Me pasé los dos días siguientes remando con brío sin llegar a ningún lado, ni sobre lo sucedido con Sammy Pollock, ni sobre lo que estaba sucediendo con Bobby Kirkcaldy. Empezaba a sopesar la posibilidad de cambiarle el nombre a la oficina y ponerle Investigaciones Sísifo. Lo único positivo era que pude dejar un mensaje en el Horsehead para que me llamara el joven Davey. Al final quizá sí tendría un trabajillo para él.
Sheila Gainsborough había vuelto a la ciudad. Me llamó a su regreso de Londres y no pareció nada satisfecha al comprobar que tenía tan poco que contarle. Insistió en que habláramos personalmente y yo le pedí que nos viésemos en el apartamento de Sammy. Fui allí esa misma tarde con el Atlantic.
Al llegar, casi no reconocí el piso. No había ni rastro del estropicio de la otra vez y el ambiente olía a cera de abeja.
Sheila llevaba su pelo rubio recogido con horquillas y lucía una indumentaria idónea para las tareas domésticas: una blusa a cuadros rojos con las puntas anudadas en el ombligo, que dejaban al descubierto unos centímetros de piel, y unos pantalones pirata azul cielo. No llevaba ninguna de las prendas sofisticadas que había exhibido en nuestro primer encuentro ni tampoco maquillaje, dejando aparte un toque de carmín. Y aun así tenía un aspecto de cine.
– Me he puesto a adecentar el piso -dijo-. Me hace sentirme mejor. Es como dejarlo bonito para cuando vuelva Sammy.
Me preguntó si quería un café y decidí correr el riesgo: el café típico de Glasgow era un turbio mejunje de achicoria mezclado con agua caliente. Pero Sheila podía ser cualquier cosa menos la típica representante de Glasgow y regresó con una bandeja cargada con una cafetera de filtro, lo cual prometía, con un par de tazas y un plato de dulces. Sirvió el café y se sentó frente a mí con las rodillas ladeadas y los tobillos juntos, al más puro estilo de las escuelas para señoritas. Volví a pensar que en su caso habían hecho un excelente trabajo.
Me ofreció un pastel: una de aquellas cosas demasiado dulces que se habían vuelto tan populares desde el fin del racionamiento. Era una especie de dónut relleno de crema y mermelada que en el oeste de Canadá llamábamos Burlington Bun. No sabía cómo lo llamaban en otros sitios.
– No gracias. -Sonreí-. No soy goloso.
Observé que dejaba el plato sin servirse ella. Aquella figura se la trabajaba a fondo.
– La última vez que hablamos estaba muy preocupada por la desaparición de Sammy. -Se mordió el labio inferior pintado de rojo y me sorprendí pensando que habría preferido que mordiera el mío-. Ahora, señor Lennox, estoy muy asustada. Es como si hubiera desaparecido de la faz de la Tierra. Y usted no parece tener el menor indicio…
– Escuche, señorita Gainsborough. He averiguado una cosa. No quería contárselo por teléfono, pero… ¿se acuerda de Paul Costello, el tipo con el que nos tropezamos aquí la otra vez?
Ella asintió. Percibí una súbita agitación en sus ojos.
– Bueno -proseguí-, me temo que él también ha desaparecido. De la misma manera.
La agitación dio paso al temor y sus ojos adquirieron un brillo de lágrimas.
– Creo que debería contactar con la policía -le dije, dejando la taza en el platito y echándome hacia delante-. Sé que está muy preocupada y, para serle sincero, también yo lo estoy.
– Pero la policía… -Se interrumpió y frunció el ceño-. ¿Por qué cree que han desaparecido los dos?
– Mi teoría es que había algo de cierto en lo que dijo Costello sobre ese misterioso Largo. No creo que le debiera dinero, tal como él explicó, ni tampoco creo que Largo hubiese enviado aquí a sus matones si Sammy no hubiese estado implicado de algún modo. Aunque eso también lo negó Costello.
– Entonces, ¿usted qué cree que ha sucedido?
– No lo sé, con franqueza, pero me figuro que Sammy y Paul Costello se habían enredado en un negocio con Largo y que la cosa se torció. Si estoy en lo cierto, eso no tendría por qué ser malo. Podría significar que Sammy y Costello se han escondido por propia voluntad, lo cual explicaría por qué resulta tan difícil localizarlos: es justo lo que ellos quieren. Pero se trata solamente de una corazonada. Creo que debería ir a la policía. Aquí pasa algo serio, es evidente. Incluso suponiendo que sea cierto que Sammy se ha evaporado por sus propios medios, eso quiere decir que tiene motivos para estar asustado.
– No, nada de policía. Si es verdad lo que dice, es muy posible que Sammy haya infringido la ley. Gravemente. Y él no sería capaz de soportar la cárcel. -Frunció el ceño de aquel modo delicioso y sacudió la cabeza con decisión-. No, no. Quiero que siga buscándolo usted. ¿Le hace falta más dinero?
– Estoy servido por el momento, señorita Gainsborough. Lo único que voy a pedirle es que le diga a su agente que yo no trabajo para él. No tengo nada que explicarle a ese caballero. Yo trato directamente con usted, ¿de acuerdo?
Asintió. Busqué un cigarrillo, pero mi paquete estaba vacío.
– Ah, espere. -Se puso de pie y miró alrededor-. Sammy fuma. Estoy segura de que he visto unos cigarrillos por aquí mientras limpiaba. Ah, sí.
Se acercó al aparador pegado a la pared y trajo una pitillera de mesa plateada. La abrió y me ofreció uno.
– Tienen filtro -dijo, excusándose. Luego arrugó el ceño-. Mire… son del tipo por el que usted me preguntó. Igual que aquella colilla con pintalabios.
Tomé un cigarrillo y lo examiné. Tenía dos cercos dorados alrededor del filtro.
– Sí… son Montpellier, una marca francesa. Hay muchos circulando, por lo visto.
