El Imperio británico, el caso más avaricioso de robo masivo de tierras desde que el gran Gengis Kan ensilló un poni, era algo extraordinario. Lo que lo volvía particularmente extraordinario era que hubiera sido erigido por los británicos, quizá la raza más proclive del mundo a pedir disculpas. Yo siempre me los imaginaba como si fueran una especie de vikingos de nuestros días, de impecables modales, espantosamente avergonzados por todos los saqueos y las violaciones. Supongo que mi infatigable interés en aquella colección a escala mundial de colonias, dominios, territorios bajo mandato y protectorados obedecía al hecho de que yo mismo era un producto de ello. Aunque había nacido en Glasgow, me había embarcado con mis padres siendo solo un bebé, cuando Canadá era aún un «dominio» a todos los efectos. Después, veintiún veranos más tarde, aquella «madre patria» con la que no había tenido contacto y de la que no guardaba ningún recuerdo requirió urgentemente mi ayuda. A seis mil kilómetros de mi casa.
Y ahora, dieciséis años más tarde, estaba viviendo en la Segunda Ciudad de un Imperio sobre el cual, aunque se afirmara lo contrario en las aulas, se estaba poniendo definitivamente el sol. Durante un siglo y medio, Glasgow había sido el corazón industrial del Imperio. Pero la guerra lo había jodido todo. Gran Bretaña había llegado al final de la conflagración casi en bancarrota, y si Estados Unidos no le hubiese hecho en 1946 un préstamo de cerca de cuatro mil millones de dólares, la ilustre isla habría quebrado con todas las de la ley. Ahora los antiguos enemigos se estaban convirtiendo rápidamente en serios competidores en el terreno de la construcción y de la industria pesada. Las cosas estaban cambiando deprisa en el mundo. Y más en Gran Bretaña. Y todavía más en Glasgow.
No obstante, no lo hubieras deducido a juzgar por la actividad que se veía en el puerto mientras lo recorría con mi Atlantic. Eran las diez y media de la mañana y ya hacía calor. Tenía bajados los vidrios de las dos ventanillas y me llegaba desde los muelles el estruendo del metal trabajado a martillazos, inundando la atmósfera bochornosa y densa de mugre. Era como si la temperatura aumentara con la actividad misma.
A mi izquierda una selva de grúas se apretujaba al borde del agua: todas balanceándose incansablemente, cargando y descargando los barcos amarrados o suministrando enormes planchas de acero a los astilleros. Dejé atrás los enormes almacenes aduaneros de ladrillo rojo, rodeados de vallas, que alzaban sus cinco plantas junto al muelle. Aparqué el coche en la calle, me acerqué a la garita y pregunté dónde estaba la oficina de Alain Barnier. El guardia era el típico poli retirado, con la típica actitud a-mí-qué-carajo-me-importa, y lo único que le arranqué fueron unas vagas indicaciones para llegar a otras oficinas de embarque donde tal vez sabrían algo. Tuve que andar media hora dando vueltas y haciendo preguntas para dar con la pista de Barnier. Y llegué por fin a su oficina pasadas las once.
Como Jonny había dicho, era más bien un cobertizo que otra cosa: uno más de una larga serie de hangares semicilíndricos que parecían una hilera de troncos de secuoya medio hundidos en el suelo. El rótulo sobre la entrada decía BARNIER Y CLEMENT-AGENTES DE IMPORTACIÓN. Llamé con los nudillos y abrí la puerta. Nada más entrar advertí que aquello no era ninguna tapadera, sino una auténtica oficina de trabajo. Allí reinaba un caos ordenado que resulta imposible falsificar. Un mostrador separaba el cuerpo principal del hangar de la zona de recepción. Había encima un timbre y, al lado, un pinchapapeles lleno hasta los topes de facturas de envío clavadas; detrás había tres escritorios, media docena de archivadores y una mujer.
La mujer medía como un metro cincuenta y llevaba un traje chaqueta gris que le apretaba un poco en la cintura y el busto. Tenía la cara redonda y pálida y el pelo negro enroscado por una permanente tan inflexible y tensa que habría resistido la onda expansiva de una bomba atómica. A su boquita de labios finos, apenas una ranura, había intentado darle volumen a base de pintalabios rojo.
– ¿Puedo ayudarle? -preguntó, rodeando su escritorio y acercándose al mostrador. Distendió sus labios delgados en una sonrisa cansada y mecánica.
– Busco al señor Barnier.
– ¿Es por lo del key lan? -inquirió.
– ¿El key lan? -Fruncí el ceño-. ¿Qué es eso?
Ella no me hizo ni caso.
– El señor Barnier no está ahora mismo. ¿Tiene una cita?
– No. Ninguna cita. ¿Cuándo volverá?
– Necesita una cita para ver al señor Barnier.
– También funciono sin cita. ¿Cuándo volverá?
La mujer tenía unos ojos verdes grandes y redondos enmarcados en su rostro redondeado y los utilizaba para taladrarme como si yo fuera idiota de nacimiento.
– Necesita una cita -repitió. Ya casi me hablaba sílaba por sílaba, como Deditos McBride.
– El rótulo dice Barnier y Clement. ¿Está el señor Clement?
– Monsieur Clement -dijo, corrigiéndome y omitiendo la «t» del final, de manera que sonaba más o menos «Clemmong», con ese estilo único de los escoceses para asesinar la lengua francesa-. Monsieur Clement no trabaja aquí. Él se encuentra en nuestras oficinas de Francia.
– Ya veo.
En un extremo del mostrador había el típico tramo abatible. Lo levanté, pasé al otro lado y me situé junto a ella. Sus redondeados ojos verdes se volvieron aún más redondos.
– No puede entrar aquí…
– Esperaré -dije, y tomé asiento detrás de uno de los escritorios, arrojando mi sombrero sobre un montón de papeles-. Será lo mejor seguramente, en vista de que no puede usted decirme cuándo volverá o dónde puedo encontrarlo.
Mi regordeta amiga de ojos redondos y finos labios levantó de nuevo la tapa del mostrador, como para indicarme la salida.
– No puede esperar.
– Ya está de nuevo subestimándome. Sí puedo esperar. Lo he hecho otras veces, muchas veces. De hecho, que quede entre usted y yo, se me da bastante bien.
Ella descolgó el teléfono de su escritorio, marcó un número y, dándome la espalda, se puso a hablar entre agitados susurros. Tras un momento, se volvió y me ofreció el auricular sin pronunciar palabra.
Le sonreí jovialmente. Nos entendíamos cada vez mejor.
– ¿Me está buscando?
La voz al otro lado de la línea hablaba inglés correctamente. Con un acento francés inconfundible, pero no exagerado.
– ¿Señor Barnier? Quería saber si podíamos charlar.
– ¿Charlar sobre qué? -No era suspicacia ni recelo. Solo impaciencia.
– Estoy intentando contactar con una persona. Y usted quizá pueda ayudarme a encontrarla.
– ¿Quién?
– Prefiero que lo hablemos cara a cara. Y lo antes posible, si no le importa. ¿Dónde podríamos vernos?
– ¿A quién está usted buscando? -preguntó de nuevo.
– A Sammy Pollock. Usted a lo mejor lo conoce como Sammy Gainsborough.
Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Luego, con aquel mismo inglés formal que no perdonaba una sílaba, respondió:
– Algo hay en todo esto que me indica que su interés es profesional más que personal. Y sin embargo, no se ha identificado usted ante la señorita Minto como agente de policía.
– Porque no lo soy. Si lo hubiera hecho, habría cometido una suplantación. Y las imitaciones nunca se me han dado bien, solo la de Maurice Chevalier. Pero claro, siendo francés, estoy seguro de que usted lo notaría enseguida.
– No tengo tiempo para bromas. ¿Cómo se llama?
– Lennox. Conoce a Sammy Pollock, ¿verdad, señor Barnier?
– Lo conozco. No obstante, no lo conozco bien. No lo bastante bien, en realidad, para estar al corriente de su paradero.
– Aun así me gustaría hablar con usted, señor Barnier.
– Me temo que estoy muy ocupado para eso. No puedo ayudarle en sus pesquisas. Porque se trata de pesquisas, ¿no es así? Entiendo que es usted una especie de detective privado.
– Solo le estoy echando una mano a alguien, señor Barnier. Sammy Pollock ha desaparecido y pretendo averiguar su estado de salud y su paradero. Le agradecería que pudiera dedicarme unos minutos. Quizás haya algo que usted considere insignificante, pero que podría servirme para localizar a Sammy.
– Lo lamento. Como le he dicho, no tengo…
– Ya veo. Se lo diré al señor Cohen. Ha sido él quien me ha indicado que hablara con usted.
Conseguí lo que buscaba: un breve silencio al otro extremo de la línea. Barnier estaba atando cabos. Que acabara haciéndose una idea exacta o no, a mí me tenía sin cuidado.
– ¿Conoce el Merchant’s Carvery, en el centro? -dijo al fin con un ligero suspiro.
– Lo conozco -respondí.
El Merchant’s era un restaurante-asador no apto para gentuza en una ciudad llena de gentuza. Barnier tenía estilo y también dinero para costeárselo, obviamente. No acababa de imaginarme a una persona así enredada con Sammy Pollock. Y menos aún con escoria como Paul Costello. Pero había que asegurarse.
– Venga a verme allí a las ocho -dijo-. En el bar.
– Gracias, señor Barnier. Allí estaré.
Conduje de vuelta hacia la ciudad, pero antes de llegar al centro me desvié por la carretera del norte hacia Aberfoyle. Me dolía la cabeza. Notaba un sordo y persistente martilleo en las sienes y detrás de los ojos. Glasgow había alzado una cortina frente al sol: un fino velo de nubes salpicado de motas oscuras. La temperatura seguía siendo alta, sin embargo, y el aire me parecía más denso y más pesado. Sabía que el dolor de cabeza anunciaba tormenta, y salir de la ciudad no sirvió de mucho para aliviarme de la opresiva atmósfera que parecía estrujarme los senos nasales como un acordeón. Al cabo de un cuarto de hora ya me encontraba por la zona de Mugdock, donde Glasgow se abría a un panorama de campos y de casas caras dispersas. El sol se había vuelto a abrir paso entre las nubes, pero el pesado ambiente de tormenta seguía en el aire y el cielo había adquirido hacia el oeste un tono acerado.
El sitio donde vivía Bobby Kirkcaldy no era de los más caros, pero no dejaba de ser un paso de gigante desde sus orígenes en Motherwell. Ya solo el hecho de tener un baño en el interior de la casa, uno que no había de compartir con otras familias, constituía un salto espectacular. La verdad era que yo admiraba a Kirkcaldy como boxeador. Había empezado como peso ligero y luego había pasado a peso medio, pero conservando cierta gracia y ligereza en su juego de pies. Lo había visto pelear en dos ocasiones y había sido como ver a dos boxeadores totalmente distintos. Kirkcaldy era uno de esos púgiles que, sin ser seguramente un prodigio mental en ningún otro sentido, parecen poseer una profunda inteligencia física: una capacidad especial para interpretar constantemente cada movimiento de su adversario y calibrar su técnica en consonancia. Era como si descifrara a su oponente en el primer minuto de cada asalto y adaptara su estilo para contrarrestarlo. Si se enfrentaba con un especialista en el cuerpo a cuerpo, Kirkcaldy ampliaba sutilmente su radio de acción y obligaba a su oponente a salir de su terreno favorito; si se enfrentaba con un púgil que dominaba el centro del ring, Kirkcaldy lo acosaba con golpes cortos, obligándolo a retroceder y acorralándolo contra las cuerdas.
Una de las peleas que había presenciado había sido contra Pete McQuillan. Este era duro como un gorila: un pedazo de bestia que se mantenía con esfuerzo en la categoría de los pesos medios y que, en cuestión de estilo, apenas quedaba un escalón por encima de los pikeys que se zurraban a puño limpio. Solo era capaz de ganar -y hasta entonces se había mantenido invicto- asestando un golpe que noqueara al contrario o causándole tales destrozos en la cara que el árbitro se viera obligado a parar el combate. Y entonces lo emparejaron con Bobby Kirkcaldy. Fue un espectáculo asombroso y digno de verse: McQuillan segando brutalmente el aire una y otra vez con los puños, mientras Kirkcaldy bailaba a su alrededor colocándole golpes tan dañinos como certeros. McQuillan se vio arrastrado a un terreno que nunca había pisado, la distancia, y Kirkcaldy fue declarado vencedor a los puntos por unanimidad. Ahora era el claro favorito en el campeonato de Europa de peso medio e iba enfrentarse con Jan Schmidtke, de Alemania Federal.
Y yo estaría allí. Tenía una entrada.
La casa era más o menos del mismo tamaño que la de MacFarlane en Pollockshields, pero de construcción más reciente, quizá de los años veinte o treinta, y tenía la ventaja de encontrarse en una zona de más categoría. Estaba encalada, además, lo cual le daba una pátina brillante y casi foránea a la luz del día. La puerta principal miraba al sur, pero se hallaba protegida del sol con un arco de estilo art déco ribeteado de ladrillo. Los muros encalados bajo las tejas rojas y los adornos de ladrillo de terracota constituían un ambicioso intento de conferirle a la casa un aire mediterráneo, cosa que, en Escocia, era una hazaña equivalente a lograr que Lon Chaney se pareciera a Clark Gable. No sabía muy bien qué parte del mérito le correspondía al arquitecto y qué parte había que atribuirla al extraño clima que parecía haberse adueñado del oeste de Escocia.
Me abrieron casi en el acto cuando llamé al timbre; habrían oído el crujido de los neumáticos en el sendero de acceso. Estaban al acecho por si llegaban visitantes, fueran bienvenidos o no, eso pensé. No fue Bobby Kirkcaldy quien abrió la puerta, sino alguien de aspecto incluso más agresivo: un hombre viejo con un traje oscuro y una delgada corbata de lana. Era enjuto y avieso, y daba toda la impresión de estar hecho con los materiales más toscos: cerdas blancas en lugar de pelo y una cara curtida y surcada de arrugas que parecía peor que gastada, como si algo capaz de machacarla, la intemperie o cualquier otra cosa, se hubiera ensañado cruelmente con ella. Su nariz achatada tenía un aspecto gomoso e informe, lo que indicaba que se la habían roto tantas veces que ya no quedaba cartílago para darle consistencia. El destrozo no era solo aparente; su voz, cuando empezó a hablar, sonaba amortiguada y nasal, incluso más de lo normal para un glasgowiano.
