Capítulo 10

Volví a la ciudad y aparqué el Atlantic en Buchanan Street, desde donde veía con toda claridad la entrada del hotel Alpha. Serían las seis cuando me aposté allí y pasó media hora antes de que apareciera Devereaux. Lo dejó delante mismo un Wolseley de la policía. Si Deveraux era detective privado y el cuerpo de policía de Glasgow le brindaba tales cortesías, me convenía cambiar de marca de colonia. Desde luego, alguna cosa estaba haciendo mal.

Deveraux se bajó del coche y entró en el hotel al trote. Le di un par de minutos para que subiera a su habitación y luego cerré el Atlantic, crucé la calle y entré en el vestíbulo.

El conserje del mostrador era un hombre menudo y moreno de unos cuarenta años que me sonrió con cordialidad (a pesar de ser menudo, cuarentón y conserje).

– ¿Puedo ayudarlo, caballero? -preguntó, sonriente.

– Sí, seguro que sí.

Le devolví la sonrisa. Exageré un poco mi acento. Por lo general los británicos no me distinguían de un americano siempre que evitara los diptongos. Los americanos los pronunciaban sin énfasis; nosotros los canturreábamos, cosa que los lingüistas describían como la «entonación canadiense». Los americanos lo llamaban canuck [6].

– Estoy buscando a un amigote -dije-. Dex Devereaux, de Vermont. Creo que está registrado aquí.

– Sí, señor. ¿Quiere que envíe a un botones para avisarle?

– Antes me gustaría asegurarme de que se trata del Dex Devereaux que yo digo. Si es él, habrá hecho la reserva desde Washington DC, ¿cierto?

El conserje siguió sonriendo.

– Lo lamento, señor. No puedo facilitarle esa información.

– Está bien. Ya lo entiendo.

Saqué de la cartera tres billetes de una libra y los puse en el mostrador de caoba.

– Creo que está en lo cierto -dijo el conserje, sin dejar de sonreír, y los billetes desaparecieron como por encanto-. ¿Envío al botones?

– No hará falta -dijo una voz a mi espalda. Me volví y me encontré a Devereaux detrás. Debía de haberse quedado esperando en el vestíbulo-. Hombre, Johnny Canuck… Sus dotes de vigilancia son patéticas -me dijo, cogiéndome del brazo con firmeza-. Vamos a dar un paseo.

Salimos del hotel. Deveraux me propuso que tomáramos mi coche, señalando vagamente hacia donde estaba aparcado el Atlantic. Supuse que lo había visto, o me había visto a mí, desde el asiento trasero del coche que lo había traído.

– ¿A dónde quiere ir? -pregunté.

– A algún sitio tranquilo -respondió sin dejar de sonreír-. Donde podamos hablar.


Diez minutos después estábamos aparcados bajo el arco de ramas acogedoras que cubría Kelvin Way a su paso por el centro de Kelvingrove Park.

– Un día agradable para dar un paseo -dijo Deveraux, bajándose.

Cerré las puertas del Atlantic y lo seguí. Entramos en el parque y caminamos en dirección al museo y la galería de arte hasta que encontramos un banco bajo la sombra de un árbol. Deveraux llevaba un traje de estilo y corte muy parecido al que lucía cuando fue a verme a casa con Jock Ferguson, salvo que esta vez era de color azul; un azul demasiado claro que ningún nativo de Glasgow se habría decidido a llevar. Me figuraba que habría quedado bien en medio del calor bochornoso de un verano neoyorquino, pero entre los tonos apagados de tweed y sarga propios de Glasgow cantaba tanto como una trompeta chirriante amplificada con altavoz.

– Así que se le ha ocurrido tratar de averiguar quién me reservó la habitación, ¿no? -dijo, dejando sobre el banco su sombrero de paja y exhibiendo otra vez la precisión de ingeniería de aquel corte totalmente nivelado. Sacó un pañuelo y se lo pasó por la frente antes de volver a ponerse el sombrero.

– Esto parece típico de Graham Greene -dije-. Charlas misteriosas en los parques…

– ¿Creía que iba averiguar así quién me ha enviado? -inquirió Devereaux, sin hacer caso de mi comentario-. O sea, la identidad de mi cliente. ¿De veras lo creía?

– ¿Su cliente? -Me salió casi un bufido-. Si tiene un cliente, seguro que su lema es Fidelidad, Bravura, Integridad [7].

Devereaux soltó una risotada y me miró como evaluándome. Había un atisbo de respeto en sus ojos. También el brillo con que el león observa al antílope.

– Sí. Jock Ferguson tenía razón -dijo-. Es usted un tipo listo. De acuerdo, me ha pillado.

– ¿Cómo lo llamo, pues? -pregunté-. ¿Agente especial Devereaux?

– Sigue bastando con Dex. Y todo lo que hablamos la otra noche era cierto.

– Bueno, ¿y qué demonios hay en John Largo tan sumamente importante como para que el FBI mande a uno de sus mejores hombres en barco hasta Glasgow?

– En realidad llegué en avión. A Londres. Y tomé un tren hasta aquí. Y John Largo es así de importante, sin duda. En vista de que siente tanta curiosidad por mí, y en vista de que disfruta de una relación tan interesante con las fuerzas policiales locales, he pensado que sería bueno que mantuviéramos una charla sin la presencia de Jock Ferguson.

Se puso de pie y empezamos a caminar por el parque.

– ¿No se fía de Jock? -pregunté.

– Soy cauto, simplemente.

– Y sin embargo, ¿está dispuesto a confiar en mí?

Devereaux se echó a reír.

– Esa es una buena pregunta: ¿se puede uno fiar de un hombre que no se fía realmente de sí mismo? Bueno, permítame que le diga, Lennox, que es usted un tipo interesante. Como ya supondrá, he revisado todos los expedientes que hay sobre usted: historial de guerra, historial de posguerra. Sé que se relaciona con criminales, y que usted mismo ha realizado algún que otro trapicheo sucio. Y sé más de lo que podría creer sobre lo sucedido el año pasado.

No dije nada. Probablemente sabía más de lo que yo hubiera deseado. Más de lo que sabía Jock Ferguson, o de lo que creía saber.

– Como digo, revisé su expediente. Sé muy bien lo que es pasar una guerra como la que usted pasó. Yo estuve en el Primer Batallón Ranger. Ese fue uno de los motivos por los que me ofrecí a venir… Conozco Escocia. Hice la instrucción aquí, con los comandos británicos, antes de Omaha Beach.

