Era un buen asiento. No junto al ring, ni tampoco en segunda, tercera o cuarta fila. Pero, en fin, al sentarme con mi corbata negra y mi esmoquin, comprobé que iba a tener una buena perspectiva de la pelea, aunque sin duda la tuviera mejor del cogote de Willie Sneddon, sentado -él sí- en primera fila con su invitado: un concejal del Ayuntamiento de Glasgow y capitoste del departamento de urbanismo. Lo único que me estorbaba la vista era la cortina de humo suspendida en el aire, particularmente espesa en las dos primeras filas. Las filas de los puros.
Tenía dos acompañantes. Sneddon al final me había conseguido un par de entradas más y yo las había usado para practicar modestamente el soborno disimulado. Jock Ferguson era un tipo de poli habitualmente inmune a cualquier incentivo, pero se había apresurado a aceptar la oportunidad de presenciar la pelea por el título, y a mí no me vendría mal reconstruir un poco los puentes entre nosotros. Todo el mundo sabía, por otro lado (porque así nos lo contaban en las películas), que el FBI era incorruptible, y además Dex Devereaux no era oficialmente un agente mientras se hallase a este lado del Atlántico. Así que tampoco tenía nada que perder por aceptar mi invitación.
Me había resultado extraordinariamente fácil sacarle a Sneddon las entradas. En cuanto le dije que quería ablandar a un par de polis, me las dio sin rechistar.
Desde mi asiento vi a los dos púgiles mientras se abrían paso hacia el ring. Primero Schmidtke; luego el aspirante, Kirkcaldy. Schmidtke era alemán y entre la población británica aún persistía un fuerte sentimiento antialemán. Los glasgowianos, sin embargo, a pesar de todos los problemas de pobreza, sectarismo, violencia y alcoholismo que los afligían, no dejaban de ser una calurosa pandilla. Yo me había criado en la parte atlántica de Canadá entre gente abierta y amistosa; quizá por eso me gustaba vivir aquí. Lo cierto, en todo caso, es que no hubo abucheos ni insultos cuando Schmidtke entró en el cuadrilátero, sino solo un aplauso comedido y educado. En cuanto apareció Kirkcaldy se desató una explosión de aplausos y silbidos. No hay en Glasgow mayor pasión que el orgullo, y Kirkcaldy era uno de sus chicos predilectos.
Cuando se inició el combate, me produjo una extraña sensación estar allí, en medio de la multitud, sabiendo una cosa que solo yo, Sneddon y Bert Soutar sabíamos, o sea, que Kirkcaldy había subido al ring con una bomba de relojería en el pecho. Lo vi moverse con agilidad y sin esfuerzo, tal como las otras dos veces que lo había visto pelear: sin el menor indicio de que le faltaran las fuerzas. La pelea no era muy emocionante. Schmidtke parecía dosificarse por el momento y los dos peleaban a la contra, guardando las distancias y sopesando cualquier debilidad estratégica del oponente. Aquel no era el estilo habitual de Schmidtke y el segundo asalto resultó tan insulso como el primero. Los dos boxeadores se movían con un exceso de cautela y parecían poco dispuestos a romper el fuego.
A la altura del tercer asalto, que discurrió igual, noté que el público empezaba a impacientarse. Entendía que Kirkcaldy se resistiera a lanzar un ataque que pudiese minar sus energías, pero no acababa de ver por qué se contenía Schmidtke. A menos que pensara que si el combate llegaba al final y se resolvía a los puntos, siempre existía entre los jueces la tendencia a decantarse por el poseedor del título.
Aunque, por otra parte, también cabía la posibilidad de que Kirkcaldy hubiera llegado a un arreglo que le permitiera acabar su carrera con el cinturón de campeón.
Fue en el octavo asalto cuando deduje que me había equivocado; el alemán salió de su rincón con la misma cautela que en los anteriores. Con la cabeza gacha y la guardia cerrada.