Encendí el cigarrillo y di una calada. Era como aspirar humo a través de una manta. Le arranqué el filtro con dos dedos y lo tiré en el cenicero. Luego estrujé el extremo desgarrado.
– Perdón -dije-. Los filtros están bien para las mujeres, pero le quitan todo el sabor, para mi gusto.
Sheila sonrió con la sonrisa de quien ya ha escuchado otras veces lo mismo.
– Entonces, ¿seguirá buscando? -preguntó.
– Seguiré buscando -contesté, haciendo una pausa para sacarme de la lengua unas hebras de tabaco-. Ya sé que no quiere que se entrometa la policía, pero ¿le importa que hable con un par de contactos que tengo allí? Estrictamente confidencial y sin que quede constancia.
– ¿Y si aumenta sus sospechas?
– Entre esos polis con los que trato lo único que aumenta son las tarifas. Déjemelo a mí.
Seguimos hablando otra media hora. Le pregunté si recordaba algo más de la gente que frecuentaba su hermano y en especial de la chica, Claire. Le pedí también que hiciera memoria y volviera a pensar si le sonaba el nombre de Largo. Doble negativa. Le pregunté si había algún lugar al que Sammy se sintiera especialmente ligado y a donde pudiera haber ido a refugiarse. Ella se detuvo a pensar. Lo intentó de veras, la pobre, pero no se le ocurría nada, ninguna persona, ningún detalle que pudiera hacerme avanzar en la búsqueda de su hermano.
La dejé con sus meticulosas y desesperadas tareas domésticas. Le dije al marcharme que al menos Sammy se encontraría el piso en perfectas condiciones.
La verdad era que los dos sospechábamos que solo estaba adecentando una tumba.
Fue el jueves por la noche cuando encontré un indicio, aunque tampoco fuera gran cosa. Había hecho toda la ronda por los clubes y los bares. A la mayoría Paul Costello solo les sonaba como hijo de Jimmy Costello, y los pocos que habían oído hablar de Sammy Pollock/Gainsborough lo relacionaban simplemente con Sheila Gainsborough. Apenas encontré músicos o cantantes que los conocieran, y mucho menos que hubieran recibido una oferta para que ellos dos los representaran. Me recorrí desde los contados locales de moda de Glasgow -como el Swing Den y el Manhattan- hasta los clubes más tirados y proletarios que abundaban a lo largo de la ciudad.
El Caesar Club era de esta última categoría. La clientela bebía en cantidades industriales y los artistas que actuaban eran tan malos que no había más remedio que beber como un cosaco para soportarlos. Llegué hacia las nueve y media.
El Caesar -César- estaba bien bautizado. Era el tipo de sitio desvencijado donde no parecía quedar piedra sobre piedra y donde los valientes que se subían al escenario tenían más de gladiadores que de artistas. Yo casi esperaba ver a Nerón con pajarita sentado en primera fila, girando cada vez el pulgar hacia abajo. Cuando entré había un cómico sobre el escenario que había conseguido caldear el ambiente y excitar a la audiencia del mismo modo que lo había logrado Boris Karloff en Frankenstein con una turba enfurecida de campesinos provistos de antorchas.
El público estaba en ese punto decisivo en el que la violencia verbal se torna física y, a pesar de la sonrisa fija que el cómico lucía por encima de su enorme pajarita, advertí que sus ojos brillaban alarmados mientras recorrían desesperadamente la multitud. No sé si pretendía divisar aunque solo fuera a una persona riéndose o si trataba de avizorar por dónde iba a salir disparado el primer misil. Me pregunté por qué motivo decidiría uno hacerse cómico en Glasgow cuando existían en el mundo muchas otras alternativas menos peligrosas, como desactivar bombas, torear o tragar sables en un circo. Empezaba a sentir una profunda compasión por aquel cómico. Entonces le oí un par de chistes y decidí que él se lo había buscado.
Conocía al encargado del Caesar Club. Nada más verme, me puso en las manos una pinta de cerveza negra sin que yo se la pidiera (y sin que me apeteciera), y me guio por la zona entre bastidores.
– Aquí está el tipo del que te hablé, Lennox -dijo, cruzando un estrecho pasillo y abriendo la puerta de un armario del vestíbulo. Aún oía rugir al público ante la actuación del cómico y por primera vez me pareció comprender lo que significaba concretamente pedir la cabeza de alguien.
El interior del armario resultó ser el camerino más diminuto que había visto en mi vida; y puedo asegurar que en mi variopinta carrera he visto muchos camerinos. Aquel, sin embargo, no estaba ocupado por una corista, sino por un hombrecillo de unos cincuenta años, con grandes ojos marrones y ni un solo pelo en su cabeza de huevo. Había una bombilla desnuda colgada del techo y el pálido resplandor reflejado en su piel lechosa le daba aún más un aire de huevo Humpty Dumpty. Llevaba un esmoquin barato y una pajarita. Tenía en el regazo una reluciente trompeta y había dejado el estuche abierto sobre el estante que hacía las veces de tocador.
Sonrió al vernos entrar.
– Usted es el caballero que busca al joven Sammy, supongo.
– El mismo. ¿Sabe dónde está?
– No, no lo he visto en dos semanas. Pero eso es lo que quería contarle. Dos semanas atrás, delante del Pacific Club… ya sabe, el local del señor Cohen. Bueno, yo estaba tocando allí hace dos semanas, el viernes por la noche, ya había terminado mi número y me iba a tomar el autobús a casa. Estaba a media calle cuando oí un gran alboroto: Sammy tenía un altercado con dos hombres. Dos jovenzuelos, diría yo. Había empujones y demás, pero tampoco era una pelea, una reyerta con todas las de la ley. Nada de dos contra uno. Entonces salió del club otro tipo y pareció calmar enseguida las cosas.
– ¿Qué hora era?
– Serían las nueve. Yo actuaba temprano.
– ¿Reconoció a alguno de ellos?
