Ambos se volvieron bruscamente cuando entré. Claire se levantó tan de golpe que la vieja silla en la que estaba sentada se volcó en el suelo. El joven también se puso de pie.
Me había equivocado al creer que no había ninguna luz encendida. Había una lámpara de queroseno sobre un cajón que hacía las veces de mesa improvisada, pero tenía la mecha tan baja que daba una luz muy tenue. La suficiente, no obstante, para comprobar que aquello no pasaba de ser un cuchitril; eso siendo generoso. No había más que un camastro en un rincón, con un gurruño de mantas y una mochila militar encima, y un hornillo rodeado de media docena de latas sobre otro cajón de madera. Las latas y botellas vacías se amontonaban a un lado. Había que estar muerto de miedo para esconderse así.
Sammy Pollock no se parecía a aquel joven engreído y relamido de la foto que Sheila Gainsborough me había mostrado. Apenas lo reconocí. Ahora llevaba muy largo y grasiento su pelo oscuro, y hacía bastantes días que sus mejillas no veían una navaja de afeitar. Estaba desastrado y cansado. Desde luego, su alojamiento dejaba mucho que desear. Pero había algo más en su cansancio, algo que apagaba su expresión y que lo envolvía por completo: era la tensión electrizante, el desfondamiento de un fugitivo.
– Bonito sitio tienes aquí -dije-. Quedará de maravilla con unas cuantas reparaciones.
Sammy se llevó una mano al bolsillo de la chaqueta.
– ¿Le ha enviado Largo? -preguntó.
– ¿Largo? -repetí, sonriendo. Me incliné hacia delante y subí la llama de la lámpara de queroseno-. No te importa, ¿no? Estoy preparando un artículo para Casas y Jardines y me gustaría verlo bien todo.
Al echar un vistazo alrededor, me di cuenta de que éramos cuatro en la habitación: yo, Claire, Sammy y un demonio oriental verde de unos sesenta centímetros. O quizá se trataba de un dragón. O de un diablo. Fuera lo que fuese, era sin lugar a dudas un hijo de su madre muy feo. Parecía sonreírme, con su larga lengua asomada entre los colmillos de jade.
– Lléveselo -dijo-. Dígale a Largo que me deje en paz. No iré a la policía ni haré nada. Cójalo y lárguese.
– Gracias por la oferta -dije-, pero no acabaría de pegar con mi combinación de colores. No he venido a buscar ningún adorno. He venido por ti. -No sabía qué llevaba en el bolsillo de la chaqueta, pero noté que cerraba la mano alrededor. Chasqueé la lengua, moviendo la cabeza-. Ni se te ocurra, Sammy. Ya eres un chico mayor, pero no lo suficiente.
– ¿Quién es usted? -me preguntó Claire, mirándome con unos ojos desorbitados de terror.
– Tranquila, Claire. Soy el tipo que quería hablar contigo de Sammy. Me ha contratado para buscarlo su hermana, Sheila Gainsborough. Estaba muy preocupada por él.
La expresión de ambos se transformó en el acto, como si una enorme sensación de alivio hubiera inundado la mugrienta casucha. El mismo tipo de alivio que si alguien hubiese encontrado una colección inesperada de botes salvavidas después de que el Titanic chocara con el iceberg.
– Seguro que Paul Costello te habrá hablado de mí -le dije a Sammy-. Paul y yo tuvimos una pequeña charla antes de que siguiera tus pasos y abandonase los focos. Por cierto, ¿dónde está Costello?
Recibí la respuesta en el acto. Alguien tuvo la delicadeza de apagar todas las luces, de manera que pude apreciar mejor el espectáculo de fuegos artificiales que se desató en mi cabeza. Pasado el resplandor, fui a parar a un lugar profundo, oscuro e intemporal.
Me desperté en el infierno. Al menos ése fue mi primer pensamiento cuando empecé a recobrarme y abrí los ojos. El demonio que estaba contemplando no había sido esculpido en jade. Era de un material mucho más rígido y duro.
– ¿Qué ha pasado? -pregunté, aunque sabía que Singer no era capaz de responder. Me ayudó a ponerme de pie. Todavía estaba en la casita de campo. Pero Sammy, Claire y el pequeño ídolo verde, no. En cambio vi a Deditos McBride, un poco encorvado para no darse en la cabeza. Casi parecía que estuviera sujetando el techo. Lo cual tampoco habría sido una gran proeza. Y Willie Sneddon también estaba allí, observándome con aire malicioso mientras se fumaba un cigarrillo.
– Hay un cenicero por ahí -dije, mientras Singer me ayudaba a sentarme en el cajón que hacía las veces de mesa-. No vaya a tirar ceniza en la alfombra. Acabo de hacer la limpieza general.