– ¿Qué quiere? -dijo.
– Una vida tranquila, dinero, una chica guapa y sensación de paz interior.
Me miró inexpresivamente. Además de la nariz, era evidente que le habían arrancado el sentido del humor a golpes.
– Vengo a ver a Bobby -suspiré. No parecía bienvenido allí-. Me llamo Lennox. Me espera.
Me examinó de arriba abajo. Yo lo imité. Era difícil deducir su edad; podían ser cincuenta años muy estropeados o setenta en plena forma. Era exboxeador, obviamente, pero me daba la impresión de que le habían partido la cara a base de bien tanto fuera como dentro del ring. Ladeé la cabeza y sonreí con impaciencia. El viejo guerrero se hizo a un lado para dejarme pasar. Iba a entregarle mi sombrero, pero la verdad es que no tenía pinta de mayordomo al estilo Jeeves, así que lo sujeté en mis manos y seguí al hombre por un largo pasillo con baldosas de terracota y cuadros de cierto gusto, algunos originales, colgados de las paredes. Me imaginaba que un boxeador criado en Motherwell como Kirkcaldy debía de tener un buen gusto comparable aproximadamente al sentido del olfato de mi anciano acompañante desnarigado, así que atribuí aquel despliegue de estética doméstica a algún buen decorador.
Llegamos a un amplio salón con unas puertas vidrieras que daban a una inmensa zona ajardinada que se extendía hacia las verdes colinas del fondo. Un sitio bonito, ese tipo de bonito que costaba un dineral. Lo que más me sorprendió, de nuevo, fue cómo estaba amueblado. Glasgow era más bien un tipo de ciudad de apaños y remiendos. En general, Gran Bretaña era una sociedad remendada, porque hasta hacía poco su propia supervivencia había dependido de ello. La situación de práctica bancarrota de la posguerra había ralentizado además la oscilación del péndulo desde la austeridad hacia la prosperidad, y a ello había que añadir el conservadurismo de la sociedad escocesa. Yo había visto algunas casas decoradas en estilo Contemporary -la de Jonny Cohen, por ejemplo-, pero en general todo lo que oliera a modernismo inspiraba desconfianza. Y si se usaba en la decoración, se hacía a medias o torpemente. Todo lo cual explica por qué la casa de Bobby Kirkcaldy le habría parecido al escocés medio como un plató de Hollywood. Allí todo era de primera: los muebles tenían el aspecto de ser piezas originales de la Bauhaus, de Le Corbusier o Eames, y si no se trataba al menos de muy buenas imitaciones. Había una pared cubierta de libros. Me asaltó la idea poco caritativa de que Kirkcaldy le había pedido al interiorista que procurase dar una imagen más refinada de él. Igual que en el vestíbulo y en el pasillo, los cuadros del salón parecían originales. La mayor parte eran modernos y atrevidos -cosas abstractas-, pero había algo en esa clase de pintura que me resultaba atractivo. Era nuevo, como el mobiliario. Y para mí, Nuevo era Bueno. Una vez más le atribuí todo el mérito a un decorador de tarifas probablemente exorbitantes.
Bobby Kirkcaldy se incorporó cuando entramos. Estaba sentado en una tumbona de cuero junto a los grandes ventanales y, al levantarse y venir a nuestro encuentro, lo hizo con la misma grácil ligereza con que lo había visto moverse sobre el ring. Tenía el pelo tupido y oscuro y, a diferencia de lo que ocurría con el viejo, no se veían en su rostro las marcas habituales de una carrera pugilística. Su nariz no parecía haber sufrido ningún percance y apenas se percibía en él un atisbo del perfil anguloso que suelen tener los pómulos de un boxeador. Llevaba una camisa con los dos últimos botones desabrochados y unos pantalones ligeros. Una indumentaria informal, pero con el sello inequívoco de Jermyn Street.
– ¿Usted es Lennox? -preguntó. No sonrió, pero no había nada abiertamente hostil en su actitud, solo un afán de ir al grano.
– Sí, yo soy Lennox. ¿Sabe para qué he venido?
– Para investigar esta sarta de disparates que han estado sucediendo. Lo ha contratado Willie Sneddon. Para serle sincero, me parece que a Sneddon le preocupa más toda esta mierda que a mí.
La voz de Kirkcaldy era suave, casi delicada, pero se las arregló para insinuar cierta aversión al pronunciar el nombre de Sneddon. Hablaba con calma y seguridad, y tenía menos acento de lo que yo esperaba. Visto de cerca, y no a la distancia inevitable en un estadio de boxeo, se percibía en sus ojos cierta inteligencia. Pero también algo más que no era capaz de precisar. Y que frenó en seco la simpatía que me inspiraba.
Me volví, miré al saco de arena que me había acompañado y luego otra vez a Kirkcaldy.
– No hay problema -me dijo este-. Puede hablar delante de Tío Bert. Él me ha entrenado desde niño.
Tío Bert me miraba, inexpresivo. Pero claro, seguramente la movilidad facial para formar una expresión se la habían arrebatado a hostias hacía años. Me sorprendí preguntándome qué cualidades podía tener aquel tipo como entrenador de boxeo cuando daba toda la impresión de que nadie le había enseñado el significado de la palabra «esquivar».
– De acuerdo -dije. Eché un vistazo por todo el salón tal como hace uno cuando ya deberían haberlo invitado a sentarse, pero no lo han hecho-. Bonito sitio. Me gustan los cuadros. Nunca sé muy bien dónde termina el expresionismo abstracto y dónde empieza la abstracción lírica.
– Estos no son ni lo uno ni lo otro -dijo Kirkcaldy-. Yo desconfío de los «ismos», en política o en arte. Solo compro lo que me gusta y lo que puedo permitirme. Y el único motivo de que me lo pueda permitir es el boxeo.
Advirtió que estábamos de pie y señaló un sofá que se alzaba apenas por encima del pulido suelo de madera. Me agaché para acomodarme; había que agacharse un montón. Kirkcaldy, desde luego, no hablaba como el típico boxeador criado en las calles y yo empezaba a sospechar que los libros de las estanterías no eran solo para impresionar. Existía un cierto tipo de escocés de clase baja que, privado de toda instrucción en su infancia, miraba la cultura y el conocimiento con veneración. Yo me creía por encima de los prejuicios esnobs, pero ahora acababa de demostrarme que no lo estaba. Empezaba a quedarme claro que la impresión de inteligencia física que transmitía Kirkcaldy en el ring era solo una parte de algo más importante.
– ¿Entiende mucho de arte, señor Lennox? -preguntó, sentándose en el sillón Eames de enfrente. El Tío Bert permaneció de pie. Sería la fuerza de la costumbre: mantenerse derecho debía de haberle costado caro en el pasado.
– Un poco -le dije-. Me interesó antes de la guerra. Después, lo que se esperaba de mí era que me interesara por la guerra. Pero todavía entro de vez en cuando en alguna galería.
Kirkcaldy asintió, sonriendo. Una sonrisa vacía y postiza, como la de Sheila Gainsborough.
– Se da usted cuenta de que todo lo que está pasando es un disparate, ¿no?
Me encogí de hombros.