– A los dos camorristas no. Reconocí a Sammy, claro, y el tipo que paró el jaleo me pareció que era Paul Costello. Ya sabe, el chico de Jimmy Costello. Siempre andan juntos por los clubs. Me refiero a Costello y Sammy.
– ¿Volvieron a entrar en el Pacific?
– No. Subieron todos a un coche y se fueron. Ya estaban junto al coche mientras discutían. No habría prestado mucha atención normalmente, pero había algo raro…
Asentí. Una refriega callejera en Glasgow no era nada fuera de lo común. Se veía todos los viernes y sábados por la noche.
– ¿Qué era lo raro?
– No sé. Era raro. No estaban borrachos ni nada parecido. Era más bien… -Arrugó la frente, aquella frente pálida de huevo, y entonces le vino la respuesta-. Era como si todos estuvieran agitados, más que con ganas de bronca. Sobre todo Sammy. Como si los otros dos hubiesen metido la pata.
– ¿Qué tipo de coche tenían?
– Uno grande. Blanco. Un Ford, creo.
– ¿Un Ford Zephyr Six?
– Puede. Sí, puede ser. ¿Sabe quiénes son?
– Me los he tropezado, me parece. ¿Hasta qué punto conoce a Sammy Pollock?
– ¿Sammy Pollock?
– Al hermano de Sheila Gainsborough -dije, y su expresión se iluminó. Empezaba a estar claro que Sammy le había sacado partido al nombre de su hermana por toda la ciudad.
– No muy bien. Lo veía por ahí. En los clubes, más que nada.
– ¿Le habló alguna vez de representarlo a usted o a otros músicos?
– ¿A qué se refiere con «representar»?
– ¿Le dijo alguna vez que quería convertirse en agente artístico, o montar una agencia con Paul Costello?
El hombrecillo de la cabeza pelada se echó a reír.
– ¿Qué saben ellos del negocio de la música? No, nunca me dijo nada, ni tampoco a nadie que yo conozca.
– Muy bien. -Pensé un instante-. Escuche, ¿tiene idea de dónde podría encontrar a alguien que sepa dónde localizarlo?
– Bueno, está esa chica con la que anda.
– ¿Claire?
– Ah, ¿ya la conoce?
– No, solo de oídas. Me gustaría mucho hablar con ella. ¿Sabe dónde puedo encontrarla?
– Sí, lo sé. Es cantante. Y nada mala. Se llama Claire Skinner. Canta algunas noches en el Pacific y creo que vive en Shettleston.
Saqué un par de pavos de la cartera y se los di al trompetista. Por el fragor que llegaba desde el local habría hecho mejor dándole la Webley de bolsillo que le había quitado a Skelly.
– Gracias. Me ha sido de gran ayuda. Y buena suerte ahí fuera -le dije mientras salía, preguntándome cuánto tiempo tardarían en romperle la cáscara al pobre cabeza de huevo.
Llamé a Jonny Cohen a su casa. Me dijo que sí conocía a la tal Claire que cantaba a veces en el Pacific, pero que no sabía que se apellidara Skinner. Tampoco la había relacionado nunca en ningún sentido con Sammy Pollock.
– ¿Estás seguro de que es esa la chica? -preguntó.
– Es lo que me ha dicho mi informador, pero ¿quién sabe? ¿Puede darme la dirección de la chica?
– No, pero quizá la tenga Larry, el encargado del Pacific. O al menos podrá decirte quién contacta con ella para contratarla. Pásate por el club mañana por la noche. Le diré que te la dé.
– Gracias, Jonny. Le debo una.
– Sí, Lennox, me debes una. Y otra cosa…
– ¿Sí?
– Espero que me oyeras bien cuando te dije que no permitieras que esta mierda te distrajera del asunto Kirkcaldy.
– Lo oí perfectamente, Jonny.
Davey Wallace se presentó en mi oficina a las diez y media, tal como le había pedido en el mensaje que le dejé a Big Bob. Iba con el mismo traje demasiado grande y demasiado gastado que lucía siempre en el Horsehead. Se había puesto una corbata roja a cuadros y una camisa blanca, y había rematado el conjunto con un sombrero gris de ala ancha que debía llevar unas dos décadas deformándose. Al menos, pensé, ahora ya sé qué pinta se supone que ha de tener un detective privado.
La sonrisa de Davey al entrar en la oficina era tan amplia y jubilosa que llegué a preguntarme si había hecho bien en reclutarlo. Era solo un chico; un buen chico, además. Pero, en fin, él lo había querido.
– Bueno, ¿tienes claro lo que vas a hacer? Y aún más importante, ¿lo que no vas a hacer?
– Lo he entendido, señor Lennox. No le fallaré.
Abrí el cajón y saqué una tosca bolsa de tela. Pesaba, estaba repleta de peniques. Volqué unos cuantos sobre el escritorio.
– Llévate esta bolsa. Aquí hay monedas de sobras para llamar a Australia. Si pasara algo, llama a los números que te he dado y me avisarán lo más pronto posible. -Sacudí la bolsa en la palma de la mano, sopesándola-. Y mantén las cintas bien tensas cuando no hayas de sacar dinero. Esta bolsa no se rompe y es una porra del demonio si te ves metido en un aprieto. ¿Comprendido?
– Comprendido, señor Lennox.
– Pero no quiero que corras ningún riesgo, Davey. Tú limítate a vigilar la casa de Kirkcaldy y avísame si pasa algo. Y acuérdate de anotar la hora y la descripción de cualquier persona que entre o salga.
Volví a abrir el cajón y le lancé una libreta negra nueva. Él la tomó y la examinó con los ojos muy abiertos, como si le hubiese entregado las Llaves del Reino.
Lo llevé a Blanefield y aparqué el Atlantic en la calle donde vivía Kirkcaldy, aunque a una distancia prudencial. No era fácil pasar desapercibido, pero el coche quedaba lo bastante lejos y aun así se disponía de una buena vista de la entrada de su casa. Le di a Davey un par de libras y un paquete de cigarrillos y le indiqué la farola donde debía apoyarse. Él se tomó su misión con tal seriedad que, cuando lo dejé, me sorprendí pensando que tal vez no pestañearía siquiera hasta que volviera.
