Capítulo 12

Por sorprendente que pueda parecer, yo era un tipo libresco. Leía un montón. Casi cualquier cosa, sin importar el autor ni el tema. Con una sola excepción, como le había señalado a Devereaux: Hemingway. Por ahí no pasaba.

Glasgow era de esas ciudades que se complacen en hacer ostentación de sus conocimientos. La universidad consistía en una serie de magníficos e impresionantes edificios victorianos. Pero el alarde más estridente de sapiencia venía con cúpula de bronce y todo: era la biblioteca Mitchell, que se alzaba imponente en el corazón mismo de Glasgow con sus columnas corintias. El proyecto original no incluía una cúpula como la de la catedral de Saint Paul, pero los concejales del ayuntamiento habían insistido en ello y ahora la biblioteca Mitchell proclamaba a los cuatro vientos: «Mirad… ¡tenemos libros!».

Aguardé en el vestíbulo de la biblioteca. Un hombrecillo menudo con el pelo prematuramente gris vino a mi encuentro.

– Hola, Lennox -dijo, y me sacudió el brazo como si fuese la bomba de un pozo. Ian McClelland era una persona entusiasta. Su exuberante simpatía me levantaba el ánimo cada vez que nos veíamos. A pesar de aquel apellido de impecables raíces célticas, McClelland era un inglés, oriundo de Wiltshire, que había seguido la clásica ruta de las clases medias altas por las escuelas de elite y la Universidad de Cambridge. Seguramente era la única persona que conocía que sabía cómo manejar un cuchillo de pescado. Qué demonios hacía en Glasgow, eso quedaba más allá de mis entendederas.

McClelland era profesor de ciencias políticas y especialista en Extremo Oriente, y nos habíamos conocido en un acto universitario. Yo entonces conjugaba verbos con una joven profesora de francés. Mi romance no duró, pero nuestra amistad sí. McClelland vestía como un académico, pero no acababa de parecerlo. Había pasado mucho tiempo en Oriente y yo había albergado más de una vez la sospecha de que pudiera haber estado en un momento u otro, y en mayor o menor grado, relacionado con los servicios de inteligencia.

– ¿Cómo te va, Ian? -pregunté con susurros de biblioteca-. ¿Has pervertido a unas cuantas estudiantes últimamente?

– Solo sus mentes, muchacho, solo sus mentes. Me has dicho por teléfono que querías hablar de una figura de jade, ¿no?

Habíamos conseguido llamar la ceñuda atención de un par de tipos de pinta profesoral que se encorvaban en un escritorio sobre sus tareas de investigación. McClelland me arrastró a otra mesa donde había dejado varias obras de consulta.

– Sí -le dije, cuando nos sentamos-. Una figura horrible, toda colmillos, con unos grandes ojos escrutadores. Diría que era un dragón. Parecía tener las pezuñas hendidas, como una cabra. O tal vez fuese un demonio. Mira.

Le enseñé el boceto que había hecho.

– El dragón es una de las principales figuras del folclore chino. -McClelland examinó el dibujo con el ceño fruncido-. Pero lo que tú has dibujado no es un dragón, sino más bien un qilin. Lo delatan las pezuñas. Son pezuñas de jirafa. ¿Dices que es de jade?

– A menos que los chinos hagan su ídolos de baquelita verde.

– Entiendo que lo tomaras por un dragón. Hay muchos dragones de jade por ahí. ¿Cómo has dicho que era de alto?

– De unos sesenta centímetros, más o menos.

– Entonces podría costar una buena suma.

– ¿Cuánto?

– Imposible decirlo sin verla. Depende de la calidad del jade, que puede variar enormemente. Y por supuesto, con frecuencia son puras imitaciones. Si es jade macizo auténtico, mil libras, quizá dos mil. ¿Era verde esmeralda?

– No había mucha luz. Más que nada vi la forma, pero era verde. -Puse a trabajar mi mente para revisar lo que había visto, pero mi mente se estaba tomando un descanso-. No… quizá no era verde esmeralda. Más pálido. Blanquecino. ¿Por qué?

– El jade imperial es de un translúcido maravilloso y posee un intenso matiz verde esmeralda. Es un material raro y de extraordinario valor. Pero la figura que me describes podría ser de cualquier cosa. Quizá ni siquiera de jade. -Se fijó en mi expresión-. ¿No es lo que esperabas?

– Mil quinientos pavos no son suficientes para los problemas que esa estatuilla parece haber provocado.

Se encogió de hombros.

– ¿Es robada?

– Digamos que pretendo devolvérsela a su legítimo propietario con la esperanza de sacar a alguien de un aprieto. Un aprieto muy gordo.

McClelland me preguntó si podía quedarse unos días el dibujo y yo accedí. Al salir de la biblioteca, cuyas paredes de piedra mantenían siempre fresca, sentí la bofetada del aire pegajoso. Encontré una cabina telefónica y llamé al hospital, pero la gruñona enfermera que me atendió me dijo que no iba a facilitarme ninguna información porque yo no era pariente de Davey.


Me pasé toda la tarde con dolor de cabeza y pensé que quizá debería hacer que me echasen un vistazo. Un par de horas de reposo parecieron aliviarme, así que decidí saltármelo. Llamé a la comisaría y pedí que me pasaran con Dex Devereaux.

– Eh, Johnny Canuk, ¿cómo te va? -Su acento americano parecía amplificarse por teléfono.

– Bien. Quería preguntarte una cosa. ¿De cuánto son los cargamentos que Largo ha ido enviando a Estados Unidos? Me refiero al peso o al tamaño.

– Estaríamos hablando de unos veinte kilos por envío.

