la pregunta a Ross: «¿Sigue Escocia donde solía?». El personaje de Lennox no dice gran cosa en la obra. Solo permanece junto a su rey y termina muerto por ello.
– ¿Y tú eres esa clase de Lennox? La cuestión entonces es: ¿a qué rey permanecerías fiel? -Jonny no aguardó mi respuesta y volvió a sonreír-. ¿Sabes lo que me gusta de ti, Lennox? Que hablar contigo siempre resulta instructivo.
– Son las compañías con las que ando. Me he visto a menudo con Deditos McBride. A veces, cuando estamos juntos, parecemos un comité de sabios. Pero bueno, creo justo decir que usted y yo hemos aprendido el uno del otro unas cuantas cosas… usted sobre mí y yo sobre usted, quiero decir… ¿no cree, Jonny?
La sonrisa permaneció en su sitio, pero se modificó ligeramente, como si una nubecilla cruzase frente al sol.
– ¿Qué puedo hacer por ti, Lennox?
– Bueno, tengo dos casos ahora mismo y usted está implicado en ambos, en cierto modo.
– Ah. Entiendo que uno es el asunto de Bobby Kirkcaldy.
– Willie Sneddon me ha pedido que hable con él. Parece que alguien está tratando de meterle miedo a su boxeador.
Uno de los empleados empezó a pasar el aspirador y Jonny hizo una mueca ante el estruendo. Me indicó que lo siguiera y fuimos a sentarnos a la parte trasera del club, en una zona elevada desde la que se dominaba el escenario. Se me hacía raro ver allí a Jonny el Guapo. No podía estar más fuera de lugar en semejante antro; lo cual a su vez también era raro, porque el local no dejaba de ser suyo, al fin y al cabo. Si lo hubieras visto entre los clientes, con su aspecto impecable, su corte de pelo y su traje pagado en guineas, y no en libras, habrías pensado: «Otro ricachón dándose un garbeo por los bajos fondos». Pero él no era un cliente del Pacific Club, era solo el dueño. Y como hombre de negocios, sabía que no le hacía falta derrochar su buen gusto ni su dinero en aquel lugar.
Me quité el sombrero por fin y pasé la mano por mi corte de Pherson’s: el mejor que podías conseguir en Glasgow por una libra y seis peniques. Pero no como en Hollywood, claro.
– Espera un minuto… -Se puso de pie y se acercó a una de las chicas que estaban preparando la barra. Cuando volvió a sentarse, me dedicó una vez más su sonrisa radiante-. Tengo un pequeño capricho para ti.
La chica apareció con una botella y dos vasos.
– Gracias, Fran -dijo Jonny, tomando la botella, y me la mostró sujetándola con ambas manos como si fuera a entregarme un premio-. Traída de Bardstown, Kentucky. Bourbon Heaven Hill. Ya sé que te gusta más el whisky de centeno que el escocés. Venga, pruébalo.
Me sirvió un vaso y di un sorbo.
– Perfecto -dije. Y era verdad.
– ¿Estás al corriente de que Sneddon y yo tenemos una participación en Kirkcaldy?
– Sí. ¿Murphy no?
Jonny meneó la cabeza como si le hubiera pedido que me vendiera a su hermana para tirármela.
– Ni hablar. Y lo mejor es que no sepa nada. Siempre se está quejando de que lo dejamos fuera para ciertas cosas. Bueno, esta vez es verdad. Él empezaría a darse importancia por ahí, y hay otras personas metidas en lo de Kirkcaldy que saldrían corriendo si le pusieran a Murphy la vista encima.
– Conozco esa sensación.
– A Sneddon se le ha metido en la cabeza que quieren manipular a Kirkcaldy -dijo Jonny con un bufido.
– Tiene sentido.
Jonny negó con un gesto.
– Hay algo que no cuadra, Lennox. No es solo para asustarlo. Toda esa mierda… la soga de ahorcado en su puerta.
– ¿Una soga? -Dejé el vaso-. Eso no me lo dijo Sneddon. Solo me contó que le habían tirado pintura en el coche y que habían dejado un pájaro muerto en su buzón.
– Sí -dijo Jonny-. También. Pero además le dejaron una soga de ahorcado en la puerta. ¿Y te contó Sneddon lo de la pintura del coche? Quiero decir, el color.
Meneé la cabeza.
– Rojo. Rojo sangre. Y el pájaro muerto no era un simple gorrión ni nada parecido: era una paloma, una paloma blanca. ¿A qué coño viene todo esto?