Kirkcaldy cometió un error elemental. Soltó un golpe de derecha flojo y nada propio de él. Más que dejar adivinar su intención, la proclamó a los cuatro vientos con tarjetas de canto dorado. El alemán respondió a tan amable invitación con un gancho que incluso a mí me dolió solo de ver cómo lo conectaba. El impacto levantó a Kirkcaldy por el aire y lo mandó de lado a la lona. La mitad de los espectadores, incluido Jock Ferguson, se levantaron de un salto mientras estallaba un griterío ensordecedor. El árbitro hizo retroceder al alemán a su rincón, poniéndole una mano en el pecho, y comenzó a contarle a Kirkcaldy. Este sacudió la cabeza para despejarse y se puso de pie a toda prisa, saltando sobre el pulpejo de los pies y haciéndole una seña al árbitro. Una vez que habías besado la lona, si pretendías evitar un K.O. técnico habías de convencer de inmediato al árbitro de que estabas en condiciones, normalmente con un exagerado despliegue atlético. El árbitro se llevó a Kirkcaldy a un rincón neutral y le examinó los ojos antes de regresar al centro del ring e indicarles a ambos contendientes con un gesto, como quien corre unas cortinas, que ya podían aproximarse y reanudar el combate.
Los hombros enormes del alemán subían y bajaban mientras salía de su rincón. Se apreciaba en ellos una energía renovada. Kirkcaldy ahora intentaba burlar cada ataque, pero el alemán lo acorralaba una y otra vez contra las cuerdas y le lanzaba una lluvia de ganchos atroces.
Estaba bien claro: Kirkcaldy tenía la cara pálida, casi blanca, y el tono amoratado de los contusiones alrededor de sus ojos resaltaba crudamente en la piel lívida. Intentó lanzar un ataque para hacer retroceder a Schmidtke, pero el púgil alemán se mantuvo firme sin ceder terreno, y sus brazos musculosos continuaron trabajando como pistones, castigando a Kirkcaldy una y otra vez en el cuerpo.
Fue todo muy tosco. Schmidtke le asestó a Kirkcaldy un golpe legal justo por encima del cinturón y este dejó caer los codos, bajando la guardia. Dos golpes rápidos, seguidos de un despiadado directo, dejaron al escocés atontado. Entonces Schmidtke puso la rúbrica. El aturdido Kirkcaldy fue seguramente la única persona del auditorio que no lo vio venir: todo el peso de Schmidtke concentrado en un golpe circular de derecha que pareció tardar una eternidad en llegar a su destino. Pero al fin impactó en un lado de la mandíbula de Kirkcaldy y este renqueó un instante y se desmoronó. El alemán ya levantaba los puños, ya daba saltos y sonreía mostrando el protector de plástico antes de que el árbitro terminara la cuenta.
Todo el mundo estaba de pie gritando y vitoreando, algunos ahora soltando abucheos: no tanto por orgullo nacional ofendido, sino por la sospecha de haber sido testigos de una comedia amateur y no de un combate profesional de boxeo.
También yo me había puesto de pie, pero no aplaudía. Observaba a las tres figuras -el árbitro, el Tío Bert Soutar y un tipo gordo de mediana edad con esmoquin y un maletín de cuero- que se agazapaban junto a Kirkcaldy. Incluso el alemán había interrumpido ya sus saltos triunfales.
El estruendo de la multitud seguía siendo ensordecedor, pero a mí me daba la sensación de que se había alzado una cortina que me separaba de todos ellos, como yo si fuese la única persona que viera realmente lo que pasaba en el ring.
– Dios mío… está muerto -dije, aunque el griterío era de tales proporciones que apenas me oí la voz.
– ¿Qué dices? -gritó Devereaux, inclinándose hacia mí, sin dejar de aplaudir.
Seguí observando la escena que se desarrollaba en el ring. Bert Soutar y el médico ayudaban ahora a Kirkcaldy a ponerse de pie. Este asentía vagamente sin verlos, y Schmidtke, con un alivio que percibí desde aquella distancia, abrazó a su derrotado adversario. Luego bajaron a Kirkcaldy del ring y desapareció entre ovaciones y abucheos.
