Capítulo 9

Hay gente que disfruta del carácter imprevisible de la vida: del hecho de no saber nunca qué le espera a la vuelta de la esquina. Uno se despierta por la mañana y encara el día absoluta y dichosamente ajeno a todas las cosas que pueden irse a la mierda en las próximas veinticuatro horas. Mientras me levantaba, me lavaba y afeitaba a la mañana siguiente, no tuve mucho tiempo para pensar qué demonios podía ser tan importante como para merecer un interés trasatlántico. Luego otros acontecimientos acapararon mi atención.

Me enteré de la noticia del mismo modo que cualquier otro ciudadano. Por un titular del Glasgow Herald: DETENIDO SOSPECHOSO DEL ASESINATO DE UN CORREDOR DE APUESTAS EN GLASGOW.

Había comprado el periódico de camino a la oficina y me detuve a tomar un café en el sitio de costumbre, en Argyle Street, para poder leerlo con calma. El artículo decía que Tommy Pistola Furie, un boxeador de poca monta, había sido detenido por el asesinato de James MacFarlane, corredor de apuestas con presuntas conexiones con el hampa de Glasgow. Al seguir leyendo, descubrí que Furie era uno de los vagabundos acampados en Vinegarhilll. Interpreté que «boxeador de poca monta» quería decir púgil de peleas a puño limpio y recordé el edificante espectáculo en el establo de Sneddon.

Furie, decía el artículo, era un gitano irlandés, un pikey, como habría dicho Sneddon. Y ser un gitano irlandés significaba que tenía grandes posibilidades de obtener un juicio justo: más o menos las mismas que tenía yo de que Marilyn Monroe plantara a Joe DiMaggio y viniera a Glasgow a vivir en pecado conmigo. Los de Investigación Criminal le habían explicado al periodista que Furie estaba colaborando en las pesquisas, pero que aun así seguirían explorando todas las demás líneas de investigación. Mientras leía esto último, me vino a la cabeza la imagen de Marilyn lavándome los calzoncillos en el lavadero común de una casa de vecindad de Glasgow.

Ahí parecía concluir la historia.

Me pregunté cómo se habría tomado Lorna la noticia, y si la policía habría tenido la delicadeza de informarla antes de que lo viera en el periódico. Me terminé el café y fui caminando a mi oficina. El tiempo volvía a ser el de siempre y caía una llovizna grasienta del cielo gris acerado. En cuanto llegué, marqué el número de Lorna, pero nadie respondió. Colgué y decidí pasar a verla aquella tarde. Habían transcurrido varios días desde mi última visita, aunque había seguido llamando a diario. Cada llamada parecía provocar una reacción más fría que la anterior. Me sabía mal no haber ido más a menudo, pero me había distraído con todo lo sucedido últimamente. Y además, seguía sin poder darle lo que ella quería.

Ahora que el asesinato de Calderilla había dejado de ser un motivo de preocupación adicional, decidí olvidar toda la cuestión sobre el tipo de negocio que se traía con Bobby Kirkcaldy. Lo primordial era descubrir quién estaba tratando de distraer a Kirkcaldy del combate. Me constaba que no podía ser la gente de Schmidtke: no llegarían al país hasta el final de aquella semana. Esto, desde luego, no quería decir que no pudieran haber contratado a unos matones locales, pero la posibilidad parecía poco factible y yo más bien me decantaba por buscar a alguien que hubiese apostado fuerte por la derrota de Kirkcaldy. Me pasé el resto del día yendo de un garito de apuestas a otro. Un tour por los urinarios públicos de Calcuta habría resultado más edificante.

La hora del almuerzo me pilló en el East End y acabé metiéndome en un café donde nunca había entrado. Resultó que estaba especializado en comida grasienta: el beicon, la salchicha y el pan frito que me trajeron venían a ser como islas en un mar viscoso. Decidí ahorrarles el trago a mis tripas y me conformé con el café. Luego busqué una cabina y eché unas monedas.

Marqué otra vez el número de Lorna, pero seguían sin atender. Había un guía de teléfonos en el estante y la consulté hasta encontrar el número de los tres hoteles que quedaban en las inmediaciones de Saint Andrew’s Square y entraban en el presupuesto que la policía de Glasgow solía estar dispuesta a sufragar. Pedí en cada uno por el señor Dexter Devereaux, de Vermont, Estados Unidos. Tres dianas. Lo intenté en el hotel Central y en el Saint Enoch Station; ningún americano llamado Devereaux. Resultó que debería haber trabajado alfabéticamente: lo localicé en el hotel Alpha, en Buchanan Street. Me dijeron que el señor Devereaux había salido por asuntos de negocios y que no lo esperaban hasta la tarde. Respondí que no quería dejar ningún mensaje y pulsé los botones plateados para cortar la comunicación. Los volví a soltar y marqué el número del apartamento de Sheila Gainsborough en Glasgow. Tampoco contestó nadie.