– Parece que alguien pretende meterle miedo antes de la pelea. Mucha gente ha apostado un montón de dinero a favor de uno u otro, y algunos están dispuestos a incurrir en manejos turbios para proteger su inversión.
– Es evidente que alguien pretende asustarme, pero no lo va a conseguir. Yo no me asusto fácilmente y cualquiera que haya tratado conmigo sabe que me retiraría antes de dejarme ganar.
– ¿Alguien le ha dicho algo al respecto? Una llamada, una nota debajo de la puerta, ese tipo de cosas.
– No. Nada. Como usted dice, es una maniobra para asustarme, para distraerme mientras me preparo para el combate.
Asentí y tomé nota. Quizá llegaría a oídos de Sneddon que había asentido y tomado nota. Aquello era una búsqueda inútil, igual que lo de encontrar el dietario de Calderilla MacFarlane. Lo único que me sorprendía era la pronta disposición de Kirkcaldy a aceptar que alguien quería acojonarlo de cara a la pelea. Como Jonny Cohen, yo tenía la impresión de que allí había algo más. Decidí plantearle la idea.
– ¿Se le ocurre alguna otra cosa (una persona resentida, un conflicto reciente) que pudiera explicar todo esto?
Él frunció los labios y reflexionó un momento.
– No… la verdad es que no me imagino a nadie haciendo algo así por motivos personales.
– Ya veo -dije. Curioso que tuviera que pensárselo antes de responder. Como si nunca se le hubiera ocurrido la posibilidad.
Seguimos hablando media hora más, durante la cual me dediqué a anotar cada una de las cosas que habían sucedido, con las fechas, la hora y demás. Kirkcaldy me daba los datos de un modo maquinal. Le pregunté si podía enseñarme el coche que le habían salpicado de pintura roja, pero ya habían vuelto a pintarlo. La soga de ahorcado la habían tirado, igual -naturalmente- que el pájaro muerto.
– ¿Qué clase de pájaro era? -le pregunté.
– ¿Cómo? No sé. Un pájaro. Una paloma o un pichón, creo. Pero sí sé que era blanco. Del todo blanco. Así que probablemente una paloma.
– ¿Cómo había muerto?
– ¡Yo qué coño sé! -replicó con agitación y con el acento de Motherwell más acusado. Me miró con hastío-. ¿Qué piensa hacer? -preguntó.
– Bueno, no tengo nada para continuar. A usted no se le ocurre quién podría albergar un rencor personal… No puedo hacer gran cosa, salvo cubrirle las espaldas durante una temporada.
– Puedo cubrirme las espaldas por mi cuenta -dijo, echándole una mirada significativa al Tío Bert.
– Bueno, si no le molesta, yo me mantendré ojo avizor. Desde luego no puedo pasarme aquí todo el día, de modo que si sucede algo puede localizarme habitualmente en estos números.
Le anoté el de la oficina y el de casa, así como el número del teléfono que había detrás de la barra del Horsehead.
Cuando salí de la casa de Kirkcaldy, el tono acerado del cielo se había vuelto aún más oscuro y la atmósfera mucho más pesada. Hacía un bochorno tremendo y yo notaba la presión como una cinta alrededor de la cabeza. Había conducido solo un par de minutos cuando estalló la tormenta.
Si hay algo que Glasgow hace bien -mejor que cualquier otro sitio, que yo sepa- es llover. Hubo en el cielo un par de deslumbrantes fogonazos, y antes de que retumbara sobre mi cabeza un trueno ensordecedor, la lluvia ya golpeaba el parabrisas. No es que lloviera simplemente: era como si una rabia contenida impulsara los gruesos goterones que repiqueteaban con furioso redoble en el techo del coche y se burlaran de los animosos pero endebles esfuerzos del limpiaparabrisas. Mientras me acercaba a Blanefield y enfilaba hacia Bearsden tuve que aminorar la velocidad y avanzar a paso de tortuga, porque apenas se veía a dos pasos.
Me quedaba tiempo antes de mi cita con el francés, así que me dirigí a Argyle Street. La lluvia torrencial no había parado, pero tuve la suerte de aparcar a solo treinta segundos del restaurante de la esquina. Entré corriendo, me sacudí la lluvia del sombrero y se lo entregué al camarero mientras me quejaba del repentino cambio de tiempo. Solo había otras dos mesas ocupadas; me senté y me sumí en un taciturno silencio. Cuando me terminé la costilla de cordero y el puré de patatas, me tomé un café y me puse a fumar, contemplando la lluvia a través de la ventana con cierto desánimo.
Aquello era una tarea inútil. Por más vueltas que le daba, lo de Kirkcaldy seguía pareciéndome un trabajo absurdo. Willie Sneddon estaba dando palos de ciego para proteger su inversión. Aparte de apostarme toda la noche delante de la casa, no se me ocurría qué podía hacer. Y si al final todo se reducía a vigilar durante las veinticuatro horas, a Sneddon iba costarle un riñón; mejor haría enviando a Deditos McBride para que se plantara allí con el coche, o a Singer. Aquello era trabajo para un matón. Tendría que decírselo a Sneddon claramente.
Después de pagar la cuenta en la caja registradora y de recoger el sombrero, volví a salir a la lluvia. Había amainado bastante y la atmósfera se había librado un poco del calor sofocante. Glasgow volvía a ser Glasgow: lluvia y nubes grises.
Tardé solo dos minutos en llegar al Merchant’s Carvery, que estaba en el barrio financiero de la ciudad. Llegaba muy pronto y decidí esperar dentro del coche hasta que dieran las ocho. El Merchant’s Carvery era uno de los intentos de Glasgow de revestirse de clase. Quedaba frente a una plaza ajardinada, en medio de una cuadrícula de adosados de estilo georgiano y victoriano. Como indicaba el nombre del restaurante-asador, las casas de los alrededores habían estado ocupadas en su día por los comerciantes e industriales adinerados de la ciudad; ahora la mayoría habían sido habilitadas como oficinas. Sentado en el coche justo enfrente, hice una apuesta conmigo mismo: seguro que reconocía a Barnier cuando llegara. Pero resultó que solo vi entrar en el restaurante a una pareja de mediana edad. Los dos vestidos de tweed.
El Merchant’s Carvery era uno de esos lugares diseñados, o mejor dicho, decorados y amueblados para intimidar. Un lugar pensado para que te sintieras fuera de lugar. A mi modo de ver resultaba excesivo, se les había ido la mano. El lujoso cuero rojo de los reservados era demasiado rojo y más ostentoso de la cuenta. Si el Carvery hubiera estado en Edimburgo seguramente no habría resultado tan pomposo.
Entré y le tendí mi sombrero esta vez a un conserje con gorra y chaquetilla corta de color blanco. Era, sin la menor duda, el conserje más geriátrico que había visto en mi vida y me inquietó que pudiera desmoronarse de un momento a otro. Le dije que iba a reunirme con el señor Barnier y él me hizo una seña con el mentón hacia un hombre alto que estaba de espaldas en la barra. Nos costaría una eternidad cruzar todo el local si tenía que dejarme acompañar, así que le di las gracias al anciano y me limité a un par de chelines de propina. Supuse que el peso de media corona lo habría desequilibrado.
– ¿Monsieur Barnier? -le dije al hombre de la barra, y él se volvió para mirarme.