– ¿Nunca te cansas de los chistes, Lennox? -dijo Sneddon.
– Son un consuelo en los momentos difíciles.
Me agarré la cabeza con las manos, tratando de inmovilizarla y de detener el martilleo que me taladraba el cráneo. Me palpé la nuca con cuidado. No había herida, pero tenía un bulto detrás de la oreja que me dolía de mala manera. Me habían atizado por detrás. Un golpe de cachiporra capaz de matar a cualquiera. Me imaginé aquella porra trazando un arco en el aire a mi espalda y recorrí la mano y el brazo imaginarios… hasta llegar a la cara de Costello. Tarde o temprano lo pillaría. Y entonces montaríamos un buen festival.
Miré a Sneddon y fruncí el ceño.
– ¿Cómo me ha encontrado?
– Singer te ha estado siguiendo últimamente. Con discreción y sigilo -dijo Sneddon. Y añadió con una sonrisa cruel-: Se le da muy bien lo del sigilo.
– ¿Por qué ha hecho que me siguiera?
– Vamos a llamarlo una especie de seguro. Me inquietaba que pudieras sufrir un conflicto de intereses.
– ¿Y cómo ha…?
– Tenía a otro hombre con él, Tam. Siempre va con alguien. Envió a Tam al pueblo más cercano para llamarme y lo demás me lo ha escrito. Dice que dos tipos y una fulana han salido de aquí como alma que lleva el diablo. Al ver que tú no salías, Singer y Tam han entrado a ver. Creían que estabas muerto.
– ¿Cuánto tiempo he estado desmayado?
– Una hora. Nosotros acabamos de llegar. Te estábamos buscando, de todos modos.
– ¿Ah, sí? -dije. Entonces me fijé en la expresión de Deditos y me asusté. Cualquier cosa que no fuera una sonrisa en la cara de Deditos me inquietaba.
– Lo siento, señor Lennox -dijo-. Es Davey…
– ¿Davey Wallace? ¿Qué pasa?
– Le han dado una paliza -dijo Sneddon en un tono del tipo «a mí me importa una mierda». Una paliza tremenda.
– Está en el Southern General, señor Lennox -dijo Deditos con un lúgubre tono de barítono-. No hay derecho. Es i-ni-cuo. Eso es, i-ni-cuo.
– ¿Se pondrá bien?
Sneddon se encogió de hombros.
– ¿Qué es lo que ha pasado?
Traté de sacudirme el atontamiento que me obnubilaba. No dejaba de ver el rostro juvenil y entusiasta de Davey. Yo era responsable de lo que le pasara.
– Tengo que ir a verlo.
Me incorporé, pero la gravedad ponía sus objeciones.
– Le llevo -dijo Deditos, sujetándome y evitando mi caída, como si yo fuera un crío con patines nuevos.
– Mi coche… -dije débilmente-. Está en el camino, después de la curva. Aparcado junto a los árboles.
Singer se señaló a sí mismo y extendió la mano. Le di las llaves y asentí, agradecido. Podían ser imaginaciones mías, pero últimamente su actitud parecía menos amenazadora.
Cuando llegamos al hospital, el cielo había adquirido un tono púrpura aterciopelado. En aquella época del año nunca oscurecía del todo. El edificio que albergaba el hospital Southern General había empezando siendo un cuartel de caballería; luego se había convertido en el Asilo de Govan y más tarde en un manicomio. Finalmente había asumido su uso actual, aunque conservando en cierto modo el encanto de sus encarnaciones anteriores, de manera que su afilada arquitectura victoriana resultaba tan acogedora como el castillo de Frankenstein.
Los pasillos cubiertos de linóleo que recorrimos se hallaban en completo silencio. No oía ningún grito lejano de «¡Está vivo! ¡Está vivo!» reverberando por los azulejos de porcelana de las paredes. Las horas de visita, de estricto cumplimiento, ya habían terminado y nos salió al paso una matrona solo ligeramente menos imponente que la que me había encontrado en Craithie Court. Tenía la misma ceja singular, con el aditamento de una floración de vello facial en el labio superior que amenazaba en convertirse en un bigote a lo Ronald Colman. Me pregunté de dónde saldrían aquellas mujeronas y llegué a la conclusión de que el barón Frankenstein quizá sí trabajaba unas horas allí, después de todo. Me temía que iba a prohibirnos el paso con aire glacial, pero Sneddon nos facilitó la entrada entregándole un pase especial: un estupendo pase nuevo y crujiente con un retrato de Su Majestad. La matrona Karloff se guardó el billete de veinte en el delantal y echó a andar por el pasillo con unos espantosos zapatos planos que rechinaban sobre el linóleo.