Seguí sin decir nada. Todo el mundo tenía un historial bélico.

– También conozco los… -Deveraux hizo una pausa, contemplando los árboles del parque, para encontrar la palabra adecuada-… los problemas en los que se vio metido hacia el final de su servicio en el ejército. Las acusaciones de trabajar para el mercado negro. Y lo sé todo sobre ese socio alemán suyo que apareció muerto en el puerto de Hamburgo. -Devereaux se detuvo en medio del camino y se volvió hacia mí-. ¿Y sabe lo que veo, Lennox? Veo a un hombre en quien se puede confiar por la mejor razón de todas: el dinero. No sé en qué líos andará metido Ferguson, quizá en ninguno, pero me da la impresión de que la mitad de los polis de esta ciudad se dejarían sobornar. Estoy casi seguro de que Largo ya tiene a un par en el bolsillo. Así que este es el trato: le pagaré por cualquier dato que me sirva para atrapar a Largo. Usted deme los medios para llegar a él y yo le pagaré mil dólares; eso aparte de lo que pueda sacarse por su cuenta de los casos que está investigando. Debería ser suficiente, además, para resolver cualquier conflicto de intereses, si llegara a presentarse.

– Es una oferta interesante, Dex. -Ahora, de repente, me sentí cómodo usando su nombre de pila. Las promesas de grandes sumas de dinero solían volverme más sensible a la posibilidad de ampliar mi círculo social-. Pero, para serte sincero, un montón de gente me ha pagado para que localice a otras personas. Y hasta ahora mi porcentaje de bateo ha sido bastante penoso.

– No hace falta que lo localices, Lennox. Tú consigue lo suficiente para encaminarme en la buena dirección.

Echó a andar de nuevo y lo seguí. Una mujer con un vestido camisero acampanado y gafas de sol pasó empujando un cochecito del tamaño de un taxi. Devereaux se alzó el sombrero y yo lo imité. Éramos bastante refinados para ser un par de americanos.

– Todavía no me has contado por qué es tan importante ese tipo -dije-. ¿Qué ha hecho?, ¿robar el diente de madera de George Washington del Smithsonian?

– Cuando nos vimos en tu apartamento la otra noche, te dije que Largo había construido una cadena de suministro a lo largo de tres continentes. Es un montaje de veras impresionante. Pero más impresionante aún es la visión que hay detrás. Tú y yo ya hemos visto infiernos de todas clases en la guerra, me parece, pero John Largo tiene una visión de futuro capaz de proporcionarnos nuevas pesadillas. ¿Has oído hablar de un estupefaciente llamado heroína?

– Algo, sí -respondí-. Lo usaron en la guerra en lugar de la morfina. Me han dicho que algunos se quedaban enganchados, pero es menos adictiva que la morfina. Por eso la utilizaban.

– En eso te equivocas. En eso se equivocó toda la gente que estaba detrás de la heroína. La crearon como una alternativa menos adictiva, pero en realidad provoca mayor dependencia entre sus consumidores. Lo cual no ha constituido un problema hasta ahora. Aquí, en Inglaterra, sigue siendo legal y se prescribe como medicamento. Si tu hijo tiene una tos persistente, el médico te dará una receta para que tome una dosis de heroína en gotas. De hecho, las autoridades han empezado este año a llevar un registro de adictos. No llegan a cuatrocientos los registrados en Gran Bretaña; casi todos médicos o personal sanitario. Aquí no tenéis un problema. Pero en Estados Unidos sí, y está creciendo. La heroína ha sido controlada desde que se promulgó la ley Harrison y la declaramos totalmente ilegal hace más de veinte años.

Hizo una pausa mientras nos cruzábamos con un par de jóvenes desaliñados. Nos sentamos en otro banco.

– Yo trabajo en la central del Bureau en Nueva York. El año pasado observamos en Harlem una rápida expansión del suministro ilegal de heroína. Este verano tenemos ya una epidemia… una epidemia de negros que se inyectan esa sustancia.

– Así que ese es el negocio de Largo. ¿Es él quien se la proporciona a los negros?

Devereaux negó con la cabeza.

– John Largo se encarga de abastecer a la gente que abastece a los negros. O sea, al sindicato del crimen. Pero Largo no es el único que abastece al sindicato. Glasgow no es la principal vía de suministro ni Largo el único exportador.

– ¿Quién es la competencia? -pregunté.

– Los corsos. Entre tú y yo corre el rumor de que el Tío Sam llegó a un acuerdo con la mafia corsa para mantener a los comunistas fuera de Marsella. El Tío Sam revestido con los ropajes de la CIA. La otra cara del trato es que esos mismos corsos traen la heroína desde la Indochina francesa hasta Turquía y Marsella y se la suministran a la mafia de Nueva York. El asunto es que Largo utiliza una ruta distinta y que el material acaba aquí, en Glasgow, desde donde se envía a Estados Unidos.

Reflexioné un instante en lo que Devereaux me decía. Me recliné en el banco, apoyando los codos en el respaldo y ladeando el ala de mi borsalino para que me diera el sol en la cara.

– ¿Y por qué estás aquí y no en Marsella? Me da la impresión de que Largo es un don nadie comparado con esos corsos.

– No, en absoluto. Largo constituye una seria competencia y los corsos no se toman estas cosas a la ligera. Créeme, John Largo tiene más que temer de esos morenos competidores isleños que de las fuerzas policiales. Lo que pasa es que la mafia de Nueva York está integrada en su mayor parte por familias napolitanas y sicilianas. Existe una cierta animosidad entre los italianos y los corsos. Tienen cuentas pendientes, supongo. Y Largo se ha dedicado a desbancarlos con precios más baratos y ha conseguido poco a poco un pedazo más grande del mercado estadounidense.

– ¿Cómo supiste de él?

Un par de chicas jóvenes pasaron por delante y volvimos a levantarnos el sombrero. Ellas soltaron una risita estúpida y se alejaron. «Qué poca clase», pensé. Una de ellas iba con una falda blanca de lino tan ligera que el sol la volvía transparente y resaltaba la silueta de sus caderas y sus muslos. «Poca clase, pero buen culo.»