– No es mucho.

– En dinero, sí. La heroína va a unos diez pavos el gramo. Lo cual significa casi mil dólares por kilo. Cada cargamento de veinte kilos que Largo envía vale veinte mil pavos. No sé cuánto será en moneda inglesa; a mí el cambio que me dieron fue de 2,80 dólares por libra. Haz tú mismo el cálculo. Este material vale literalmente dos o tres veces su peso en oro.

– O sea que sería relativamente fácil esconderlo y mezclarlo con la carga declarada de un barco -dije, imaginándome una pequeña hilera de espantosos demonios de jade.

– Ya te lo expliqué. Es como la bomba atómica. Ocupa poco, pero tiene una enorme onda expansiva si llega a las calles. ¿Qué has averiguado, Lennox?

– Quizá no sea nada… Una corazonada, no pasa de ahí por el momento. Pero creo que unos chicos de aquí robaron una parte del último envío de Largo. Unos aficionados que ahora están muertos de miedo. Lo cual significa que quizá pueda entregarte a Largo junto con una parte de la droga.

– Lennox, si estás seguro…

– No, Dex, no estoy seguro. Como te digo, es una corazonada y perderías el tiempo investigándola. Si resulta que vale la pena, lo pondré todo en tus manos y tú podrás dirigir a la policía local para que practique las detenciones. Pero primero tengo que sacar a alguien de la foto. Gracias por la información, Dex. Estaremos en contacto.

Colgué antes de que pudiera seguir presionándome. Estaba armando el cuadro completo y necesitaba concentrarme. Y me hacía falta tiempo para averiguar algunas cosas más.


Había algo que no dejaba de complicarlo todo: el asesinato de Calderilla MacFarlane. Me perseguía incansablemente y no lograba entender por qué. Había estado a punto de acusar a Maggie MacFarlane de tener un lío con Jack Collins, pero no contaba con ningún motivo para suponer que la cosa pasase de ahí. No me imaginaba a Jack Collins rendidamente enamorado como el protagonista de Perdición, y Maggie, aun siendo una magnífica obra de arte, tampoco era Barbara Stanwyck. Le había preguntado a Lorna con toda la sutileza posible por la póliza de seguros y el testamento. Tanto Maggie como Collins -este en mucha menor medida-, salían bastante beneficiados, pero la parte del león se la había llevado Lorna. Según la ley escocesa, Maggie, como viuda superviviente, podría haber impugnado con ciertas garantías las disposiciones de MacFarlane, pero según lo que me había dicho Lorna -quien no dejaba de sospechar de su madrastra, desde luego-, Maggie no había hecho la menor insinuación de que fuese a hacerlo.

Pero todo ello me seguía atormentando.

Me pagan por meter las narices por ahí; casi siempre en sitios donde no son bien recibidas. Pero mi costumbre más irritante era meter las narices en sitios donde no eran bien recibidas y sin que me pagaran siquiera. Cuando entré a pie en el campamento de Vinegarhill, sentí que mis susodichas narices nunca habían sido tan mal recibidas. Es más: me inquietó de verdad que me las fueran a partir.

Había hecho un acto de fe al aparcar el coche en Molendinar Street, procurando no pensar en cómo habrían ido las apuestas según Tony el Polaco de que lo encontrase entero, o simplemente lo encontrase, cuando volviera a buscarlo. El campamento de vagabundos estaba montado en un patio vallado árido y sucio, junto a las fábricas de azúcar, al que se accedía por una verja de hierro que parecía permanentemente abierta. Había algunas caravanas modernas a remolque, pero la mayoría eran los típicos carromatos de vagabundos: esos armatostes pintados y tirados por caballos, de techo arqueado, que todo el mundo asociaba con la imagen romántica de los gitanos. Entre algunos de ellos asomaba el tosco lomo de las chozas de lona.

Ni el aroma apetitoso de un goulash a fuego lento ni los sonidos de un violín apasionado acompañaron mi llegada. Aquellos vagabundos no procedían de las llanuras húngaras ni de las montañas de los Cárpatos, salvo que las llanuras húngaras y las montañas de los Cárpatos tuvieran vistas a la bahía de Galway. Y lo más romántico que vi fueron dos perros mestizos copulando junto a la pared de la fábrica. Un puñado de críos sin zapatos correteaba por el campamento, y advertí que dos jóvenes se situaron a mi espalda cuando entré en el patio.

Esa habría sido normalmente la señal para echar mano de la porra, pero en un sitio como aquel y con gente como aquella, habría sido una jugada más bien desaconsejable. Dolorosamente desaconsejable. No: tendría que salir de allí a base de labia, como el capitán de caballería con bandera blanca enviado a parlamentar al campamento indio. Caminé con paso vivo hacia un viejo que fumaba en pipa apoyado en un carro. En el trayecto, pasé junto a un carromato con los postigos cerrados y con cintas carmesíes alrededor del eje y las varas.

– Busco al padre de Tommy Furie -dije, cuando llegué a la altura del viejo-. ¿Podría decirme dónde puedo encontrarlo?

– ¿Al Baro? ¿Qué quiere de él? ¿Quién coño es usted?

El hombre se apartó del carro, se sacó la pipa de la boca y soltó un escupitajo verde y viscoso que cayó cerca de mi zapato. A James Stewart o Randolph Scott nunca los trataban así en las películas.

– Como ya le he dicho, quiero hablar con él. Estoy seguro de que le interesará mucho hablar conmigo. Bueno, ¿sabe dónde puedo encontrarlo, sí o no?