Dejé el coche donde lo había aparcado y le di las llaves a Davey para que pudiera ponerse a cubierto si empezaba a llover. El tiempo volvía a ser el de siempre y el cielo lechoso se oscurecía periódicamente con aspecto amenazador. No quería que Davey contrajera por mi culpa una pulmonía o un pie de trinchera, dolencias perfectamente posibles en el clima de Escocia occidental. Antes de dejarlo allí de guardia me pasé un momento por la casa de Kirkcaldy. El boxeador no estaba, pero me abrió el Tío Bert Soutar. Iba con una camisa de manga corta que dejaba al descubierto unos brazos plagados de tatuajes, algunos con sugerencias poco amables dirigidas al Papa. Si la hosquedad pudiera medirse en la escala musical, Soutar era un barítono bajo. Le dije que el joven de la esquina trabajaba para mí y que no tenía relación con los autores de los actos vandálicos. Él asintió, taciturno, y cerró la puerta.
Yo sabía, desde luego, que Davey no podría informarme de nada significativo a lo largo de la tarde. Las bromas macabras que había sufrido Kirkcaldy suelen llevarse a cabo con el concurso de las sombras.
Mientras él se quedaba vigilando la casa con toda seriedad y diligencia, yo me fui a Pherson’s, en Byres Road, a afeitarme y cortarme el pelo. El viejo Pherson conocía su oficio y salí de allí con una sensación de hormigueo en la cara y una raya tan impecable que el trabajito de Moisés en el Mar Rojo resultaba chapucero en comparación. Luego tomé el tranvía de vuelta a la ciudad e hice algunas llamadas infructuosas desde la oficina para averiguar algo sobre Largo.
Quizá fue porque el nombre de Jock Ferguson había surgido en la conversación con Donald Taylor, mi poli a sueldo, pero lo cierto es que, casi obedeciendo a un impulso, volví a coger el teléfono y marqué el número de la jefatura de policía en Saint Andrew’s Square. Obviamente, el inspector Jock Ferguson no sabía nada de mi pequeño arreglo con uno de sus subordinados y pareció de veras sorprendido al oír mi voz; sorprendido y algo desconfiado. No sé por qué inspiro ese sentimiento en algunas personas, sobre todo si son policías. Admitió que estaba libre a la hora del almuerzo y quedamos en el Horsehead. Ferguson y yo apenas habíamos hablado durante el último año.
Era la una y media cuando llegué al Horsehead. La clientela del mediodía ya había llenado el local de humo y la atmósfera era tan densa que casi podía cortarse con un cuchillo. Si tuviera que describir el ambiente, diría que era más bien ecléctico. Había un buen número de oficinistas, reglamentariamente uniformados con traje a rayas, que se codeaban en la barra con obreros tocados con gorra y calzados con botas de goma. Nadie podrá acusar a los glasgowianos de no atender a los requerimientos de la moda: unos cuantos trabajadores se habían enrollado la caña de las botas desde la pantorrilla hasta la altura del tobillo, como una concesión a las cálidas temperaturas.
Enseguida distinguí en la barra a un hombre de treinta y tantos años. Me daba la espalda, pero reconocía su estatura y su complexión angulosa y el insulso traje gris que parecía llevar durante todo el año. Algunos policías necesitan un uniforme incluso cuando han sido trasladados al departamento de Investigación Criminal. Lo comprendo, en cierto modo: es la necesidad de quitarte el trabajo de encima cuando llegas a casa. Metiendo el hombro, me colé en la barra junto a Ferguson. El tipo de al lado me echó esa mirada de hostilidad indiferente, puramente superficial, que solo puede encontrarse en los bares de Glasgow. Le sonreí y me volví hacia Ferguson.
– Hola, Jock.
Él me miró de soslayo con sus insulsos ojos grises, que iban a juego con el traje. Jock Ferguson tenía cualquier cosa menos una cara expresiva: era casi imposible descifrar lo que pasaba por su cabeza. Había visto a bastantes hombres que habían salido de la guerra con el mismo aire ausente pintado en la cara. Y siempre había intuido que Jock Ferguson había pasado una guerra parecida a la mía.
– Mucho tiempo sin vernos -dijo sin sonreír. Y sin ofrecerme una copa. Eran los preliminares-. ¿Dónde te habías metido?
– Ya ves, no he podido levantar cabeza. Casos de divorcio, robos en empresas, ese tipo de asuntos.
– ¿Aún trabajas para el sector de mala fama de Glasgow?
– De vez en cuando, pero no tanto como antes. Las cosas ya no son lo que eran, Jock: los gánsteres han abrazado el libre mercado. No puedo competir con las tarifas de tus colegas.
El rostro de Ferguson se contrajo un instante, pero decidió dejarlo correr. En otra época se habría tomado a risa una pulla como aquella, porque sabía que me refería a otros policías, no a él. Pero eso era antes.
– Me enteré de que estuviste preguntando sobre mí, Lennox, después de lo del año pasado. Podrían acusarme de paranoico, pero eso parecería indicar que creías que yo tenía algo que ver con toda aquella mierda. ¿Es lo que crees?
Me encogí de hombros.
– Solo charlé con un par de colegas tuyos. ¿Me estás diciendo que no tuviste nada que ver?
Me sostuvo la mirada. Ninguno de los dos deseaba precisar demasiado, pero lo cierto es que él ni siquiera debería haber tenido noticia de los hechos ocurridos en un almacén del puerto que concluyeron con un servidor herido de bala en el costado y con una persona muy especial para mí tendida sin vida a mis pies, con la cara destrozada. Y esos hechos no se habrían producido si un policía no hubiese filtrado cierta información.
– Sucediera lo que sucediese, yo no tuve nada que ver. Eso es lo que digo, sí.
– De acuerdo. Si tú lo dices, Jock, te creo.