– Hace seis meses encontré una pista -dijo Devereaux-. Los italianos no hablan a causa de su pacto de silencio, la omertà, pero se ven obligados a trabajar con otros en el sindicato del crimen y fuera de él. Han estado situando en Harlem a toda una red de intermediarios de color. Uno de ellos era un tipo llamado Jazzy Johnson, casualmente uno de mis soplones. Johnson no poseía información de calidad; a él nunca le contaban nada, solo lo mínimo imprescindible, pero lo que lo convertía en un buen soplón era su capacidad para volverse todo oídos y siempre me contaba lo que pillaba. Una de las cosas que oyó fue una conversación sobre un envío que procedía de Glasgow, y ahí salió el nombre de John Largo. -Deveraux se encogió de hombros-. Nada más. No era gran cosa, pero al menos pude ponerle nombre a una figura que sabíamos que estaba trabajando en Europa. No teníamos más información, excepto que se trataba de un antiguo soldado…

– ¿Acaso no lo somos todos? -lo interrumpí.

– Claro, pero se supone que Largo era una especie de profesional. Ya me entiendes, un militar de carrera.

– ¿De qué ejército?

– No lo sé. Estadounidense, canadiense… tal vez británico. El principio de la cadena de suministro tiene que estar en Extremo Oriente y podría ser que John Largo hubiese empezado en alguna colonia británica como Hong Kong. O que hubiera combatido contra los japoneses más que contra los boches. Sea donde sea donde haya combatido y para quién, los rumores afirman que es un hijo de su madre de cuidado. Se ha derramado mucha sangre en Asia y en Europa solo para montar esta historia. -Devereaux se detuvo de nuevo y echó una ojeada por el parque-. Dime, ¿podríamos remojar un poco la conversación?

Miré el reloj.

– Los pubs están abiertos. Conozco un sitio cerca.


En cada lugar tiende a existir un estilo arquitectónico, un diseño común a todos los edificios utilizados con un mismo propósito. Los bares de Glasgow parecían cortados todos según un patrón de eterna melancolía. Allí donde había ventanas, los cristales eran esmerilados o estaban empañados, al parecer para ocultar al mundo exterior la ingesta de bebidas alcohólicas (siempre una cosa muy seria en Escocia) y para atenuar la luz del sol hasta convertirla en una claridad insípida y lechosa.

No seguimos hablando de Largo ni del FBI mientras cruzábamos el parque y salíamos a la avenida. Hablamos en cambio de Vermont y New Brunswick. Diferentes lados de la frontera, pero más o menos con el mismo estilo de vida y la misma manera de mirar las cosas. Algunas caras se volvieron cuando penetramos en la penumbra del bar, pero dejaron de hacernos caso en cuanto pedimos un par de whiskys y nos acomodamos en un rincón alejado del resto de la clientela.

– Volviendo a tu soplón… ¿no podría averiguar algo más sobre Largo?

– Ya no puede averiguar nada más.

Alcé una ceja. Deveraux meneó la cabeza.

– Un riña en un bar. Lo de siempre: una mujer, una bebida derramada, un comentario. Vete a saber. Y le metieron un cuchillo entre las costillas.

– Entiendo -dije, y el fugaz pensamiento de que Glasgow era tal vez como Harlem se desvaneció-. ¿No tienes otras pistas?

– Tengo tanto como tú.

Era la primera vez que veía a Deveraux casi sombrío. Pero quizá fuese la atmósfera del pub.

– Oye -le dije-, no vayas a malinterpretarme, no estoy regateando, pero… mil dólares no son mucho, viniendo del FBI, para conseguir una información que conduzca a alguien tan importante, y de quien tenéis tan pocas pistas, como John Largo.

– Tenemos otras prioridades. Los comunistas, sobre todo. Entre Hoover y McCarthy hemos malgastado los últimos cinco o seis años persiguiendo fantasmas rojos y hemos permitido entre tanto que la mafia se dedicara a asesinar con toda impunidad. Literalmente. Además, mis jefes no le dan a Largo tanta importancia como yo. Consideran que la Conexión Francesa, como ellos la llaman, es la amenaza más grave. Y si he de ser sincero, este problema no es un verdadero problema para la mayoría de mis superiores mientras se circunscriba a Harlem. Si fuese en Upper Manhattan o en Nassau County ya tendríamos una unidad especial con un presupuesto de un millón de dólares. Pero Harlem… solo son negros.

Inspiré hondo y solté el aire lentamente. Todo encajaba.

– Puedes quedarte con el dinero de la recompensa -le dije-. Si descubro algo sobre Largo te lo daré gratis. Como te he dicho, ya son muchos los que me pagan por encontrar gente que no consigo encontrar.

Devereaux se me quedó mirando como si no estuviera seguro de si hablaba en serio.

– ¿Por qué, Lennox?

– ¿Te caía bien ese tipo de color? ¿Jazzy?

– Era un matón de poca monta.

– ¿Te caía bien, de todos modos?

– Supongo.

– El motivo de que la recompensa sea solo de mil dólares es que sale de tu propio dinero, ¿no es cierto?

– Nadie más ve el cuadro completo. -Deveraux suspiró-. Esa gente está confinada en un sitio de mala muerte y la heroína viene a ser para ellos como unas vacaciones. Se supone que te da unas sensaciones increíbles, te sitúa en un sitio distinto, a millones de kilómetros de tus problemas… Pero te deja el cerebro hecho mierda y te convierte en su esclavo el resto de tu vida. Y eso, amigo mío, quiere decir que ofrece la oportunidad criminal del siglo. Es imposible que vaya a limitarse solo a Harlem, Watts o Englewood. Y aunque así fuera, yo no entré en el FBI para mirar cómo se va pudriendo la gente lentamente para que las mafias se saquen unos pavos. Todo lo que te expliqué en tu apartamento es cierto, ya te lo he dicho. Mi investigación aquí es privada, o lo es a medias. El Bureau accedió a pagarme el viaje y el alojamiento, y a darme una especie de sanción oficial ante la policía de Glasgow. Pero si no consigo resultados… si no doy con esta gente literalmente con las manos en la masa, entonces me espera una larga y dichosa carrera en el departamento de archivos.

– ¿Por qué «literalmente con las manos en la masa»?