Noté que los dos jóvenes se habían colocado justo detrás de mí, uno a cada lado. El viejo señaló con la cabeza una de las caravanas modernas, la más grande de todas. Asentí y caminé hacia allí, dejando atrás a mi guardia de honor.

Sean Furie era un hombre corpulento de cincuenta y tantos años. Un tipo alto y probablemente dotado en su juventud de fuertes músculos, que ahora se habían convertido en grasa. Tenía un abundante pelo negro azabache, sin una brizna gris, y lo llevaba aceitado y peinado hacia atrás, dejando totalmente despejada una cara enorme. Se veía que había ido a que le arreglaran la napia al mismo sitio que el Tío Bert Soutar. La diferencia era que Furie tenía la punta hinchada y roja, y surcada por una red de capilares morados. Rosácea romaní: así decidí bautizar aquella dolencia, que procedía sin duda del efecto combinado del boxeo a puño limpio y del alcohol a trago limpio.

Le expliqué quién era y de qué quería hablar. Me preparé para ver cómo reaccionaba, pero él me desconcertó igualmente. Furie hablaba en voz muy baja y me invitó con educación a entrar en su caravana. Había un olor característico en su interior. No sucio ni desagradable; solo característico. Aquella caravana parecía enorme comparada con los carromatos que había visto fuera. Tenía las paredes de madera y contaba con una cocinita y un salón. Había también una puerta cerrada; supuse que sería el dormitorio.

En el extremo de un sofá empotrado se hallaba sentada una mujer gruesa, de pelo oscuro y expresión triste, que debía de andar por los cuarenta. En cuanto tomamos asiento, se incorporó sin levantar la vista ni decir palabra y salió de la caravana, pasando como buenamente pudo por mi lado. Era un gesto rutinario, eso estaba claro. Cuando Furie tenía asuntos que resolver, las mujeres salían fuera. Me ofreció un whisky y acepté.

– He visto al venir hacia aquí un carro con unas cintas atadas. De color rojo. -Decidí adoptar un tono informal. A veces servía para relajar un poco el ambiente y entrar en materia-. ¿Alguna celebración tal vez?

– Podría decirse así. -Furie soltó una risa amarga-. Pronto las tendremos también en este carro. Cuando cuelguen a mi hijo.

– Ah… entiendo.

– Simbolizan la muerte -me explicó-. Y son signo de luto. El rojo y el blanco son los colores del luto gitano.

– ¿Quién ha muerto?

– No lo sé. Es una familia nachin que no conozco.

¿Nachin?

– Gitano escocés. Nosotros somos minceir, de Irlanda. Los gitanos de Inglaterra se llaman romanichals y los de Gales, kale. Pero aquí todo el mundo es minceir o nachin.

– Ya veo -dije. Prendí un cigarrillo y acto seguido le ofrecí uno. Aceptó, pero se lo guardó detrás de la oreja.

– Van a colgar a mi hijo por algo que no ha hecho, señor Lennox -me dijo con su ligero acento irlandés-. Le han cargado el muerto. Cuando lo cuelguen también verá cintas rojas aquí.

– Tommy aún no ha sido juzgado, señor Furie; ni mucho menos ha sido declarado culpable y condenado. Si no lo hizo, les resultará difícil demostrar lo contrario -mentí.

– Pues no lo hizo. Aunque eso es lo que esperaba oírme decir, ¿no? -añadió-. Usted cree que yo lo negaría incluso si lo hubiera hecho. Somos todos unos mentirosos y unos ladrones, al fin y al cabo. ¿Me equivoco?

– Yo no he dicho eso.

– Pero lo estaba pensando, ¿verdad?

– No; de hecho, no. No tengo nada claro, pero hay algo en el asesinato de MacFarlane que me preocupa. Quizá le tendieron a su hijo una trampa para incriminarlo. Pero ¿quién?, ¿y cómo?

– Es un gitano. Es el único motivo que les hace falta.

– Con todos los respetos, no: no basta. Hay mucho más en este asunto que el simple hecho de que su hijo fuera el tipo equivocado, en el sitio equivocado y a la hora equivocada. ¿Qué sucedió exactamente, según la policía?

Furie me contó toda la historia. Tommy era uno de los púgiles que Calderilla MacFarlane había tomado como promotor. Calderilla, por lo visto, había estado montando combates a puño limpio y se había encargado de las apuestas. Ahora, leyendo entre líneas, se me ocurrió que tal vez había otro motivo para que Sneddon quisiera que le encontrase algún libro de registro que llevara MacFarlane en secreto. Me pregunté quién habría empezado a montar combates regulares en la granja de Dumbarton que Sneddon había adquirido hacía poco. Sean Furie me explicó que su hijo había empezado como sparring en un par de gimnasios y que Calderilla le había conseguido unos cuantos combates de boxeo legal. Este era bien conocido por su tacañería y, al parecer, se había producido una disputa por el pago de una pelea. Tommy le había reclamado varias veces su dinero delante de testigos.

– Él estaba en el gimnasio aquella noche, cuando MacFarlane fue asesinado -dijo Sean Furie-. Era una de sus noches habituales. Recibió una llamada allí diciéndole que fuese a casa de MacFarlane a recoger el dinero que le debía por la pelea.

– ¿Le llamó MacFarlane?

– No. Era alguien que trabajaba para él, o eso dijo. Tommy no se enteró de su nombre. O no lo recuerda. Es un buen chico, pero no muy listo.

– Ya veo -dije, tratando de disimular mi sorpresa ante semejante revelación.