Era mentira. Los dos lo sabíamos, pero era una convención verbal que nos permitía seguir adelante. Por el momento.
– Bueno -añadí-, ¿y cómo van las cosas?
– Liadas. McNab me ha endosado ese muerto del tren, y no para de apretarme las tuercas. Está que echa fuego por culpa de ese nuevo patólogo sabelotodo. Ya conoces a McNab, un mierda liquidando a otro mierda no le interesa, a menos que todo sea bien claro y sencillo. Y acostumbra a serlo.
Sonreí, compasivo. La sola idea de trabajar para un McNab enfurecido daba miedo. Por un momento sentí el peso de su manaza en mi pecho.
– ¿Y cómo va la investigación? ¿Alguna pista?
Ferguson resopló.
– Ni en broma. No tenemos nada, salvo el cuerpo, que quedó de un modo que se puede trasladar en un par de cubos. Pero en fin, supongo que no me has pedido que nos veamos para interrogarme sobre mi nivel de satisfacción profesional. ¿Qué quieres, Lennox? Tú siempre quieres algo.
Antes de responder le hice una seña al camarero y pedí un par de whiskys. No conocía a aquel tipo, así que preferí no desconcertarlo pidiendo Canadian Club.
– ¿Sabes ese combate que está a punto de celebrarse?, ¿el de Bobby Kirkcaldy con el alemán?
– Claro. ¿Qué pasa?
– Bueno, Kirkcaldy ha sido objeto últimamente de ciertas atenciones poco gratas. Mierdas en su puerta, amenazas veladas, ese tipo de cosas.
– ¿Se ha puesto en contacto con nosotros?
– No. De hecho, a mí me ha contratado uno de sus promotores porque el mánager se enteró por casualidad. Kirkcaldy está haciendo todo lo posible para desviar la atención.
– ¿Uno de sus promotores, dices? -Ferguson alzó una ceja.
– La cuestión es que algo apesta en ese asunto. Hay un viejo que no se separa de Kirkcaldy, una especie de guardaespaldas-entrenador. Ya te digo: viejo, pero duro de cojones. Lleva por nombre Bert Soutar. Me preguntaba si no podrías…
Ferguson dio un suspiro.
– Veré qué puedo hacer. Pero quid pro quo, Lennox. Tal vez quiera algo de ti más adelante.
– Con mucho gusto.
Sonreí y pedí un par de empanadas. Nos las sirvieron en unos tristes platos blancos que tenían una telaraña de grietas grises bajo el vidriado. Parecían del mismo tipo de porcelana con el que se hacían los orinales. Las empanadas mismas chapoteaban en un charco de grasa. Yo había perdido peso desde que llegué a Glasgow. La presentación no pareció desanimar a Ferguson, que se lanzó al ataque y se fue secando la grasa de la barbilla con la servilleta de papel.
– ¿Solo era eso?
– Sí -dije, dando un sorbo de whisky-. Tengo entendido que el viejo Soutar era bastante diestro con la navaja, por lo de los Bridgeton Billy Boys y eso. Me resultaría muy útil cualquier cosa que pudieras averiguar.
– Puedo hacer algo mejor. -Buscó en el bolsillo de la chaqueta y sacó una libreta y un lápiz que no parecían los reglamentarios. Anotó algo, arrancó una página y me la entregó-. Esta es la dirección de Jimmy MacSherry. Ahora está muy viejo, pero era un cabronazo duro de verdad allá en los años veinte y treinta. Luchó contra los Cosacos de Sillitoe y mandó al hospital a un par de policías. Le cayeron diez años y una tanda de azotes por sus delitos. Era un Billy Boy y conoce a todo el que ha sido alguien en ese mundillo. Pero ándate con cuidado con él. Y te costará unos pavos.
– Gracias, Jock, te lo agradezco -dije, guardándome el papel. Entonces se me ocurrió una idea-. Ah, quizá sí hay otra cosa. Nadie parece conocer a este tipo, pero a lo mejor vale la pena intentarlo. ¿Has oído hablar de un tal Largo?
Ya he dicho que Jock Ferguson no tenía una cara muy expresiva, pero bruscamente algo pareció recorrerla, como si la hubiesen conectado a la corriente.
– ¿Qué sabes tú de John Largo?
– Nada. Nada en absoluto, por eso te pregunto. ¿Quién es?
– ¿Dónde has oído su nombre? En algún lado lo habrás oído.
Miré a Ferguson. Se había vuelto hacía mí, irguiéndose y separándose de la barra. De repente era solo un policía, no un conocido. Después de tanto preguntar por ahí, acababa de doblar en una fracción de segundo los datos que tenía sobre Largo: ahora conocía su nombre completo. Pero también se me habían disparado todas las alarmas. Era evidente que bastaba conocer el nombre de John Largo para ganarte una atención por parte de la policía que yo había tratado cuidadosamente de evitar. Decidí que sería mejor sincerarse.
– Está bien, Jock, veo que he tocado un punto sensible. Pero obviamente tú crees que sé algo que no debiera saber, y no. Lo único que sé es el nombre. Estoy investigando la desaparición de una persona que se ha convertido en la desaparición de dos personas: Paul Costello, el hijo de Jimmy Costello, también se ha esfumado. Pero antes nuestros caminos se cruzaron. Él creyó de entrada que era uno de los tuyos; después me preguntó si me había enviado Largo. Eso es todo. He estado preguntando por toda la ciudad y ninguna de las personas con las que he hablado conocía a Largo. Hasta ahora. Bueno, ¿quién es John Largo?
– Es que… Verás… Eso que acabas de preguntar… Yo de ti no volvería a hacer jamás esa pregunta. John Largo es una persona de la que no te conviene saber nada. Si alguna vez te he dicho algo que valga la pena, Lennox, es esto: John Largo no existe. Escúchalo bien, acéptalo y sigue adelante con tu vida. De lo contrario, quizá no tengas una vida por delante.