La siguiente llamada tuvo más éxito, si éxito puede considerarse tener que hablar con Willie Sneddon.

– ¿Ha visto la noticia? -le pregunté.

– Sí, la he visto. -La voz de Sneddon sonaba insulsa, neutra-. Los putos pikeys. No puedes darles la espalda ni un segundo.

– Tommy Pistola Furie… Por lo que dicen los periódicos, parece que peleaba a puño limpio. ¿Se había tropezado con él?

– No; que yo sepa, no. Quizá. En esto no hay nombres ni nada. Yo no les sello la puta cartilla del seguro. En fin, toda esta mierda no tiene nada que ver ni importa un carajo. ¿Tienes algo sobre Bobby Kirkcaldy?

Me costó un momento asimilar toda la riqueza del inglés tal como se habla únicamente en la madre patria.

– No. Me he pasado el día recorriendo garitos de apuestas para averiguar quién ha apostado contra él.

– Joder, ¿te cuentan esas cosas? -preguntó Sneddon.

– He usado su nombre en vano… completamente en vano. Nadie sabe de ninguna gran apuesta.

– Eso no significa una mierda -dijo Sneddon-. Las apuestas de verdad no pasan por esos putos garitos callejeros. Habla con Tony el Polaco.

– ¿Grabowski? -pregunté, pero la operadora me instó en ese momento a echar más monedas en el teléfono. Lo cual me recordó que había que andarse con cuidado con lo que decías en una cabina. Eché un par de monedas de tres peniques y pulsé de nuevo el botón.

– ¿Grabowski? -volví a preguntar-. Creía que Tony ya había dejado las apuestas, igual que lo de las cerraduras.

– No. Ha ganado lo bastante para retirarse, el muy cabrón, pero aún organiza apuestas de vez en cuando. Si alguien ha colocado una gran suma en la ciudad, Tony el Polaco lo sabrá.

– Me encargaré de comprobarlo. ¿Puedo seguir usando a Deditos para mantener vigilada la casa de Kirkcaldy? Tengo a mi chico allí por las tardes.

– Supongo… ¿Nada más?

– Hay otra cosa…

Había estado dudando sobre si debía manifestar mis sospechas, pero llegué a la conclusión de que Sneddon tenía derecho, como cliente, a saber lo que me rondaba por la cabeza.

– ¿Qué?

– No sé si será motivo para preocuparse o no. ¿Recuerda que le pregunté si conocía a un tipo llamado John Largo?

– Sí, ¿qué pasa?

– Bueno, le he preguntado por él a un montón de gente y anoche recibí la visita de un poli amigo mío. Vino acompañado de un yanqui que dijo ser detective privado de Vermont.

– ¿Y?

– Si era un detective privado yo soy Grace Kelly. Por lo que se refiere a la policía de Glasgow, está claro que él lleva la batuta.

– ¿Y a mí qué?

– No sé. No sé si le afectará a nadie, pero significa dos cosas: que un peso pesado de la policía americana está en la ciudad y que John Largo, sea quien sea, es un pez gordo, gordo de verdad. Y Glasgow es un estanque pequeño. Su estanque.

– Ya capto la idea. Preguntaré por ahí. ¿Se lo has contado ya a Cohen y Murphy?

– No, pero se lo contaré. Y yo no haría mucho ruido preguntando por ahí. Haciendo eso justamente he conseguido llamar la atención de Eliot Ness.

En cuanto colgué, salí con el coche del East End, crucé el río y enfilé hacia el sur en dirección a Cathcart y Newton Mearns.


Había muchas cosas en Glasgow, y en Escocia, que me provocaban urticaria, pero también había muchos aspectos de los escoceses que me gustaban. Una de las cualidades que los redimía a mis ojos era su capacidad para aceptar distintos matices de ser escocés. Del mismo modo que uno podía considerarse irlandés-americano, existían identidades dentro de Escocia que eran únicas, pero formaban parte de la propia identidad escocesa: italiano-escocés; judío-escocés (variedad que había dado lugar al fenómeno totalmente único del bar-mitzvá cèilidh, [5] en el cual se requería kipá y falda escocesa); y desde el final de la guerra, polaco-escocés.