Davey estaba en una habitación individual. Me imaginé que eso debía de ser cosa de Sneddon y sentí agradecimiento hacia él, aunque suponía que no lo había hecho tanto por preocupación o sentido de la responsabilidad como para tenerme contento y que siguiera contándole todo lo que averiguase.
Alguien se había despachado a gusto con Davey. Los vendajes de la cabeza y de la mandíbula le enmarcaban toda la cara; y esta parecía una máscara grotesca, no un rostro reconocible, y estaba tan magullada e hinchada que los ojos se habían convertido en meras ranuras entre rechonchos pliegues de carne amoratada. Parecía que le habían roto la nariz, pero -por suerte- en el hospital habían hecho todo lo posible para enderezársela. Tenía los labios cortados y el inferior se le había hinchado como un globo. En el superior le habían puesto varios puntos.
– Davey, ¿estás bien, hijo?
Davey volvió la cabeza. Distendió los labios dolorosamente y comprendí que intentaba sonreír. Aquel simple gesto desató en mi interior una oleada de rabia.
– ¿Quién te ha hecho esto, Davey?
– Lo siento, señor Lennox. Le he fallado.
La voz le salía apenas entre los dientes apretados. Tenía la mandíbula destrozada y se la habían inmovilizado.
– No le has fallado a nadie. ¿Quién te lo ha hecho?
– No los vi. Llegaron por detrás y me golpearon. Luego, cuando caí al suelo, me dieron de patadas y me desmayé. Es lo único que recuerdo, señor Lennox.
– Bueno, Davey, tranquilo. Tómatelo con calma. ¿Tienes algo más roto?
– Solo la mandíbula… y algunas costillas fracturadas. El médico dice que debo de tener el cráneo de acero. Que no cree que vaya a quedarme ninguna lesión permanente.
– Eso está bien, Davey. Saldrás de aquí por tu propio pie en un periquete. Te debo una bonificación.
– No hace falta, señor Lennox. Solo dígame que me dejará trabajar otra vez para usted.
– Claro, Davey. Desde luego.
– El señor Kirkcaldy ha venido a verme.
– ¿Bobby Kirkcaldy?
– Sí… fue él quien me encontró. Llamó a la ambulancia y todo.
– Ya. ¿Vio a los que te atacaron?
– No. Él pasó más tarde.
– Ya veo.
– He perdido mi libreta -murmuró fatigosamente entre dientes.
– ¿Qué libreta?
– La que usted me dio, señor Lennox. La libreta donde lo anotaba todo.
– No te preocupes por eso, Davey. Seguramente estará en el coche o tirada por el suelo. No tiene importancia.
– Lo siento.
Su voz parecía distante ahora. Dio un ligero gemido.
– Descansa, Davey. Volveré mañana.
– ¿Lo promete? -dijo. Sonaba como un niño. Entonces recordé que no tenía a nadie. Ni padres, ni hermanos o hermanas conocidos. Un huérfano abandonado a su propia suerte. Solo de pensarlo volvía a crecerme la furia en las entrañas. Una furia dirigida en igual medida contra quien le hubiera hecho aquello y contra mí mismo por haber expuesto al chico de aquel modo.
– Te lo prometo, Davey. Nos vemos mañana.
Lo dejamos para que durmiera y, una vez fuera, en el pasillo, traté de mantener con Sneddon una conversación coherente, o tan coherente como me lo permitía mi estado de ánimo. Le dije que pusiera la casa de Kirkcaldy bajo vigilancia las veinticuatro horas. Le pedí que sus hombres miraran a ver si encontraban la libreta de Davey, más que nada para tranquilizar al chico, no por otra cosa. Puesto que Singer había sido capaz de seguirme por los campos de Renfrewshire sin que yo lo notara, le propuse que ahora lo pusiera a vigilar a Kirkcaldy. Yo quería saber quién le había dado a Davey aquella paliza y Sneddon estaba más ansioso que nunca por averiguar qué había detrás de todo el asunto. No le importaba que hiriesen o triturasen a alguien: él había invertido mucho en Bobby Kirkcaldy y no quería que le triturasen su dinero.
Recorrimos otra vez aquellos pasillos de azulejos de porcelana sumidos en la penumbra, en busca de la salida. La cabeza me dolía como una hija de puta y el revuelo de mis tripas empezaba a parecerse a un acceso de arcadas. Me detuve en el baño y tuve el tiempo justo para entrar en un cubículo y vomitar. Al terminar, me acerqué tambaleante a la hilera de lavamanos y me eché agua fresca por la cara. Al mirar al espejo vi un fantasma con profundas sombras azuladas bajo los ojos y una piel totalmente lívida. No era de extrañar que las damas me encontraran tan condenadamente atractivo. La cruda iluminación hospitalaria resaltaba los ángulos de mi rostro: los pómulos altos y aguzados, los arcos de las cejas. Las cicatrices casi desvanecidas de mi mejilla, recuerdos del tropiezo con un alemán provisto de una granada, resultaban allí más visibles. Me alisé el pelo negro con las manos. Un cirujano plástico había tenido que arreglarme un poco después de aquella aventura con la munición alemana, lo cual me había dejado una piel más bien tirante que me acentuaba los rasgos. Una cosa que me decía mucho la gente, sobre todo las mujeres, era que me parecía un poco al actor Jack Palance. A ellas, por lo visto, les gustaba mi cara. Me habían llegado a decir que tenía un rostro atractivo, pero con un toque de crueldad. Por eso les gustaba a ellas; por eso lo odiaba yo.