– En conjunto, parece como si lo estuvieran amenazando de muerte -dije-. Pero eso encajaría con la idea de mandarle una advertencia para que no gane el combate.
– No… hay algo que no está claro -observó Jonny-. Fui yo quien le dijo a Sneddon que te pusiéramos a investigar. Aquí hay algo más que un intento medio chungo de decidir el resultado del combate. ¿Entiendes a qué me refiero?
Me encogí de hombros.
– Voy a explorar todas las posibilidades, como dicen en las malas películas de polis.
– Has dicho dos.
– ¿Cómo?
– Has dicho que investigabas dos casos en los que yo estaría en cierto modo implicado.
– Ah, sí. Bueno, no tanto usted como este local -dije, echando una mirada alrededor-. ¿Conoce a la cantante Sheila Gainsborough?
– Claro. Una chica de Glasgow que ha triunfado. Con una bonita voz, ya lo creo.
– Y con buenos pulmones -dije-. Bueno, pues resulta que su hermano ha desaparecido.
– Ah, ya. Sammy Gainsborough.
– Pollock. Gainsborough es solo el nombre artístico de ella. Bueno, se lo ha cambiado oficialmente, pero el apellido era Pollock y su hermano se llama Sammy Pollock.
– Te voy a sorprender. Él se hace llamar Gainsborough ahora, al menos profesionalmente. Para sacarle partido al éxito de su hermanita, supongo.
– O sea que lo conoce.
– Claro. Ha cantado aquí un par de veces. Nada del otro mundo. Voz correcta, pero no está a la altura de la hermana.
– ¿Cuándo fue la última vez que cantó aquí?
– Hará tres semanas. -Jonny se sacó una pitillera del bolsillo y me ofreció. Los dos encendimos un cigarrillo-. Sammy ocupó el hueco de un número anulado. Un arreglo de última hora, no actuaba aquí regularmente. Y no lo he visto desde entonces, ni siquiera como cliente.
– ¿Era asiduo del local?
– Bastante. Por eso pudimos reclutarlo para que sustituyera al artista que se había puesto enfermo. No solo estaba disponible, sino que ya lo teníamos aquí.
– ¿Sabía que se relaciona con el hijo de Jimmy Costello?
– ¿Paul Costello? -Jonny frunció el ceño-. No, no lo sabía. Ese sí que es un mierda. Ahora que lo dices, se ha pasado por el club algunas veces, pero no lo habría relacionado con Sammy. No creo haberlos visto juntos nunca, al menos aquí. ¿Tú crees que el joven Costello tiene algo que ver con la desaparición de Sammy Gainsborough?
– No lo sé, Jonny. Él dice que ni siquiera sabía que Sammy hubiera desaparecido. Quizá no lo esté; podría andar de juerga por ahí y aparecer dentro de un par de días.
– Si ha desaparecido, yo le echaría un buen repaso a Costello. Por poco que se parezca a su viejo, será un pequeño cabronazo retorcido capaz de sacarle dinero a cualquier cosa que caiga en sus manos.
– No lo olvidaré. ¿Hasta qué punto conoce a Costello? Quiero decir, al padre.
– No he tenido demasiado trato con él. Controla un garito de apuestas y un pub en el East End. Le paga un porcentaje a Martillo Murphy, y este le encarga trabajillos de vez en cuando. Reclutar gorilas, cosas así. Murphy realmente gobierna su territorio como un reino. O como un feudo. Costello obedece, paga lo que le dicen y puede dedicarse a sus asuntos siempre que sea con el conocimiento de Murphy.
– Es lo que me suponía. ¿Y Costello Junior está aprendiendo el oficio al lado de su padre?
– Costello tiene dos hijos: Paul y su hermano mayor, Michael. No creo que el viejo disponga de mucho tiempo para ninguno de los dos. Paul es un gilipollas y Michael resultó una gran decepción para su padre.
– ¿Ah, sí?
– Sí… imagínate qué vergüenza que tu hijo se vuelva honrado cuando te has dedicado toda tu vida a robar. Debe de haber sido duro para Costello ver que un miembro de su progenie se convertía en una persona decente. Parece que Michael consideró incluso la posibilidad del sacerdocio, pero al final se trasladó a Edimburgo y trabaja como funcionario.
– ¡Joder! -Mi tono y mi exabrupto manifestaban mi compasión por ambos, por el padre y por el hijo-. Un funcionario en Edimburgo; nadie se merece una cosa así. ¿Conoce a un francés llamado Barnier?