Dex Devereaux, Jock Ferguson y yo nos dirigimos a la salida. Había confiado en que podría hablar con Willie Sneddon, pero lo había perdido de vista; suponía que no estaría contento precisamente. Más allá de los otros manejos que Kirkcaldy hubiera ideado, o en los que hubiera participado, el hecho era que le había costado dinero a Sneddon, y costarle dinero a Sneddon no era recomendable para nadie. Al que sí vi, en cambio, fue a Tony el Polaco. Me excusé un momento ante mis acompañantes y me acerqué a saludarlo.
– ¿Qué dices?, ¿qué has oído, Tony? -dije sonriendo.
Él no me devolvió la sonrisa.
– Es una vuta desgrassia, Lennos -dijo con aire lúgubre, sin hacer caso de nuestro saludo habitual-. Una cabronada de los vutos cohones. ¿No le paresse?
– ¿Una mala noche para ti, Tony?
– Esde haleo de mierda me ha costado una hodida forduna.
– Supongo que ninguno de los corredores locales estará contento con el resultado.
– ¿Ah, no? Se sorprendería, Lennos. No todo es lo que paresse. Al menos hay un hijo de vuta que se va contento a casa.
– ¿Qué quieres decir? -pregunté, casi gritando para hacerme oír. Pero un cliente lo abordó en ese momento, agitando vigorosamente el recibo de una apuesta.
– ¡Pregunde a Jack Collins! Zí. Vaya y pregúndele a Jack Collins -me gritó Tony el Polaco antes de volverse para atender a su cliente. Lo dejé allí y regresé con mis invitados.
Me llevé a Ferguson y Devereaux al Horsehead. Había pasado hacía un buen rato la hora de cerrar y Ferguson se empeñó en hacerse el distraído, mirando a lo lejos, mientras yo llamaba con mi toque secreto. Había al menos veinte clientes habituales dentro del pub y Big Bob estaba en la barra.
– No buscamos camareros, Lennox -me dijo, sonriendo tontamente, al ver que íbamos con esmoquin y corbata-. Bueno, ¿qué vais a tomar?
– Conoces al inspector Ferguson, ¿verdad, Bob? -le dije.
Bob miró a Ferguson y suspiró.
– Por cuenta de la casa, obviamente.
Les señalé a Ferguson y Devereaux una mesa tranquila del rincón para que se llevaran allí sus bebidas.
– Joder, Lennox -masculló Bob cuando ya no podían oírnos-. ¿A quién vas a traerme la próxima vez?, ¿al jefe de policía?
– Yo no haría eso, Bob. Siempre lo llevo al Saracen’s Sword… un antro con clase. De todos modos, creía que esta era la cantina de la policía durante el turno de noche.
– Sí, ya. Una docena de putos moscardones que se creen con derecho a cerveza gratis porque llevan uniforme. Si ahora empiezo con los mandos, será también en plan donativo y entonces ya estaré jodido del todo.
– No te preocupes, Bob -dije-. Ferguson es un poli honrado.
– Con esos es con los que hay que andarse con más cuidado.
«Vaya si tiene razón», pensé, mientras recogía mi vaso y me unía a Ferguson y Devereaux en la mesa del rincón.
– Bueno -dijo Devereaux-, ¿qué os ha parecido la pelea?
– Yo creía de verdad que nuestro chaval iba a darle trabajo a ese boche hijo de puta -dijo Ferguson-. Pero al final ha resultado más bien un paseo.
– ¿Y tú? -Devereaux me señaló con la barbilla-. ¿Qué opinas, Lennox?
Me encogí de hombros.
– Nunca se sabe con estas cosas.
– ¿De veras? -preguntó Devereaux-. Pues yo diría que alguien sí sabía cómo iba a resultar el combate.
– ¿Tongo? -Ferguson alzó la vista de su cerveza-. ¿Crees que estaba amañado?