– Tommy fue a la casa. Nunca había estado allí, pero tenía la dirección. Tomó el tranvía a la ida y a la vuelta. Él dice que nadie respondió a su llamada, pero que la puerta estaba abierta. Entró en la casa y encontró a MacFarlane en el suelo. Muerto. Tommy no es tan duro como podría usted creer y se dejó llevar por el pánico. Cuando salía, derribó una lámpara y la levantó para ponerla en su sitio.

– Así que la policía tiene sus huellas en la lámpara.

– Sí, eso es.

– ¿Qué más dice tener la policía contra él?

– La revisora del tranvía recordó que lo había visto en el trayecto de vuelta muy agitado. Y tienen sus huellas dactilares en la casa. En la habitación donde MacFarlane fue asesinado.

– ¿Nada más?

– Ya es suficiente para condenar a un pikey -dijo Furie.

– No, no lo es. ¿Qué ha dicho el abogado?

– Que se declare culpable para que no lo cuelguen.

– Impresionante. -Meneé la cabeza-. Le recomiendo que se busque a otro abogado.


Para el tipo de acción que había planeado -una acción por la que podías acabar en el lado malo de unos barrotes macizos- la preparación lo era todo.

Había colocado una pequeña bolsa de viaje negra sobre la mesa de la sala de estar. Tomé una doble página del Glasgow Herald y la puse al lado. Metí en la bolsa unas cizallas muy sólidas, un par de guantes de cuero negro y un suéter negro de cuello alto. Tenía guardados un par de corchos de botella. Encendí una cerilla y les prendí fuego, uno a uno, dejando que se chamuscaran un buen rato antes de apagarlos. Mientras se enfriaban, metí en la bolsa el resto de mi equipo: un par de playeras negras, una linterna de cabeza, una palanca corta de mecánico y mis dos porras.

Una vez enfriados los corchos carbonizados, los envolví pulcramente en el papel de periódico y los metí también en la bolsa. Me paré un momento a pensar en la indudable profesionalidad del equipo que había reunido. Si me detenía un policía curioso y me registraba, encontraría en aquella bolsa material suficiente para encerrarme tres meses por intento de robo.

Había escogido a propósito un traje bastante más oscuro, tal vez demasiado grueso para la época del año, pero muy apropiado para lo que tenía planeado.

Me quedaban muchas horas antes de poder pasar a la acción, pero me convenía dejar el coche cargado para que Fiona White no me oyera salir de casa a medianoche.

Guardé la bolsa en el maletero y me dirigí a la casa de MacFarlane, en Pollokshields, donde recogí hacia las siete a Lorna. La llevé al cine Odeon, en Sauchiehall Street, y vimos a Gregory Peck en El millonario. Llevarla al cine en aquellas circunstancias podría haber parecido quizá poco apropiado, pero yo pretendía alejar los problemas de su mente, aunque solo fuera durante un par de horas.

Lorna no dijo gran cosa, ni antes ni durante ni después de la película, y se limitó a darme las gracias educadamente sin invitarme a pasar cuando la dejé en casa. Mientras me iba, vi el Lanchester de Jack Collins aparcado en el sendero.


Willie Sneddon era un hombre de costumbres. De costumbres fijas, a veces peculiares.

Habíamos quedado en los baños Victoria, donde él solía nadar y tomar una sauna. Los baños Victoria ocupaban un edificio de piedra arenisca, mármol y porcelana situado en el extremo oeste de la ciudad. Tenían una gran piscina bajo una cúpula italiana, baños turcos, sauna, mesas de masaje y un salón. Era un club privado, pero los socios podían inscribir a sus invitados. Muchos de estos eran concejales, funcionarios, mandos de la policía y algún que otro miembro del Parlamento. Y la mayoría salían de allí con los bolsillos llenos. Según se decía, en aquel lugar se concedían más permisos de obras y más licencias de bares y clubes que en el propio ayuntamiento.

Esperé a Sneddon en el vestíbulo. Yo nunca utilizaba los baños Victoria, ni mucho menos ninguna de las piscinas municipales, desde que había descubierto que «piscina» y «urinario» eran sinónimos en la jerga de Glasgow. Al menos tenía compañía mientras esperaba: Deditos McBride ya estaba allí cuando llegué, intimidando al personal y a los bañistas que pasaban. Involuntariamente: intimidaba con su sola presencia, solo por el hecho de estar ahí sentado.

– ¿Cómo va, señor Lennox? -preguntó jovialmente al verme; y enseguida, ensombreciendo su expresión de un modo brusco y casi alarmante, añadió-: ¿Alguna noticia del pequeño Davey?

– No han querido explicarme nada porque no soy pariente suyo, pero he ido a verlo hoy. Parece bien de ánimos.

– Usted averigüe quien le hizo eso al pequeño Davey y yo les ajustaré las cuentas a esos cabrones, señor Lennox. Pulgares incluidos. Y no se preocupe: lo haré graciosamente.

– ¿Cómo?

Graciosamente. -Deditos frunció el ceño-. Sin cobrar.

– Ah… quieres decir gratuitamente.

– Sí, eso. Que se preparen. Lo que le hicieron a Davey fue representible.

Estaba a punto de decir «reprensible», pero cerré la boca. No tenía sentido corregirle más. Y como ya le había dicho a Sneddon, les tenía cariño a mis dedos.

– Te lo agradezco, Deditos -dije, sonriendo.

– No hay de qué. ¿Cómo va todo lo demás? -Deditos se había echado hacia delante, con los codos en las rodillas, y me sonreía. Una sonrisa descomunal en una cabeza descomunal entre unos hombros descomunales. Deditos era un gigantón simpático que podía transformarse en un gigantón antipático en menos que canta un gallo-. He oído que andaba usted con un pedazo de chavala de lo más refinada -dijo.