– ¿Alain Barnier? Claro. ¿Qué tiene que ver con esto?
– Según Sheila Gainsborough, andaba últimamente con Sammy Pollock.
Jonny sonrió.
– Barnier no anda con nadie. Los demás andan con él, si acaso. Es un buen vivales.
– ¿Y él con quién está?
– Con nadie.
– Vamos, Jonny. Cualquiera que mueva un dedo en esta ciudad está con usted, con Murphy o con Sneddon.
– Barnier es un tipo legal básicamente. Bueno, tiene algún jugoso trapicheo bajo cuerda, pero nada que nos pueda interesar a nosotros. Yo hago algún que otro negocio con él.
– ¿Qué tipo de negocio? ¿Cuál es su especialidad?
– Oficialmente es importador, de vinos sobre todo, y licores. También trae cosas de extremo oriente: muebles, adornos, esas chorradas. Lleva aquí un par de años y se ha convertido en proveedor de los restaurantes más refinados de la ciudad. Y de Edimburgo también. Pero si te hace falta importar cualquier otra cosa, probablemente será capaz de arreglártelo. -Jonny sirvió otra ronda y ladeó la botella de Heaven Hill otra vez para mostrarme la etiqueta-. Barnier fue quien me sirvió de intermediario para conseguir este material. Y coñac también.
– Déjeme adivinar… No le gusta darle problemas al jefe de la aduana, ¿no?
– Es muy considerado en ese sentido. Les ahorra mucho papeleo a nuestros sufridos funcionarios. Pero el material que trae ha sido siempre de calidad, por así decirlo. Nada que puedas encontrar en Paddy’s Market. Dicen que los beneficios de su negocio ya no son como antes. El fin del racionamiento le ha perjudicado.
– ¿Y cigarrillos? ¿También los trae de contrabando? ¿Marcas de lujo francesas?
Jonny se encogió de hombros.
– Lo dudo. Aunque es posible, supongo.
– ¿Ha oído hablar del Poppy Club, Jonny? Es posible que tenga algo que ver con Barnier. Y es seguro que tiene que ver con Sammy Pollock.
– ¿Poppy Club?
– No está en la guía de teléfonos. Quizá no tenga licencia.
– No me suena de nada, Lennox.
Cuando me sirvió el tercer bourbon yo ya rebosaba de felicidad. Volví a examinar el Pacific Club, pero mi felicidad no era contagiosa. Seguía resultándome deprimente.
– ¿Dónde podría encontrar a Barnier? -pregunté.
– Siempre viene si tenemos un buen espectáculo de jazz. Los viernes, aunque tampoco todos. Lo mejor será que pruebes junto al río; allí tiene una especie de oficina, o más bien un cobertizo, cerca de la aduana.
– ¿Ahí es donde libera sus mercancías del cautiverio?
Jonny se encogió de hombros.
– No sabría decir. Si lo hace, será a base de sobornos. Algún que otro sobre al vigilante, al poli o al del fisco. Pero Barnier no es un delincuente redomado, como te he dicho. Solo merodea el terreno peligroso por el lado legal. Creo que congeniaríais vosotros dos.
– Será mejor que me marche -dije, apurando mi vaso-. Gracias por el whisky.
Jonny me acompañó hasta la puerta. Después de la penumbra y del bourbon del Pacific Club estuvimos unos instantes guiñando los ojos bajo el resplandor del sol.
– Lennox -dijo Jonny, haciendo visera con la mano.
– ¿Sí?
– Este segundo caso… lo de Sammy Pollock. Sé que has de investigarlo, pero no dejes que interfiera demasiado y te impida averiguar qué coño pasa con Bobby Kirkcaldy. Sneddon se está poniendo de los nervios. El combate se celebra en poco más de dos semanas, y ya te he dicho que hay algo en ese asunto que me huele fatal.
– Iré a verlo esta noche. Gracias otra vez por el bourbon.
Jonny, por supuesto, tenía razón. Cada vez que pensaba en el caso Sammy Pollock, olía a desgracia; cada vez que pensaba en el caso Kirkcaldy, olía a dinero. Había mucho invertido en él y suponía que Jonny Cohen y Willie Sneddon se pondrían muy generosos si les solventaba el problema. Ya me había dedicado a husmear un poco por ahí, como le había prometido a Sheila Gainsborough. Pero había algo en el asunto de Sammy que no acababa de dejarme en paz. En fin, hacía mucho que no tenía ocasión de practicar mi francés.