Me costó un rato y una nueva conversación con su arrogante agente londinense, pero al final conseguí acordar una cita con Sheila Gainsborough. Contarle que la persona que había desaparecido junto con su desaparecido hermano había aparecido muerta era algo que había que hacer cara a cara.
Volví a verla en su propio apartamento. Se lo tomó bien, o al menos tan bien como podía tomarse uno algo así; desde luego mucho mejor de lo que había previsto. Sospeché que había por su parte un elemento de ilusionada ceguera; o quizá sencillamente no se le ocurría que su hermano podía estar tan muerto como Paul Costello, aunque nadie hubiese encontrado todavía su cuerpo. Era una hipótesis que yo no perdía de vista.
Por mi parte, procuré minimizar la cosa, en la medida en que se puede minimizar una garganta rebanada. A ella tampoco se le ocurría pensar que al final la policía querría hablar con Sammy. Era solo cuestión de tiempo y de falta de resultados; tarde o temprano empezarían a buscar al sospechoso más conveniente. Entonces McNab se sacaría el nombre de Sammy de la chistera y me quitaría a mí de en medio.
Tenía cosas que hacer y sitios a donde ir, pero me di cuenta de que Sheila Gainsborough se hallaba en un estado muy frágil, así que le aseguré de todas las maneras posibles que redoblaría mis esfuerzos, ahora que el riesgo había aumentado, y que decididamente le traería a Sammy entero. Hacerles promesas a las mujeres era algo que yo hacía continuamente: sobre todo promesas como aquella, de las que casi con toda probabilidad no sería capaz de cumplir.
Después de dejar a Sheila entré en una cabina telefónica y llamé a Ian McClelland a la universidad. Bromeamos un poco, como de costumbre, y luego fui al grano.
– Ian, ¿tú podrías decirme qué es un Baro? Entre los gitanos o los vagabundos.
– Caramba, Lennox. Ese no es mi campo, aunque podría averiguarlo. ¿Cuál sería el contexto?
– Resulta que fui a ver a un gitano y otro miembro del campamento se refirió a él como el Baro.
– Está bien -dijo McClelland-. Sé de una persona a la que podría preguntarle.
– ¿Puedes preguntarle también qué significaría una caja de madera con unos palos y unos trozos de lana blanca y roja? De unos veinte centímetros. -Esa era la descripción que me había hecho Lorna de la caja que había recibido su padre poco antes de morir-. La lana estaba liada en un ovillo.
– Por supuesto. De hecho, la persona en cuestión está en este mismo pasillo. ¿Puedo llamarte en diez minutos?
– Claro. ¿Qué me dices del dibujo del dragón que te di?
– Es un Qilin chino, tal como yo creía.
– Pues te equivocas -dije con tono engreído-. No es un qilin, es un kylan vietnamita si mis informaciones son correctas.
– Probablemente lo sea -dijo McClelland. Si estaba impresionado con mi conocimiento de los más sutiles matices de la mitología oriental, lo disimulaba muy bien-. Es un personaje chino-vietnamita. Parece muy feroz, pero es de los buenos. Te da suerte y salud. Y vela por la gente honrada.
– Ya me doy cuenta -le dije-. He tenido una suerte de miedo desde la primera vez que lo vi.
Como hombre de palabra que era, Ian McClelland me llamó diez minutos más tarde.
– Un Baro es un cacique del clan -me explicó-. Un auténtico gerifalte en el mundo gitano. Y espero que no te encontraras tú esa caja de la que me hablabas… la de la lana y demás.
– No. ¿Por qué?
– Es un bitchapen… una especie de regalo, aunque no del tipo agradable. Los integrantes de la tribu lo van tocando uno tras otro y le transmiten todo lo que hay de malo o de enfermo. Así se libran de la mala fortuna. Pero quien encuentra el bitchapen se lleva el lote completo.
– Gracias, Ian -le dije-. Encaja a la perfección.
Quedé con Dex Devereaux para tomar una copa en el bar del Hotel Alpha. Le hablé de Sammy, de Paul Costello, de Claire Skinner, del pequeño demonio de jade y de la encantadora casita de campo que compartían todos. Pero por el momento me guardé mis sospechas sobre Barnier y sobre su posible relación con John Largo. Tenía un buen motivo para mantenerlo en secreto: aquel americano grandullón era buen tipo, pero no dejaba de ser un poli. Lo último que necesitaba era que la policía de Glasgow me relacionase con Barnier. Quizá no fueran una pandilla de Einsteins, pero en ese caso no les costaría demasiado situarme en la oficina de Barnier y Clement con una porra en la mano y un highlander medio inconsciente a mis pies.