– Eh, vamos, espera un momento, Jock. No puedes…
– He de irme. Veré si puedo encontrarte algo de Soutar. Entre tanto, prueba con Jimmy MacSherry.
Y se fue antes de que pudiera abrir la boca. Reclinado sobre la barra, eché un vistazo al vaso todavía mediado de whisky que se había dejado. Ahora sí que estaba seguro de que aquello era gordo de verdad. Cuando un escocés se deja sin terminar una copa, la cosa es seria.
Bridgeton era esa clase de lugar donde te sentías demasiado arreglado si llevabas zapatos. Daba la impresión de que el calzado era optativo hasta los doce años; a partir de ahí lo que se esperaba era que llevaras unas recias botas de trabajo con refuerzos metálicos en las suelas: un tipo de botas con el que un chico de cuarenta y cinco kilos sonaba como una división nazi desfilando por la calle. Como el noventa y nueve por ciento de la población de Bridgeton, Jimmy MacSherry no tenía teléfono, así que decidí que lo mejor sería llegarme hasta allí y llamar a la puerta. Comprobé, eso sí, que llevaba la porra encima. Bridgeton era un sitio donde te sentías desnudo si no ibas provisto de algún instrumento para lastimar a otro ser humano.
Antes de salir a tomar el tranvía recibí una llamada de Davey. Como era previsible, no había nada que contar, salvo que Kirkcaldy se había ido como todas las tardes al gimnasio de Maryhill donde siempre había entrenado. Le había dicho a Davey que vigilase la casa, no a Kirkcaldy, y eso había hecho. Me di cuenta de que le preocupaba decepcionarme por no tener nada de que informar, pero yo lo tranquilicé y le dije que estaba haciendo un buen trabajo, y él acabó colgando con el mismo entusiasmo con que lo había dejado allí.
Para el resto del mundo un glasgowiano era un glasgowiano. Todos parecían iguales, hablaban con la misma jerga impenetrable, trabajaban en los mismos talleres infectos de los astilleros, las fábricas o las fundiciones, vivían en el mismo tipo de cuchitril. También parecían poseer la misma personalidad esquizoide: podían ser la gente más cálida y amigable, pero eran propensos también a una violencia psicópata, a veces simultáneamente. Entre ellos, sin embargo, existía un abismo que dividía en dos a la clase obrera. En apariencia se trataba de una división religiosa: protestantes frente a católicos, pero la verdad era que se trataba de una división étnica: los glasgowianos escoceses frente a los glasgowianos de origen irlandés. Y ese odio bíblico entre ambas comunidades lo encarnaban dos equipos de fútbol: los Rangers y los Celtics.
Bridgeton formaba parte de los suburbios de la ciudad y tenía más o menos el aspecto de los demás suburbios de Glasgow: calles flanqueadas de casas de vecinos y de edificios de apartamentos de cuatro pisos. El material de construcción de base en Bridgeton era la piedra arenisca roja, no la amarilla o el ladrillo, aunque eso resultaba más bien teórico porque todos los edificios estaban ennegrecidos de mugre, como sucedía en el resto de Glasgow. A veces, asomaba entre el hollín un tramo reluciente del color original confiriéndole a la casa el aspecto de un casco oscuro y oxidado alzándose hacia el cielo. Como en otras partes de la ciudad, los peores cuchitriles iban siendo demolidos para ceder su lugar a bloques nuevos. El espíritu de la Era Atómica había llegado a Glasgow y muy pronto todos sus habitantes disfrutarían de las comodidades más modernas, como baños interiores con cisterna.
Pero Bridgeton se distinguía sobre todo de los demás barrios en un aspecto: en la intensidad del odio hacia el vecino. Aquélla era la parte más ultraprotestante, más furibunda contra los católicos de toda la ciudad.
Pocas semanas antes, como cada Doce de Julio, Bridgeton se había convertido en el punto de reunión de las bandas de gaiteros y tambores y de todos los manifestantes que celebraban la victoria del rey protestante Guillermo de Orange sobre el católico rey Jacobo en la batalla del Boyne. Una vez reunidos allí, desfilaban triunfalmente por las calles de Glasgow: en especial por las calles de predominio católico. Curiosamente, los cascarrabias católicos no parecían participar del espíritu de la ocasión y se abstenían de sumarse a los cánticos, que contenían líneas como: «La sangre feniana nos llega a las rodillas. Rendíos o moriréis».
Pero Glasgow era una ciudad de equilibrios y contrapesos, y también en Bridgeton había una parte ultracatólica y furibunda contra los protestantes. Los Norman Conks, homólogos católicos de los Billy Boys, se concentraban en la zona de Poplin Street y Norman Street. Su especialidad, aparte de manejar la navaja con la misma destreza para la cirugía estética que los Billy Boys, consistía en arrojar cócteles Molotov de parafina o de gasolina a los manifestantes que desfilaban el Doce de Julio. O algún que otro «bocadillo de salchicha», o sea, excrementos humanos envueltos laxamente en una hoja de periódico.
A veces me preguntaba cómo era posible que Río pudiese competir con Glasgow en ambiente de carnaval.
Ahora, sin embargo, mientras caminaba por Bridgeton, no se veían bandas desfilando ni el menor signo de carnaval. De hecho, incluso en un agradable día veraniego como aquel no se me ocurría ningún lugar menos festivo. Me alegraba de no haberme traído el Atlantic; no había ningún coche aparcado en la calle donde residía MacSherry. Una pandilla de cinco o seis niños descalzos de cara mugrienta jugaban con aire malicioso alrededor de una farola. Un hombre de unos treinta años apostado en un portal me miró fijamente por debajo de la visera de su gorra mientras pasaba. Llevaba chaleco y una camisa sin cuello arremangada hasta el codo que dejaba ver unos antebrazos fibrosos como cable de acero. Con los pulgares metidos en los bolsillos del chaleco y los pies, provistos de recias botas, cruzados a la altura del tobillo, permanecía reclinado en el umbral. Era una pose absolutamente informal, pero yo tuve la sensación de que se trataba de una especie de vigilante o centinela.