– ¿Vienes de una puta vez? -me dijo Sneddon, asomándose a la puerta.
– Claro. -Me sequé la cara con una toalla de papel-. Voy. Tengo mucho que hacer.
Eché un último vistazo a la cara del espejo; me dio la impresión de que parecía un poquito más cruel.
Singer me llevó hasta mi casa en el Atlantic. A medio camino tuve que pedirle que parara un momento junto al bordillo para volver a vomitar. Me sentía mareado e indispuesto, y tenía esa sensación de irrealidad que acompaña siempre a una conmoción. No era la primera vez que me atizaban en la cabeza y no sería seguramente la última, a pesar de la advertencia de un médico que me dijo en su momento que ya había recibido en el cráneo todo el castigo que podía recibir.
Eran casi las once y media cuando Singer se detuvo delante de mi piso. Me ayudó a caminar hasta la puerta. Le di las gracias y él asintió. Ahora éramos hermanos del alma. Se alejó y montó en el Rover verde con el que Deditos nos había seguido. Yo no subí de inmediato. Reinaba un completo silencio en el piso de los White, así que procuré hacer el menor ruido posible mientras marcaba el número de Lorna. Lo dejé sonar un buen rato. Seguían sin responder.
Subí a mis habitaciones y me serví un whisky. Gran error: al primer trago me entraron arcadas. Me estaba haciendo viejo para aquellos trotes. Debería hacer que me examinaran la cabeza a la mañana siguiente, pensé; una coyuntura no tan insólita, aunque esta vez no fuese metafóricamente.
Durante mi juventud, en New Brunswick, había mostrado cierta destreza con un lápiz o un pincel, y había considerado seriamente la posibilidad de estudiar Bellas Artes en la Universidad de Halifax. Luego vino la guerra, desbaratándolo todo. Pero lo cierto era que todavía conservaba aquella destreza, y ahora, antes que nada, saqué un lápiz y una hoja de papel del cajón del aparador y me senté a dibujar lo que recordaba de la figura de jade que había visto en la casita de campo. Al terminar, la cabeza me dolía aún más, pero me sentí satisfecho con mi dibujo. No sería exacto quizá, pero lo que me fallaba si acaso era la memoria, más que mis habilidades.
Bebí un poco de agua del grifo, me refresqué otra vez la cara y me apliqué una toalla mojada contra el bulto de detrás de la oreja. Tenía que recuperarme. Me afeité y me cambié; mi traje mostraba señales de la excursión campestre y necesitaba notar la ropa limpia y fresca. Bebí un poco más de agua, esta vez acompañada de una dosis de aspirina bastante más alta de lo recomendado. Una úlcera de estómago era en aquel momento la última de mis preocupaciones.
Salí a la calle justo antes de medianoche, subí trabajosamente al Atlantic y me dirigí a Pollokshields.
Cuando llegué a casa de Lorna, sonaba la melodía de Benny Goodman Stompin’ at the Savoy. Sonaba con tal fuerza que se oía ya desde el sendero donde dejé el coche. La puerta principal estaba abierta y entré sin más. No había ni rastro de Maggie ni de Jack Collins ni de ningún otro miembro adicional de la dinastía MacFarlane.
A Lorna la encontré bailando sola en el salón, con el disco de Benny Goodman a todo volumen. Aunque en el caso de Lorna no se trataba de «seguir el ritmo en el Savoy» sino más bien de «dar tumbos en el Savoy», así que la tomé por la cintura y la arrastré al sofá. Descubrí entonces que tenía abrazado contra el pecho a un compañero de baile oculto. Le quité el vaso lleno de whisky de malta y la ayudé a sentarse en el sofá.
– Vaya, hola, guapo. -Me echó en la cara unos vapores que podrían haber alimentado los motores de un avión y me sonrió con una expresión fría y desenfocada. Era una mirada a la que me había acostumbrado en Glasgow: la truculencia escocesa es una obra de artesanía filtrada con turba y excrementos de oveja, y destilada hasta que llega a su grado de máxima pureza-. Cuánto tiempo sin vernos.