Tony el Polaco Grabowski era uno de los miles de soldados polacos que habían luchado con el ejército británico. Muchos habían caído defendiendo una isla que solo habían conocido unos meses antes, y la gran mayoría del Ejército Libre Polaco había estado destinada en Escocia. Yo sentía debilidad por los polacos: la Primera División Acorazada Polaca había sido agrupada con la Primera División Canadiense, de manera que los había visto en acción. Y después de verlos, me había considerado afortunado por estar en el mismo bando que ellos.

Terminada la guerra, como muchos de sus compatriotas, Tony el Polaco llegó a la conclusión de que prefería el estampado de este lado del Telón de Acero y se convirtió en residente extranjero y más tarde en ciudadano británico. Se casó con una escocesa y se estableció en Polmadie, al sur de la ciudad. Polmadie era un barrio tan pintoresco como su nombre indicaba: un laberinto de casas de vecindad y viviendas pareadas de protección oficial construidas en la década de 1930. A decir verdad, en una ciudad con barrios llamados Auchenshuggle y Roughmussell, Polmadie resultaba casi poético. Y una casa pareada era un palacio comparada con un cuchitril de Gorbals.

Durante el día, Tony el Polaco era verdulero. Como buen polaco, no había comprendido que las frutas y verduras, a menos que estuvieran fritas o pudieran freírse, ocupaban el último lugar en la lista de la compra de cualquier glasgowiano. Quizá por eso, porque no le daba mucho trabajo, aquel siguió siendo su oficio diurno. El que le proporcionó dinero de verdad fue su otro oficio, el nocturno: Tony el Polaco Grabowski reventaba cerraduras como nadie. Llegó a ser sin duda el mejor especialista de Escocia en cajas fuertes; no había una que se le resistiera. Pero aquella vida era muy dura. Siempre existía el riesgo de poner mal un pie, de resbalar por la cañería y darse un porrazo. O el peligro de las alarmas silenciosas, de los vigilantes nocturnos, de las patrullas de paso sigiloso. Así pues, cuando hubo ahorrado lo suficiente para ofrecerle una vida confortable a su familia, y antes de que lo encerrasen en una caja a él mismo, Tony dejó las cerraduras y se resignó a un mundo de coles pasadas y tomates pochos. Aunque de vez en cuando, eso sí, montaba una timba o una tanda de apuestas sobre algún acontecimiento deportivo solo para redondear las ganancias que le aportaban los guisantes y las coles de Bruselas.

Encontré a Tony el Polaco detrás del mostrador de su verdulería, en Cathcart Road. Era un tipo bajo y rechoncho con una cara ancha inequívocamente polaca y un acento polaco todavía más inequívoco. Se estaba quedando calvo y se afeitaba el pelo que le quedaba. Por la sombra oscura que le rodeaba el cráneo de una sien a otra, deduje que debía de ser más tarde de lo que yo creía, ya casi las cinco.

– Hola, Tony… ¿Qué dices, qué has oído por ahí?

Se echó a reír ante aquella frase de película. En realidad, fue una risita lo que soltó, lo cual no se avenía demasiado con su físico rechoncho y poderoso. Tony era un gran fan de James Cagney y mi acento «americano» lo había dejado extasiado la primera vez que nos vimos. Desde entonces, cada vez que nos veíamos, lo saludaba con la frase de Rocky Sullivan en Ángeles con caras sucias. Una vez probé con el Bogart de El tesoro de Sierra Madre, pero enmudecí en el acto ante su mirada reprobadora.

– Hola, Lennos. ¿Qué disse, qué ha oído? Ha vassado musho ziempo, amigo…

Su manera de hablar tenía todavía más gracia porque Tony no se daba cuenta de que mezclar la jerga de Glasgow con un fuerte acento polaco era en sí una proeza, casi un número de circo. Cualquier persona que aprende un idioma tiende a utilizar la variante peculiar a la que se encuentra expuesto. En lo que se refería al inglés, Tony había sido sometido al equivalente lingüístico de una radiación gamma: al inglés glasgowiano. Ahora ya bromeaba y charlaba como un nativo, pero metiendo uves, zetas y eses por todas partes. Resultaba tan desternillante como abstruso, y yo me tronchaba cada vez que lo oía, aunque disimulaba.

– Hola, Tony. ¿Cómo van las cosas?

– Como ziempre. No vuedo queharme… Dampoco serviría de musho queharse -dijo, con su habitual mezcla de Will Fyffe y Akim Tamiroff, más unas gotas de Bela Lugosi-. ¿Qué passa?

– Estoy buscando un poco de información.

Puez ha venido al zitio indicado… Me conosco bien el percal. -Soltó su risita afeminada y me señaló el mostrador con un gesto ampuloso.