Por un momento creí que se refería a Sheila Gainsborough. Luego caí en la cuenta.

– Ah, sí… Lorna MacFarlane. La hija de Calderilla. Tiene cierta clase, cosa insólita por aquí. Cierta clase y cierta sofisticación. Es lo que me gusta en una mujer.

– ¿Sí? A mí, personalmente, me gustan unas buenas tetas y un chochito apretado como puño de boxeador.

No pude elaborar una respuesta, porque las puertas de cristal esmerilado que daban a los baños se abrieron de golpe y apareció Sneddon, todo sonrosado, acompañado de otro matón. Iba con un abrigo de pelo de camello muy ancho de hombros, sin corbata y con el último botón desabrochado.

– Perdón, ¿interrumpo algo? -preguntó en plan chistoso al ver que yo me había quedado sin saber qué decir.

– No… solo estaba recibiendo algunos consejos románticos de este Charles Boyer.

Sneddon se acercó a recepción y firmó en el libro de registro que había sobre el mostrador.

– Te he inscrito como invitado -dijo-. Bueno, vamos a tomarnos una copa. Deditos… tú y Tam esperad aquí. No tardaré.

Sneddon me llevó al enorme salón del club. Era el tipo de sitio donde se habrían ahorrado gastos de decoración simplemente empapelando las paredes con billetes de cinco libras. Resultaba incluso más encopetado que el Merchants’ Carvery. El mobiliario era todo de cuero y madera noble, y los cortinajes, de terciopelo carmesí. Las paredes estaban cubiertas de papel pintado con relieve de terciopelo: flores de lis borgoña sobre un fondo crema adamascado, en un papel tan grueso que podrías haber pasado la aspiradora. Una enorme chimenea de mármol de ónice dominaba una de las paredes. Me imaginé que así debía de ser el infierno si tenías billete de primera clase.

Sneddon me guio hasta el rincón del fondo y se sentó sobre un armatoste de dos vacas y media de cuero rojo. Yo me senté al otro lado de la mesita de café, sobre el resto del rebaño. Había gruesos cortinajes de terciopelo alrededor y a mí me daba la sensación de estar en una cueva carmesí.

– Mire, señor Sneddon, usted me ha contratado para hacer un trabajo. Pero no puede pedirme que haga un trabajo y contarme solo la mitad de la historia. Se está usted guardando información vital. Entiendo que tenga intereses que proteger y que hay cosas que seguramente no me conviene saber, pero el resultado en este caso es que me he metido en más callejones sin salida que una putilla de Blythswood Square. -Hice una pausa cuando un camarero con chaquetilla borgoña se acercó con dos whiskys de malta en una bandeja de plata. Aguardé a que se alejara antes de proseguir-. La policía ha detenido a Tommy Pistola Furie por el asesinato de Calderilla. Y a mí me parece un montaje para colgarle el muerto. Más aún: me parece un montaje muy bien urdido. La secuencia era para que funcionase. A Tommy Furie lo llamaron al gimnasio donde entrenaba para que se presentase en casa de MacFarlane. Alguien sabía que estaría en el gimnasio esa noche y a esa hora, y que podría pasarle el mensaje. Yo deduzco que Calderilla aún estaba vivo cuando hicieron la llamada y que solo lo mataron cuando supieron que Furie estaba en camino, lo que significa que tenían la seguridad de poder reprogramar toda la operación en caso de ser necesario. Y eso indica a su vez que conocían con detalle las costumbres de Calderilla.

– ¿Y por qué deduces de ahí que te he ocultado información? ¿Estás diciendo que yo tuve algo que ver?, ¿que intervine para que le partieran la cabeza?

– No. Pero lo que sí digo es que ese dietario que me pidió que buscara no tiene nada que ver con las peleas a puño limpio, ni con los beneficios de esas peleas. Y si estoy en lo cierto, los motivos que tiene para preocuparse son más graves: no se reducen a que la policía pueda enterarse de que acudió a una reunión en casa de MacFarlane. Tommy Pistola Furie era uno de los púgiles que Calderilla había preparado para usted. Y ahora su abogado le dice que tendrá mucha suerte si no acaba sufriendo una larga caída por una trampilla en la cárcel de Bairlinnie. El chico le va a contar a la policía todo lo que pueda para salvar el cuello. Literalmente. Y en algún punto saldrá a relucir su nombre. La única salida que nos queda es descubrir quién mató realmente a MacFarlane y por qué.

Sneddon me miró fijamente. La mirada fija de un cocodrilo observando a un antílope.

– De acuerdo -dijo al fin-. Hay cosas que he procurado guardarme. Pero tampoco sirven para sacar a ese pikey del aprieto. Si acaso, más bien indican que lo hizo él. Calderilla MacFarlane y yo estábamos haciendo negocios. Montando peleas. Pero no como las que viste en la granja: las tundas de siempre a puño limpio, con un par de putos pikeys dándose de hostias. Aunque tienes razón: Calderilla también me ayudaba a organizar esas. Pero nosotros teníamos algo diferente entre manos.

– ¿Qué?

Sneddon no respondió enseguida. Me pareció que echaba un vistazo alrededor como si evaluara de nuevo el lugar.

– Me he fijado en la manera que tienen de mirarme aquí a veces, o cuando paseo el perro por la calle donde vivo. Desvían la vista. Evitan mirarme a los ojos. Creen que la gente como yo, como Cohen y Murphy somos la escoria de la Tierra. Les damos miedo. Pero te digo una cosa: son ellos los que me dan miedo a mí.