– Cuatro, cinco asaltos bailando el uno alrededor del otro… ¿y de golpe se deja la puerta abierta para un par de golpes mortales? Ya puedes apostar: estaba amañado -dijo Devereaux.
– Pero Kirkcaldy va camino de la cima. Todo el mundo pensaba que tenía esta noche una buena ocasión para conseguir el cinturón de campeón de Europa. ¿Por qué iba a regalar así un combate?
El americano se encogió de hombros.
– Quizás hay algo que no sabemos de él. Quizá deba dinero. O no tiene el futuro que todo el mundo cree. -Me dirigió una mirada-. Tú no has dicho gran cosa.
– ¿Yo? No tengo mucho que decir, Dex. Estoy un poco cabreado porque la pelea ha sido un fiasco, simplemente.
Al cabo de un rato dejamos de lado el asunto del combate, cosa que agradecí. Aquel dato que solo yo conocía sobre los problemas de corazón de Kirkcaldy me venía una y otra vez a la cabeza, y de ahí a la punta de la lengua no había mucho trecho. Especialmente habiendo bebido.
No me duró demasiado la tranquilidad. Mientras Ferguson se iba al baño, Devereaux se inclinó sobre la mesa para hablarme en voz baja.
– Jock me ha dicho que te han dado manga ancha con lo del asesinato del tal Costello -me dijo-. ¿Ellos saben que está relacionado con John Largo?
– No. Aunque tampoco estoy seguro de que sea así. -Era la peor mentira posible, una mentira obvia, y Devereaux me lanzó una mirada. Suspiré-. De acuerdo. Podría ser que Largo haya matado a Costello o lo haya hecho matar. Pero yo quiero sacar al hermano de mi cliente de ese atolladero. Luego, como te dije, te serviré a Largo en bandeja. En cuanto tenga a Sammy en mis manos, lo obligaré a hablar. Él es mi… digo, nuestra mayor esperanza para atrapar a Largo.
– Vale, Lennox. Como tú digas.
– ¿Qué se supone que significa eso?
– Que me estás ocultando algo.
– ¿Ah, sí? ¿Qué?
– Alain Barnier.
Me dejó clavado en el sitio. Por suerte, Jock Ferguson emergió en ese momento del baño.
– ¿Vamos? -dijo.
Devereaux apuró su whisky.
– Vamos.
Había llovido mientras estábamos en el Horsehead. Los muros de piedra y el adoquinado de la calle relucían con un brillo lustroso en la noche de Glasgow. Había quedado en llevar a Jock Ferguson a casa.
– Te dejaré antes en tu hotel -le dije a Devereaux.
– No hace falta -dijo, encajando su considerable corpachón en el asiento trasero del Atlantic-. Te acompaño. Así veo un poco la ciudad de noche.
Era un hecho consumado, no había nada que decir. Me encogí de hombros y me senté al volante.
Jock Ferguson, habitualmente de un humor entre lúgubre y taciturno, se mostró muy animado durante el trayecto. La velada y la bebida se habían confabulado para abrir una puerta en su personalidad. Me pregunté si Ferguson habría sido así antes de la guerra. Ya me habría gustado a mí encontrar una manera tan sencilla de volver a ser el de entonces. Claro que la botella solía ser la llave que usaba la mayoría.
Al dejar a Ferguson delante de su casa, una vivienda adosada sin nada de particular, Dex Devereaux se cambió de sitio y vino a sentarse a mi lado.
– Bueno, Johnny Canuck… Vayamos a dar una vuelta -dijo, sin ninguna jovialidad.
Empezó a llover otra vez: unos goterones grasientos e intermitentes que se estrellaban en el parabrisas. No había coches circulando y el único obstáculo que encontramos de camino a su hotel fue un borracho plantado en mitad de la calle, como si se le hubiera pegado un pie en el asfalto. Le di un bocinazo, pero el tipo agitó el brazo y me soltó un insulto incomprensible. Lo esquivé y seguí adelante.