– El departamento de policía de Nueva York ha tenido que apechugar con las consecuencias de lo que ha ocurrido en Harlem en los dos últimos años. Consecuencias en la calle. Lo cual significa que los policías de Nueva York, hartos del problema, se han convertido en nuestra mejor fuente de información. Según esas informaciones, se ha producido una interrupción en el suministro. Se esperaba un cargamento hace tres semanas, pero no llegó. El resultado es que hay en la calle un montón de consumidores fuera de sí, y lo último que sé es que el cargamento aún no ha llegado. Por eso estoy aquí. Ha habido algún contratiempo y me figuro que John Largo ha venido a Glasgow a solucionarlo con mano de hierro. Esperemos que sea un problema grave y que yo tenga tiempo de dar con él.

– ¿Qué me dices del transporte del material? ¿Has hablado con las autoridades del puerto? Podría ser que hallaras la pista de algún cargamento sospechoso. Tengo un contacto…

Devereaux alzó una mano.

– Te equivocas por completo. Esto no son cargamentos ilegales de armas… -Me lanzó una mirada significativa. Estaba claro que sabía más que Jock Ferguson sobre lo ocurrido el año pasado-. Has de tener presente que para trasladar este material no necesitas un carguero. Ocupa muy poco espacio, puede esconderse en cualquier parte. Una maleta de la sustancia en estado puro costaría en el mercado cien mil dólares.

Reflexioné un momento sobre sus palabras.

– ¿La policía de Glasgow sabe todo esto?

– Una parte. La heroína a ellos no les interesa. Simplemente les entusiasma que se les vea ayudando al Tío Sam. -Sonrió, irónico-. Nosotros salvamos el mundo, ¿entiendes?

– Lo salvasteis, ya lo creo -dije, tomando un sorbo de whisky-. Lo salvasteis. -Miré el reloj y se me ocurrió una idea-. ¿Llevas encima la placa del FBI?

– Claro. -Frunció el ceño-. Siempre la llevo encima. ¿Por qué?

– Porque podrías ayudarme a darle una alegría a alguien.


Puse al corriente a Deveraux durante el trayecto a Blanefield. Le expliqué lo que le había venido sucediendo a Kirkcaldy y le hablé de la inminente pelea que lo enfrentaría con el alemán poseedor del título, si bien todo ello no eran más que los antecedentes básicos del motivo por el que lo llevaba allí.

– Te agradezco mucho que te hayas prestado a hacer esto, Dex -le dije cuando nos detuvimos detrás del Rover verde botella.

Sneddon había dejado que lo usáramos casi como puesto permanente de observación. Davey Wallace se encargaba de las tardes; Deditos se quedaba hasta la una de la madrugada y luego Sneddon mandaba a otro de sus hombres para vigilar hasta el amanecer. Davey todavía se tomaba sus deberes con absoluta dedicación y lo anotaba todo, cualquier cosa que pasara. Se quedó muy impresionado cuando vio por primera vez a Deditos. Este, por su parte, se puso paternal con él, lo cual resultó aún más espeluznante.

Di unos golpecitos en la ventanilla y Davey abrió la puerta y se bajó del Rover. Yo casi me esperaba que se pusiera firmes.

– ¿Cómo va, Davey?

– Bien, señor Lennox, bien sin más -dijo, echándole un vistazo a Devereaux, que estaba a mi lado-. Lo lamento, pero no tengo nada de que informarle. Aunque no le he quitado los ojos de encima a la casa. De eso puede estar seguro, señor Lennox.

– Lo sé, Davey. He traído a una persona que quiero que conozcas. Le he contado a Dex que trabajas para mí media jornada y que estás haciendo un gran trabajo.

– Dex Devereaux -dijo el americano muy serio, casi con severidad, y, antes de estrecharle la mano a Davey, se sacó del bolsillo interior de la chaqueta una billetera de cuero y la abrió un instante. Una placa dorada fulguró a la luz del atardecer-. Agente especial Dex Devereaux, FBI.

Tuve que emplearme a fondo, pero logré reprimir una sonrisa ante la reacción de Davey, que se quedó mirando la placa del FBI boquiabierto y con unos ojos como platos. Absolutamente hipnotizado. Pareció pasar una eternidad antes de que su mirada pasase de la placa al rostro de Devereaux. Este volvió a guardársela y le estrechó la mano.

– El señor Lennox me ha contado que estás haciendo aquí un trabajo de primera. Absolutamente de primera. Siempre es un placer conocer a un colega. Sigue así, Davey.

– Dex está aquí haciendo una investigación para el FBI. Pero eso debe quedar estrictamente entre nosotros, Davey -dije con toda la seriedad posible.

– Ah, claro… No diré una palabra, señor Devereaux. -Hablaba igual que un niño dando su palabra de honor. Era ese carácter infantil lo que me preocupaba; no era más que un chaval. Estaba prácticamente seguro que no lo había expuesto a ningún peligro, pero tampoco podía tener la seguridad completa-. Puede confiar en mí -añadió, con la misma seriedad.

– Ya lo sé -dijo Devereaux-. Somos colegas, al fin y al cabo.

– Estoy seguro de que quieres hacerle un montón de preguntas a Dex -dije, ofreciéndoles un cigarrillo; luego me encendí yo uno-. ¿Bobby Kirkcaldy está en casa?

– Sí, señor -respondió Davey-. Ha vuelto del gimnasio con su tío hace una hora y media.

– ¿Por qué no os quedáis aquí charlando mientras yo voy a ver si hay alguna novedad?

Mientras los dejaba atrás, vi que Devereaux sacaba otra vez la placa y se la tendía a Davey. Aquel americano me caía bien y al mismo tiempo me inspiraba cierto rencor. Me recordaba a algunos hombres que había conocido en la guerra; gente que había presenciado toda clase de mierdas y que, no obstante, se las había arreglado para conservar intactos su humanidad y su sentido del honor. No hubo muchos así, y yo no fui uno de ellos.

Me abrió la puerta otra vez el Tío Bert Soutar. Tan encantador como siempre, cuando le dije que quería hablar un momento con Kirkcaldy dio media vuelta sin decir palabra y echó a andar por aquel pasillo con baldosas de terracota.

Bobby Kirkcaldy no estaba en el salón. Soutar me guio esta vez hasta el final del pasillo y abrió una puerta. Bajamos unos escalones que accedían a lo que debía de haber sido originalmente un garaje doble y un taller, ahora reconvertido en gimnasio. Había tres bancos, un estante de pesas y algunas mancuernas sueltas en el suelo de hormigón; un par de pesados sacos de arena, que parecían enormes salchichas oscilantes colgadas del techo con cadenas, y un punching ball sujeto en un soporte de la pared. Bobby Kirkcaldy estaba en el centro del gimnasio con una especie de calzones largos y unos shorts de boxeo encima, saltando a la comba. Por toda la estancia resonaba el latigazo repetido de la cuerda con la que segaba el aire. Sus pies apenas se movían, pero daba la impresión de que no tocaban nunca el suelo. No me prestó atención cuando bajé las escaleras y terminó la tanda sin apuro antes de secarse la cara con la toalla que llevaba al cuello.