Alain Barnier no era como yo había imaginado. Para empezar era alto, con el pelo claro -no del todo rubio- y ojos verdosos. A mi modo de ver parecía escandinavo o alemán, y no un francés meridional. Tampoco tenía la tez oscura, cosa lógica, bien pensado, porque llevaba al menos un par de años viviendo en Glasgow. Aunque, claro, nadie podía llegar a ser tan pálido como un nativo de Glasgow. Los escoceses eran la gente más blanca del planeta; y los glasgowianos solían venir con un tonillo pálido azulado (salvo los que se habían puesto rojos por una desusada exposición a la gran bola ardiente del cielo que, hasta hacía solo un par de horas, había hecho aquel verano su misteriosa aparición). Barnier era un tipo imponente y apuesto, con unas profundas arrugas bajo los ojos que sugerían muchas sonrisas. Aunque también había algo un poco cruel en sus rasgos. Le calculé a ojo unos cuarenta años.
Aparte del tono ligeramente dorado de su piel había un par de detalles más que lo delataban como extranjero. Llevaba ropa cara, pero no ostentosa. Y no de tweed. Su traje, extraordinariamente bien cortado, era de franela gris pálido con tenues rayas blancas. No parecía un corte británico. Además, estaba acicalado de un modo impecable y lucía un bigote pulcramente recortado y una perilla que le afilaba el mentón. Te hacía pensar de entrada en un cuarto mosquetero vestido por Cardin.
– Me llamo Lennox, señor Barnier -le dije en francés-. Hemos hablado esta tarde por teléfono.
– Le esperaba. ¿Una copa?
Le hizo una seña al barman con una desenvuelta autoridad que a los escoceses no les sale fácilmente, y le pidió en inglés dos copas de coñac.
– Por favor -dijo, retomando su lengua nativa y señalándome uno de los reservados de cuero que quedaba al fondo del bar. Tomamos asiento-. Habla muy bien el francés, señor Lennox. Pero, si me permite, tiene un acento muy marcado. Y habla despacio, como un bretón. Deduzco que es canadiense, ¿no?
– Sí. De New Brunswick, la única provincia oficialmente bilingüe de Canadá -le dije, y a mí mismo me sorprendió el tono orgulloso de mi voz.
– Pero no es francófono.
– ¿Tan evidente resulta?
Barnier se encogió de hombros e hizo una mueca.
– No… no especialmente. Pero tiene mucho acento. Doy por descontado que el inglés fue su primera lengua.
– ¿De dónde es usted, señor Barnier?
Apareció el camarero con las copas.
– De Toulon. Bueno, originalmente de Marsella, luego de Toulon.
Di un sorbo de coñac y noté que se difundía por mi pecho una sensación cálida y dorada.
– Bueno, ¿verdad? -preguntó. Una sonrisa ahondó las arrugas alrededor de sus ojos-. Lo importo yo. Es uno de los mejores.
– Se nota. Probé el bourbon que le proporcionó a Jonny Cohen. También era excelente.
– Ah, sí. Ha mencionado que conocía al señor Cohen. -Barnier me observó por encima del borde de la copa de brandy-. Por cierto, ha conseguido usted irritar a la señorita Minto.
– ¿De veras? -Alcé las cejas, procurando parecer tan inocente como lo había sido a los dieciséis años, cuando mi padre me interrogó sobre la desaparición de unos cigarrillos y una botella de whisky-. Creía que estábamos haciendo buenas migas. He aprendido una nueva palabra, key lan… ¿O son dos palabras?
La alusión pareció sobresaltar a Barnier, pero se apresuró a disimularlo.
– No puedo permitir que incomode a la señorita Minto. Es una dama muy… enérgica, pero su trabajo resulta esencial para el correcto funcionamiento de la oficina.
– ¿Por qué me ha preguntado si yo tenía algo que ver con el key lan? ¿Lo pronuncio bien?
– Se refería a un producto que hemos importado hace poco. La señorita Minto debe de haber pensado que quería verme por eso, sencillamente.
– Me halaga que la señorita Minto me haya creído lo bastante rico para comprarlo.
– No. Lo que sucede es que el producto se extravió durante el envío, probablemente porque se produjo un error al embalarlo y etiquetarlo. La señorita Minto debe de haber creído que era usted de la compañía de seguros. -La sonrisa de Barnier se había disipado. Su tono indicaba que la charla intrascendente había concluido ya-. ¿Qué es exactamente lo que quiere de mí, señor Lennox?
– Me han contratado para investigar la desaparición de Sammy Pollock. Quizá lo conozca como Sammy Gainsborough.
– Apenas lo conozco con uno u otro nombre. El señor Pollock era un conocido, nada más. Mis tratos con él han sido tan infrecuentes que tengo que hacer un esfuerzo para recordar la última vez que lo vi. ¿Cómo es que me pregunta por él?
– ¿Lo ha conseguido? Recordar la última vez, quiero decir.
Barnier hizo un gran alarde de revisar el archivo de su memoria. Se acarició suavemente la perilla hasta convertirla en un afilado pico invertido.
– Debió de ser hace dos o tres semanas. Un viernes. Él estaba en el Pacific Club a la misma hora que yo. Es un sitio horrible… Por favor, no vaya a decírselo al señor Cohen; es un valioso cliente, al fin y al cabo. Pero sí, es un lugar horrible. Lo frecuento porque, curiosamente, el señor Cohen suele conseguir buenas actuaciones de jazz los viernes. En fin, vi allí al joven Pollock. Él actuó… interpretó unas canciones para llenar el hueco de un número que había fallado. Iba con una chica, si mal no recuerdo. Pero no hablamos aquella noche.
– ¿Y no lo ha visto desde entonces?
– Oiga, señor Lennox. -Barnier volvió a aquel inglés intachable, fluido y de gramática perfecta-. La verdad es que no tengo ni idea de si lo he visto o no desde entonces. Sammy Pollock no tiene un gran protagonismo en mi conciencia. Puede que lo haya visto y no me haya fijado. Le repito la cuestión: ¿por qué me pregunta a mí por ese joven?
– Debe disculparme, señor Barnier, pero no me queda otro remedio que agarrarme a un clavo ardiendo. Me dijeron que habían visto a veces a Sammy Pollock con usted. El hecho es que parece haber desaparecido y que estoy bastante preocupado por su estado. Hasta ahora no he conseguido encontrar el menor indicio sobre su paradero.
Miré al francés a la cara. No había nada que descifrar en su expresión. Tal vez porque mi comedia de estoy-del-todo-perdido no había colado. O tal vez porque no le interesaba lo más mínimo.
– ¿Tenía algún negocio entre manos con Pollock? -añadí.
– No. Ninguno.
– En las ocasiones en que lo había visto… ¿conocía a la gente que lo acompañaba?
– No, tampoco. Oiga, no pretendo ser grosero, pero realmente no creo que pueda ayudarle más.
Apuró su copa. Un gesto de puntuación: la conversación había llegado a su punto final.
– Gracias por su tiempo, señor Barnier -dije en francés.
Me levanté, le reclamé mi sombrero al conserje geriátrico y salí a la calle. Había dejado de llover, pero el cielo aún parecía de malas pulgas. No era el único.