Me acerqué al tocadiscos y separé bruscamente la aguja del surco. Benny dejó de seguir el ritmo en el Savoy y yo confié en que los vecinos no hubieran llamado a la policía.
– Esto no te ayuda, ¿sabes, Lorna? -dije, colocando el vaso en la mesilla auxiliar, fuera de su alcance.
– Ni tú tampoco. Tú no ayudas gran cosa, ¿verdad, Lennox? -Me dio un empujón en el pecho, como quitándose de encima un gran engorro-. Bueno, ¿a qué debo el placer?
– He leído los periódicos. Quería ver cómo estabas.
– Pues ya lo has visto. Ya puedes retirarte…
Ensayó un gesto mayestático.
– No hasta que te hayas despejado, Lorna. Voy a hacer café.
– Que se joda el café. Que te jodan, Lennox. -Era la primera vez que le oía una palabrota-. Ah, ¿es eso lo que quieres? ¿Que joda contigo, Lennox? Tenemos una relación tan profunda, ¿no, cariño?
– Cálmate, Lorna. He intentado ponerme en contacto contigo todo el día. No sabía que te estabas trabajando tan a fondo la resaca de mañana. Voy a traerte un poco de agua mientras se hace el café.
Busqué por la cocina, llené el calentador y lo puse en el fogón. Tiré el whisky en el fregadero, enjuagué el vaso y se lo llevé a Lorna lleno de agua. Ella lo miró desdeñosa, pero me senté a su lado y esperé hasta que se lo hubo bebido entero.
– Lo siento, Lorna. Debería haber venido más a menudo -dije, y era en serio-. Lo que ocurre es que he estado liado con varias cosas, entre ellas hacer averiguaciones sobre algunos de los negocios en los que estaba metido tu padre. Creía que quizá descubriría algo sobre su muerte. Pero eso ahora ya parece superfluo. ¿La policía te ha contado algo de esa detención?
Otro gesto de desdén. Menos mayestático esta vez.
– Me han enseñado una fotografía. Han preguntado si lo había visto antes.
– ¿Y lo habías visto?
Ella meneó la cabeza con malhumor.
– Un gitano de mierda. Debió de seguir a papá desde Shawfields unas cuantas veces para conocer sus costumbres. Y luego lo esperó…
– ¿Es lo que te ha dicho la policía?
– A mí no me han dicho nada. Han hablado un rato con Maggie y después con Jack.
– ¿Jack Collins?
– Sí… Es como de la familia -dijo con una risa que me pareció amarga. Aunque, por otra parte, todo le salía amargo-. El gitano debió de entrar en casa y esperó… -Empezó a llorar-. Papá…
La rodeé con el brazo, pero ella se apartó.
– ¿Has comido?
Se encogió de hombros. Volví a la cocina, preparé el café y también unas tostadas. Otra vez tuve que vencer su resistencia para que se bebiera el café y comiera una tostada. Yo también tomé un poco de café y me las arreglé para no vomitarlo. La aspirina había comenzado a ejercer cierto efecto en mi dolor de cabeza: más o menos como una mariposa tratando de desgastar una bala de cañón con sus alas.
Permanecimos una hora sentados sin decirnos nada. Yo no dejaba de servirle café. Finalmente, sucedió lo inevitable y tuvo que salir corriendo hacia el baño. Volvió con la cara cenicienta y el maquillaje corrido, que resaltaba en su rostro como pintura desconchada. Bonita pareja hacíamos. La obligué a tomar más café. Poco a poco se suavizó su manera de farfullar, y también el odio que me demostraba.
– ¿De qué querían hablar con Jack Collins? -pregunté al fin.
– De los negocios de papá. Por si pudieran tener alguna relación con su muerte. Él conocía a toda clase de gente, como tú.
Dejé de lado aquella pulla.
– ¿Sospechan que Collins podría estar implicado?
Ella se encogió de hombros blandamente, con la flojera de la borrachera.
– No sé. Jack no podría tener nada que ver en una cosa así. Jack es un buen chico…
No iba a sacarle nada en limpio, así que la llevé arriba, a su habitación. La ayudé a tumbarse en la cama y ella me agarró de las solapas hasta tener mi cara casi pegada a la suya. Alzó los labios hacia los míos. La deposité suavemente en la cama.
– Quédate conmigo, Lennox. Duerme aquí esta noche…
– De acuerdo -dije, casi en una acción refleja, como la patada que sueltas cuando el médico te golpea la rodilla con un martillito de goma.
Fue Maggie MacFarlane quien me despertó. Levanté la vista hacia ella, parpadeando. Entraba en la habitación demasiado sol para que mi magullada calabaza pudiera soportarlo.
– Tiene un aspecto horrible -dijo. Sin sonrisa. Solo con una mirada dura y fría.