La única persona con la que me crucé, aparte de él, fue una mujer de unos cincuenta años que emergió de una casa situada más arriba. Era casi más ancha que alta y vestía un informe vestido negro -o quizá lo informe era el cuerpo que había debajo-. Llevaba un pañuelo anudado firmemente alrededor de la cabeza y las medias caídas y convertidas en gurruños beige alrededor de los tobillos. Calzaba unas zapatillas a cuadros y tenía toda la piel de las piernas moteada de manchitas moradas. Sentí de repente la necesidad de jurarme a mí mismo que no volvería a comer carne en conserva. Cuando nos cruzamos, me observó incluso con más suspicacia que el centinela arremangado que acababa de dejar atrás.
Sonreí y ella frunció el ceño: justo cuando me disponía a decirle cuánto me complacía que el nuevo look Dior hubiese llegado a Glasgow.
Encontré la casa de vecinos que buscaba y subí por la escalera. Una cosa curiosísima de los cuchitriles de Glasgow: las losas de la escalera y del umbral de cada apartamento estaban tan relucientes que se hubiera podido comer tranquilamente sobre ellas. Los glasgowianos ponían un orgullo desmedido en la limpieza de las áreas comunes: rellanos, escaleras, vestíbulos. Normalmente había un turno estricto entre los vecinos y si no quedaba todo como los chorros del oro el ama de casa infractora se convertía en una auténtica paria social.
El piso de MacSherry quedaba en el tercero. El rellano estaba tan impecable como era de esperar, pero había en el aire un olorcillo desagradable. Llamé con los nudillos y me abrió una mujer de unos sesenta años que convertía en esbelta a la que me había cruzado en la calle hacía un rato.
– Hola. ¿Podría hablar con el señor MacSherry, por favor?
La gruesa mujer se volvió sin decir palabra y se alejó bamboleante por el pasillo, dejando la puerta abierta. Oí que trituraba una rapidísima secuencia de vocales, que descifré como: «Alguien para ti».
Un hombre de sesenta largos o de setenta y pocos salió de la sala de estar y se acercó a la puerta. Era bajo, de un metro sesenta, pero fuerte y fibroso y con una gruesa cabeza rematada de cerdas blancas. Algo en él me hizo pensar en un Willie Sneddon envejecido, dejando aparte, eso sí, que el costurón de la cara de Sneddon era un primoroso bordado en comparación con las viejas cicatrices que se entrecruzaban en las mejillas y la frente de MacSherry. Como el Tío Bert Soutar, aquel hombre llevaba su violenta historia escrita en la cara, solo que en un dialecto distinto.
– ¿Qué coño quiere?
Sonreí.
– Me preguntaba si podría ayudarme. Estoy buscando información sobre una persona. Alguien de los viejos tiempos.
– A la mierda -dijo sin rabia ni malicia, haciendo ademán de cerrar. Se lo impedí metiendo el pie entre la puerta y la jamba. El viejo MacSherry abrió otra vez del todo, bajó la vista lentamente hacia mis zapatos y luego volvió a mirarme a la cara. Entonces sonrió. Era una sonrisa que no me gustaba y consideré la posibilidad ignominiosa de que un anciano pensionista me diese una paliza.
– Perdón -me apresuré a decir, alzando las manos-. Estoy dispuesto a pagarle por la información.
Volvió a mirarme los pies y yo los retiré del umbral.
– ¿Qué quiere saber?
– ¿Conoce… o conoció a un hombre llamado Bert Soutar?
– Sí, conocí a Soutar. ¿Por qué lo quiere saber? Usted no es policía.
– No, nada de eso. Represento a un grupo de inversores que tienen intereses en un espectáculo deportivo. El señor Soutar está relacionado con ese espectáculo y estamos comprobando su pasado. Verá, Soutar tiene antecedentes criminales.
– No me diga, joder. -La ironía no era su fuerte.
– Se lo digo -continué, como si no hubiese captado el sarcasmo-. No es que eso represente un problema en sí mismo, pero nos gustaría saber con qué tipo de persona tratamos. ¿Conocía usted bien al señor Soutar?
– ¿Ha dicho que estaba dispuesto a pagar por la información?
Saqué la cartera, le tendí un billete de cinco libras y me guardé otro en la mano.
– ¿No podríamos…? -Hice un gesto hacia el interior.
– Si quiere -dijo MacSherry, dejándome pasar.
La sala era pequeña, angosta. Pero, de nuevo, asombrosamente pulcra. Había un gran ventanal sin cortinas que daba a la calle y una cama de obra, elemento típico de las casas de vecindad de Glasgow, en una de las paredes. El mobiliario era barato y se veía gastado, pero no faltaba alguna que otra pieza nueva de aspecto caro que resultaba más bien incongruente, y me sorprendió ver una pequeña televisión Pye encajonada en un rincón. Tenía una antena encima, con sus dos varillas extensibles separadas en un ángulo desorbitado. Comprendí la resistencia de MacSherry a dejarme pasar: aquella mezcla de cosas nuevas y viejas reflejaba sencillamente la diferencia entre los objetos legalmente adquiridos y los birlados.
La mujer obesa que yo suponía era la esposa de MacSherry salió y nos dejó solos. Estaba claro que allí se hacían negocios a menudo.
– ¿Es usted un puto yanqui? -me dijo MacSherry con su estilo cordial y encantador. Deduje que no iba a ofrecerme una taza de té.
– Canadiense. -Sonreí. Empezaba a dolerme la mandíbula de tanta sonrisa forzada-. En cuanto a Soutar…
– Era un Billy Boy. Y boxeador. Peleaba a puño limpio. Un cabrón muy duro. Ya sé de qué va todo esto. Es por su sobrino, Bobby Kirkcaldy. Ese es su puto espectáculo deportivo, ¿no?