Había sido un día infructuoso y me sentía demasiado cansado para pasarme por la casa de Sneddon en Bearsden o incluso para llamarle. Decirle a Willie Sneddon que no puedes cumplir sus órdenes es una cosa que hay que hacer cara a cara y con el estado de ánimo adecuado. No me subí directamente al coche, sino que me llegué a la cabina telefónica de la esquina, metí unos peniques y marqué el número de Sheila Gainsborough en Londres. El tipo que me atendió dijo que era su agente y que ella no estaba.
– Lo sé. Me dio este teléfono como número de contacto.
– Ya veo. ¿Es usted Lennox? -Su voz era aguda y ligeramente afeminada. Solté una risita para mis adentros: yo había dado por supuesto, al parecer, que la profesión de agente artístico era propia de hombres duros, como la minería o la siderurgia.
– Ese soy yo -respondí.
– Dígame, Lennox… ¿tiene algo de que informar?
Uf. El tipo estaba perdiendo mis simpatías con aquel tono.
– Para eso llamo.
– ¿Y bien? -insistió. Me hablaba como a un empleado; y a decir verdad, lo era. Pero bueno, él también.
– La señorita Gainsborough me dijo que podía contactar con ella a través de este número. Supongo que usted es Whithorn… ¿Va a verla esta noche?
– Veo a la señorita Gainsborough casi todas las noches -dijo. Posesivamente-. Llegará en una media hora.
– Dígale que Lennox la ha llamado. Que volveré a llamar esta noche, hacia las diez. Que haga lo posible para estar disponible y atender la llamada.
– ¿Por qué no me informa de lo que tenga que decirle? Yo me encargaré de transmitírselo.
Solté otra risita. Esta vez más fuerte, lo suficiente para que él la oyera.
– Secreto profesional, amigo. Creía que ese concepto debería resultarle familiar.
– No solo soy agente de la señorita Gainsborough, señor Lennox. Soy su consejero, su amigo.
– Volveré a llamar a las diez.
Colgué. Decidí que tarde o temprano haría lo posible para ponerle rostro a aquella voz del otro lado de la línea. Y ya tenía decidido que la cara de Humphrey Whithorn me desagradaría en cuanto la viera.
Volví hacia donde había dejado el Atlantic. No le presté mucha atención a un Wolseley estacionado tres coches más atrás hasta que un tipo descomunal con una gabardina amorfa y un sombrero flexible demasiado ajustado se plantó en la acera, cerrándome el paso. Enseguida apareció a mi lado otro más pequeño, aunque también robusto y con esa clase de jeta que más bien evitarías mirar en la barra de un pub, o en cualquier otro sitio. Noté la tenaza de este último en mi antebrazo, justo por encima del codo. Sabía sin más que no eran policías. Debían de ser los gorilas de alguien.
– Muy bien, Lennox -dijo el de la gabardina-. El señor Costello quiere verte. Ahora.
Sentí alivio, o algo parecido. Tener que lidiar con cualquier matón siempre es una lata, pero con frecuencia uno se somete si sabe quién hay detrás. Costello, desde luego, no poseía semejante peso y yo hice una mueca de irritación y de hastío.
– ¿Ah, sí? -repliqué. Por algún motivo me vino a la cabeza la imagen de la insistente y gruñona secretaria de Barnier y decidí seguir su ejemplo-. Soy una persona ocupada. Dile a Costello que pida una cita.
El otro me agarró del brazo con más fuerza. Me volví hacia él y le sonreí. Eran tipos duros, tipos dedicados a hacer daño. Pero Jimmy Costello no tenía fama por su prodigiosa mente criminal y esa falta de talento se extendía a la calidad de los gorilas que reclutaba. Seguramente me habían estado siguiendo todo el día y yo no los había visto con la lluvia. Había habido una docena de sitios adecuados donde podrían haberme abordado; este no era uno de ellos, más bien una elección de lo más estúpida para intentar atraparme. Estábamos en el corazón del distrito financiero a las 8.45 de la noche, sí, pero justo enfrente de un restaurante respetable. Y había una comisaría a solo dos manzanas. No, el sitio no podían haberlo elegido peor, y era ideal para que yo la emprendiera con ellos. Pero eran demasiado idiotas para darse cuenta y el gorila que me tenía agarrado del brazo parecía tan seguro de sí mismo como su compañero.
– Bueno -dijo con una sonrisa agresiva-. ¿Vienes sin armar jaleo o quieres hacer el gilipollas?
Durante la guerra descubrí una cosa de mí mismo, algo sin lo cual podría haber pasado perfectamente el resto de mi vida, algo feo y oscuro. Por las noches yacía despierto preguntándome si era una consecuencia de la guerra, o si había estado allí todo el tiempo pero no habría salido jamás a la luz si la guerra no se hubiera desatado. Mientras permanecía en mitad de la calle con aquellos dos violentos gorilas que trataban de obligarme a subir a su coche sentí que aquello se removía dentro de mí y lo acogí con alegría, como a un viejo amigo.
– Oíd, chicos -dije con simpatía, pero bajando la voz, para que tuvieran que aguzar el oído-. No me voy con vosotros. Y si tratáis de obligarme, alguien saldrá lastimado. Decidle a Costello que, si quiere verme, puede levantar el teléfono como todo el mundo. Y si está enfadado porque le di una tunda a su chico, decidle que lo siento… pero que me importa un carajo.
– ¿Cómo has dicho?
El grandullón de la gabardina se echó hacia delante, frunciendo el ceño, que era lo que yo quería que hiciera. Solo tenía un brazo libre, así que le lancé una patada a la zona de la gabardina donde calculé que guardaba las joyas de la familia. Acerté de lleno y se dobló sobre sí mismo. El tipo que me agarraba del brazo me dio un tirón hacia atrás, cosa que también esperaba. Me dejé arrastrar. Mantener la distancia con tu atacante no siempre es la mejor estrategia en una pelea callejera, así que embestí contra él, derribándolo de espaldas sobre el capó del Wolseley, y le caí encima, cara a cara. Él logró colocarme un puñetazo que me zarandeó la cabeza y me hizo ver las estrellas en blanco y negro durante una fracción de segundo. Con la mano libre, había agarrado mi sombrero al vuelo cuando había salido despedido del golpe. Y ahora se lo emplasté en la cara, tapándole los ojos y apretando con fuerza, mientras le asestaba un cabezazo en la nariz.
Estaba felicitándome por mi excelente manejo de la situación cuando una mula me arreó una coz a la derecha de la columna, justo por encima del riñón. Oí cómo se me vaciaban de golpe los dos pulmones y me encontré bruscamente en ese lugar de pánico donde el ansia de llenarte de oxígeno ocupa todo tu universo. El grandullón de la gabardina que me había atizado la patada, me agarró de los brazos y me separó de su compañero derribado sobre el capó. Yo todavía estaba forcejeando para recuperar el aliento, pero sabía que si no me recomponía a toda prisa iba a recibir una tanda de patadas. Inesperadamente el grandullón me soltó y yo me eché hacia delante, con las manos en las rodillas, y tomé ansiosamente varias bocanadas de aire para llenarme los pulmones. Me volví sin entender nada. Había algo que no encajaba. Eché un vistazo a mi amiguito de la cara ensangrentada, que se estaba incorporando del Wolseley, y comprendí que ya solo tenía que ocuparme de él. Lo que no encajaba era que acababa de ver a Alain Barnier a mi espalda, dándole de puñetazos al de la gabardina con gran eficiencia.