– Esta ciudad tiene sin duda una relación interesante con la bebida -dijo Devereaux. Luego soltó un suspiro-. Supongo que si la mayoría de delitos que uno maneja están relacionados con borrachos, la materia gris no debe de ejercitarse demasiado. Y estos tipos de aquí… quiero decir, los agentes del cuerpo de policía de Glasgow, sin ánimo de ofender a Jock Ferguson, en fin, no son lo que se dice muy avispados.
– Yo había hecho esa misma observación por mi cuenta. Hace tiempo -dije con la vista fija en la calzada-. ¿Por qué no dices ya lo que quieres decir, Dex?
– Muy bien… Como iba diciendo, estos tipos no son grandes lumbreras. Si lo fueran, yo creo que estarías metido a estas alturas en un buen aprieto.
– ¿Y eso por qué?
– Vamos, Lennox. -Devereaux se rio-. El cuerpo de Paul Costello aparece a un kilómetro del escenario de un robo con allanamiento y ni siquiera se les ocurre que ambas cosas podrían estar relacionadas. ¿Te haces una idea de la paliza que te darían si descubrieran que tú golpeaste a ese agente?
– Si tan convencido estás de que fui yo, ¿por qué no vas y se lo cuentas a ellos?
– Mira, Lennox, si te pones tonto conmigo, quizá lo haga. Pero a mí no me interesa entregarte a la policía. Me interesa que tú me entregues a Largo.
– No lo tengo, no puedo entregártelo -dije. Estábamos en una calle desierta y me detuve junto a la acera.
– Todavía -dijo Devereaux.
– Todavía. -Suspiré y apoyé las muñecas en el volante.
– Pero estás cerca. Y deberías haberme hablado de Barnier.
– Pareces muy bien informado sin mi ayuda.
– Ferguson me contó lo del allanamiento. De hecho, se puso muy pesado. Me explicó que el almacén era de un importador francés con oficinas en Marsella. ¿Te das cuenta? A estos tipos les resulta de lo más difícil manejar dos ideas al mismo tiempo…
– Necesitan descansar un buen rato si manejan dos seguidas -dije.
– Bueno, lo único que ellos tienen entre ceja y ceja es que le abrieron la cabeza a un agente uniformado. Esta ciudad no es tan distinta de Estados Unidos: si un policía resulta herido, el culpable lo paga caro. Pero, como digo, no son capaces de ver más allá. Nadie se pregunta por qué demonios iba a entrar alguien en la oficina de un importador donde no hay nada que robar salvo documentos… Una oficina situada en medio de una zona de almacenes aduaneros llenos hasta los topes de whisky, productos de lujo, coches y Dios sabe qué más.
– Quizá los asaltantes se habían quedado sin clips y las papelerías estaban cerradas.
– Déjate ya de chorradas, Lennox, o me entrarán ganas de tener un gesto de cortesía profesional con mis colegas de Glasgow. ¿Qué sabes de Alain Barnier?
– Creo que es una tapadera de tu hombre. Como mínimo, está detrás del asesinato de Paul Costello, directa o indirectamente. Costello y Sammy Pollock han robado una estatuilla de jade de un envío de doce. Lo que yo deduzco es que cada estatuilla está rellena de esa nieve deliciosa para tus negros de Harlem.
– ¿Cómo averiguaste lo de las estatuillas?
Le hablé a Devereaux de mi excursión a la casita de campo, del demonio de jade y de cómo me habían apagado las luces de golpe (probablemente el recién fallecido Paul Costello).
– Por eso fui a registrar la oficina de Barnier. Y no me equivocaba. Encontré el manifiesto de carga donde figuraban los doce demonios de jade vietnamitas.
– ¿Vietnamitas? -Deveraux se volvió bruscamente.
– Sí. ¿Qué pasa?
– La heroína que está circulando en las calles procede de Indochina. Podría ser que tu franchute, el tal Barnier, no sepa lo que está mandando. Probablemente la heroína la han disimulado en las estatuillas en el país de origen. Tal vez le han pedido que se ocupe del envío y no sepa lo que contienen.