– ¿Y bien? -preguntó, jadeante, prescindiendo de cortesías. Me sorprendió que le faltara el aliento. Yo lo había visto aguantar hasta el final en un ring sin sudar apenas. Me habría sorprendido mucho que hubiese descuidado su preparación estando la pelea tan próxima.

– Solo quería comprobar que va todo bien. Ya sabe que tenemos a alguien vigilando la casa la mayor parte…

– ¿El chico? -Fue Soutar el que me interrumpió. Quizá había sido así como le habían dejado la jeta de aquella manera: interrumpiendo a la gente-. ¿Qué coño va a hacer si alguien empieza con alguna cabronada? Parece que tenga doce años.

– Ah, no -dije, con tono ofendido-. No contrato a nadie por debajo de los trece, salvo para deshollinar la chimenea.

El Tío Bert dio un paso hacia mí. Quizá se lo había tomado como un chiste obsceno.

– Bert… -murmuró Kirkcaldy, logrando que Soutar se detuviera y que yo considerase una vez más lo ignominioso que sería recibir una paliza de un pensionista. Luego se volvió hacia mí-. Ya puede decirle que se vaya. No ha pasado nada en varias semanas y empieza a molestarme estar bajo vigilancia. Si necesitara algo así, ya habría acudido a la policía.

– Escuche, Kirkcaldy, yo solo hago mi trabajo. El señor Sneddon tiene muchos intereses puestos en usted y yo me limito a proteger dichos intereses. Si dice que no ha habido más problemas, perfecto… Informaré a Sneddon y seguiré sus instrucciones. Mientras tanto, este es un país libre; y si el señor Sneddon quiere dejar su coche en la calle y que alguien se lo cuide, nadie puede impedírselo.

– ¿Ya ha terminado? -No había agresividad en su voz. Sonaba calmado. Siempre. Era eso lo que lo volvía letal en el ring.

– Todavía no. Todo esto es muy extraño, si me permite que se lo diga. Resulta que usted recibe una serie de advertencias y amenazas, pero no se lo cuenta a nadie hasta que su entrenador aparece cuando no debe y lo descubre por sí mismo. Y desde que yo he intervenido en el asunto, usted se ha tomado la molestia de fingir que aquí no pasa nada.

– Es que no pasa nada. Y no se lo expliqué a nadie porque a mí me importa una mierda. Obviamente era alguien que trataba de intimidarme, pero no ha funcionado, ni habría funcionado nunca. Se han dado por vencidos.

– ¿Y usted qué dice, abuelo? -dije, volviéndome hacia Soutar. Entre los pliegues y arrugas de carne magullada, sus ojitos oscuros destellaron con dureza-. ¿Qué opina? ¿Cree que se trata de alguien que quiere asustar al señor Kirkcaldy? Vamos, se lo pregunto porque es un experto.

– ¿Qué coño se supone que quiere decir eso? -replicó con su voz nasal.

– Me refiero a amañar peleas. Usted sabe de qué va el asunto. El otro día estuve charlando con un viejo amigo suyo, Jimmy MacSherry, y se puso a rememorar los viejos tiempos.

– ¿Quiere decir algo en concreto? -preguntó Kirkcaldy.

– Solo que el Tío Bert, aquí presente, tiene un pasado movidito. ¿Me equivoco al creer que estuvo enredado con un corredor de apuestas? ¿Y que corrían rumores de peleas amañadas?

– Debería ocuparse de sus propios asuntos…

Soutar escondía su tono amenazante con la sutileza de quien esconde un zurullo en una taza de té.

– Pero es cierto, ¿verdad? -le dije, tentando la suerte-. Se enredó con aquel tipo para sacar tajada. Y deduzco que él acabó convertido en corredor de apuestas. Calderilla MacFarlane.

– ¿Qué coño tiene eso que ver?

Kirkcaldy se me acercó aún más. No era una amenaza. Se disponía a parar en seco a Soutar en caso de que este tratara de atacarme.

– No lo sé. -Me encogí de hombros. Y era cierto-. Quizá nada. MacFarlane está muerto y ya tienen a su asesino. Pero tal vez tenga algo que ver. Y si es así, lo averiguaré.


Los dejé en el gimnasio y me encargué de encontrar el camino por mí mismo. La idea de cruzar otra vez el pasillo con Soutar detrás me producía un hormigueo entre los omoplatos.

Me dirigí a donde se encontraban los coches. Vi de lejos que Devereaux seguía explayándose ante Davey, que estaba pendiente de cada una de sus palabras.

– ¿Problemas? -preguntó Devereaux cuando me acerqué. Tenía obviamente el don de descifrar las caras. O las mentes. El FBI debía de enseñar esas materias en su base de Quantico.

– Un cliente insatisfecho. Por lo visto, estoy excediéndome en mis servicios.

Dejamos a Davey muerto de la emoción y acompañé a Devereaux a su hotel.

– Gracias, Dex -le dije cuando ya se bajaba del coche-. Davey no tiene nada. Está atrapado en un hogar de mierda, con un oficio de mierda y unas perspectivas de mierda. Le has dado una alegría para el resto del año.

– De nada, Lennox. Es un buen chico. Pero me debes una.

– En cuanto sepa algo, lo sabrás.

– De acuerdo. Cuídate.

Miré a Devereaux, un tipo enorme con un traje llamativo y un sombrero de paja, mientras cruzaba y entraba en el hotel. No sabía qué otras cosas enseñaría el FBI a sus agentes en Quantico, pero el arte de pasar inadvertido no era una de ellas.


Después de dejar a Deveraux en Buchanan Street, aparqué y caminé unas cuantas manzanas hasta el hotel Imperial. No era para tomarme otra copa.

May Donaldson y yo teníamos una especie de arreglo.