No podía entretenerme, todavía me quedaba mucho trabajo y me concentré en mi amiguito, que ya se ponía de pie. Me adelanté, dispuesto a golpearle en cuanto recuperase la vertical, pero el tipo no era tan estúpido como yo había creído, porque intuyó mi maniobra y, apalancando los codos en el capó, lanzó una patada brutal hacia arriba. No acertó por muy poco y yo conseguí agarrarlo por el tobillo. Le di un violento tirón en la pierna y su cuerpo se escurrió por la plancha del coche, como un barco deslizándose por la rampa de botadura. Cayó en la calzada bruscamente y su cráneo chocó contra el bordillo con un chasquido espeluznante. Se quedó del todo inmóvil. Por un momento me asaltó seriamente el temor de haberlo matado, pero el tipo me tranquilizó soltando un ronco quejido.
Oí que el jaleo continuaba a mi espalda: Barnier y el otro tipo. Y también me llegaban gritos desde el Carvery. Me volví a ver qué pasaba. El de la gabardina parecía el más duro de los dos gorilas; desde luego era el más grandullón, y yo supuse que iba a darle mucho trabajo a Barnier. Pero al volverme vi que el gorila había perdido aquel sombrero demasiado pequeño y que sangraba por un corte en la sien y también por la boca totalmente machacada. Barnier me dejó fascinado: guardaba la distancia con su adversario sin perder la calma, y sus ojos se movían constantemente; observaba los puños, los pies, la cara del otro, como descifrando sus intenciones y anticipando cada uno de sus movimientos. El grandullón se adelantó dando tumbos y le lanzó a la desesperada un torpe gancho a Barnier, quien retrocedió airosamente, como cediéndole el paso a una vieja dama en el boulevard. Fue entonces cuando vi cómo le había causado tanto daño a su oponente: echó todo el cuerpo hacia atrás y trazó con la pierna un arco, barriendo el aire con el filo del zapato como si fuera una guadaña. El golpe le dio justo en un lado del cráneo al gorila de Costello, que se derrumbó como un árbol talado.
Retrocedí unos pasos hasta colocarme hombro con hombro con Barnier, los dos listos y en guardia por si nuestros compañeros de juegos se levantaban del suelo. Se había formado un corrillo de gente a nuestra espalda, en los escalones del Carvery, y oí a lo lejos el aullido de las sirenas de la policía.
– Los he avisado por teléfono -dijo Barnier en francés, sin volver la cara. Era un tipo con temple-. Así que será mejor que preparemos una historia convincente.
El gorila al que le había abierto la cabeza contra el bordillo se incorporó por sí mismo y se apoyó en el guardabarros de su coche. Nos miró a Barnier y a mí. Todavía tenía los ojos un poco vidriosos, pero estaba lo bastante despierto como para advertir que nosotros podíamos seguir con la juerga y decidió a todas luces que ya había sonado la campana del recreo. Recogió el sombrero de su compinche y lo empujó con el pie, mientras mascullaba algo sobre la policía. Los dos matones se montaron renqueantes al Wolseley y se alejaron enseguida.
– ¿Quiénes eran sus amigos? -me preguntó Barnier, otra vez en francés.
– Unos clientes descontentos -dije.
– Será mejor que vuelva dentro a adecentarse.
Asentí y lo seguí hacia el Carvery sin hacer caso del Wolsely 6/80 negro de la policía que acababa de llegar. Cuando cruzamos la puerta, Barnier me dejó al cuidado del conserje geriátrico, que me hizo bajar unas escaleras con alfombra roja hasta el baño de caballeros. El portero que había allí me miraba con consternación, por lo que me figuré que debía de tener la cara hecha cisco. Pero cuando me miré al espejo que había sobre los lavamanos no me pareció que la tuviera tan mal y le pedí una toalla húmeda para aplicármela en la mejilla y evitar que se me inflamara y amoratara demasiado. Mientras esperaba la toalla me lavé las manos y la cara, y me refresqué también la nuca con un poco de agua fría. Tuve que incorporarme despacio, poniéndome la mano con cuidado en la zona lumbar, donde el tipo de la gabardina me había dado la patada. Me estaba haciendo demasiado mayor para aquellos trotes.
Me sequé, me arreglé el cuello de la camisa y la corbata y le pedí al viejo conserje de la chaquetilla blanca que me cepillara la chaqueta antes de ayudarme a ponérmela.
– Auténticamente espantoso, señor -dijo con sincera consternación-. Es auténticamente espantoso que uno no pueda dedicarse a sus asuntos con toda tranquilidad sin que lo aborden y traten de robarle en la calle.
Asentí con una sonrisa cansada. Esa debía de ser obviamente la historia que Barnier les había contado cuando les había dicho que llamaran a la policía. Me puse la toalla mojada en la mejilla. El viejo desapareció por la escalera y volvió al cabo de un minuto con un poco de hielo envuelto en una servilleta; me impresionó que fuera capaz de moverse con tal celeridad. Me apoyé en la pared de azulejos de porcelana y me apliqué el hielo en la cara. Permanecí así un rato; luego les di una propina al conserje y al encargado del baño y subí la escalera alfombrada hasta el salón. Barnier estaba en la puerta hablando con dos agentes de policía. Era indicativo de la idiosincrasia del lugar que los polis tuvieran que permanecer en la puerta y que ni siquiera pudieran llevar a cabo su interrogatorio en una habitación de personal o una oficina. Fuera lo que fuese lo que Barnier les dijo, parecieron quedarse satisfechos y regresaron a su coche sin tomarme declaración. No se me escapó que Barnier no tenía ni un rasguño y que su impecable traje de franela gris seguía igual de impecable. Ahora se acercó, me dio una palmada en el hombro y sonrió.
– Me parece que no le vendría mal otro coñac, ¿no?
– Sí, creo que me sentaría bien.
Volvimos a sentarnos en el mismo reservado.
– ¿Qué ha dicho para librarse de los polis? -pregunté.
– Les he contado que era usted mi primo de Québec y que no hablaba una palabra de inglés. Que esos dos tipos habían intentado robarle y que tanto yo como el encargado del restaurante lo habíamos visto todo. Les he dado una falsa descripción del coche y los he mandado tras él.
– ¿No han insistido en hablar conmigo?
– Les he dicho que usted solo hablaba francés, que se volvía a su país en un par de días y que no quería enredarse poniendo una denuncia, ni mucho menos aplazar el viaje.
– ¿Se han contentado con eso?
– Estamos hablando de la policía, amigo mío. Tener que tratar con un ciudadano extranjero que está a punto de volver a su país resulta complicado, y si algo he aprendido sobre la policía de cualquier parte del mundo es que no quieren complicarse la vida. Y ahora, ¿por qué no me explica a qué venía ese jaleo? ¿Tiene algo que ver con la desaparición del joven Pollock?
– Sí. Bueno, en cierto modo. Sammy Pollock andaba con Paul Costello, que es el hijo de Jimmy Costello. ¿Ha oído hablar de Jimmy Costello?
Barnier se encogió de hombros y negó con la cabeza.