A lo mejor irían a buscarle las gafas a Billy y todo. En el departamento de Investigación Criminal debían de tener un neurólogo puntero, porque poseían todo un récord de testigos repentinamente curados de su mala visión o su defectuosa memoria.
Después de dejar a Devereaux, me pasé por casa de Lorna para ver cómo estaba. Una vez más, se mostró tan apasionada como un gerente de banco. Maggie MacFarlane estaba por su parte absolutamente glacial. No había ni rastro de Jack Collins cuando llegué. Lorna preparó té y nos sentamos a tomarlo en el salón: yo esforzándome todo el rato para darle conversación y resultar solícito; Lorna huraña e indiferente, con una expresión apenas disimulada de rencor. Ella sabía muy bien que yo actuaba por inercia y que habría dado cualquier cosa por no estar allí. Y ambos sabíamos que si los papeles se hubieran invertido, ella habría actuado igual. Ninguno de los dos se había comprometido a poner en juego sus sentimientos.
Me pasé los dos días siguientes vigilando de cerca a Alain Barnier. Como había de hacer malabarismos con tantas cosas a la vez -incluida una visita diaria a Davey, aunque fuese metida con calzador- era una vigilancia inevitablemente discontinua y llevada un poco a la buena de Dios.
Seguir al francés resultaba especialmente difícil porque no era un animal de costumbres en absoluto. Solo pasaba en la oficina un promedio de dos o tres horas diarias, y no siempre las mismas. El resto del tiempo lo empleaba en ver a sus clientes, sobre todo en hoteles y restaurantes. Los vinos y licores no eran el único terreno que tocaba; también visitaba a bastantes comerciantes de antigüedades: algunos en Glasgow, y muchos más en Edimburgo.
Seguir a Barnier me consumía mucho tiempo y parecía en gran parte inútil, pero siempre cabía la posibilidad de que me acabase llevando un paso más cerca de John Largo. Aunque, a decir verdad, mientras Barnier llevaba a cabo sus prosaicas tareas cotidianas, yo empezaba a dudar que aquel francés culto y sofisticado tuviera realmente algo que ver con un traficante internacional de narcóticos.
Quizá me estaba volviendo más engreído de la cuenta, pero lo cierto es que había tomado la costumbre de aparcar el Atlantic bajo el mismo puente del ferrocarril que la noche del allanamiento. Desde allí veía la verja de la zona de aduanas y divisaba el Simca de Barnier cuando abandonaba la oficina. Solía salir temprano, hacia las tres y media; incluía en el trayecto varias visitas y luego regresaba a su casa en Langbank.
Quizá resultara un ejercicio inútil, pero yo lo seguía de todos modos. Un espantoso demonio de jade y el hijo muerto de un gánster me señalaban en aquella dirección. Y además aquel francés me provocaba una extraña reacción visceral: me caía bien, pero cada vez que pensaba en él era como si alguien me pinchase por dentro o quisiera despertarme.
Una tarde esperé fuera de la zona de aduanas hasta casi las seis. Cuando el Simca de Barnier cruzó la verja, lo seguí. Creí que se iba directo a su casa, en Langbank, porque tomó hacia el oeste. La carretera discurría junto al Clyde y, a pesar de ser la vía principal que enlazaba Glasgow con la ciudad satélite de Greenock, apenas circulaban coches. Tuve que mantenerme a la máxima distancia posible, aunque sin perderlo de vista. Pasamos por el punto donde me había desviado hacia el sur la noche del asalto, para acabar durmiendo junto a un embalse. Seguimos por la carretera principal y, para mi sorpresa, el Simca dejó Langbank atrás y continuó hacia el oeste. No se me ocurría qué clase de asuntos podían llevar a un importador de vinos y curiosidades orientales a Greenock.
Un poco más adelante, lo perdí un momento allí donde el litoral vira bruscamente hacia el sur. Aceleré y poco me faltó para saltarme el desvío que había tomado colina arriba. Port Glasgow tenía una enorme refinería de azúcar y la colina que se alzaba al lado había sido bautizada como Lyle Hill (en honor a su fundador, Abram Lyle; su socio, Henry Tate, no había merecido igual reconocimiento, no sé por qué). Al trazar una curva sinuosa que subía a Lyle Hill, vi el Simca de Barnier aparcado. Seguí adelante y no reduje siquiera la marcha hasta dejar la curva atrás y perder de vista el punto donde se había detenido. Paré y saqué de la guantera unos binoculares. Tuve que subir a toda prisa por la ladera de la colina para encontrar una posición ventajosa desde donde observar a Barnier. Las suelas de cuero de mis zapatos resbalaban en la hierba mojada y me caí varias veces de rodillas, soltando maldiciones porque se me estaban manchando y mojando los pantalones. El espíritu de la industria pesada de Glasgow impregnaba todos los aspectos de la vida y yo ya había experimentado en mis mejores trajes que las lavanderías de la ciudad trabajaban con la misma delicadeza que una fundición de acero.