Nos interrumpió una mujer bajita que iba con pañuelo en la cabeza, delantal y unas descoloridas pantuflas a cuadros. Debía tener entre treinta y ochenta años. Los glasgowianos solían saltarse la media de edad, tomando un atajo que iba directamente de la lozanía a la decrepitud. La mujer indeterminada le hizo su pedido. Tony abrió una bolsa de papel con un chasquido seco: un gesto teatral que solo los verduleros y los ilusionistas serían capaces de ejecutar. Metió unas cebollas en la bolsa y, con el mismo floreo de ilusionista, le dio un giro airoso para cerrarla.

– Aquí diene, reina -le dijo con una gran sonrisa a la mujer en pantuflas.

Ella salió del local arrastrando los pies.

– ¿Qué classe de invormassion? -preguntó cuando nos quedamos solos.

– Es un asunto confidencial, Tony. Solo entre tú y yo… Nadie sabrá cuál ha sido mi fuente. Necesito saber si alguien ha intentado colocar una gran apuesta para el combate Bobby Kirkcaldy-Jan Schmidtke. Hablo de una apuesta muy elevada.

Estaba en manos de su buena voluntad. De nada me servirían aquí los sobornos ni las amenazas. Siempre era más fácil si el informador era pobre o miedica.

– Ah, , ya esdamos odra vez, hoder… Endre dú y yo, las pelotas. Avuesto a que trabaha para uno de los Dres putos Reyes. ¿Quién lo envía? ¿Villie Sneddon? -inquirió.

Eludí la pregunta.

– Eso no importa, Tony. ¿Ha intentado alguien apostar fuerte por la derrota de Bobby Kirkcaldy?

– No. Yo me habría enderado. Dendría que haberla negossiado con los grandes. -Arrugó la frente (la última arruga marcaba la frontera fantasmal con su difunto cuero cabelludo)-. Espere… hubo una cossa. Un par de capullos de mierda. Eztaban en el Zaracen’s Zord… hase tres semanas. Vinieron haziéndose los impordantes…

Yo conocía el Saracen’s Sword, el pub al que se refería. Tony lo usaba como oficina informal, como yo con el Horsehead.

– ¿Y querían colocar una apuesta?

– No… no ecsactamente. Hasían como si zolo esduvieran inderesados en saber cómo funzionaría. Dos capullos hasiéndo los impordantes, ya digo. Dio la impresión de que no denían dinero para una apuesda grande, pero que esveraban conseguirlo.

– ¿De dónde eran los tipos? -le pregunté, resistiendo el impulso de meter una uve o una zeta por en medio.

– ¿Quién coño sabe, Lennos? Yo creo que zólo desían donterías. ¿Me comprende?

– Pero ¿hablaron de apostar contra Bobby Kirkcaldy?

– No… Yo no he dicho eso. Ellos no diheron por quién querían aposdar. Zólo querían saber quién aseptaría una apuesda tan grande como esa. No les hisse mucho caso, para ser sinsero. Eran zolo un par de gilipollas disiendo donterías, ya digo.

– ¿Y qué les dijiste?

– Que yo me encargaría, pero que una apuesda así de grande la negossiaría. Que metería a los grandes. Yo o Calderilla MacFarlane. Pero eso fue andes de que le mashacaran la cabessa.

– ¿Calderilla MacFarlane? -Sentí un hormigueo en la nuca.

, claro. Normalmente yo ze los habría enviado a Calderilla. Pero las únicas apuesdas que asepta ahora Calderilla zon para saber a quién le mederá el demonio la horca por el culo…

En lugar de la risita, esta vez soltó una especie de cacareo.

– ¿Te ha venido a ver la policía desde su asesinato?

– ¿La polisía? No, ni ze preocupan por mí. Para ellos, no dengo antesedentes. Ni siquiera saben la mitad de mierdas que he montado. Y todo el mundo ve que ahora zoy hombre honrado.

– Y esos dos jóvenes maleantes… ¿sabes quiénes son? ¿Los conocías?

– No. Un par de putos fanfarrones, si quiere mi opinión. Dampoco me fijé mucho, ¿me comprende?

– De acuerdo. Gracias, Tony. -Le di la mano. Ya me marchaba cuando se me ocurrió otra cosa. Me volví hacia el achaparrado y sonriente polaco-. ¿Qué sabes de Jack Collins? Era el socio de Calderilla en un par de negocios.

… ¿Sabía que era dambién hijo de MacFarlane? ¿Hijo ilegídimo? Calderilla y mamá Collins habían esdado jugando a un jueguito, a esconder la kielbasa, la salchicha, como solíamos desir allá, en nuesdro vaís.