– Costello es un criminal y un matón. Asuntos de poca monta, aunque dirige una pequeña banda. Nuestros dos compañeros de baile deben de estar en nómina. Costello tiene un hijo que es un gandul. Hay que ser un verdadero inútil para constituir una decepción en los bajos fondos, pero ese es el caso del joven Paul. Bueno, la cuestión es que Paul andaba con Sammy Pollock antes de que este desapareciera, y tenía una llave de su apartamento. Yo se la arrebaté y mantuve con él un franco intercambio de pareceres. Fui tan franco que me parece que le partí algún que otro hueso.
– Y papá Costello está enfadado.
– Eso parece. Aunque, a decir verdad, no creo que le importe una mierda. Eso de afuera no pasa de ser una respuesta rutinaria. Quizá le tenga sin cuidado que le haya dado un sopapo a su hijo, pero está obligado a hacerse el ofendido. Las apariencias lo son todo para nuestros colegas del mundo criminal…
– Bueno, creo que quizá reciba otra visita de esos dos amigos. O de sus compinches. -Arqueó las cejas.
– Quizá no debería separarme de usted. Ese juego de pies es de lo más llamativo.
– Se llama savate, también kickboxing francés. A veces se conoce como jeu marseillais, porque era muy popular en Marsella en el siglo pasado. Los marineros, ¿entiende? La idea es que si estás peleando mientras navegas te conviene mantener una mano libre para sujetarte cuando el barco da un bandazo.
– Sí -dije. Había oído hablar del savate, pero lo que había visto allí fuera era bastante más que eso-. Yo creía, de todos modos, que el savate era un tipo de lucha callejera, cosa de estibadores y marineros. Ahora, si me permite que se lo diga, usted no me parece la clase de individuo que ha malgastado su juventud en reyertas por las callejuelas de Marsella.
– ¿No? -dijo Barnier-. Tal vez. Aunque si algo he aprendido en esta vida es que la gente raramente es lo que parece. En todo caso, el savate se ha ido aburguesando con los años. Se ha convertido en un deporte. Alejandro Dumas hijo lo estudió.
Observé su rostro apuesto y cruel. Aquella sonrisa enmarcada por la perilla y el pulcro bigote tenía un aire astuto. También melancólico. Me hacía pensar en un Satán triste y hastiado.
– Bueno, sean cuales sean los orígenes del savate -dije-, me alegro de que exista. Gracias por echarme una mano ahí fuera. Y con la policía.
Barnier se encogió de hombros ligeramente.
Ya no teníamos más que decirnos, por lo visto, y mis pies me llevaron de vuelta a la calle y al coche. No había más matones esperándome. Por ahora. Pero tarde o temprano habría de encargarme del asunto Costello. Al abrir la puerta del Atlantic, me volví y miré el Merchant’s Carvery. Barnier estaba junto a la ventana, mirando, tal como debía de haber estado cuando se me habían echado encima los tipos de Costello.
Me inquietaba Barnier. No había motivo para dudar de lo que me había dicho sobre su relación, o su falta de relación, con Sammy Pollock. Lo que me inquietaba no tenía probablemente nada que ver con eso. Pero había algo en aquel francés… Una especie de sombra que arrastraba consigo. Y para ser un importador de vinos, sabía arreglárselas muy bien.
Pasé a ver a Lorna de camino a casa. Tenía la esperanza de que la compresa fría hubiera detenido la inflamación en mi mejilla e impidiera que me saliera un morado. Pero todavía la tenía magullada y Lorna lo notó nada más verme.
– ¿Qué ha pasado? -me dijo mientras me hacía pasar. Pero la aflicción amortiguaba su inquietud y se contentó con un desdeñoso encogimiento de hombros por mi parte y con un «No es nada…» murmurado entre dientes.
Nos sentamos en el salón los dos solos. Maggie MacFarlane había salido. Asuntos que resolver, le había dicho a Lorna. Me pregunté cuántos de aquellos asuntos requerirían la intervención del galán que había visto llegar la noche anterior.
Lorna parecía cansada y tenía los ojos enrojecidos de llorar. Le hablé con tono suave y tranquilizador e hice todo lo que debía hacer un pretendiente sensible. Al rato, cuando el ambiente ya se había despejado y parecía permitirlo, le pregunté por el visitante del Lanchester-Daimler. Ella me miró sin comprender.
– Alto, pelo oscuro… con bigote -apunté.
Su expresión se iluminó un instante.
– Ah, sí… Jack. Jack Collins. Era el socio de papá. Y un amigo de la familia.
– ¿Socio? No sabía que tu padre tuviera ningún socio.
– No. En las apuestas, no. Jack Collins está metido en el boxeo, organiza combates; creo que viene a ser como un agente o un promotor. Él y mi padre estaban organizando algunas peleas y habían creado juntos una sociedad. Jack y mi padre estaban muy… unidos. Es como un miembro más de la familia.
– No estarían metidos en la organización del combate Kirkcaldy-Schmidtke, ¿no?
– No… nada tan importante. ¿Por qué lo preguntas?
– Solo curiosidad -respondí-. ¿Para qué se pasó ayer por aquí?
– Está ayudando a resolver algunos temas de negocios.
– Ya veo. ¿Ayudando a tu madrastra?
Lorna me miró perpleja. Hasta que captó.
– Ah, no. Nada de eso. Créeme, no es que no considere capaz a Maggie. La creo capaz de cualquier cosa. Pero no me parece que Jack esté interesado. Por lo visto, tiene una colección de amiguitas glamurosas. -Esbozó una sonrisita pícara, aunque su tristeza la disolvió en el acto, como un dibujo en la arena-. Ya te digo, papá y Jack estaban muy unidos. Es imposible que Jack…
– ¿Y qué quería? Anoche, quiero decir.
– Solo pasó a ver si podía ayudar en algo. Y estaba buscando unos papeles que tenía papá.
– ¿Los encontró?
– No, creo que no.
Me tomé una copa con ella. Cuando ya me iba, me echó otra vez los brazos al cuello. Traté de ahuyentar la irritación que sentía crecer en mi interior. Una vez más, Lorna estaba quebrantando el tácito acuerdo de no exigirnos nada el uno al otro. «Estás hecho un verdadero canalla», me dije a mí mismo.
Cuando llegué a casa usé el teléfono del vestíbulo para llamar a Sheila Gainsborough al número de su agente. Respondió la misma voz suave y afeminada. Le pedí que me pasara con la señorita Gainsborough. Hubo un suspiro y un silencio al otro lado de la línea; luego se puso ella. Le expliqué los progresos que había hecho, cosa que no me llevó mucho tiempo.
– ¿No ha tenido ninguna noticia de Sammy? -le pregunté.
– No. Nada. -Su voz transatlántica sonaba tensa y cansada-. Tenía la esperanza…
– Continúo buscando, señorita Gainsborough. He hablado con el francés, Barnier, pero no parece conocer muy bien a Sammy, después de todo.
– ¿Ah, no? -dijo sorprendida, aunque solo vagamente-. Sammy lo nombró un par de veces. Creía que se conocían.
– Bueno, conoce a Sammy. Pero no tan bien.
Seguimos charlando unos minutos. Ella no tenía mucho más que decirme y yo aún menos a ella. Le prometí mantenerla informada.
Después de colgar noté una sensación opresiva y funesta en el pecho. Cada vez que pensaba en Sammy Pollock el cuadro se oscurecía un poco más.