– No estoy autorizado a responder, señor MacSherry. Soutar era miembro de los Billy Boys de Bridgeton en la misma época que usted, ¿cierto?
– Sí, aunque no lo conocía muy bien. Era un hijoputa chiflado con la navaja en la mano, eso se lo aseguro, y con los puños. Pero luego, cuando la cosa se militarizó, ¿sabe?, cuando los Billy Boys empezaron a hacer instrucción por las mañanas y cosas así, se esfumó. Odiaba a los putos fenianos, pero todavía le gustaba más el dinero. Siguió boxeando, eso sí. Fue cuando rajó a los polis cuando quedó acabado.
– ¿No ha dicho que había dejado a los Billy Boys?
– Y los había dejado. No fue en un disturbio. Fue después de un partido, sí, pero él había entrado a robar en una cooperativa de crédito. Se le ocurrió la idea, al muy gilipollas, de que la policía montada estaría demasiado liada con los alborotos, pero dos polis lo pillaron en el callejón de atrás. Por lo que me contaron, Soutar se puso chulo y ellos iban a darle una paliza. Ese era su gran problema, que era demasiado bocazas, el cabrón. Bueno, el caso es que siempre llevaba dos navajas en los bolsillos del chaleco. Los polis se le echaron encima y él los rajó a los dos. A uno le sacó un ojo. ¿Ha visto cómo tiene la cara Soutar?
– Sí -dije-. Debió de encajar más golpes de la cuenta en el ring.
– Qué va, no tiene que ver una mierda con el boxeo. Bert Soutar era demasiado ligero con los pies para que le zurraran así en el ring o en una pelea a puño limpio. No, eso se lo hicieron los putos polis. Lo dejaron medio muerto. Le fueron dando por turnos. Un mensaje, ¿entiende? Ni te atrevas a rajar a un Cosaco.
MacSherry se refería a los Cosacos de Sillitoe, el escuadrón de la policía montada contra las bandas organizadas que había creado el jefe de policía de Glasgow, Percy Sillitoe.
– Cuando Soutar salió de la cárcel abandonó a los Billy Boys. Por lo visto, había sido un prisionero modélico y lo soltaron a los seis años. Salió con grandes ideas. Dijo que ya no le interesaban los Billy Boys, que ahí no había dinero que ganar. Y como boxeador ya estaba acabado; las palizas que recibió en la cárcel le dejaron la cara hecha mierda. Ya no podía encajar más golpes y, además, no le habrían dado la licencia con esa cara y con sus antecedentes de presidiario. Fue entonces más o menos cuando empezó a andar con un tal Flash Harry, que le llenó la cabeza con toda clase de ardides para ganar dinero.
– ¿Quién era Flash Harry?
– Yo no lo conocía en esa época. No era de Bridgeton y creo que era más joven que nosotros, bastante más joven. Soutar y ese pájaro se metieron en el negocio del boxeo una temporada. Amañaban peleas de todas las maneras posibles, no sé si me sigue. No lo vi más, pero no vaya a creer que duró con su socio: Soutar desapareció del mapa y MacFarlane se convirtió en un puto triunfador.
– ¿MacFarlane?
– Sí. Flash Harry era Calderilla MacFarlane, que se convirtió en un corredor de apuestas del carajo. Pero para lo que le sirvió al muy cabrón, teniendo en cuenta que ha acabado con la crisma machacada y hecha mierda.
Permanecí sentado, asintiendo, como si estuviera procesando la información. En realidad, me daban vueltas en la cabeza una docena de combinaciones posibles de personas y hechos. La puerta del piso continuaba abierta y oí voces en el rellano: la vieja gorda y una voz masculina. Hora de irse. Me puse de pie y le di a MacSherry las otras cinco libras.
– No es suficiente -me dijo.
– ¿Cómo? -Puse mi mejor expresión de perplejidad. Aunque perplejo no estaba.
– Otros diez.
– Ya le he pagado por su tiempo, señor MacSherry. Más que adecuadamente.
Se puso de pie. Oí un ruido detrás y, al volverme, vi al centinela de la camisa sin cuello que me cerraba el paso y me sonreía con mala uva.
– Otros diez. Venga. O mira, mejor voy a ahorrarle muchos problemas: deme la puta cartera.
Sopesé la situación. Delicada. El viejo solo ya habría resultado bastante duro de roer, pero con aquel joven la balanza se desequilibraba claramente en mi contra.
Me encogí de hombros.
– Muy bien. Le daré todo lo que llevo, no me importa. Ya se lo reclamaré a los inversores de los que le hablaba. -Fruncí el ceño, pensativo, y luego simulé que se me acababa de ocurrir una idea-. O mejor, ¿por qué no les digo que vengan a verle en persona? Puede usted pactar con ellos la remuneración. Mi jefe es William Sneddon. Y el otro inversor, Jonathan Cohen. -Lo solté en tono simpático, como si no pretendiera ninguna amenaza-. Me consta que al señor Sneddon le irrita mucho que la gente interfiera en sus asuntos, así que estoy seguro de que se tomará sus exigencias en serio. Muy en serio.
MacSherry miró al joven de la puerta y luego otra vez a mí.
– ¿Por qué no ha dicho que trabajaba para el señor Sneddon? ¿O acaso está tratando de venderme la moto…?
– Si hay alguna cabina de teléfono que funcione en este barrio de mierda, podemos acercarnos y se lo pregunta usted mismo. O sencillamente puedo pedir que venga Deditos McBride para convencerlo de mis credenciales. -Ahora ya había abandonado el tono simpático. Había que calibrar bien las cosas: hay gente que no sabe cuándo debe asustarse, y habría apostado hasta mi último penique a que MacSherry era uno de ellos.
Finalmente le hizo una seña con la cabeza al joven para que me abriera paso.
– Gracias por su ayuda, señor MacSherry.
Me volví y salí con aire despreocupado y sin ninguna prisa.
Pero no aparté la mano de la porra que llevaba en el bolsillo hasta encontrarme en la calle y doblar la primera esquina.