May era divorciada. Glasgow no tenía nada que ver con Nueva York ni con el Londres de la alta sociedad, y allí el punto de vista sobre el divorcio no era muy sofisticado. No importaba que la culpa no hubiera sido suya: un divorcio, por la razón que fuera y en cualquier clase social, colocaba sin más a una mujer fuera del círculo de respetabilidad presbiteriano. May y yo nos habíamos dado algunos revolcones, cierto, pero a mí me complacía pensar que nunca la había usado. También me gustaba pensar que Papá Noel realmente existía.

Encontré a May donde esperaba: atendiendo el bar del hotel Imperial. May tenía una figura despampanante, pero una cara más bien olvidable teñida a menudo de tristeza o hastío. Entré en el bar. Llevaba puesta una recatada blusa blanca y una falda negra, el uniforme impuesto por el hotel. El objetivo era dejar claro que se trataba de una camarera y nada más. Antes de que llegase a la barra, May ya me había servido un bourbon.

– ¿Qué tal, Lennox? ¿Algún trabajillo para mí? -dijo con una sonrisa que no llegó a iluminarle los ojos.

– Sí… pero no lo de siempre -respondí.

May me hacía algún trabajo de vez en cuando. Se presentaba a una hora convenida y se tendía totalmente vestida bajo la colcha de una cama de hotel, en compañía de un caballero igualmente vestido. Entonces yo entraba con un miembro del personal del hotel y un par de meses más tarde declarábamos todos muy serios ante un tribunal de divorcio, como si no supiera todo el mundo que aquello había sido una pantomima. Los británicos permitían el divorcio, pero a su británica manera: burocrática, interminable y un poquito más chapucera de la cuenta, cosa que a mí me venía de perlas. Había ganado un montón de dinero con aquellas representaciones de infidelidad para facilitar los procesos de divorcio.

– ¿Ah, sí? -May me miró con enorme suspicacia, como si creyese que quería comprarle a su madre para mi red de trata de blancas.

– No te alarmes, no es nada turbio. Estoy tratando de contactar con una joven que vive en uno de los hostales del ayuntamiento. Hay una matrona allí que no me deja entrar y no puedo apostarme fuera hasta que salga.

May arqueó una ceja que ya tenía medio arqueada.

– No es lo que crees -dije-. Tengo un caso de desaparición y esa chica podría ser la última persona que vio al tipo antes de que desapareciera. Me gustaría que fueras a verla y le pidieras que nos viéramos para que pueda hacerle unas preguntas. Y si puede decirte dónde localizar al tipo, también me va bien.

– ¿Cuándo?

– ¿A qué hora terminas aquí?

– A las nueve.

Miré el reloj. Eran las ocho y cuarto. Habría podido quedarme, beberme el bourbon y charlar con May hasta que terminase su turno, pero habría sido incómodo para los dos.

– De acuerdo. Te paso a recoger.

Me bebí la mitad del bourbon para cubrir las apariencias, pagué y volví al coche. Teniendo en cuenta que May y yo habíamos estado en situación íntima en bastantes ocasiones, pensé que había algo deprimente en la conversación tan estéril y mecánica que acabábamos de tener. Aunque, pensándolo bien, nuestra intimidad había resultado a menudo estéril y mecánica.

Intenté otra vez hablar con Lorna desde la cabina de la esquina de Bath Street. Seguían sin responder. Miré de nuevo el reloj. Me quedaba aún por resolver aquel asunto con May y con la supuesta inamorata de Sammy, la tal Claire. No podría pasarme por casa de Lorna antes de las diez.


Esperé media hora y volví al hotel a recoger a May. Salió con un abrigo ligero y un elegante sombrero negro. Parecían nuevos, pero yo se los había visto puestos más veces de las que podía recordar. Mientras el resto de la sociedad empezaba a abandonar ya la austeridad, una divorciada de Glasgow empleada tras la barra de un hotel no tenía más remedio que explotar a fondo su guardarropa.

Encendí la radio mientras nos dirigíamos a Partick. Mel Tormé cantaba Harlem Nocturne, cosa que me hizo pensar en todo lo que Devereaux me había contado sobre sus superiores, quienes estaban convencidos de que aquel otro nocturno de Harlem nunca sonaría en los barrios blancos. Se equivocaban: Devereaux tenía razón.

Tormé seguía cantando y nos ahorraba el esfuerzo de una conversación. No sabía muy bien lo que estaba pasando entre May y yo, pero nos pasaba a los dos. Era como si ambos estuviéramos a punto de convertirnos en otras personas. A punto de dejar atrás el pasado. Y cada uno constituía para el otro un embarazoso recordatorio de lo que había sido antes.

Estábamos a medio camino de Partick cuando May me confirmó mi hipótesis.

– He conocido a alguien, Lennox -dijo tímidamente-. Un viudo. Es mayor que yo, pero es un buen hombre. Amable. Tiene dos hijos.

– ¿Es de Glasgow? -pregunté. Si me respondía que no, querría decir que el pringado era un billete para salir de la ciudad. May me había dejado claro en el pasado lo mucho que odiaba Glasgow. En el pasado, en el pluscuamperfecto y en el pretérito perfecto.

– No. Tiene una granja en Ayrshire. ¿Sabías que mi exmarido era granjero?

– Me lo habías dicho alguna vez -dije. Varias veces en plena borrachera, pensé-. ¿Te hace feliz?

– Consigue que deje de ser infeliz. A mí ya me basta. Nos necesitamos el uno al otro, y me llevo bien con sus hijos. Están en una edad en la que necesitan a una madre.

– Bueno… -Le sonreí-. Me alegro por ti, May. De veras. Supongo que hay un motivo para que me lo cuentes.

– No puedo hacer más trabajillos para ti después de esta noche. George no sabe que he intervenido en esos casos de divorcio y no llegará a saberlo. Vamos a empezar de nuevo y a romper del todo con el pasado.

– ¿En Ayrshire? -No pude reprimir un tono de perplejidad-. Eso es el pasado. El siglo XVIII, en concreto.

– No -dijo fríamente-. No en Ayrshire. Te vas a reír…

– Bueno. Inténtalo.

– En Canadá. Vamos a emigrar a Canadá. Andan buscando granjeros por allí.

No me reí. De hecho, me sorprendió mi propia reacción. Una sensación aguda y desagradable me mordió en las entrañas, y comprendí que era envidia.

– ¿En qué parte de Canadá?

– Saskatchewan. Cerca de Regina.

Nos detuvimos frente a Craithie Court. Apagué los gorjeos de Mel Tormé.

– Te deseo lo mejor de todo corazón.

– La otra cosa que quería decirte, Lennox… es que sería mejor que no volvieras a pasarte por el piso.