– ¿Era del dominio público?

– Oh, … Todo el mundo zabía. Vero yo nunca he tenido una mierda que ver con el joven Collins.

– Una cosa más. Bobby Kirkcaldy tiene una especie de guardaespaldas. Dice que es su tío…

– Ah, … Conosco bien a ese viejo skurvysyn.

– ¿Skurvysyn? -pregunté. Me había estado concentrando para desentrañar lo que venía de Breslau y lo que procedía de Glasgow en cada una de sus frases, pero esta vez me había descolocado por completo.

… skurvysyn. Mala palabra en polaco. ¿Cómo se dise en inglés? Cabronazo… no, no es eso. Gilipollas… quizá. No, dampoco es correcto. Hijoputa…

– Está bien, ya lo entiendo, Tony. -Alcé las manos-. ¿Qué sabes de él?

Zolo que es un bastardo redomado. Andiguo boxeador a puño limpio. Luego se dedicó a amañar peleas. Zolía arreglar los combates asustando a los boxeadores hasda que se cagaban. Bastardo hijo de puta de pies a cabesa. Vero es imvosible que se implicara en maniobra para arreglar el combate de Kirkcaldy. Al menos si eso fuera en contra de Kirkcaldy. Él sabe de qué puto lado le conviene esdar.

– Gracias, Tony. Nos vemos.

– ¿Qué dises, qué has oído? ¿Eh, Lennos?

Dejé al risueño polaco detrás de su mostrador. Aún no había llegado a ninguna parte, pero alguien estaba jugando con el interruptor de la luz en el cuarto de atrás de mi cerebro.


Volví a llamar a Lorna desde una cabina. Nada. Aquello empezaba a preocuparme. Una vez terminados mis quehaceres, me pasaría por Pollokshields para ver, como habría dicho Tony, qué esdaba passando.

Conduje hasta Partick, aparqué en Thornwood Drive y me fui a pie a Craithie Court. Había una luz agradable de atardecer y a mí me había entrado otra vez aquella empalagosa sensación de melancolía. El hostal para mujeres de Craithie Court quedaba por encima de Thornwood Drive, en lo alto de una suave colina desde donde se dominaba toda la perspectiva de la calle: un desfiladero de casas de vecinos de piedra arenisca que se extendía hasta allí donde la selva de grúas marcaba la orilla del Clyde. Aquí se veían más coches aparcados en las calles y la circulación empezaba a cambiar la fisonomía de la zona. Durante los últimos seis años se había hablado de excavar un túnel bajo el Clyde para facilitar el tráfico norte-sur. Lo que yo no sabía era si la gente del barrio sentiría un gran entusiasmo ante la idea de que Govan, en la orilla opuesta del Clyde, contara con un acceso tan directo a Partick.

Cuando llegué al hostal llamé con los nudillos a la puerta de la oficina. Aunque costara creerlo, yo tenía ciertas reglas y normas de conducta inflexibles, una de las cuales era no pegar jamás a una mujer. La matrona que me abrió la puerta era una de los mejores argumentos que me había encontrado a favor de mi actitud moral. Un adjetivo que no suele atribuirse a una mujer es «fornida», pero a la matrona del hostal le venía como anillo al dedo. Desde luego, jamás le habría pegado a una mujer como ella, no fuera a ser que me pegase ella a mí. Iba con un vestido gris oscuro de tweed de aspecto tan abrasivo que tuve la seguridad de que alguna orden religiosa debía usarlo como instrumento de mortificación.

– ¿Puedo ayudarle? -preguntó.

No respondí en el acto, hipnotizado como estaba por aquellas cejas que se le juntaban por encima de la nariz y por aquella profunda voz de barítono. Al recobrarme, le expliqué que estaba buscando a Claire Skinner por un asunto de trabajo.

– Entonces tendrá que quedar con ella en otra parte. No están permitidas las visitas masculinas.

Aquella firme tutela de virginidades sería quizá muy edificante, pero parecía un poco fuera de lugar. A buenas horas… Utilicé todas mis armas con la Matrona Peluda, incluido mi considerable encanto natural canadiense. Pero ninguna funcionó con ella, que se limitó a alzar una ceja, o mejor dicho, la mitad de su ceja de cíclope con desdeñoso hastío. Como tenía un plan B guardado en la manga, decidí desistir por el momento. Me encogí de hombros, como si a mí me diese igual y el perjuicio fuera a sufrirlo otro, e hice ademán de marcharme. Ella no me lo impidió. Ya tenía visto ese truco, como todos los demás.

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