Se detuvo un instante cuando el camarero volvió a entrar en nuestra cueva carmesí para traernos otros dos whiskys y retirar los vasos vacíos.

– Deberías ver al hombre supuestamente vulgar y corriente de la calle cuando la gente como yo le ofrece lo que desea -dijo Sneddon cuando el camarero desapareció-. Son unos jodidos monstruos. Tengo intereses en una casa de putas en Pollokshields, no lejos de lo de MacFarlane. Un local discreto. Y a una de las chicas le dieron tal paliza que creíamos que se moría; me costó una puta fortuna que la atendieran extraoficialmente. Deberías haber visto al cabronazo que lo hizo. Un hijo de puta canijo, calvo y gordo que parecía incapaz de matar a una mosca. Pero, una vez allí, con la chica, se convirtió en un jodido monstruo.

– ¿Lo entregaron a la policía? -me salió la pregunta antes de caer en la cuenta de lo estúpida que era.

– Sí, exacto. Eso mismo. ¿Qué te creías? Deditos le arregló las cuentas con un vehículo. Una jodida sillas de ruedas.

– ¿Qué tiene esto que ver con su acuerdo con MacFarlane?

– Como te digo, tú no tienes ni puta idea de lo que quiere la gente ordinaria. Cuanto peor es la cosa, más ganas tienen de que se la sirvas en bandeja. No vas a creértelo, Lennox, pero yo leo mucho. Historia, ese tipo de mierdas.

Me encogí de hombros. No me sorprendió. Desde la primera vez que nos habíamos visto, había intuido en él una inteligencia oculta y oscura. El Rey Ilustrado.

– Leo un montón sobre la antigua Roma. No hay ninguna diferencia entre los césares de Roma y los Reyes de Glasgow. Ellos también tuvieron un triunvirato: Tres Reyes. Se puede aprender mucho de la historia.

– No sé -dije-. Personalmente, encuentro que no hay mucho futuro en ella.

Sneddon no se rio del chiste. No se reía nunca de nada, que yo recordase.

– He leído mucho sobre el Coliseo. Solía llenarse hasta los topes. Gente vulgar y corriente que iba a ver un puto espectáculo de sangre y muerte. Cuanto más cruel, mejor. ¿Sabías que ponían a niños a pelear con espadas hasta que se mataban? ¿O que el número cómico consistía en sacar a unos ciegos a la arena? Se daban tajos y cuchilladas mutuamente hasta hacerse mierda, pero costaba una jodida eternidad que uno de ellos se muriera porque no se veían. Y al público le encantaba mirarlo. -Hizo una pausa para dar un sorbo de whisky. Con su traje y sus uñas impecables contra el telón de fondo carmesí, parecía un Satán dicharachero-. No ha cambiado nada desde entonces -prosiguió-. La cuestión es que empezamos a sacar mucho dinero de las peleas a puño limpio. Cuanto más brutal la pelea, más numeroso era el público a la semana siguiente, así que empezamos a ofrecer combates especiales a precios especiales. Solo los asiduos recibían invitación para adquirir una entrada.

– ¿En que sentido eran especiales los combates? -pregunté, aunque algunas ideas horribles ya habían empezado a desfilar por mi imaginación.

– Sin límites ni reglas. Nada de armas, pero aparte de eso todo estaba permitido: dar patadas, morder, asfixiar o sacar los ojos. Cuanta más sangre, más gente venía. Y más alto era el precio de la entrada.

– Bueno -dije-. Vamos allá… ¿Qué ocurrió?

– Un tipo acabó muerto -dijo Sneddon, encogiéndose de hombros, como si la muerte de un ser humano fuera intrascendente-. Un pikey. No sé qué le pasó, pero empezó a salirle sangre por todas partes: por la nariz, por las orejas… Hasta por los putos ojos sangraba.

– Déjeme adivinar… El tipo acabó pillando un tren.

Meneé la cabeza. Lo había tenido delante de mis narices todo el tiempo. Sneddon torció los labios en uno de sus intentos de sonreír

– Eres un tipo listo, joder, ¿verdad, Lennox? Acabas relacionándolo todo. Sí… era el pikey que despanzurró el tren. Así que nadie se enteró.

– Ahí es donde se equivoca. -Dejé el vaso y me eché hacia delante-. Hay un nuevo patólogo muy entusiasta metido en el caso. Un partidario de lo que ahora llaman ciencia forense. El tipo ha deducido que ese pikey suyo no era un borracho más arrollado por el tren, e incluso ha demostrado que había estado en una pelea antes de morir.

– ¿Y qué, joder?

– Pues que tiene usted un problema. O bien otro problema. La policía de Glasgow lo está investigando como un caso de asesinato. Créame, ellos habrían preferido catalogarlo como un accidente, pero no pueden a causa de ese patólogo.

– Joder. -La expresión de Sneddon se endureció. Cosa sorprendente, porque no es que hubiera mucho margen para que se endureciese aún más-. Ya sabía yo que deberíamos haber hecho picadillo al cabronazo. Pero no quería que Murphy se enterase de nada.

Asentí. Martillo Murphy, otro de los Tres Reyes, poseía una planta procesadora de carne en Rutherglen y era bien sabido que se había deshecho de muchos cadáveres usando la picadora de la fábrica. Más aún: entre los Tres Reyes existía un acuerdo por el cual Murphy les proporcionaba el mismo servicio a Sneddon y Cohen a cambio de una tarifa. Una vez más, consideré seriamente la posibilidad de hacerme vegetariano.

– Debería habérmelo contado todo desde el principio -le dije-. Habría facilitado mucho las cosas.