Llegué a lo alto de la colina y me encontré en lo que parecía el lindero de una pista de golf. Había algunos arbustos y unos arbolitos escuálidos donde cobijarse y desde allí miré hacia abajo, a la carretera que bordeaba Lyle Hill. La vista era imponente: abarcaba desde el río Clyde hasta las montañas de la península de Cowal situadas enfrente. Inmediatamente debajo estaban Greenock a un lado y Gourock, al otro. Y más allá el Tail of the Bank, un fondeadero abierto junto al banco de arena del estuario. Desde allí habíamos partido con mis padres, siendo yo un bebé, para empezar una nueva vida en Canadá.
Pero lo que me llamó la atención en aquel momento fue que Barnier se había detenido en un monumento junto a la carretera desde el que se dominaba todo el panorama. Era un ancla enorme de color blanco cuyo mango se alzaba espectacularmente hacia el cielo. En lugar de la clásica argolla en el extremo, sin embargo, el mango tenía dos travesaños horizontales que lo cruzaban; uno más corto que el otro: una Cruz de Lorena. Como escultura de carácter cívico, no podía ser más dramática. Y yo tenía cierta idea de lo que conmemoraba.
Observé a Barnier. Costaba deducir si estaba esperando a alguien o si aquel monumento entrañaba para él un significado especial. Permanecía de pie, como leyendo la inscripción de la base. Luego se volvió, se apoyó en la barandilla, dándome la espalda, y pareció escrutar la vista del estuario del Clyde. Se pasó así unos buenos diez minutos antes de dar media vuelta y regresar al coche. Mascullé una maldición. Yo estaba convencido de que iba a encontrarse con alguien, y aquel monumento parecía el sitio ideal para una cita. Seguramente había visto demasiadas películas de Orson Welles.
Bajé por la ladera lo más rápidamente posible para llegar al Atlantic. Si Barnier daba la vuelta y descendía colina abajo tendría que darme prisa o lo perdería. Mientras corría torpemente, se me enganchaban las ramas de los arbustos en el traje y se me cayó el sombrero un par de veces, y solo gracias a mi destreza como portero logré salvar el borsalino del barro. Salí de golpe a la carretera, de entre la maraña de arbustos, a solo un metro de donde había aparcado el Atlantic.
Se ve continuamente en las películas del Oeste: los colonos levantan la vista en el desfiladero y divisan las siluetas inmóviles y amenazadoras de los apaches o los bandidos a caballo que los observan desde lo alto de la colina. Port Glasgow venía a ser el equivalente escocés del Desierto Pintado de Arizona, y cuando salí otra vez a la carretera había tres Teddy Boys aguardando junto a mi coche en plan cuatrero. Mi instinto me decía que no había nada profesional ni preparado en aquel encuentro. No tenía nada que ver con la persecución de Barnier; no era más que un atraco vulgar y corriente propio de una pequeña ciudad industrial escocesa. Supuse que los tres tenían alrededor de diecinueve años. Era obvio que se identificaban a sí mismos con la moda Teddy Boy entonces emergente, pero ninguno de ellos había sido capaz de reunir el equipo completo. Así que uno llevaba la chaqueta larga, otro los pantalones pitillo y el tercero, sin chaqueta siquiera, había tenido que conformarse con una corbata de cordón.
Entre los tres llevaban suficiente aceite en el pelo para lubricar un buque de guerra, y exhibían un surtido de problemas cutáneos que habría bastado para ocupar a un dermatólogo de por vida.
– ¿Este es su coche, amigo? -me preguntó el Teddy Boy de la chaqueta. Era el líder, obviamente (quizá por eso tenía chaqueta), y se apoyaba con aire relajado en el guardabarros del Atlantic. Mala señal. La confianza, en cualquier encontronazo físico, es casi la mitad de la batalla. Los otros dos me observaban con expresión insulsa e indiferente, como si aquello lo hicieran todos los días. Probablemente era así.
– Sí, es mi coche -suspiré, limpiándome los zapatos de hojas y barro.
– Se lo hemos estado cuidando -dijo uno de los comparsas. Tenía que concentrarme; no me había traído mi diccionario de Greenock. Me había costado años descifrar el acento de Glasgow, pero el de Greenock ya era demasiado.
– Muy agradecido -le dije con una sonrisa. Saqué las llaves del bolsillo y me acerqué. Sin prisas. Iba a tener que dejar que Barnier se largara, ahora tenía problemas más acuciantes. El líder de la chaqueta eduardiana se despegó del guardabarros para situarse justo frente a la puerta.