– Me gustaría creerlo -dije-. Pero, para tratarse de un importador de vinos, Alain Barnier pelea demasiado bien. -Le conté a Devereaux lo sucedido delante del Merchants’ Carvery-. Lo he estado siguiendo los dos últimos días.
– ¿Y?
– Nada. En lo único remotamente ilícito en que lo he sorprendido ha sido visitando a una mujer casada en Bearsden mientras el marido estaba en el trabajo.
Devereaux permaneció callado un momento.
– ¿Dices que lleva tiempo importando desde Indochina?
– Por lo que yo sé, sí.
– Entonces debe de tener conexiones y buenos contactos allí. El país está hecho mierda. Los franceses la han cagado bien. Dien Bien Phu ha resultado un desastre, un punto de inflexión. Los franceses van a acabar largándose, ¿sabes?
– Supongo.
– Y cuando se vayan, tomarán el poder los comunistas. Los franceses les dejarán bien abierta la puerta trasera.
– Eso está muy lejos, Dex. Es un problema colonial francés.
– Ya no. Ahora es problema nuestro. Allí va a haber otra Corea, créeme. Mientras tanto, es un caos. Y el caos es el medio en el que mejor se desenvuelve John Largo.
– Pero tú no crees que Barnier esté directamente implicado.
– Yo no he dicho eso. Puede que no sepa lo que está enviando. O puede que Alain Barnier sea John Largo, quién sabe.
– Me parece improbable -dije-. Barnier está establecido aquí. Y además, tiene demasiada pinta de cerebro criminal internacional. La ropa elegante, el acento francés, la perilla… No. Yo creo que John Largo procuraría pasar desapercibido.
– Yo tampoco -dijo Devereaux, y sonrió ante mi mirada perpleja-. Deberías aprender la jerga de Vermont. «Yo tampoco» es lo que decimos cuando queremos decir: «Yo también». ¿Sabes?, quizá podría ser de otra manera… Tal vez John Largo sea como Robin Hood, una especie de personaje compuesto. Quizá John Largo es más una organización que un criminal. Quizá Barnier es una parte de John Largo.
– Tiene un socio; un tipo llamado Claude Clement. Lo tengo por aquí. -Saqué la libreta del bolsillo lateral del esmoquin, copié las direcciones en una hoja limpia y se la di a Devereaux-. Lo encontré mientras robaba clips. A lo mejor Barnier y Clement están juntos en esto. Bueno, ¿y ahora qué?
– Pasaré los datos a Washington, a ver si tenemos algo sobre Barnier o este otro tipo. Entre tanto, propongo que no lo pierdas de vista. Y también que me pases todo lo que encuentres en cuanto lo descubras. Si no, quizá comunique a McNab y Ferguson mis sospechas sobre el agresor de su agente. Y recuerda, aún tengo esos mil dólares si me ayudas a localizar a Largo. No vuelvas a ocultarme información, Lennox.
– Hay una cosa más -añadí. Acababa de recordarlo yo mismo. Saqué de nuevo la libreta, escribí otra nota y se la entregué-. Esta es la dirección de Nueva York a donde iban dirigidos los demonios de jade: Santorno, Antigüedades y Curiosidades.
– Gracias. -Tomó la hoja y se la metió en el bolsillo sin mirarla.
Ya no hablamos mucho más. Lo llevé a su hotel y esperé delante para asegurarme de que entraba; eran las tres de la mañana y pasó una eternidad hasta que salió un viejo portero a abrir. Devereaux se volvió, me hizo un gesto de saludo y desapareció en el hotel. Me quedé un momento sentado, mirando la puerta de roble cerrada. Se lo había contado todo a Devereaux. Casi todo. No le había mencionado la visita al monumento de la Fuerza Naval de la Francia Libre. Seguramente no era nada, pero quería comprobarlo primero por mí mismo. Estaba agotado, totalmente extenuado. Tenía muchos pensamientos zumbándome en la cabeza, pero mi cerebro había bajado la persiana y había dado la vuelta al cartel de «No molesten».
Los pensamientos habrían de esperar hasta mañana.