Puse una mano sobre la suya. Ella reprimió el ademán instintivo de retirarla, pero no lo bastante deprisa como para que no percibiera cómo tensaba los músculos.

– Está bien, May, lo comprendo. Espero de verdad que te vaya bien. Hagamos nuestro último trabajo, ¿de acuerdo? Prometo que no me pasaré más por tu casa.

Ella sonrió. Habría sido agradable que su sonrisa se hubiese teñido de tristeza, pero la idea de no volver a verme pareció animarla enormemente. Ejerzo ese efecto en algunas mujeres. Repasé con ella lo que había de decirle a Claire Skinner y le recordé otra vez el nombre de Sammy Pollock. Luego se bajó del coche y entró en el hostal. Cuando vi que no salía de inmediato, lo tomé como una buena señal.

Tardó media hora en reaparecer y subió al coche toda sofocada y con expresión sombría.

– Conduce hasta la esquina -dijo sin mirarme-. Seguramente está mirando.

Hice lo que me decía.

– ¿Qué sucede? -pregunté en cuanto volvimos a parar.

– No lo sé, Lennox, pero esa chica está aterrorizada. Me ha dicho que no pensaba salir a hablar contigo. Dice que no tiene ni idea de dónde está Sammy Pollock y que tampoco te lo diría si lo supiera. No es que se haya puesto borde, es que está aterrorizada. -May frunció el ceño-. No sé en qué estarás metido, Lennox, pero será mejor que te andes con ojo. Han dejado a esa pobre chica muerta de miedo.

– De acuerdo. Supongo que tendré que esperar hasta que tenga una actuación en el Pacific Club. Entonces haré otro intento.

– Tendrás suerte si lo consigues. Me da la sensación de que está haciendo todo lo posible para pasar desapercibida.

– ¿Tú estás bien?

May me miró un momento. Sonrió y dio un suspiro.

– Sí, estoy bien. Es solo que esa chica estaba muy… agitada. Creí que iba a atacarme.

– Lo siento. No pensaba…

– Olvídalo, me las habría arreglado…

Bruscamente aguzó la vista a través del parabrisas.

– Mira… -susurró.

– ¿Es ella?

Seguí su mirada y distinguí a doscientos metros a una joven de unos veinte años que venía desde el lado de Craithie Court y caminaba a toda prisa por la calle. Desde aquella distancia me pareció bastante atractiva. Según mi experiencia, las mujeres de Glasgow solían ser atractivas solo de lejos o a través de la niebla del bourbon. La chica no era del todo delgada; se le notaba en la cintura y los tobillos que le sobraba un poco. Llevaba una blusa azul y una chaqueta gris claro colgada del brazo, y todos sus movimientos respiraban urgencia.

– ¿Nunca la habías visto? -dijo May, sorprendida-. Sí, es ella.

La observamos mientras caminaba hacia la esquina.

– ¿Sabes conducir, May? -le pregunté. Resultaba extraño, pero era una de las muchas cosas que ignoraba de ella.

Negó con la cabeza. Saqué la cartera y le entregué todo lo que llevaba, salvo un par de billetes de una libra; unos treinta pavos en total. Se los puse en las manos.

– Esto es por lo de esta noche. He de seguirla, así que va incluida la tarifa para tomar un taxi a casa. Gracias, May.

– Es demasiado, Lennox.

– Considéralo un regalo de boda -le dije. Me bajé del coche y May me siguió-. Siento que hayas de volver en taxi.

– No importa -dijo.

Miré con impaciencia hacia la esquina por la que acababa de desaparecer Claire Skinner. Me volví hacia May. Daba la impresión de que estuviera tratando de perfilar una idea, de expresar algo con las palabras adecuadas.

– Está bien, May -dije-. Nos vemos.

Ella asintió de un modo extraño, rehuyendo mi mirada. Dijo: «Gracias» y «Adiós», se volvió bruscamente y echó a andar con paso enérgico por Thornwood Road, en dirección a Dumbarton Road y lejos de mi vida.

Subí a toda prisa al Atlantic. Lo más probable era que Claire Skinner no hubiera identificado el coche mientras estaba frente al hostal, y mi cara le era totalmente desconocida. Había empleado demasiado tiempo despidiéndome de May como para seguir a pie a Claire. Estaba a demasiada distancia. Una vez que la alcanzara, de todos modos, la cosa se complicaría. No es nada fácil seguir en coche a una persona que va a pie sin que te acaben detectando. Pero me figuré que Claire tomaría un autobús o un tranvía, o pararía un taxi. No sabía adónde se dirigía, pero estaba bastante seguro de quién era la persona a la que iba a ver. La divisé otra vez al doblar la esquina. Había aminorado el ritmo y ahora solo andaba a paso vivo, lo cual no dejaba de ser un esfuerzo en una noche tan bochornosa. Observé que miraba el reloj, pero estaba prácticamente seguro de que no acudía a una cita prefijada. No: se había sentido impulsada a actuar ante la desagradable aparición de May.

Le di alcance y tuve que adelantarla a velocidad normal. Decidí parar un poco más arriba, dejar el Atlantic y seguir a pie. Un coche a paso de tortuga llamaría demasiado la atención. Frené junto al bordillo y eché un vistazo para ver dónde me encontraba: Fairlie Park Drive. Ya estaba a punto de bajarme cuando ella pasó de largo sin mirar. Había una cabina telefónica en la esquina de Crow Road y Claire entró precipitadamente. Hizo una breve llamada, salió y aguardó junto a la cabina. Me fijé en sus pies, más bien pequeños a pesar de tener los tobillos demasiado gruesos, y vi que los movía sin parar de un lado para otro. Decidí quedarme quieto en el coche. Tal vez la montaña viniera a Mahoma. Al cabo de unos diez minutos, vi que la chica hacía señas con la mano. Un taxi negro se detuvo a su lado. Subió de un salto. Aguardé a que el taxi me adelantase, dejé que se interpusiera otro coche delante y arranqué.