– Asesinato. Joder, por una vez que no lo era…

Sneddon meneó la cabeza con expresión autocrítica. Como un golfista que acaba de fallar un golpe fácil con el putter. Se me pasó por la cabeza que los asesinos quizá también tuvieran un sistema de handicap como en el golf.

– ¿Dice que era un vagabundo? -pregunté.

– Un pikey, sí. ¿Por qué?

– Bueno, eso significa que quizá no haya ningún registro oficial de su existencia. Ni certificado de nacimiento, ni cartilla militar, ni número de la seguridad social. Si no hay documentos, no existe oficialmente, y eso hará más difícil que puedan identificarlo. Me parece que esta vez se va usted a librar.

– ¿Y su familia? -preguntó Sneddon con aire taciturno.

– No irán a la policía. Yo diría que ya se han despedido de él.

– ¿Cómo coño lo sabes? Ni siquiera sabes quiénes son.

– Cuando me pasé por el campamento de Vinegarhill había un carro, una caravana gitana, decorada con cintas rojas. De un rojo muy vivo. Ese es el color del luto para ellos, y no el negro. Desde luego, podría no ser su chico. ¿Cómo se llamaba?

– El gitanillo valiente… ¿Y yo qué coño sé? Era solo un pikey.

– Volvamos a las peleas. ¿Cuál era el papel de Calderilla en el asunto?

– Él las montaba y llevaba las apuestas. Se quedaba un porcentaje de las ganancias y yo ponía el local; y los chicos, para cobrar a los remolones.

– ¿Él conseguía a los púgiles?

– Más o menos. Se ocupaba de que los buscasen. El trato era que él se hacía cargo de ello con su porcentaje. -Sneddon suspiró con hastío-. Era Bert Soutar quién se los buscaba.

– ¿Soutar? -Se me encendieron de golpe todas las bombillas-. Ah, ya veo… ¿así que Bobby Kirkcaldy también sacaba tajada?

– Bajo mano, sí. Kirkcaldy es un buen boxeador y le dará una paliza a ese alemán el sábado. Pero cuando Cohen y yo invertimos dinero en él, le dijimos que había de someterse a una revisión con un médico independiente. Resulta que tiene el corazón jodido; arritmia, lo llaman. Dos o tres grandes combates más y tendría que dejarlo. En la Federación no tienen ni puta idea de esas peleas. No están en el ajo. Pero a Kirkcaldy le gusta el dinero, y cada vez que ve un pastel quiere meter el dedo.

– Así que por eso se quedaba sin aliento… -dije, casi hablando conmigo mismo, mientras recordaba cómo respiraba Kirkcaldy después de saltar a la comba en el gimnasio de su casa. Por eso seguramente había entrenado tanto allí, en lugar de hacerlo en el de la ciudad. Para que no lo vieran jadeando.

– Entonces Kirkcaldy o Bert Soutar deben de saber el nombre del vagabundo muerto, ¿no?

– Tal vez. O tal vez no.

Me recliné en el lujoso tapizado rojo y di un sorbo de whisky. Todo encajaba.

– ¿Y a usted no se le ocurrió que eran los vagabundos los que estaban mandando todas esas amenazas simbólicas?

– ¿Los pikeys?, ¿porque murió uno de los suyos? No, no lo había pensado. Ni se me había pasado por la cabeza.

– Me cuesta mucho creerlo.

Sneddon se echó hacia delante, como si estuviera a punto de hacerme una gran confidencia.

– Yo de ti, Lennox, me andaría con mucho cuidado antes de llamarme mentiroso. Con mucho puto cuidado.

Me quedé un momento callado, haciendo un cálculo mental y pensando que una retirada a tiempo es una victoria.

– Así que Soutar encontraba a los púgiles para esas peleas y Calderilla las montaba y llevaba las apuestas. ¿Qué hay de Jack Collins? Él era el verdadero promotor de boxeo en lo que se refiere a Calderilla.

– No. Teníamos tratos con Collins, pero para combates de boxeo de verdad. Lo que te conté la primera noche, cuando te contraté, era cierto. Estábamos montando combates y llevando a varios boxeadores bastante decentes. De eso sí se ocupaba Collins. Y ese pikey que se supone que se cargó a Calderilla… estaba dejando las peleas a puño limpio para convertirse en un boxeador con clase. Pero eso se ha ido ahora a la puta mierda.

– ¿Todavía tiene a Singer siguiéndole los pasos a Bobby Kirkcaldy?

Apuré el whisky y me puse de pie.

– Sí.

– Estupendo. No hay que quitarle ojo de encima.

– ¿Adónde vas?

– Tengo papeleo pendiente.


Encontré un sitio donde aparcar fuera de la avenida principal, bajo un puente húmedo y oscuro del ferrocarril, y esperé media hora en el coche fumando y escuchando el estrépito metálico de las orillas del Clyde. Durante la noche el ambiente era más calmado y más fresco, pero en realidad los astilleros y los muelles de reparación nunca dormían del todo. Aquello era una tierra de nadie entre las casas de vecindad y el puerto. Nadie bajaba allí a menos que tuviera un motivo concreto, cosa que era buena y mala a la vez para lo que tenía planeado. Habría muy pocas personas que pudieran localizar mi coche oculto a la vista; pero esas pocas personas o no se propondrían nada bueno, como yo, o tratarían de atrapar a los que no se proponían nada bueno. Solo me faltaba que un policía se tropezara con el Atlantic mientras patrullaba.