– Bueno, la cosa es así. Usted podría haber vuelto y haberse encontrado los neumáticos desinflados o vaya a saber qué coño más. Pero nosotros estábamos aquí y nos hemos encargado de que nadie lo tocara. Así que pensamos que quizá debería darnos un par de pavos, por ejemplo.
Sus dos compinches me rodearon, uno a cada lado, irguiendo los hombros. Aunque no había mucho que erguir.
– ¿Ah, sí? -dije-. Muy buena idea. Pero el truco es pedir el dinero primero, Einstein.
El tipo frunció el ceño. No enfadado, sino perplejo y vacilante. Deduje que no tenía ni idea de quién era Einstein; habría de aprender a simplificar mis referencias culturales. Di un suspiro y me llevé la mano al bolsillo. Él desarrugó su frente cubierta de granos, relajándose. Craso error.
Eran solo chicos, lo sabía, y yo no quería jaleo. Pero también sabía que me habrían dado de hostias para vaciarme los bolsillos y seguramente me habrían robado el coche si les hubiese dado la menor oportunidad. En el ejército aprendí que si existe una amenaza, has de neutralizarla. Y yo ya había neutralizado bastantes más de la cuenta para saber cómo hacerlo. Decidí sentirlo por ellos más tarde.
Saqué la porra del bolsillo interior de la chaqueta y, de nuevo con un solo gesto, en el movimiento mismo de sacarla, aticé al Teddy Boy en la sien. El joven de mi derecha se echó hacia delante y yo le di con la mano en la que sujetaba la llave. El filo metálico le atravesó la mejilla, mellándole los dientes. El tipo soltó un grito y reculó, agarrándose la cara ensangrentada. El tercer matón metió la mano en el bolsillo y estaba a punto de sacar una navaja. Le lancé un golpe con la porra sin tiempo para apuntar. Por suerte, le di en un lado de la mandíbula y cayó redondo. El primero había empezado a levantarse del suelo y lo disuadí asestándole un taconazo en la boca. El de la mejilla agujereada ya corría colina abajo, sollozando y tapándose la herida.
Aparté de mi camino al líder caído, subí al Atlantic y descendí de nuevo por Lyle Hill. A media pendiente, adelanté al jovenzuelo que bajaba llorando. Bajé el cristal de la ventanilla y le pregunté con una sonrisa si quería que lo llevase. Supuse que prefería ir a pie, porque me miró enloquecido, giró en redondo y echó a correr en dirección contraria, otra vez cuesta arriba.
Me detuve donde Barnier había aparcado. El monumento se hallaba en un rectángulo de cemento rodeado de barandillas y de una verja donde se repetía el motivo de la cruz de Lorena. Entré y me detuve un instante a contemplar la vista antes de leer la inscripción de la base del monumento:
ESTE MONUMENTO ESTÁ DEDICADO A LA MEMORIA
DE LOS MARINOS DE LAS FUERZAS NAVALES DE LA FRANCIA LIBRE,
QUE ZARPARON DE GREENOCK EN LOS AÑOS 1940-1945
Y DIERON SUS VIDAS EN LA BATALLA DEL ATLÁNTICO
POR LA LIBERACIÓN DE FRANCIA
Y LA VICTORIA DE LA CAUSA ALIADA
En otros paneles aparecía el nombre de algunos busques de la Francia Libre: el submarino Surcouf, las corbetas Alyse y Mimosa. Pero, como era bien sabido, aunque estuviera dedicado oficialmente a todos los marinos franceses destinados en Escocia durante la guerra, el monumento tenía un significado muy especial para un grupo de franceses en concreto. Y estaba relacionado con un hecho en particular: con algo sucedido antes de que las fuerzas de la Francia Libre fuesen creadas de modo oficial. Algo sucedido ahí mismo, en la costa que se dominaba desde donde ahora se erigía el monumento.
Y Alain Barnier parecía tener relación con ello.
Ni siquiera veía la carretera mientras regresaba a Glasgow. Ni pensaba gran cosa en lo que me había llevado a Greenock. Alguien me estaba pinchando otra vez por dentro y había encendido la luz en el cuarto de atrás de mi cerebro. Un nombre me vino a los labios: Maillé-Brézé.
Pero los fantasmas de los marinos franceses no eran lo único que me atormentaba. En teoría, debería haberme sentido satisfecho porque había parado de machacar a los tres matones en cuanto habían dejado de constituir una amenaza. Es decir, porque había mostrado cierto dominio de mí mismo. Solo unos meses atrás, una vez ganada la ventaja, les habría propinado una tremenda paliza. Los habría mandado al hospital. Debería haberme sentido contento, pero no lo estaba.
La verdad era que todavía lo había disfrutado.