Me incorporé hasta sentarme en el sofá. Estábamos en el salón. Me había vuelto a salir aquella irritante vena caballerosa y había acabado instalándome en el sofá. Aunque para situar mi galantería en su debida perspectiva, no creo que ni Lorna ni yo hubiéramos estado en condiciones de ejecutar un tango horizontal. Así que ahí estaba, en el sofá, agarrotado, dolorido y de mal humor. Me miré los pantalones del traje: tenían más arrugas que una octogenaria nepalí. Me felicité a mí mismo por la inteligente decisión de haberme cambiado antes de venir.
– ¿Dónde se había metido? -pregunté, estirándome.
– ¿Y a usted qué demonios le importa?
– Vine anoche y me encontré a Lorna como una cuba. No le habría ido mal un poco de apoyo de su madrastra. ¿Sabe que han detenido a un vagabundo por el asesinato de Calderilla?
– Por supuesto. -Maggie seguía glacial, cosa que estaba muy lejos de ser su actitud corriente-. Me lo dijo la policía. Así que al final fue un robo.
– ¿Alguien había insinuado que no lo fuera? -pregunté.
– Creo que debería subir y ver a Lorna -contestó ella, eludiendo la pregunta.
– Ya voy -dije, poniéndole la mano en el brazo. La retiré en el acto al ver que me la miraba como si fuera un leproso. Un apestado. Un hincha de los Celtics-. Prometí cuidar de ella. -Mientras me dirigía hacia la puerta, añadí de soslayo-: ¿Y cómo anda su hijastro? ¿O es medio hijastro? Nunca sé bien.
– ¿De qué está hablando? -Se le notaba en la voz: cierta tensión, cierta inseguridad. Me volví y la miré.
– El joven Jack Collins, el sofisticado galán. Tengo la sensación de que era con él con quien estaba anoche. Y sé que era hijo ilegítimo de Calderilla.
– Creo que debería ocuparse de sus propios asuntos y no entrometerse en los de otras personas -dijo Maggie. Las palabras eran duras, pero su tono se había suavizado. Como un experto marino que cambia de rumbo, había llegado a la conclusión de que debía abordar aquel viento con cuidado-. Escuche, Jack es un buen chico y trataba a Calderilla…
– … ¿como a un padre?
– Pues sí. Y no ocurre nada impropio, para que lo sepa.
– Si usted lo dice. -No podía perder el tiempo con aquella conversación-. Será mejor que vaya a ver a Lorna.
No era una visión agradable. Había vomitado mientras dormía sobre las sábanas y hube de ayudarla a ponerse de pie y a llegar al baño. Luego deshice la cama. Necesité una hora para dejarla en condiciones y poder marcharme. Lloró largo rato: la vergüenza del borracho con poca costumbre de estarlo. No era frecuente en Glasgow.
Llegué a casa hacia las diez. El día se presentaba con un gran comienzo: mientras cruzaba el sendero, Fiona White apareció en la puerta principal. Me miró de arriba abajo, reparando en mi traje arrugado y seguramente en mi rostro enfermizo. No habría servido de nada explicarle que sufría una conmoción y no una resaca descomunal, así que me limité a alzar el sombrero mientras pasaba por mi lado sin decir palabra.
En cuanto me hube refrescado otra vez, fui a Blanefield y llamé a la puerta de Kirkcaldy. No había nadie, así que volví a la ciudad y me dirigí a la dirección de Maryhill donde se hallaba su gimnasio. Era en un viejo edificio de Bantaskin Street: unas instalaciones mucho más grandes, aunque menos sofisticadas y más pringosas que el montaje que tenía en el sótano de su casa. El viejo Tío Bert también estaba allí. Mostraba una fidelidad a su sobrino al lado de la cual el perrito de Blackfriar’s [8] no pasaba de ser un chucho casquivano. Kirkcaldy estaban practicando en el ring con un sparring provisto de casco acolchado. Bert vino a mi encuentro y se mostró más tratable que nunca. Lo cual aún quedaba del lado hostil de la frialdad.
– Ya vimos lo que le pasó a ese muchacho suyo -dijo con su voz nasal-. Qué pena. A Bobby le sabe mal que el chico estuviera vigilando para protegerle cuando le dieron la paliza.
– Se lo agradezco -dije-. Y le agradezco a Bobby que se molestara en pasarse a verlo por el hospital. ¿Estaba usted presente cuando Bobby lo encontró?
– Sí, los dos volvíamos de aquí. El chico estaba tirado al lado del coche, todo magullado y hecho mierda. Debieron de zurrarle por detrás en la cabeza y luego le dieron patadas.
– ¿Usted cree?
– Es lo que parecía, pobre chaval. ¿Quiere hablar con Bobby? No podrá explicarle más que yo, pero puede esperar si quiere.