El taxi salió de la ciudad hacia el sur. Atravesamos Pollokshields, lo que me recordó que tendría que ir por allí más tarde, y luego Pollokshaws, Giffnock y Newton Mearns. Una de las cosas de Glasgow a las que no acababa de acostumbrarme era que toda la ciudad parecía concentrarse en un denso amasijo de piedra, ladrillo y acero, de fábricas y hornos, de casas de vecindad y muelles erizados de grúas, y que luego, de repente, te encontrabas sin más en medio del campo, en un paisaje casi vacío. Estábamos en la carretera del sur, una cicatriz negruzca en medio de una arrugada alfombra verde que se extendía a ambos lados hasta donde alcanzaba la vista. Era la carretera que iba a Carlisle, así que pude camuflarme entre el tráfico sin problemas. La cosa se puso más difícil cuando el taxi se desvió por una carretera secundaria. Luego dobló de nuevo y enfiló por una carreterita rural todavía más estrecha, que obviamente no iba a ninguna parte: había que tener algún motivo para tomarla. Me quedé atrás, dejando que nos separase un buen trecho. La carretera bordeaba una presa inundada que parecía mirar al cielo como un ojo marrón-lodo.

El taxi se había perdido de vista por una curva. No me preocupaba, porque no tenía a dónde ir; si aceleraba un poco volvería a verlo enseguida. Pero cuando doblé la curva me encontré de golpe con el taxi parado en la entrada de una granja. Seguí adelante sin mirar y solo cuando hube pasado de largo vi que Claire Skinner se bajaba y le tendía unos billetes al conductor. Sin esperar el cambio, abrió la verja y echó a andar por lo que me pareció el sendero de una granja.

Bingo.

Continué por la carretera hasta la siguiente curva. Vi por el retrovisor que el taxi daba la vuelta a duras penas y se alejaba hacia la carretera principal. Doblé la curva, un giro muy cerrado hacia la izquierda. Un poco más allá había un bosquecillo pegado a la carretera. Me arrimé a la hierba del arcén, con las dos ruedas de mi lado en el asfalto, y avancé bamboleándome hasta asegurarme de que el Atlantic quedaba oculto y no podría verse desde el camino de la granja ni desde los edificios que hubiese al final.

Bajé y me abrí paso entre los árboles hasta llegar a la linde del bosquecillo, desde donde tenía una vista despejada a través de los campos. El sol estaba muy bajo y brillaba en el cielo del atardecer suavizando las siluetas y confiriendo un tono cálido al paisaje. Vislumbré un instante la cabeza de Claire antes de que me la taparan del todo los márgenes del camino. Ya no podía verla, pero ella tampoco a mí. No sabía por cuánto tiempo: el camino podía volver a elevarse más adelante y situarse otra vez al mismo nivel que los campos circundantes.

Salí del cobijo de los árboles y corrí campo a través, desviándome hacia el tramo del camino que quedaba por detrás del punto en donde Claire Skinner había desaparecido de mi vista. La hierba exuberante me llegaba hasta los tobillos, pero la tierra era bastante firme. No estaba tan empapada como de costumbre porque la racha de calor la había desecado. Si Siberia tiene una capa de hielo permanente, Escocia la tiene de barro. El calor me había salvado esta vez. Un puñado de ovejas de cara negra y ojos degollados observaban sin interés mi carrera a través del pasto. No corría para darle alcance a Claire -intuía que el camino solo tenía un destino-, sino para llegar al otro lado y situarme a su espalda antes de que ella volviera a tener una perspectiva despejada de los campos.

Salté desde lo alto del muro de piedra y caí en el camino: una cinta gris de tierra polvorienta entre dos ribazos cubiertos de hierba. El aspecto del lugar y la luz del atardecer me hicieron sentir que tendría que haber andado con una camisa arremangada y una guadaña al hombro. Claro que eso no iba del todo conmigo: como personaje, siempre me había considerado más propio de una novela de misterio de Leslie Charteris que de un drama rural de Thomas Hardy. Las granjeras rubicundas y la cerveza espumosa no eran muy de mi gusto, la verdad. Aunque quizá no me importase probar con una granjera.

Dejé de lado estas bucólicas reflexiones y seguí adelante por el camino sin apresurarme demasiado. No vi a Claire Skinner hasta llegar a una curva. Estaba a unos cien metros de distancia. Me agaché detrás del ribazo y la observé mientras se dirigía hacia una casita de campo encajonada entre un amasijo de zarzas y arbustos. La latitud de Escocia alargaba mucho los atardeceres de verano, pero ahora el sol ya estaba a punto de ponerse y habría sido de esperar que se viera alguna luz en la casita. No había ninguna. Claire llamó con los nudillos, pero pasó un minuto o más antes de que le abrieran.

Permanecí vigilando cinco minutos para asegurarme de que no se trataba de una visita fugaz. De todos modos, como ella había despedido el taxi en la entrada del camino, y puesto que estábamos en mitad de la nada, deduje que la chica no tenía intención de regresar aquella noche a Glasgow.

Sopesé las alternativas. Tendría que aguantar un buen rato si quería esperar a que oscureciera de verdad para acercarme. Y aunque hubiera poca luz, no dejaría de ser visible en el camino mientras recorría aquellos cien metros, con lo cual daría tiempo para que me montaran un festival y me gritaran «¡Sorpresa!» en cuanto entrase por la puerta. No sabía a qué me enfrentaba y lo mejor sería averiguarlo primero sin ser visto.

Retrocedí por el camino, trepé otro murete de piedra y di un largo y amplio rodeo hacia la parte trasera de la casa, donde sin duda me ocultarían las zarzas y los arbustos. Era mi única opción, pero me sentía expuesto en aquel campo ligeramente elevado y temía que mi silueta resultara demasiado visible sobre el cielo del crepúsculo. Tardé cinco minutos en dar la vuelta y situarme detrás de la casa. Al aproximarme, vi que aquello no era más que un refugio improvisado. La mayoría de los cristales estaban resquebrajados o rotos, o bien cubiertos de mugre. Lo que había sido -suponía- un pequeño huerto trasero se encontraba ahora lleno de maleza hasta la cintura y tuve que ir apartando matorrales con todo sigilo para abrirme paso. Cuando llegué a la puerta de atrás, oí voces en el interior. Allí no se sentía uno en la necesidad de susurrar. Hablaban en tono acuciante. Dos voces: un hombre y una mujer.

Bordeando el muro, alcancé una de las mugrientas ventanas y me asomé con cuidado. Eché la cabeza atrás en el acto. Claire estaba sentada delante de la ventana, aunque dándole la espalda. No veía dónde estaba el hombre, pero lo oía hablar. Luego oí a Claire y le escuché decir lo que había esperado oír desde que había empezado a seguirla.

Le oí decir «Sammy».

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