Pasó por encima de mi cabeza un tren atronando y su traqueteo reverberó bajo el puente. Apagué el cigarrillo y saqué mis cosas del maletero. Me quité la chaqueta, me puse el suéter de cuello alto sobre la camisa y me cambié los zapatos por las playeras negras. Desenvolví los corchos carbonizados del papel de periódico y me los pasé bien por la cara. Si el poli que hacía la ronda me atrapaba, tendría que convencerlo de que me estaba presentando a una prueba para hacer de negrito en un vodevil musical; o bien debería enfrentarme a aquellos tres meses de internamiento en Barlinnie. Cerré el coche, me puse los guantes de cuero negro y salí de debajo del puente. Me agazapé tras un arbusto y aguardé mientras un viejo empleado del muelle pasaba en bicicleta por la calle adoquinada que me separaba de la zona de aduanas. Pedaleaba tan despacio que me pregunté cómo podía mantener el equilibrio con tan poca inercia. Después de una eternidad, desapareció de mi vista por la esquina del fondo.

Las farolas arrojaban charcos de luz sobre los adoquines. Me deslicé a gachas entre ellos para cruzar la calle y meterme en la cuneta del otro lado. A unos trescientos metros de la verja de entrada, donde se hallaba la garita del vigilante, saqué las cizallas de la bolsa y corté la valla de alambre de acero, apartándola como si fuese una cortina y colándome a rastras entre las hierbas crecidas del margen.

Avancé pegado al interior de la alambrada, todavía a gachas porque podían verme desde la calle, hasta alcanzar la zona donde se hallaban los hangares semicilíndricos. Había una sola farola y los hangares se agazapaban en la oscuridad sin que apenas pudiera distinguirse uno de otro. No quería utilizar la linterna allí fuera y me costó cinco minutos encontrar el cartel de BARNIER Y CLEMENT. La puerta de entrada parecía bastante sólida, pero aquello era más bien una oficina, y no un almacén, y el candado que la aseguraba saltó en cuanto metí la palanca. Agarré el candado antes de que cayera al suelo y me deslicé en el interior del hangar.

Normalmente habría encendido las luces: una estancia totalmente iluminada llama menos la atención que una linterna destellando de un lado para otro; pero en aquella zona sumida en la oscuridad, un solo almacén con las luces encendidas habría resultado tan llamativo como un faro en una noche despejada.

Las oficinas tenían prácticamente el mismo aspecto que la otra vez, cuando me había presentado preguntando por Barnier. Me dirigí a los archivadores. Enseguida tuve que darle las gracias mentalmente a la señorita Minto por lo meticulosos y fáciles de seguir que eran sus archivos. Solo tardé cinco minutos en dar con lo que andaba buscando: el manifiesto de carga de un barco y el duplicado de la reclamación a la aseguradora con el sello del Lloyd’s Register.

Sonreí. Lo último que habría deseado Barnier era que se pusiera una reclamación a la compañía de seguros, pero aquello había de tener todo el aspecto de un negocio escrupulosamente legal.

Puse el manifiesto de carga sobre el escritorio y enfoqué la linterna de cabeza sobre él, deslizando un dedo por la lista de artículos. Allí estaba, con toda inocencia y descaro:


ITEM 33A. 12 FIGURAS VIET KYLAN DE JADE NEFRITA.

EN CAJAS. DESTINO: SANTORNO.

ANTIGUEDADES Y CURIOSIDADES.

GREENWICH. NUEVA YORK, NUEVA YORK.


Salvo que ahora solo había once. KYLAN. Cuando me había presentado sin cita la primera vez, la señorita Minto creyó que estaba allí por lo del «key lan». Y no eran de origen chino, ahora estaba claro: eran kylan vietnamitas, no qilin chinos. Vietnamitas de la Indochina francesa. Alain Barnier era un conocido importador del Extremo Oriente: justo el tipo de eslabón que necesitaba John Largo para su cadena de suministro. Pero ahora Barnier era el eslabón débil. Saqué una libreta y un lápiz de la bolsa y anoté todos los detalles del cargamento. Luego volví a guardar los documentos en sus carpetas y las metí en el archivador.

Oí un ruido afuera.

Apagué la linterna y me agazapé. Saqué la porra de la bolsa, me deslicé por debajo del mostrador y me acerqué a la puerta. Había una ventanita al lado. Pegándome a la pared, eché un vistazo. Atisbé al vigilante de espaldas, que pasaba bajo la farola y se perdía de vista. Esperé unos cuantos minutos, estirando el cuello para mirar, hasta asegurarme de que había pasado el peligro. Guardé la porra, volví a los archivos y encendí la linterna de nuevo.

Barnier era la vía para llegar a Largo. Si le seguía los pasos al francés, era posible que acabase conduciéndome a Largo, o al menos que me sirviera para acercarme. Necesitaba una dirección. Una vez más, tuve que bendecir a la hacendosa y antipática señorita Minto, que había canalizado todas las frustraciones de una solterona para convertirse en una fanática de la eficiencia. No tenía agenda propiamente dicha, sino un cuaderno de tapa dura en el que había anotado los contactos más importantes de la empresa. Era una obsesiva impresionante: no había un solo nombre que no figurase en perfecto orden alfabético. Barnier vivía a cierta distancia de la ciudad, en la carretera de Greenock, en Langbank. Tenía teléfono y anoté el número y la dirección. Me sorprendí preguntándome por el misterioso monsieur Clement y, tras localizar la oficina francesa de Barnier y Clement, que estaba en Cours Lieutaud, Marsella, di con el nombre de Clement: Claude Clement vivía en un sitio llamado Allauch. Anoté las dos direcciones y guardé mi libreta. Una noche provechosa.

Acababa de meterlo todo en mi bolsa cuando oí pasos justo detrás de la puerta.

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