Meneé la cabeza.
– No importa. Dígale que he pasado para dar las gracias.
– Así lo haré.
La mañana estaba resultando improductiva. Me pasé a ver a Jimmy Costello. Sus dos matones, Skelly y Young, estaban sentados a la barra cuando entré y me observaron con desprecio; un tipo de mirada al que empezaba a acostumbrarme. Skelly lucía aún las marcas de nuestro último tango. Le pregunté a Jimmy Costello si había sabido algo de Paul. Me dijo que no y me di cuenta de que decía la verdad.
– ¿Por qué me lo preguntas? -dijo-. ¿Tienes alguna pista?
– No. Pero tengo un bulto detrás de la oreja y estoy casi seguro de que ha sido tu hijo quien me lo ha hecho. Conseguí localizar a Sammy Pollock, pero dejé la retaguardia al descubierto.
– ¿Por qué habría de hacer Paul una cosa así?
– Quizá no esté del todo convencido de que mi intención sea localizar a Sammy. ¿Sabes algo de una estatuilla de jade robada? Una especie de dragón o demonio oriental.
– No. -Me imaginaba que aquélla era la respuesta automática de Costello cuando le preguntaban por un objeto robado, así que insistí-. Escucha, Jimmy, es importante. Creo que Paul y Sammy Pollock han picado esta vez demasiado alto. Bueno, en serio, ¿sabes algo de una figura de jade robada?
– Te lo juro, Lennox. Si Paul sabe algo, a mí no me ha dicho una mierda. Tampoco me extraña. No hablamos gran cosa.
Seguí charlando con Costello otra media hora y no hicimos más que darle vueltas a lo mismo. Cuando ya me iba, vi que Skelly me lanzaba otra mirada aviesa. Sentí una punzada de dolor en el bulto de la cabeza y se me ocurrió entonces que tal vez no había sido Paul Costello quien me había zurrado a traición. Crucé el local y arranqué sin contemplaciones a Skelly del taburete. Su leal compinche retrocedió.
– ¿Tienes algún problema conmigo, cara de mierda? -Escogí la vía diplomática.
– No soy yo quien tiene un problema -dijo Skelly, tirando de la tela del traje por donde lo agarraba-. Y no quiero problemas.
– Así que soy yo el que tiene un problema… ¿es eso lo que dices?
– Yo no digo nada. Y no quiero problemas, lo repito.
– Entonces cuida tus modales cuando estés con tus mayores, hijito.
Me dio la espalda con hosquedad. No tenía ganas de pelea, pero eso no quería decir que no fuera capaz de manejar una porra en la penumbra y viniendo por detrás.
Lo deje allí, enfurruñado, y no hice caso de la mirada de impaciencia de Jimmy Costello. Estaba tentando a la suerte, lo sabía, pero tenía la cabeza dolorida, me sentía malhumorado y todas las personas con las que hablaba parecían mentirme u ocultarme algo.
Una promesa es una promesa. Fuí a visitar a Davey a la hora del almuerzo. Se alegró de verme, aunque me di cuenta de que sufría horrores. Yo tampoco le iba muy a la zaga. Charlamos y bromeé con él, y todo el rato sentía aquella furia oscura que prendía en lo más profundo de mis entrañas.
Al salir del hospital, llamé a Sheila Gainsborough y le pregunté si podíamos quedar, bien en su apartamento o bien en mi oficina. Era importante, añadí, y no algo que se pudiera hablar por teléfono. Conseguí hacerme entender y ella accedió a que nos viéramos en su apartamento. Pero tendría que darle una hora para resolver unos asuntos. Me dio el nombre de un café cerca de su edificio y me dijo que podíamos encontrarnos allí. Todo aquel decoro me pareció innecesario y fuera de lugar, pero estaba demasiado hecho polvo para discutir.
Conduje hasta el West End, localicé el café en Byres Road y ocupé una mesa junto a la ventana. Era uno de esos sitios italianos donde hacían todo un número operístico para prepararte una taza de café con una máquina que no paraba de silbar y soltar vapor, como si estuviese saliendo el expreso para Londres de las once y cuarto. Al menos el café era bueno.
Sheila Gainsborough llegó cinco minutos tarde. Parecía aturdida y se disculpó por el retraso. Se quitó la bufanda y todo el mundo en el café se esforzó en fingir que no la miraba. Hacerlo abiertamente habría resultado mucho más flagrante que echarle vistazos a hurtadillas. Un camarero que parecía recién bajado del barco de Nápoles (pero que sonaba como si hubiera llegado con el ferry de Renfrew) anotó su pedido de un café.
– ¿Tiene noticias? -preguntó, ansiosa. Se le veían las mejillas encendidas y, a pesar de mi mal humor y de mi dolor de cabeza, se me pasó por la cabeza lo agradable que sería hacer que se le encendieran todavía más.
– Ya le he dicho por teléfono, señorita Gainsborough -le susurré- que deberíamos vernos en su apartamento o en mi oficina. Tanto si le gusta como si no, es usted una celebridad y todas las orejas de este local están pendientes de sus palabras. Nunca se sabe si puede haber un periodista o un poli.
Comprendió que tenía razón y apuramos nuestros cafés en silencio. Luego recorrimos un par de manzanas hasta su casa. La mayoría de los edificios de la zona eran bloques de pisos, casas unifamiliares y alguna que otra mansión. Su casa rompía por completo con aquella secuencia de mugrientas fachadas de estilo victoriano y georgiano: era un bloque art déco que no tendría más de treinta años. Una de las cosas interesantes de Glasgow, en efecto, era la riqueza y la variedad de su arquitectura: casas victorianas, cuchitriles, art déco, cuchitriles, contemporary, cuchitriles…
Aquello era un sitio con clase. Entré tras ella en un enorme y luminoso vestíbulo que te hacía sentir como si estuvieras de golpe en plena década de 1920. Un conserje uniformado con aire de antiguo militar (pero de la cosecha que había combatido contra el káiser, no contra el führer), nos saludó ceremonioso. Tomamos el ascensor hasta la última planta.
– ¿Una copa? -preguntó, tirando el bolso y la bufanda en una silla de la entrada-. Por su aspecto, me parece que le convendría.
– Quizá, pero probablemente acabaría conmigo.
Entré en el salón. En aquel piso todo se veía impecable y ordenado. El mobiliario, igual que la arquitectura que lo albergaba, era art déco: ese tipo de piezas sencillas y de gusto que dan sutilmente la impresión de que las cosas sencillas y de gusto son más caras. Había un gran ventanal, dividido únicamente con un par de parteluces blancos y espaciados, que ofrecía una gran vista de la ciudad por el lado de la universidad y de Kelvingrove.
– Por favor -dijo, no sin impaciencia, indicándome que me sentara.
Tomé asiento. Creo que si Sheila Gainsborough me hubiera dicho que saltara por la ventana, lo habría hecho. Ella permaneció de pie, entrelazando las manos.
– ¿Tiene que ver con Sammy? -preguntó con ansiedad.
Hice un gesto para tranquilizarla.
– Sammy está bien. Lo vi anoche.
– Gracias a Dios que está salvo.
Estuvo a punto de dar un grito. Unas lágrimas de alivio brillaron en sus ojos.
– Lo lamento, señorita Gainsborough, pero no creo que esté a salvo. Lo vi ayer noche y estaba bien, pero se encuentra en un grave aprieto. Y muy asustado.
– Dios mío, ¿y por qué no lo trajo con usted?
– Porque, señorita Gainsborough, alguien me dio un golpe en la cabeza y me dejó inconsciente. Sammy y su novia, y su mafioso amigo, se largaron mientras yo contaba ovejas.
Su cara se ensombreció en el acto. Me daba pena, pero poco podía hacer yo para conferirle un brillo optimista.
– Me temo que Sammy se ha metido en algo muy serio -le expliqué-. Algo que le supera. ¿Se acuerda de Paul Costello? ¿El tipo que parecía entrar y salir a su antojo del piso de Sammy?
Ella asintió.
– Sospecho que fue el joven Costello el que me dejó inconsciente. Están juntos en esto, sea lo que sea.
– Ya sabía que Sammy se estaba juntando con malas compañías. -Frunció el ceño de aquel modo delicioso-. ¿Dónde lo encontró?
– Durmiendo casi al raso, en una casita en ruinas en mitad de la nada. Lo encontré porque logré asustar a la chica con la que está liado, Claire Skinner, y me las arreglé para seguirla.
– ¿Durmiendo al raso? -Sus ojos brillaban otra vez llenos de lágrimas-. ¿Y qué hacemos ahora?
– Seguiré buscando. Me parece posible que se ponga en contacto con usted. Parecía hambriento y agotado. Yo diría que necesitará dinero. Si contacta con usted, quiero que me avise. Diga lo que diga Sammy, tiene que avisarme. ¿Entendido?
– Entendido.
– En la casita de campo vi una cosa extraña. Una estatuilla de un dragón. Parecía de jade, de estilo chino. ¿Le dice algo?
Ella dijo que no con la cabeza.
– ¿Cree que la han robado?
– Estoy prácticamente seguro. No sé si será esa la razón por la que se sienten perseguidos por el mismísimo diablo. No lo sé, pero sería lo más lógico.
– ¿De dónde diantre podrían haber robado una cosa así?
– No lo sé. Pero quizá sí conozca a alguien a quien se lo podría preguntar.